De algún modo, invadida por una mezcla de orgullo y pavor, logró mantener la cabeza erguida y contener la náusea. No era una pesadilla, no era un sueño aciago del que despertaría al amanecer. Aun así, todo sucedía a cámara lenta, como si se tratara de una escena irreal. Intentaba abrirse paso a empujones a través de una densa cortina de agua al otro lado de la cual veía rostros de personas que la rodeaban por todas partes, con ojos ávidos y bocas que se abrían y se cerraban como si quisieran engullirla entera. Sus voces iban y venían como el batir de las olas en las rocas. Más fuerte e insistente era el latido entrecortado de su corazón, un tango frenético dentro de su cuerpo paralizado.
Seguid caminando, seguid caminando, ordenó el cerebro a sus piernas temblorosas al tiempo que unas manos firmes tiraban de ella a través de la multitud hasta sacarla a las escalinatas del juzgado. El resplandor del sol le hizo llorar, y buscó a tientas las gafas de sol. Pensarían que lloraba por otra causa. No les permitiría interpretar a la ligera sus sentimientos. El silencio era el único escudo que la protegía.
De repente tropezó y por un instante se vio presa del pánico. No podía caer al suelo. Si se caía, el enjambre de periodistas y curiosos se abalanzaría sobre ella entre gruñidos y topetazos, cual perros salvajes a la rebatiña de un conejo. Tenía que mantenerse en pie, parapetada tras su silencio durante unos metros más. Eso lo había aprendido muy bien de Eve. «Muéstrales tu inteligencia, querida, no tus entrañas». Eve. Le entraron ganas de gritar, de levantar las manos al cielo y ponerse a gritar y gritar hasta descargar toda la ira, el miedo y el dolor que llevaba dentro.
Por todas partes le asaltaban preguntas formuladas a voz en cuello. Los micrófonos le golpeaban la cara cual dardos mortíferos en un último intento de los afanados reporteros por obtener algún tipo de información sobre la comparecencia ante el juez de Julia Summers, sospechosa de asesinato.
—¡Zorra! —exclamó alguien con una voz áspera cargada de odio y lágrimas—. ¡No tienes corazón!
¿Qué sabéis vosotros lo que soy? ¿Qué sabéis vosotros lo que siento? Quiso responder, plantando cara a la muchedumbre.
Pero la puerta de la limusina estaba abierta. Al subir al vehículo se vio arropada por el aire fresco del interior, protegida por los vidrios ahumados. La multitud avanzó en tropel, apiñándose contra las barricadas apostadas a lo largo de la acera. Rostros encendidos por la cólera la rodeaban cual buitres sobre un cadáver medio desangrado. Cuando la limusina comenzó a circular lentamente clavó la vista al frente, con los puños cerrados sobre el regazo y sin una sola lágrima en los ojos, afortunadamente.
No dijo nada mientras su acompañante le preparaba una copa. Dos dedos de brandy. El hombre esperó a que tomara el primer sorbo para dirigirse a ella en un tono sereno, casi despreocupado, con aquella voz que había acabado seduciéndola.
—Y bien, Julia, ¿la mataste tú?