Gloria DuBarry estaba en una edad delicada para ser actriz, cincuenta años, según su biografía oficial. Sin embargo, según su partida de nacimiento expedida a nombre de Ernestina Blofield, había que sumar cinco años a aquella peligrosa edad que podía marcar un antes y un después en su carrera.
La genética le había favorecido lo bastante para no necesitar más que unos cuantos retoques a fin de conservar aquella imagen suya de ingenuidad. Seguía llevando el cabello de color rubio miel con aquel corte a lo garçon tan característico que habían copiado millones y millones de mujeres en sus buenos tiempos. Su rostro de chico quedaba compensado por unos ojos azules enormes y llenos de candor.
La prensa la adoraba… ya se aseguraba ella de que fuera así. Siempre había tenido la gentileza de conceder entrevistas y era el sueño de todo agente de prensa por su generosidad con los medios, como cuando se había prestado a un extenso reportaje fotográfico con motivo de su único enlace matrimonial, o como cuando había hecho públicas anécdotas e imágenes de sus hijos.
Tenía fama de ser una amiga leal, además de combatiente de todas las causas justas, como la defensa de los animales, un proyecto en el que tenía centrados sus esfuerzos en los últimos tiempos.
En los rebeldes años sesenta, la sociedad estadounidense más heterodoxa había puesto a Gloria en un pedestal como símbolo de inocencia, moralidad y veracidad. Y ahí se había mantenido, con su propia ayuda, durante más de tres décadas.
En la única película que habían hecho juntas, Eve interpretaba a una devora hombres ya madura que seducía y traicionaba al inocente y sufrido mando de Gloria, al cual le faltaba voluntad para no sucumbir a sus encantos. Los papeles que representaban ambas explotaban al máximo la imagen de cada una de ellas, Gloria el de chica buena y Eve, el de arpía. Y por extraño que pareciera, las dos actrices habían acabado haciéndose amigas.
Puede que los más cínicos dijeran que a la relación que las unía le favorecía el hecho de que nunca se habían visto obligadas a competir por un papel o por un hombre. Y puede que tuvieran parte de razón.
Cuando Eve entró en Chasen’s con aire despreocupado, Gloria ya estaba sentada a una mesa, observando la copa de vino que tenía delante con rostro pensativo. No eran muchas las personas que conocían a Gloria lo bastante bien para percibir el descontento que subyacía bajo aquella expresión de placidez. Eve se contaba entre ellas, e intuyo que sería una tarde muy larga.
—¿Champaña, señorita Benedict? —pregunto el camarero después de que las dos mujeres se hubieran saludado con un par de besos rápidos en la mejilla.
—Por supuesto —respondió Eve.
Tomó asiento al tiempo que cogía un cigarrillo y sonreía al camarero con parsimonia cuando este se lo encendió solícito. Le alegraba saber que estaba radiante después de la sesión matutina en el salón de belleza. Se notaba la piel tersa y suave, el cabello sedoso y brillante y los músculos tonificados.
—¿Cómo estás, Gloria?
—Bien —Gloria levanto la copa de la mesa, tensando levemente su boca grande—. Teniendo en cuenta como han destripado los de Variety mi nueva película.
—La última palabra la tiene la taquilla. Ya llevas en este mundillo lo bastante para no preocuparte por la opinión de un crítico estirado.
—No soy tan fuerte como tú —repuso Gloria, insinuando apenas una sonrisita de superioridad—. Tú le dirías al crítico que, bueno, ya sabes.
—¿Que se joda? —sugirió Eve con dulzura mientras el camarero le dejaba el champán en la mesa. Al verlo, Eve soltó una carcajada y le dio una palmadita en la mano—. Perdona, cariño, no iba por ti.
—¡Pero Eve! —exclamó Gloria en tono recriminatorio, aunque rio en voz baja acercándose a ella.
La niña repipi riendo por lo bajini en misa, pensó Eve no sin afecto. ¿Cómo debía sentirse uno cuando creía lo que decía su propia prensa?, se preguntó.
—¿Qué tal Marcus? —preguntó—. Os echamos de menos en la cena benéfica de la otra noche.
—Ah, lamentamos muchísimo no poder ir Marcus tenía un dolor de cabeza terrible. Pobrecito mío, no puedes hacerte una idea de lo difícil que es dedicarse a los negocios hoy en día.
A Eve, el tema de Marcus Grant, el marido de Gloria desde hacía veinticinco años, siempre le aburría. Así pues se limitó a emitir un sonido evasivo y cogió la carta.
—Y el negocio de la restauración es de lo peor —prosiguió Gloria, siempre dispuesta a sufrir las tribulaciones de su esposo aunque no las entendiera—. Los del departamento de salud pública andan siempre fisgoneando, y más ahora que la gente se ha vuelto tan tiquismiquis con lo del colesterol y las grasas. No tienen en cuenta que Quick and Tasty’s ha dado de comer prácticamente a toda la clase media de este país sin ayuda de nadie.
—Vayas a donde vayas, siempre puedes encontrar uno de sus puestecillos rojos —comento Eve, describiendo la cadena de comida rápida de Marcus—. No te preocupes, Gloria, se preocupen o no por su salud, los estadounidenses siempre comerán hamburguesas.
—Eso sí. —Gloria sonrió al camarero—. Para mí una ensalada nada más, aliñada con zumo de limón y pimienta.
Gloria no caería nunca en la ironía de su pedido, pensó Eve, que pidió un plato de chile.
—Bueno… —dijo Eve, cogiendo de nuevo su copa—. Ponme al día de todos los chismorreos.
—Pues la verdad es que la primera de la lista eres tú —respondió Gloria, tamborileando sus uñas cortas y pintadas con laca transparente en la copa de vino—. Todo el mundo habla de tu libro.
—Cuánto me complace oír eso. ¿Y qué dicen?
—Hay mucha curiosidad. —Gloria pasó del vino al agua para ganar tiempo—. Curiosidad… y un poco de resentimiento.
—Y yo que esperaba que suscitara miedo.
—Bueno, eso también. Miedo a salir, y miedo a no salir en tu libro.
—Me has alegrado la vida, querida.
—Tómatelo a broma si quieres, Eve —comenzó a decir Gloria antes de enmudecer mientras les servían el pan. Luego arrancó un pellizco de su panecillo y lo desmigajó en su plato—. Pero la gente está preocupada.
—¿Quién en concreto?
—Bueno, no es ningún secreto lo que piensa Tony Kincade. Y también he oído que Anna del Rio ha dejado caer que demandaría por difamación a quien hiciera falta.
Eve sonrió mientras embadurnaba un panecillo con mantequilla.
—Anna es una diseñadora innovadora y encantadora, eso está clarísimo. Pero ¿de verdad es tan tonta para creer que al gran público le importa lo que se meta o se deje de meter a escondidas?
—¡Eve! —Gloria, ruborizada y abochornada, se bebió el vino de golpe y recorrió la sala rápidamente con una mirada nerviosa para ver si había alguien que podía oírlas—. No debes ir por ahí diciendo esas cosas. Yo, desde luego, estoy en contra de las drogas… ahí están los tres anuncios de interés público que he hecho… pero Anna es una persona con mucho poder. Y si de vez en cuando consume algo, para pasarlo bien…
—Gloria, no seas más tonta de lo necesario. Anna es una yanqui que se gasta más de cinco mil dólares diarios en drogas.
—No sabes…
—Sí que lo sé.
Por una vez Eve fue lo bastante discreta para guardar silencio mientras el camarero regresaba con la comida. Una vez servidos los platos, bastó que Eve le hiciera una señal con la cabeza para que el camarero les rellenara las copas.
—Puede que sacar a la luz lo de Anna le salve la vida —prosiguió Eve—, aunque mentiría si dijera que me mueven motivos altruistas. ¿Quién más?
—He perdido la cuenta. —Gloria se quedó mirando la ensalada. Como hacía con cualquiera de sus papeles, se había pasado horas ensayando aquella comida—. Eve, esa gente son tus amigos.
—Tampoco tanto. —Eve tenía buen apetito y hundió la cuchara en el chile con ganas—. En la mayoría de los casos son personas con las que he trabajado o he asistido a algún acto. Con algunas me he acostado. Pero a la hora de hablar de amistad, puedo contar con los dedos de una mano a la gente de este negocio que tengo por verdaderos amigos.
Gloria hizo aquel mohín con la boca que había cautivado a millones de espectadores.
—¿Y entre ellos me cuentas a mí?
—Sí, te cuento a ti. —Eve saboreó otra cucharada de chile antes de retomar la palabra—. Gloria, en ese libro habrá cosas que levantarán ampollas y otras que servirán para cerrar heridas. Pero no se trata de eso.
—Entonces ¿de qué se trata? —inquirió Gloria, acercándose a ella para mirarla fijamente con sus enormes ojos azules.
—Se trata de contar mi historia, de principio a fin, sin rodeos. Y eso incluye la gente que ha entrado y salido de esa historia. No estoy dispuesta a mentir, ni por mí ni por nadie.
Gloria alargó la mano y agarró la muñeca de Eve. Aunque tenía el movimiento más que ensayado, hasta aquel momento siempre le había salido un gesto suave y suplicante. Sin embargo, a la hora de la verdad sus dedos se aferraron a Eve con fuerza y apremio, endurecidos por un sentimiento que le brotaba de dentro.
—Confiaba en ti.
—Y con razón —le recordó Eve. Tendría que haber imaginado lo que sucedería, y lamentó no poder hacer nada para evitarlo—. No tenías a nadie más a quien acudir.
—¿Y eso te da derecho a sacar a la luz algo tan privado, tan personal y con ello arruinarme la vida?
Eve dio un suspiro y cogió la copa con la mano que tenía libre.
—Tal como planteo la historia, en ella se entrelazarán personas y sucesos que no puedo eliminar. Si me salto una parte para proteger a una persona, se me viene abajo todo el tinglado.
—¿En qué medida puede haber afectado en tu vida lo que he hecho en todos estos años?
—No puedo explicártelo así como así —dijo Eve entre dientes. De repente, notó en su interior un dolor intenso e inesperado, un dolor contra el que la medicación nada podía hacer—. Ya me saldrá todo en su momento, y espero de todo corazón que me entiendas.
—Vas a acabar conmigo, Eve.
—No seas ridícula. ¿De veras crees que la gente se escandalizará por el hecho de que una chica cándida de veinticuatro años que cometió la imprudencia de enamorarse de un hombre manipulador decidiera abortar?
—Sí, si esa chica es Gloria DuBarry —contestó Gloria, retirando la mano de golpe del brazo de Eve. Por un momento estuvo tentada de coger la copa de vino, pero al final optó por el agua. No podía permitirse el lujo de ponerse sensiblera en público—. He hecho de mí toda una institución, Eve. Y te aseguro que creo en todo lo que represento: integridad, inocencia, valores tradicionales y romanticismo. ¿Tienes idea de lo que me harían si sale a la luz que tuve una aventura con un hombre casado y que aborté, y todo eso durante el rodaje de Rumbo al altar?
Eve perdió la paciencia y, apartando el plato de chile de un manotazo, espetó:
—Tienes cincuenta y cinco años, Gloria.
—Cincuenta.
—Por Dios. —Eve sacó un cigarrillo con ímpetu—. La gente te quiere y te respeta. Solo falta que te beatifiquen. Tienes un marido rico que… por suerte para ti… no se dedica al cine. Tienes dos hijos encantadores que han conseguido llevar una vida muy normal y correcta. Habrá quien crea incluso que fueron fruto de una inmaculada concepción, y que los encontrasteis ya envueltos en pañales. ¿Realmente crees que, siendo una institución como eres a estas alturas, tiene alguna importancia que se sepa que te has acostado con un hombre?
—Si fuera dentro del matrimonio no. Mi carrera…
—Vamos, Gloria. Tú y yo sabemos que hace más de cinco años que no te dan un papel decente. —Gloria se enfureció, pero Eve alzó una mano para que guardara silencio—. Has hecho buenos papeles, y aún harás más, pero hace tiempo que el cine no es el centro de tu vida. Nada de lo que yo cuente sobre el pasado va a cambiar lo que ya tienes, o tendrás.
—La prensa popular me pondrá de vuelta y media.
—Es muy probable —asintió Eve—. Puede que así te ofrezcan un papel interesante. La cuestión es que nadie te juzgará por enfrentarte a una situación difícil y no echar por la borda tu porvenir.
—No lo entiendes… Marcus no sabe nada.
Eve arqueó las cejas con sorpresa.
—Pero ¿cómo puede ser que no lo sepa?
La cara de hada de Gloria enrojeció y su mirada candorosa se endureció.
—Maldita sea, Eve, Marcus se casó con Gloria DuBarry. Se casó con un icono, y yo me he asegurado de que ese icono no se viera mancillado en ningún momento, impidiendo que le salpicara el menor escándalo. Y ahora tú acabarás con ese icono, y con todo lo demás.
—Pues lo lamento mucho, de veras. Pero no me siento responsable de la falta de intimidad en tu matrimonio. Créeme, cuando cuente la historia, la contaré con toda sinceridad.
—No te perdonaré en la vida —espetó Gloria, y quitándose la servilleta del regazo con gesto airado, la lanzó en la mesa—. Haré lo que haga falta para detenerte.
Gloria se marchó serena, con su apariencia menuda y elegante enfundada en su traje blanco de Chanel.
Al otro lado de la sala un hombre se entretenía tomando su almuerzo. Había hecho varias fotografías con su cámara y estaba satisfecho. Con un poco de suerte podría dar por terminada su jornada laboral y llegar a casa a tiempo para ver la Super Bowl.
Drake vio el partido solo. Por una vez en su vida adulta no quería tener cerca a una mujer. No quería ver a ninguna rubia tumbada en el sofá enfurruñada porque él prestaba más atención al partido que a ella.
Lo vio desde el salón recreativo de su casa en piedra y cedro situada en las colinas de Hollywood. La gran pantalla de televisión, donde los equipos que competían ya habían comenzado a jugar, ocupaba una pared entera. Drake se hallaba rodeado de toda suerte de juegos para mayores que le servían para resarcirse de todos los que su madre le había negado durante su infancia, entre ellos tres máquinas Pachinko, una mesa de billar, una canasta de baloncesto con un soporte en bronce y lo último en máquinas de pinball, videojuegos y equipos de sonido. Poseía una videoteca compuesta por más de quinientos títulos, y había un reproductor de vídeo en cada habitación de la casa. Un invitado suyo lo habría tenido difícil para encontrar algo que leer al margen de listados de carreras de caballos o revistas comerciales, pero Drake tenía otros pasatiempos que ofrecer.
La sala contigua estaba abarrotada de juguetes sexuales de lo más variados. Desde bien pequeño le habían inculcado que el sexo era algo pecaminoso, y hacía tiempo que había decidido que de perdidos al río. En cualquier caso, nunca estaba de más una ayuda visual para estimular el apetito.
Aunque para él las drogas no eran más que un gusto ocasional que se daba, siempre tenía un alijo de pastillas y sustancias en polvo para dar y tomar si una fiesta amenazaba con volverse aburrida. Drake Morrison se consideraba un anfitrión muy concienzudo.
Aquel domingo había rehusado asistir a varias fiestas celebradas con motivo de la Super Bowl. Para él no era un mero juego que uno veía en la tele con los amigos en un ambiente festivo, sino una cuestión de vida o muerte. Para él había cincuenta de los grandes en juego, y no podía permitirse el lujo de perder.
Antes de que finalizara el primer cuarto, Drake se había tomado ya dos Beck’s acompañadas de media bolsa de patatas fritas con guacamole. Cuando su equipo se adelantó en el marcador gracias a un gol de campo consiguió relajarse un poco. El teléfono sonó en dos ocasiones, pero dejó que saltara el contestador automático, convencido de que traía mala suerte moverse del sitio aunque fuera para orinar durante el partido, y más aún contestar al teléfono.
A los dos minutos de haber comenzado el segundo cuarto Drake observaba el juego con aire de suficiencia. Los de su equipo se movían como fieras. Personalmente, detestaba el fútbol americano. Le parecía sumamente… físico. Pero la necesidad de apostar le podía. Pensó en Delrickio y sonrió. Le devolvería a aquel cabrón italiano hasta el último centavo. Por fin dejarían de entrarle sudores al oír aquella voz cortés e impasible al teléfono.
Luego quizá hiciera una escapada de invierno. Podría irse a Puerto Rico a jugar en los casinos y tirarse a unas cuantas niñas de clase alta. Se lo merecería después de salir por su propio pie de aquel atolladero.
Sin ayuda de Eve, pensó cogiendo una cerveza fría. La vieja arpía se negaba a prestarle un solo centavo más… y todo porque había tenido una racha de mala suerte. Si Eve supiera que seguía teniendo trato con Delrickio… Bueno, en ese sentido no tenía por qué preocuparse. Drake Morrison sabía ser discreto.
De todos modos, ella no tenía ningún derecho a ser tan agarrada con su dinero. ¿A quién demonios iría a parar sino cuando ella la diñara? No tenía más familia que sus hermanas, y no las soportaba, así que solo le quedaba Drake. Él era su único pariente de sangre, y no se había separado de ella en toda su edad adulta.
Drake volvió a prestar atención al juego, emitiendo un ruido sordo al ver que el ala cerrada del equipo contrario se echaba una carrera de treinta y cinco yardas hasta llegar a la zona de ensayo.
Sintió que se rompía el encanto… como si le explotara en las narices un globo que acabara de inflar. Cogió otro puñado de patatas fritas y, al metérselas en la boca con impaciencia, le quedó la pechera y el regazo sembrados de migas. No importaba, se dijo. Solo era una diferencia de tres puntos. De cuatro, se corrigió a sí mismo, limpiándose la boca con la mano al tiempo que el jugador encargado de chutar la pelota lograba hacerla pasar entre los postes.
Ya darían la vuelta al marcador, se dijo. Aún quedaba mucho tiempo.
En su casa de la playa de Malibú, Paul se quedó inmóvil con las manos sobre el teclado. El libro estaba dándole problemas, más de los que había imaginado. Pero estaba decidido a superar el bloqueo que sufría. Solía plantearse su trabajo de aquella manera, como una carrera de obstáculos que tenía que ir saltando uno a uno. No disfrutaba con ello, y aun así era lo que más placer le proporcionaba en su vida. Le provocaba una mezcla de amor y odio similar a la que había visto que sentían algunos hombres por sus mujeres. Escribir una historia era para él una necesidad vital… no lo hacía por dinero, pues tenía de sobra… pero del mismo modo que tenía que comer, dormir y vaciar la vejiga, el cuerpo le pedía escribir.
Reclinándose en el respaldo de la silla, se quedó mirando la pantalla, con la vista puesta en el pequeño cursor blanco que parpadeaba al final de la última palabra que había escrito: asesinato.
Le reportaba una gran satisfacción escribir novelas de suspense, complicando la vida de los personajes que tomaban forma en su mente. Lo que más le gustaba era verlos manejar los hilos de la vida y la muerte en sus manos. Pero en aquel momento todo aquello no parecía importarle mucho.
Demasiadas distracciones, reconoció, echando un vistazo al televisor encendido a todo volumen, donde se desarrollaba el tercer cuarto ya del partido del año. Paul era consciente de lo pueril que resultaba tener la tele puesta y fingir no verla. Lo cierto era que el fútbol americano le traía sin cuidado, pero año tras año se sentía abducido por la Super Bowl, llegando incluso a decantarse por un equipo. Para justificar su debilidad, había decidido animar al que a su modo de ver tenía menos posibilidades de ganar, pues en el primer cuarto perdían por tres puntos.
La liga de fútbol nacional era sin duda una distracción, pero no la razón por la que no conseguía concentrarse en su trabajo en las últimas dos semanas. Lo que le distraía era algo mucho más fascinante que un grupo de tíos como armarios tirándose al suelo los unos a los otros. Lo que le distraía era una rubia de mirada impasible y piernas largas que respondía al nombre de Julia.
Ni siquiera estaba seguro de lo que quería de ella, aparte de lo más obvio. Tenerla entre sus brazos era una fantasía bastante agradable ya de por sí, sobre todo teniendo en cuenta las señales tan irresistibles como encontradas que le enviaba ella, con su afán por guardar las distancias y sus arrebatos de pasión. Pero si eso era todo lo que había, ¿por qué no era capaz entonces de alejarla de su mente como había hecho con otras cuando le tocaba ponerse a trabajar?
Tal vez fuera la complejidad de su persona lo que le inquietaba, la complejidad de una mujer tan competente en el terreno profesional como discreta en su vida privada, tan ambiciosa como reservada. Paul había descubierto ya que más que distante era tímida, y cauta más que cínica. Sin embargo, Julia había tenido la audacia y el valor necesarios para cruzar un país entero con su hijo pequeño y atender a los caprichos de una de las leyendas de Hollywood.
¿O le habría movido la ambición?, se preguntó Paul. Él mismo podía responder a algunas de las preguntas que se planteaba acerca de aquella mujer, pues había indagado en su pasado. Sabía que era hija de dos personas de carrera y que había sobrevivido a una ruptura familiar, a un embarazo en plena adolescencia y a la muerte de sus padres. Pese a las vulnerabilidades que había observado en ella, Julia era fuerte. Tenía que serlo.
Era igual que Eve, pensó Paul con una sonrisa. Tal vez le recordara a ella por Brandon, aunque su infancia no hubiera tenido mucho que ver con la de él.
Paul era consciente de que Eve no lo había mimado como cualquier otra madre, pero lo había salvado. Aunque ella hubiera sido la esposa de su padre tan solo durante un breve espacio de tiempo, había cambiado el rumbo de su vida. Le había brindado la atención que Paul tanto anhelaba, los elogios que ya no esperaba recibir y las críticas que tan bien le iban.
Y por encima de todo, le había brindado un amor sin complicaciones.
Brandon estaba recibiendo una educación similar, así que ¿cómo no iba a llamarle la atención un niño como él? Lo raro era que Paul nunca se había considerado un hombre con una inclinación especial por los niños. Le caían bien, los veía graciosos, interesantes en la mayoría de los casos y sin duda necesarios para la conservación de la especie humana.
Sin embargo, en el caso de aquel niño debía reconocer que le gustaba su presencia. El día anterior se había sentido de lo más cómodo comiendo pizza y compartiendo historias de baloncesto con él. Iba a tener que plantearse en serio lo de llevarlo a un partido. Y si la madre también se apuntaba, tanto mejor.
Paul se quedó mirando la televisión lo bastante para ver que el equipo que parecía tener menos posibilidades estaba a solo tres puntos de su contrincante al comienzo del cuarto cuarto. Por un instante pensó en todo el dinero que se perdería o se ganaría en aquellos quince minutos y volvió de nuevo al trabajo.
Drake estaba en el filo del asiento. La moqueta que tenía a sus pies se veía sembrada de migas de patatas fritas y galletas saladas con las que no había parado de atiborrarse, ante la necesidad de saciar aquel vacío de terror que sentía en el estómago. Iba por el segundo paquete de seis latas de cerveza y tenía los ojos enrojecidos y vidriosos, como los de un hombre víctima de una terrible resaca. Pero no osaba despegarlos ni un instante de la pantalla.
A solo cuatro minutos y veintiséis segundos del final del partido ganaba por tres puntos. Su equipo había conseguido hacerse con un ensayo, pero habían desperdiciado la oportunidad de sumar el punto extra al marcador.
Iban a lograrlo, iban a sacarlo del atolladero. Drake se metió un puñado de galletas en la boca. Bajo el polo de Ralph Lauren que llevaba empapado en sudor su corazón latía con fuerza.
Con una respiración rápida y entrecortada, brindó por los gladiadores que veía en la pantalla con una lata de cerveza medio vacía y de repente se irguió estupefacto, como si un defensa le hubiera dado una patada en la entrepierna. El receptor rival recibió un pase largo y entró sin problemas en la zona de anotación.
El jugador lanzó el balón contra el suelo y el público se volvió loco.
A tres minutos y diez segundos del final la vida de Drake pasó ante sus ojos.
Menudo hatajo de imbéciles, pensó, remojándose la garganta seca con cerveza. En menos de diez minutos habían cometido dos fallos garrafales. Hasta él podría hacerlo mejor, maldita sea. Drake siguió bebiendo y comiendo entre resoplidos y comenzó a rezar.
Poco a poco fueron avanzando hacia el campo contrario. Con cada yarda ganada, Drake se acercaba cada vez más al borde del asiento, y al ver que topaban con un sólido muro defensivo cuando llevaban recorridas diecisiete yardas se le saltaron las lágrimas.
—¡Vamos, un puto ensayo! —gritó, poniéndose en pie para comenzar a dar vueltas por la habitación cuando anunciaron que quedaban dos minutos de partido. Se notaba las piernas como un par de muelles oxidados.
Cincuenta mil dólares, se repetía en su cabeza mientras iba de un lado a otro, haciéndose crujir los nudillos con la cantinela de los anuncios tronando de fondo. No quería ni imaginar lo que le haría Delrickio si no aparecía con el resto del dinero. La sola idea hizo que se tapara los ojos con manos temblorosas.
¿Cómo podía haber hecho semejante insensatez? ¿Cómo podía haber apostado cincuenta mil dólares en un maldito partido cuando le debía a la mafia noventa mil?
Los anuncios dieron paso de nuevo al partido, y con él a su desesperación. Drake no tomó asiento, sino que se quedó de pie frente a la enorme pantalla. Los ojos del quarterback parecieron clavarse en los suyos en una mirada cruzada de desesperación. Se oyeron resoplidos y llegó el momento del saque, tras el cual un grupo de hombres corpulentos y sudorosos intentaron abrirse paso a duras penas a solo unos centímetros del rostro de Drake.
Tres yardas más. Tiempo muerto. Drake comenzó a morderse las uñas. Los equipos se reorganizaron, aunque a él le parecía la misma formación de antes. ¿En qué cambiaba?, pensó desesperado. ¿En qué coño cambiaba?
El quarterback se durmió y su equipo perdió seis yardas. Drake comenzó a gimotear al ver que el tiempo se agotaba. Un hombre hecho y derecho sollozando en medio de una estancia llena de juguetes. Tenía tantas ganas de orinar que no le quedó más remedio que ponerse a bailar pasando el peso de un pie al otro. A menos de un minuto del final del partido la defensa resistía, pero llegado a aquel punto había que decidirse entre correr, pasar el balón o despejarlo con una patada. Tras un tiempo muerto insoportable que Drake aprovechó para ir volando al baño y aliviar sus doloridos riñones, el equipo optó por correr. Una piña de moles uniformadas se agolparon en una montaña de color manchada de hierba.
Drake los observó jadeando mientras los jugadores se empujaban y los árbitros saltaban encima para intentar separarlos. Drake deseaba que se destrozaran entre ellos hasta hacerse sangre. Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras se medía la distancia que había avanzado el equipo.
—¡Por favor, por favor, por favor! —gritó.
Se quedaron a solo unos centímetros del touchdown… y a kilómetros de la esperanza. Cuando el balón cambió de manos el partido prácticamente había llegado a su fin.
Drake se quedó de pie, llorando mientras el público gritaba de entusiasmo. Los hombretones que ocupaban el campo se quitaron los cascos para mostrar el triunfo o el pesar en sus rostros mugrientos.
Más de una vida cambió cuando el cronómetro marcó el final del partido.