8

Eve no solía pensar en Tony ni en aquel período de su vida en el que se había visto esclavizada al lado más oscuro del sexo. A fin de cuentas, solo habían sido cinco años de los sesenta y siete que tenía. Sin duda había cometido otros errores, protagonizado otros hechos y disfrutado de otros placeres. Era el libro, el proyecto que había promovido, lo que le llevaba a rememorar su vida en pasajes inconexos, como fragmentos de película en una sala de montaje. Pero con aquella historia no estaba dispuesta a que se desechara ni un solo corte.

Sería una versión íntegra, se dijo mientras se tomaba la medicación con agua mineral. Incluiría todas las escenas, todas las tomas, sin importar las consecuencias.

Se masajeó el centro de la frente, el punto donde aquella noche parecía habérsele concentrado el dolor como apretado por un puño cerrado. Tenía tiempo, el suficiente. Se aseguraría de ello. Confiaba en que Julia hiciera el trabajo… no le quedaba más remedio. Eve cerró los ojos un momento, deseando que la medicación le hiciera efecto rápido y mitigara lo peor del dolor.

Julia… El hecho de pensar en ella la aliviaba tanto como los fármacos que tomaba en secreto. Julia era competente, aguda y rebosaba integridad, además de compasión. Eve aún no sabía qué pensar sobre las lágrimas que había visto derramarle. No esperaba verla reaccionar con tanta empatía, sino solo con asombro y tal vez con desaprobación. Tampoco esperaba que a ella se le encogiera el corazón.

Y todo por su arrogancia, concluyó. Estaba convencidísima de que podría dirigir la narración del guión y conseguir que cada personaje asumiera su papel. Sin embargo, Julia… Julia y el chico no encajaban en absoluto en los papeles que Eve tenía pensados para ellos. ¿Cómo demonios iba a imaginar que acabaría preocupándose por alguien a quien en un principio solo pensaba utilizar para su propio interés?

Por otro lado, estaban los anónimos. Eve los puso todos sobre el tocador para observarlos con detenimiento. De momento, ella había recibido dos y Julia otros dos. Los cuatro estaban escritos con las mismas mayúsculas de imprenta y contenían las típicas expresiones que solían emplearse a modo de advertencia. O de amenaza.

Los suyos le hicieron gracia, e incluso la alentaron. Al fin y al cabo, a aquellas alturas ya nadie podía hacerle daño. Pero las advertencias dirigidas a Julia cambiaban las cosas. Eve tenía que averiguar quién las escribía y acabar con ello.

Sus uñas duras pintadas de color coral tamborilearon sobre el tocador de palisandro. Eran tantos los que no querían que contara sus memorias… ¿No sería interesante, aunque solo fuera por pura diversión, reunir a todos los que fuera posible un día bajo el mismo techo?

Al oír que llamaban a la puerta de su dormitorio, Eve recogió rápidamente las notas y las guardó en un cajón del tocador. De momento, eran su secreto. Suyo y de Julia.

—Adelante.

—Te he traído té —dijo Nina al tiempo que entraba con una bandeja—. Y unas cuantas cartas que tienes que firmar.

—Deja la bandeja al lado de la cama. Aún tengo que mirar un par de guiones esta noche.

Nina dejó la tetera y la taza de Meissen encima de la mesilla de noche.

—Creía que ibas a tomarte un descanso después de la miniserie.

—Depende. —Eve cogió el bolígrafo que Nina había traído consigo y estampó su firma llena de bucles en las cartas sin molestarse en leerlas—. ¿Qué tengo mañana?

—Déjame ver. —Con su eficiencia habitual, Nina abrió la agenda encuadernada en piel—. A las nueve tienes hora en Armando’s para lo que tú ya sabes, y a la una has quedado en Chasen’s para comer con Gloria DuBarry.

—Ah, claro, de ahí la visita a Armando’s —comentó Eve con una risita burlona mientras se disponía a abrir un bote de crema hidratante—. La vieja pelleja no querrá ver que me han salido más arrugas.

—No hace falta que te recuerde lo mucho que aprecias a la señorita DuBarry.

—Por supuesto. Y como no me quitará ojo en toda la comida, tengo que tener buen aspecto. Cuando dos mujeres de cierta edad quedan para comer juntas, una triste ensalada y poco más, no es solo para hacer comparaciones, sino para tranquilizarse. Cuanto mejor aspecto tenga yo, más tranquila se quedará Gloria. ¿Qué más?

—A las cuatro una copa con Maggie en el Polo Lounge. Y luego cena en casa con el señor Flannigan, a las ocho.

—Dile a la cocinera que prepare manicotti.

—Ya lo he hecho —dijo Nina, cerrando la agenda—. Y de postre hará sabayón.

—Eres un tesoro, Nina. —Eve se observó en el espejo mientras se extendía la crema por el cuello, las mejillas y la frente—. Dime, Nina, ¿para cuándo podríamos organizar una fiesta?

—¿Una fiesta? —Nina volvió a abrir la agenda, frunciendo el ceño—. ¿De qué tipo?

—A lo grande. Por todo lo alto. Para unos doscientos invitados. De gala. Con orquesta en el jardín, cena y baile bajo las estrellas. Champán a raudales… ah, y unos cuantos miembros selectos de la prensa.

Nina comenzó a hacer cálculos mentales al tiempo que hojeaba la agenda.

—Supongo que si tuviera un par de meses…

—Antes.

Nina soltó una larga bocanada de aire con solo pensar en las llamadas desesperadas que debería hacer a empresas de catering, floristas, músicos, etcétera. Bueno, si había sido capaz de alquilar toda una isla, podría organizar una fiesta de gala en menos de dos meses.

—Seis semanas. —Nina vio la expresión de Eve y suspiró—. Está bien, tres semanas. Buscaremos un hueco para hacerla justo antes de que te marches a rodar a Georgia.

—Bien. El domingo elaboraremos la lista de invitados.

—¿Qué se celebra? —preguntó Nina mientras seguía tomando notas en la agenda.

—¿Que qué se celebra? —Eve se recostó en el asiento, con una sonrisa en los labios. El espejo iluminado del tocador le devolvió la imagen de un rostro fuerte, imponente y petulante—. Digamos que será una oportunidad para revivir y reavivar viejos recuerdos. Una retrospectiva de Eve Benedict. Viejos amigos, viejos secretos, viejas mentiras.

Movida por la costumbre, Nina se acercó a la mesilla de noche para servir a Eve el té que esta había olvidado. No lo hizo en calidad de empleada, sino en virtud de una larga relación de dedicación al prójimo.

—Eve, ¿por qué te has empeñado en revolver las cosas de esta manera?

Con la virtuosa destreza de un artista, Eve se aplicó la loción alrededor de los ojos.

—Es que si no la vida sería aburridísima.

—Hablo en serio. —Nina dejó la taza de té en el tocador, entre las lociones y cremas de Eve. La estancia estaba impregnada de una fragancia puramente femenina, no floral ni recargada, sino misteriosa y erótica—. La verdad es que… bueno, ya sabes lo que pienso. Y ahora… la reacción de Anthony Kincade la otra noche me dejó muy preocupada.

—No merece la pena preocuparse por él ni un instante. —Eve dio una palmadita a Nina en la mano antes de coger la taza—. Tony es un canalla —dijo Eve con voz suave, recreándose en el sutil aroma y sabor a jazmín del té—. Y ya es hora de que alguien airee las perversiones que esconde dentro de esa mole de cuerpo.

—Pero hay otras personas.

—Sí, claro que sí —respondió Eve, riendo al pensar con fruición en algunas de ellas—. Mi vida ha sido un mosaico de sucesos y personajes de lo más disparatados. Un mosaico de medias verdades y auténticas mentiras que se entremezclan con habilidad para formar un dibujo fascinante. Lo interesante es que, si uno quita una sola pieza, la composición de la imagen se ve alterada. Incluso las buenas acciones tienen consecuencias, Nina. Estoy preparadísima para afrontarlas.

—No todo el mundo está tan preparado como tú. Eve se tomó el té a sorbos, mirando a Nina por encima del borde de la taza. Cuando volvió a hablar, su voz adoptó un tono más afable.

—Cuando la verdad sale a la luz, no es ni de lejos tan destructiva como una mentira que se mantiene oculta en la sombra. —Eve apretó la mano de Nina—. No debes preocuparte.

—Hay cosas que es mejor dejarlas como están —insistió Nina.

Eve dio un suspiro y dejó el té a un lado.

—Confía en mí. Tengo motivos para hacer lo que hago.

Nina logró asentir con la cabeza y esbozar una sonrisa.

—Eso espero —dijo antes de volver a cerrar la agenda y encaminarse hacia la puerta—. No te quedes leyendo hasta muy tarde. Te conviene descansar.

Cuando la puerta se cerró, Eve se miró de nuevo en el espejo.

—Pronto descansaré, y mucho.

Julia pasó la mayor parte del sábado concentrada en su trabajo. Brandon estaba entretenido con CeeCee y su hermano pequeño, Dustin, al que su hermana se refería como «el mimado este». Dustin se complementaba a la perfección con el carácter más introspectivo de Brandon. Decía lo que le venía a la mente, sin pensar. No tenía nada de tímido y no se cortaba un pelo a la hora de hacer preguntas ni de pedir lo que quería. Mientras que Brandon podía pasarse horas jugando en el silencio más absoluto, Dustin no concebía la diversión sin ruido.

Desde su despacho, en la planta baja, Julia los oía armar jaleo en la habitación de arriba. Cuando se acercaban a límites destructivos, CeeCee les pegaba un grito desde el rincón de la casa que estuviera adecentando.

No resultaba fácil encontrar el equilibrio entre el alboroto cotidiano de los niños jugando, el zumbido de la aspiradora, el sonido de la música a todo volumen y la vileza del relato que Julia trataba de transcribir a partir de la grabadora.

No esperaba toparse con algo tan escabroso. ¿Cómo debía abordarlo? Eve quería ver publicada la verdad sin adornos. De hecho, el énfasis que ponía Julia en dicho aspecto era lo que caracterizaba su trabajo. No obstante, ¿era necesario, o incluso sensato, sacar a relucir historias tan dolorosas y perniciosas?

Sin duda vendería mucho, pensó Julia con un suspiro. Pero ¿a qué precio? Tuvo que recordarse que su trabajo no consistía en censurar, sino en contar la vida de aquella mujer, fuera buena o mala, trágica o triunfal.

Su propia vacilación la molestaba. ¿A quién estaba protegiendo? A Anthony Kincade no, desde luego. Para Julia aquel hombre merecía mucho más que la vergüenza y la deshonra que le supondría la publicación de aquella historia.

¿A Eve? ¿Por qué sentía aquella necesidad de proteger a una mujer a la que apenas conocía ni acababa de entender? Si escribía la historia tal y como Eve se la había contado, su protagonista saldría indemne. ¿Acaso no había sido la propia Eve quien reconocía sentirse atraída por el lado más oscuro y sórdido del sexo, mostrándose dispuesta, e incluso ansiosa de participar en todo lo que le habían propuesto hasta aquella noche horrible? ¿Perdonaría la opinión pública a la reina de la pantalla por ello, o por sus escarceos con las drogas?

Tal vez lo hicieran. En cualquier caso, a Eve no parecía importarle, pensó Julia. En el transcurso de su relato no se había visto el más mínimo indicio de arrepentimiento, ni de compasión. Como biógrafa, Julia tenía el deber de contar la historia, aportando observaciones, opiniones y sensaciones de su propia cosecha. El instinto le decía que el matrimonio de Eve con Kincade había sido una de las experiencias que la había forjado en la mujer en la que se había convertido.

El libro no estaría completo ni haría honor a la verdad sin aquella historia.

Julia se obligó a escuchar la cinta una vez más mientras tomaba notas acerca del tono de voz, las pausas y los momentos de vacilación. Asimismo, añadió sus propios recuerdos sobre el número de veces que Eve había bebido de su copa y se había llevado el cigarrillo a los labios, describiendo además el modo en que la luz entraba por las ventanas y la persistencia del olor a sudor en el aire.

Aquel episodio de la vida de Eve debía narrarse en primera persona, concluyó Julia. En un diálogo de estilo directo, para que el tono realista hiciera el relato más conmovedor. Después de trabajar cerca de tres horas en aquel capítulo, Julia se metió en la cocina. Necesitaba tomar distancia de aquellos hechos, de aquel recuerdo tan vivido que parecía salido de su memoria. En vista de que la cocina estaba impecable, no podía abstraerse en una tarea mecánica como limpiar, así que optó por cocinar.

Las tareas del hogar siempre le venían bien como modo de evasión. Las semanas que siguieron al día que descubrió que estaba embarazada, Julia se dedicó horas y horas a sacar brillo a los muebles y los objetos de madera, trapo y limpiador al limón en mano, aplicándose a fondo y con paciencia. Mientras tanto su habitación estaba hecha una leonera, con ropa desparramada por el suelo y zapatos tirados de cualquier manera en el armario. Pero los muebles se veían relucientes. Más tarde se dio cuenta de que gracias a una actividad tan monótona y repetitiva como aquella se había ahorrado más de un ataque de histeria.

Mientras frotaba sin parar, había tenido tiempo de meditar con calma antes de descartar la opción del aborto o de la adopción, dos alternativas que había llegado a plantearse en serio y con gran pesar. Más de diez años después sabía que, para ella, había tomado la decisión acertada.

Julia se dispuso a preparar uno de los platos favoritos de Brandon: pizza casera, un lujo tan habitual para él que ya no apreciaba su valor. El tiempo y la laboriosidad que implicaba su preparación servían a Julia para expiar el sentimiento de culpa que la asaltaba a menudo durante todas aquellas semanas que se ausentaba para promocionar su último libro, y más por aquellas ocasiones en las que el proyecto que tenía entre manos era tan apasionante y urgente que solo le daba tiempo a preparar algo rápido como sopa y sándwich.

Una vez elaborada la masa, la dejó reposar para que subiera y comenzó a preparar la salsa. Mientras trabajaba, se puso a pensar en su casa de Connecticut. ¿Se acordaría su vecino de quitarle la nieve de los tejos y los enebros? ¿Estaría de vuelta a tiempo para la siembra del guisante de olor y la espuela de caballero? ¿Conseguiría al fin aquella primavera regalar a Brandon el cachorro que tanto deseaba? ¿Serían las noches tan solitarias a su regreso como empezaban a serlo allí?

—Qué bien huele por aquí.

Julia miró sobresaltada en dirección a la puerta de la cocina. Allí estaba Paul, apoyado cómodamente en la jamba, con las manos metidas en los bolsillos de unos vaqueros ajustados y descoloridos y una sonrisa cordial en su rostro. Julia se puso enseguida tan tensa como relajado estaba él. Quizá él hubiera olvidado ya el acalorado abrazo en el que se habían fundido en su último encuentro, pero a Julia le había dejado huella.

—CeeCee me ha dejado pasar —explicó Paul mientras Julia permanecía en silencio—. Veo que tienes de invitado a Dustin, el príncipe del caos.

—A Brandon le va bien tener un amigo de su edad —dijo Julia antes de ponerse a remover la salsa de nuevo, totalmente rígida.

—Todo el mundo necesita un amigo —murmuró Paul—. Conozco esa mirada. —Aunque Julia estaba de espaldas a él, percibió la sonrisa en su voz mientras Paul entraba en la cocina—. Esperas que me disculpe por mi… comportamiento impropio de un caballero la otra noche. —Paul acarició como si tal cosa la nuca despejada de Julia, que llevaba el pelo recogido en un moño descuidado—. Pero en eso no puedo complacerte, Jules.

Julia apartó su brazo con un ademán, consciente del mal genio que transmitía su gesto.

—Yo no busco ninguna disculpa —repuso con el ceño fruncido mientras le lanzaba una mirada por encima del hombro—. ¿Y tú qué buscas, Paul?

—Conversación, compañía. —Paul se acercó a la sartén y olió su contenido—. Una comida caliente quizá.

Al volver la cabeza, el rostro de Paul quedó a solo unos centímetros del de Julia, y ella vio sus ojos iluminados con una mezcla de humor y desafío. Notó que una ráfaga de calor la atravesaba de arriba abajo y lo maldijo.

—Y lo que se tercie —añadió Paul.

Julia volvió la cabeza de golpe. La cuchara chocó contra la sartén.

—Yo creía que todo eso podías conseguirlo en cualquier otra parte.

—Así es. Pero me gusta que sea aquí. —Con un movimiento demasiado parsimonioso para ser amenazador, Paul apoyó las manos en la cocina, acorralándola con eficacia—. A mi ego le sienta bien ver lo nerviosa que te pongo.

—Nerviosa no —le corrigió Julia, sin tener reparos en mentirle—. Rabiosa.

—Sea lo que sea, es una reacción —repuso Paul, sonriendo al pensar que Julia seguiría removiendo la salsa hasta el día del Juicio Final antes que darse la vuelta y arriesgarse a verse atrapada entre sus brazos. A menos que la enfureciera lo bastante—. Tu problema es que te pones muy tensa por un simple beso.

Julia apretó los dientes.

—No estoy tensa.

—Claro que lo estás, Jules. —Paul le olió el cabello, y su aroma le pareció tan apetecible como el de las especias que borboteaban al fuego—. He hecho mis indagaciones, ¿recuerdas? Y, por lo que he podido averiguar, no has tenido ninguna relación seria con un hombre en la última década.

—Mi vida privada es justamente eso, privada. Y los hombres que formen o dejen de formar parte de mi vida no es asunto tuyo.

—Así es. Pero resulta de lo más fascinante que el número de hombres sea cero. Mi querida Julia, ¿no sabes que no hay nada más tentador para un hombre que una mujer que mantiene su pasión bajo control? Nos decimos que seremos aquel que consiga desatar su pasión. —Con gran habilidad, Paul posó sus labios en los de Julia en un beso tan breve como arrogante que más que enfurecerla la turbó—. No he podido resistirlo.

—Pues ponle más empeño —le sugirió, y lo apartó dándole un golpe suave con el codo.

—Me lo he planteado. —Sobre la encimera había un cuenco de uvas verdes bien grandes; Paul arrancó una del racimo y se la metió en la boca de golpe. No era el sabor que deseaba paladear, pero le servía. De momento—. El problema es que me gusta dejarme llevar por los impulsos. Qué pies tan bonitos tienes.

Con una bandeja para galletas en una mano, Julia se volvió y lo miró de frente.

—¿Qué?

—Cada vez que me paso por aquí de improviso te pillo descalza —dijo Paul, lanzando una mirada lasciva a los pies de Julia—. No tenía ni idea de que unos pies desnudos pudieran resultar tan excitantes.

Lo último que quería Julia era reír, pero no pudo evitar que se le escapara la risa.

—Si sirve de algo, a partir de ahora iré por casa con calcetines gruesos y botas.

—Demasiado tarde. —Julia comenzó a engrasar la bandeja con una destreza de ama de casa que a Paul le pareció increíblemente seductora—. Solo serviría para que fantaseara con lo que hay debajo. ¿Vas a decirme lo que estás haciendo?

—Pizza.

—Yo creía que eso se compraba congelado o en una caja de cartón.

—No en esta casa.

—Si prometo no mordisquearte esos piececitos tan atractivos que tienes, ¿me invitarás a comer?

Julia se quedó pensativa, sopesando los pros y contras de aquella petición mientras ponía a precalentar el horno y enharinaba después una tabla de madera.

—Te invitaré a comer si accedes a contestar a unas cuantas preguntas con toda sinceridad.

Paul olió de nuevo la salsa y esta vez no pudo resistir la tentación de probar un poco con la cuchara de madera.

—Trato hecho. ¿Le ponemos salchichón?

—Eso y muchas más cosas.

—Supongo que una cerveza sería mucho pedir.

Julia comenzó a trabajar la masa y Paul perdió el hilo de la conversación. Aunque los dedos de Julia se movían con la habilidad de los de una abuela, no le hacían pensar en una matrona, sino en una ninfa experimentada que sabía dónde tocar, y cómo. Julia dijo algo, pero su cerebro no llegó a procesar la información. Todo había comenzado como un juego, pero llegado a aquel punto no entendía cómo podía tener la boca seca de verla ejecutar un ritual femenino de toda la vida.

—¿Has cambiado de opinión?

Paul desvió la mirada de sus manos a su rostro.

—¿Qué?

—Digo que CeeCee ha llenado la nevera de bebidas frías. Seguro que encuentras una cerveza.

—Vale. —Tras aclararse la voz, Paul abrió el frigorífico—. ¿Quieres una?

—Humm… no. Prefiero un refresco.

Paul sacó una botella de Coors y otra de Pepsi.

—¿Van saliendo ya esas entrevistas?

—Voy picando aquí y allá. Con Eve hablo a menudo, cómo no. Y también he hablado con Nina, y he sacado algún que otro dato de Fritz.

—Hombre, Fritz. El dios vikingo de la salud —dijo Paul, dando un resoplido—. ¿Y qué te pareció?

—Me pareció amable, entregado a su trabajo y guapísimo.

—¿Guapísimo? —Paul se despegó la botella de los labios, con el ceño fruncido—. Pero si parece un tren de carga. ¿De verdad que a las mujeres os atrae tanto músculo junto?

Julia no pudo resistirlo. Se volvió hacia él un instante y le dijo sonriendo:

—Cariño, nos encanta vernos en brazos de un hombre fuerte.

Aún con el ceño un poco fruncido, Paul dio otro sorbo a la cerveza y se resistió al impulso de poner a prueba sus bíceps.

—¿Y quién más?

—¿Quién más qué?

—¿Que con quién más has hablado?

Complacida ante la reacción de Paul, Julia volvió a lo suyo.

—La semana que viene he quedado con unas cuantas personas. La mayoría de la gente con la que me he puesto en contacto se ha mostrado muy dispuesta a colaborar. —Julia sonrió para sus adentros mientras extendía la masa—. Creo que confían en poder sacarme información más que en dármela.

Eso era exactamente lo que él estaba haciendo o, mejor dicho, lo que él había intentado hacer antes de que ella lo distrajera de su propósito.

—¿Y qué les dirás?

—Nada que no sepan ya. Que estoy escribiendo una biografía de Eve Benedict, con su autorización. —Julia vio que le resultaba más fácil hablar con él, ahora que la conversación había superado el bache de lo que había sucedido entre ellos. Con las manos ocupadas y los niños arriba, volvió a sentirse segura de sí misma—. Quizá podrías hablarme un poco de algunas de las personas que he conocido últimamente.

—¿Cómo quién?

—Drake Morrison es el primero con el que he quedado el lunes por la mañana.

Paul tomó otro trago de cerveza.

—Drake es el sobrino de Eve, nada más. Es el único hijo de su hermana mayor, que después de que le nacieran dos niños muertos se entregó a la religión con los brazos abiertos. La hermana menor de Eve nunca se casó.

La información no la satisfizo en absoluto.

—Que Drake es el único pariente de sangre de Eve es de dominio público.

Paul esperó a que Julia acabara de colocar la masa en la bandeja y verter encima la salsa.

—Es ambicioso, afable. Dado a coleccionar trajes, coches y mujeres. Por ese orden, diría yo.

Julia volvió la cabeza hacia él, arqueando una ceja.

—No parece caerte muy bien.

—No tengo nada en contra de él. —Paul sacó uno de sus puritos mientras Julia buscaba algo dentro de la nevera. Una vez recobrada la calma, podía entregarse al placer de contemplar aquellas piernas largas enfundadas en unos pantalones cortos exiguos—. Yo diría que hace su trabajo bastante bien, pero no hay que olvidar que Eve es su principal cliente y la verdad es que se vende por sí sola. A Drake le pierde el buen gusto, y alguna que otra vez se ve en apuros por culpa de su debilidad por el juego. —Paul vio la mirada de Julia y se encogió de hombros—. No es que sea un secreto, aunque lo lleva con discreción. Además, tiene el mismo corredor de apuestas con el que trata mi padre cuando está en el país.

Julia decidió dejar estar aquella mentira hasta que tuviera más tiempo para investigar a fondo el asunto.

—Espero tener la ocasión de entrevistar a tu padre. Eve parece guardarle un gran aprecio.

—No fue un divorcio demasiado duro. Mi padre suele referirse a su matrimonio con Eve como una corta temporada en cartel de una obra cojonuda. Lo que no sé es cómo le sentaría hablar contigo de la puesta en escena.

Julia troceó en dados varios pimientos verdes.

—Para eso tengo mis dotes de persuasión. ¿Dónde está ahora, en Londres?

—Sí, representando El rey Lear.

Paul cogió una fina loncha de salchichón antes de que Julia dispusiera el embutido sobre la pizza.

Julia asintió con la cabeza, confiando en no tener que cruzar el charco para hablar con él.

—¿Y Anthony Kincade?

—Yo no me acercaría mucho a él —le aconsejó Paul, exhalando una bocanada de humo—. Es una culebra de las que pican. Y su preferencia por las mujeres jóvenes es un secreto a voces. —Paul entrechocó la botella de Julia con la suya a modo de brindis—. Mira por dónde pisas.

—Más vale mirar por dónde pisa el otro. —Julia se llevó un trozo de salchichón a la boca—. ¿Hasta qué punto crees que estaría dispuesto a llegar para impedir que salieran a la luz ciertos episodios de su vida privada?

—¿Por qué me lo preguntas?

Julia escogió sus palabras con cuidado mientras espolvoreaba la pizza con mozzarella.

—La otra noche parecía estar muy alterado. Incluso amenazador.

Paul aguardó un instante antes de hablar.

—Es difícil dar una respuesta cuando te hacen una pregunta a medias.

—Basta con responder a la parte de pregunta que te hacen —repuso Julia metiendo la pizza en el horno y poniendo el temporizador.

—No lo conozco lo bastante para tener una opinión al respecto. —Paul sacudió la ceniza del purito, sin despegar los ojos de Julia—. ¿Acaso te ha amenazado?

—No.

Paul se acercó a ella con los ojos entrecerrados.

—¿Te ha amenazado alguien?

—¿Qué motivo habría para ello?

Paul se limitó a mover la cabeza con un gesto de negación.

—¿Por qué te muerdes las uñas?

Julia dejó caer la mano a un lado con expresión de culpabilidad. Antes de que pudiera eludir su contacto, Paul la cogió por los hombros.

—¿Qué te está contando Eve? ¿A quién más está implicando en este periplo por sus memorias? Ya sé que no me lo dirás —afirmó Paul en voz baja—. Y dudo mucho que Eve me lo diga. —Pero en su fuero interno se propuso averiguarlo. De un modo u otro, lo averiguaría—. ¿Acudirás a mí si surge algún problema?

Eso era lo último que Julia deseaba hacer.

—Espero que no surja ningún problema que no pueda resolver por mí misma.

—Déjame decírtelo de otra manera.

Los dedos de Paul bajaron por los brazos de Julia, masajeándolos con suavidad antes de apretarlos con fuerza al tiempo que la atraía hacia sí y acercaba su boca a la de ella.

Estrechándola entre sus brazos, Paul la besó con intensidad antes de que el cerebro de Julia pudiera procesar la orden de retirada. Las manos de ella se cerraron en un puño a ambos lados de su cuerpo, reprimiendo a duras penas el impulso de aferrarse a él. Pero aun cuando trató de contenerse, su boca se rindió al asalto y se entregó a él.

En su interior se mezclaba el calor y el deseo, la pasión y la expectación. Un dolor punzante le aguijoneaba la cabeza a medida que sus emociones salían de su escondite para celebrar su posible liberación. Sí, quería sentirse deseada de aquella manera. ¿Cómo podía haberlo olvidado?

Presa de una agitación mayor de lo que le habría gustado admitir, Paul despegó sus labios de los de Julia para deslizarlos por su cuello, de una suavidad increíble y de una firmeza tentadora. A su textura, sabor y aroma había que sumar los rápidos y leves temblores que lo sacudían, y que excitaron a Paul hasta límites insospechados.

La tenía en su mente a todas horas. Desde aquel primer beso en el coche se moría porque hubiera más. Julia era la única mujer por la que sería capaz de suplicar.

—Julia —musitó Paul mientras volvía a rozar los labios de ella con los suyos, sintiéndolos más suaves y persuasivos—. Quiero que vengas a mí, quiero que me dejes tocarte, que me dejes enseñarte cómo sería.

Julia sabía cómo sería. Sabía que se entregaría a él y que él, ufano con su conquista, se marcharía silbando y la dejaría destrozada. No quería volver a pasar por aquello nunca más. Pero no podía negar lo tentador que resultaba notar el cuerpo de él pegado al suyo. Si fuera capaz de convencerse a sí misma de que podía ser tan dura como él, tan inmune al dolor y al desengaño, tal vez podría disfrutar con él y salir indemne.

—Es demasiado pronto —dijo, sin importarle al parecer el tono tembloroso de su voz. Era absurdo fingir que aquello no le afectaba—. Demasiado precipitado.

—No es tan pronto ni tan precipitado —musitó Paul, pero se apartó de ella. No había suplicado por nada ni por nadie en su vida—. Está bien. Nos lo tomaremos con más calma, de momento. Seducir a una mujer en la cocina con tres criaturas en el piso de arriba no es mi estilo habitual. —Paul retrocedió unos pasos para coger su cerveza—. Julia, tú… cambias las cosas. Creo que lo mejor sería que me fuera para meditar sobre todo esto con tanta calma como tú. —Paul tomó un trago de cerveza y dejó la botella de golpe a un lado—. Pero no pienso hacerlo.

Antes de que tuviera tiempo de acercarse a ella, se oyó un estruendo de pisadas bajando por la escalera.