7

Julia vio a Brandon salir de casa para ir al colegio, dando gracias porque fuera en el interior del discreto Volvo negro con Lyle al volante. Con él, Brandon estaría a salvo.

Naturalmente, no había por qué preocuparse. Esa era la frase que se había dicho una y otra vez a lo largo de la noche que había pasado en vela. Un par de anónimos absurdos no podían hacerle daño, ni a ella ni mucho menos a Brandon. Pero sabía que se sentiría mejor cuando llegara al fondo del asunto, algo que pensaba hacer de inmediato.

Sus pensamientos pasaron a centrarse en lo extraño que le resultaba ver a su pequeño dirigirse a aquel mundo de clases y recreos que escapaba a su control.

Cuando perdió de vista el coche, cerró la puerta para impedir que entrara el frío de la mañana. Julia oyó a CeeCee cantando exultante una canción que sonaba por la radio mientras ordenaba la cocina. Se resistía a reconocer que aquella sinfonía de alegres sonidos —el ruido de platos en combinación con la voz joven y entusiasta que competía con la de Janet Jackson, cargada de erotismo— le hiciera sentirse mejor por el simple hecho de que significara que no estaba sola. Julia llevó su taza medio vacía a la cocina para volver a llenarla de café.

—El desayuno ha estado genial, señorita Summers. —CeeCee, que llevaba el pelo recogido en una graciosa coleta, pasó una bayeta húmeda por la encimera mientras con el pie seguía el ritmo del tema que pusieron a continuación en Los 40 Principales—. No me imaginaba a alguien como usted cocinando ni haciendo nada de eso.

Aún con cara de sueño, Julia acabó de llenar su taza de café.

—¿Alguien como yo?

—Bueno, famosa y todo eso.

Julia sonrió. Le tentaba la facilidad con la que uno podía desentenderse del leve peso de la preocupación.

—Casi famosa. O en todo caso famosa por roce después de lo de anoche.

CeeCee, que era todo ojos azules y cara recién lavada, suspiró.

—Fue una pasada, ¿verdad?

Dos mujeres en una cocina soleada, y ninguna de las dos estaban hablando de un acto benéfico repleto de estrellas, sino de un hombre.

Julia recordó cuando bailó con Paul y el momento en que despertó con los labios de él sobre los suyos, presa de una agitación incontrolable. Y sí, recordó también aquella sensación de necesidad que él le había contagiado con un ritmo mucho más primario del que podría entrañar jamás una música grabada.

—Fue… diferente.

—¿No le parece que el señor Winthrop es guapísimo? Cada vez que hablo con él, se me seca la boca y me sudan las manos. —CeeCee cerró los ojos mientras aclaraba la bayeta—. Es muy fuerte.

—Es de esos hombres que no pasan desapercibidos —dijo Julia, apreciando en su propia voz la ironía que destilaba aquel eufemismo.

—Qué me va a contar, si las mujeres se vuelven locas por él. Aquí no creo que haya venido dos veces con la misma. Mujeres no faltan en esta ciudad, ya me entiende.

—Humm… —Julia tenía su propia opinión de los hombres que pasaban de una mujer a otra con tanta arbitrariedad—. Parece sentir devoción por la señorita Benedict.

—Ya lo creo. Supongo que haría cualquier cosa por ella… menos sentar la cabeza y darle los nietos que ella quiere. —CeeCee se apartó el flequillo ralo de la cara—. Es raro imaginarse a la señorita B. de abuela.

Raro no era la palabra que acudía a la mente de Julia, sino más bien increíble.

—¿Cuánto tiempo llevas trabajando para ella?

—Estrictamente hablando un par de años, pero llevo correteando por aquí desde que tengo uso de razón. Tía Dottie me dejaba venir los fines de semana, y también en verano.

—¿Tía Dottie?

—Travers.

—¿Travers?

Julia estuvo a punto de atragantarse con el café mientras trataba de asociar el ama de llaves de mirada desconfiada y rictus adusto con la extrovertida CeeCee.

—¿Es tu tía?

—Sí, la hermana mayor de mi padre. Travers es una especie de nombre artístico. En los años cincuenta hizo algo de cine, creo. Pero nunca llegó a tener éxito. Lleva toda la vida trabajando para la señorita B. Resulta un poco extraño cuando uno piensa que las dos estuvieron casadas con el mismo hombre.

Esta vez Julia tuvo la sensatez de no llevarse la taza de café a los labios para evitar atragantarse si daba un sorbo sin querer.

—¿Cómo dices?

—Anthony Kincade —explicó CeeCee—. Ya sabe, el director. Tía Dottie estuvo casada con él primero. —Al echar un vistazo al reloj CeeCee, que estaba apoyada cómodamente en la encimera, se puso derecha—. Vaya, tengo que irme. Tengo clase a las diez en punto. —Salió corriendo al salón para recoger sus libros y bolsas—. Vendré mañana a cambiar las sábanas. ¿Le importa que traiga a mi hermano pequeño? Tiene muchas ganas de conocer a Brandon.

Julia asintió, absorta aún en la información que acababa de darle a conocer CeeCee.

—Claro. Nos encantaría que viniera.

CeeCee le lanzó una amplia sonrisa por encima del hombro mientras se dirigía corriendo hacia la puerta.

—Ya me lo dirá cuando lo tenga por aquí correteando un par de horas.

Ni siquiera el fuerte portazo que dio CeeCee al salir de la casa sacó a Julia de sus cavilaciones Anthony Kincade. Aquella mole de carne cargada de bilis había sido el marido tanto de la glamourosa Eve como de la lacónica ama de llaves. La curiosidad la llevo a cruzar el salón a toda prisa para dirigirse a su estudio provisional y buscar las obras de consulta que había traído consigo. Durante unos minutos renegó para sus adentros, tratando de encontrar lo que nunca parecía estar donde lo había dejado.

Pecaba de desorganizada pero cambiaría, juró Julia al santo que fuera que velara por los escritores despistados. En cuanto consiguiera satisfacer su curiosidad, dedicaría una hora entera bueno, quince minutos a ponerlo todo en orden.

La promesa pareció funcionar. Julia salto prorrumpiendo en un grito de triunfo. Enseguida encontró lo que buscaba en Quien es quien.

Kincade, Anthony, leyó Nacido en Hackensack, Nueva Jersey, el 12 de noviembre de 1920. Julia se salto la parte correspondiente a sus aptitudes, éxitos y fracasos. Casado con Margaret Brewster en 1942, dos hijos, Anthony Jr. y Louise, divorciado en 1947. Casado con Dorothy Travers en 1950, un hijo, Thomas, fallecido. Divorciado en 1953. Casado con Eve Benedict en 1954. Divorciado en 1959.

Había constancia de dos matrimonios más, pero a Julia ya no le interesaba aquella información, le fascinaba más hacer conjeturas sobre un triángulo tan peculiar Dorothy Travers —una campanilla sonó en la mente de Julia con solo pensar en aquel nombre— había estado casada con Kincade tres años, y le había dado un hijo. Cuando no llevaba ni un año divorciado, Kincade se casó con Eve, y ahora Travers trabajaba para ella como ama de llaves.

¿Cómo era posible que dos mujeres que habían compartido el mismo hombre pudieran compartir la misma casa?

Era una pregunta que pensaba formular llegado el momento. Pero antes mostraría a Eve los anónimos que había recibido para ver cómo reaccionaba, y de paso obtener quizá una explicación Julia apartó a un lado el libro de consulta, olvidándose por completo del trato con el sufrido santo.

Quince minutos más tarde Travers le abría la puerta de la casa principal. Julia observo el rostro desabrido y la complexión barriguda de la mujer y se pregunto como habría atraído al mismo hombre al que atrajo la deslumbrante Eve, con su belleza escultural.

—En el gimnasio —musitó Travers.

—¿Cómo dice?

—En el gimnasio —repitió el ama de llaves, y le mostró el camino con su displicencia habitual.

Torció hacia el ala este y enfiló por un pasillo flanqueado por multitud de intrincadas hornacinas, cada una de las cuales alojaba una escultura de Eve. A la derecha había un ventanal en forma de arco que se abría al patio central, donde Julia vio al jardinero, con sus gafas de sol Wayfarer y sus auriculares puestos, podando los setos con esmero.

El pasillo terminaba en una puerta doble maciza pintada de un verde azulado fuerte. Travers no llamo, sino que abrió una de las hojas de golpe, y el pasillo se llenó de inmediato con una música alegre y los reniegos constantes de Eve.

Julia nunca habría llamado aquella estancia con un término tan modesto como gimnasio. A pesar de las máquinas de musculación, las tablas inclinadas, la pared forrada de espejos y la barra de ballet, era una sala elegante. Podría definirse más bien como un palacio del ejercicio, pensó Julia mientras observaba los techos altos pintados con estilizadas figuras art déco. La claridad entraba a través de un trío de tragaluces compuestos de vitrales multicolores que refractaban la luz diurna. No era un palacio, se corrigió Julia. Era un templo erigido para rendir culto al vanidoso dios del sudor.

El suelo estaba cubierto por un parquet brillante y otra de las paredes se veía forrada por un completo mueble bar, con nevera y microondas incorporados. La música fluía de un equipo de música de alta tecnología flanqueado por macetas de begonias y ficus altísimos.

Apostado junto a Eve, que yacía sobre un banco de pesas ejercitando las piernas, se hallaba Mister Cachas. Julia soltó una larga bocanada de aire, fascinada por un instante ante la imponente presencia de aquel ser, un dios nórdico de más de dos metros de altura, cuyo cuerpo de bronce sobresalía de un exiguo maillot entero consistente en una sola tira blanca que se extendía sobre su pecho reluciente, descendía de forma sinuosa hasta las caderas y realzaba sus glúteos turgentes.

Llevaba los cabellos rubios dorados recogidos en una coleta, y sus ojos azul claro sonreían con una expresión de aprobación mientras los insultos de Eve caldeaban el ambiente.

—A la mierda, Fritz.

—Cinco más, mi bella flor —repuso él con un inglés musical y preciso que evocó imágenes de lagos fríos y arroyos de montaña en la mente de Julia.

—Me vas a matar.

—Te voy a hacer fuerte. —Mientras Eve hacía el último ejercicio entre resoplidos, Fritz le puso una mano enorme en el muslo y apretó—. Tienes el tono muscular de una treintañera. —Y le dio un leve cachete en el trasero con un gesto íntimo.

Eve se desplomó en la tabla, chorreando de sudor.

—Si consigo volver a caminar, te juro que te daré una patada en ese pedazo de paquete que tienes en la entrepierna.

Fritz se echó a reír, le dio otra palmadita y se volvió hacia Julia con una amplia sonrisa.

—Hola.

Julia consiguió tragar saliva a duras penas. El último comentario de Eve le había llevado a mirar las partes pudendas de aquel portento de la naturaleza y pudo comprobar con sus propios ojos que no exageraba en absoluto.

—Lo siento. No quiero interrumpir.

Eve logró abrir los ojos. Si hubiera tenido la energía suficiente, habría reído entre dientes. La mayoría de las mujeres se quedaban con aquella cara de pasmadas tras su primer encuentro con Fritz. Se alegraba de que Julia no fuera inmune a ello.

—Gracias a Dios. Travers, tráeme algo bien frío… y a mi amigo ponle un poco de arsénico.

Fritz se echó a reír de nuevo con una carcajada potente y jovial que acalló los creativos exabruptos de Eve.

—Anda, bebe un poco y luego trabajamos los brazos. No querrás que te cuelgue la piel como a un pavo, ¿verdad?

—Puedo volver más tarde —sugirió Julia mientras Eve se ponía boca arriba.

—No, quédate. Ya no falta mucho para que acabe de torturarme. ¿Verdad que no, Fritz?

—Ya casi estamos.

Fritz aceptó la bebida que Travers le ofreció y se la bebió de un solo trago antes de que el ama de llaves saliera por la puerta. Mientras Eve se secaba la cara con una toalla, Fritz observó con detenimiento a Julia. La expresión de su mirada la incomodó. Era como la que adoptaba Brandon cuando se veía ante un trozo bien grande de barro para modelar.

—Tiene usted buenas piernas. ¿Hace ejercicio?

—La verdad es que no —respondió Julia, cayendo en la cuenta de lo reprobatoria que debía de ser semejante confesión en pleno sur de California. Seguro que había gente a la que habrían colgado por menos. Julia estaba planteándose ya la conveniencia de disculparse cuando de repente Fritz le puso los brazos en cruz y comenzó a tocárselos—. Oiga…

—Pero qué brazos tan flacos —dijo Fritz. Julia se quedó boquiabierta cuando notó las manos de él sobre el estómago—. Buenos abdominales. Creo que tiene arreglo.

—Gracias. —Julia notaba sus manos de hierro sobre la piel y no quería contrariarlo—. Pero no tengo tiempo, de veras.

—Pues debe tenerlo para cuidar de su cuerpo —repuso Fritz en un tono tan serio que Julia se tragó la risa nerviosa—. El lunes empezaré con usted. No falte.

—No creo que sea una…

—Excelente idea —terció Eve—. Odio que me torturen a mí sola —dijo, haciendo una mueca al ver que Fritz cargaba las pesas en el Nautilus para el ejercicio de brazos—. Siéntate, Julia.

—Si hablas conmigo, me ayudarás a distraerme de este suplicio.

—El lunes, lo llevas claro —masculló Julia.

—¿Cómo dices?

Julia sonrió mientras Eve adoptaba la postura para entregarse a su siguiente tormento.

—Digo que ojalá se mantenga el tiempo despejado.

Eve, que la había oído perfectamente la primera vez, se limitó a levantar una ceja.

—Eso me ha parecido oír. —Una vez acomodada en el aparato de musculación, Eve respiró hondo para limpiar los pulmones y comenzó a empujar las pesas hacia el centro de su cuerpo para volver luego a la posición inicial—. ¿Te lo pasaste bien anoche?

—Sí, gracias.

—Mira que es educada —dijo Eve, dirigiendo una sonrisa a Fritz—. Ella nunca te insultaría.

Julia vio que Eve volvía a transpirar de nuevo, con los músculos abultados y tensados del esfuerzo.

—Ya lo creo que lo haría.

Eve se echó a reír pese a estar cada vez más bañada en sudor.

—¿Sabes cuál es el problema de ser guapa, Julia? Que todo el mundo te nota los defectos, por muy insignificantes que sean; les encanta dar con ellos. Así que hay que mantenerse en forma. —Eve soportaba al límite de sus fuerzas la tensión y relajación constantes de los músculos, aspirando aire por la nariz y expulsándolo por la boca—. Es como una religión, y yo estoy decidida a hacer todo lo posible por el cuerpo que Dios y los cirujanos me han dado. Y a no dar a nadie la satisfacción de decir eso de que era guapa… en su día. —Eve dejó de hablar un instante para proferir una maldición por el dolor punzante que notaba en los brazos—. Hay quien dice que está enganchado a esto. Hay que estar muy mal para eso, pienso yo. ¿Cuántas quedan? —preguntó a Fritz.

—Veinte.

—Cabrón —espetó Eve, sin aflojar el ritmo—. ¿Qué impresiones tienes de lo de anoche?

—Pues que a un elevado porcentaje de los presentes le importaba tanto las obras benéficas como la publicidad. Que el Hollywood de hoy en día nunca tendrá la clase del Hollywood del pasado. Y que el tal Anthony Kincade es un hombre de lo más desagradable y potencialmente peligroso.

—Me preguntaba si te habrías dejado deslumbrar por tanta estrella. Pero veo que no. ¿Cuántas quedan, hijo de tu madre?

—Cinco.

Eve las hizo soltando una retahíla de tacos mientras jadeaba como una parturienta en trance de dar a luz. Cuanto más feroces eran sus improperios, más amplia era la sonrisa de Fritz.

—Espera aquí —ordenó Eve a Julia antes de ponerse en pie entre gemidos de dolor y desaparecer por una puerta.

—Es una mujer encantadora —comentó Fritz—. Y muy fuerte.

—Sí. —Pero cuando Julia trató de imaginarse a sí misma haciendo pesas a punto de cumplir los setenta se estremeció. Antes aceptaría sus carnes fofas y las luciría con orgullo—. ¿No cree que tanto ejercicio podría ser demasiado para ella, teniendo en cuenta su edad?

Fritz levantó una ceja mientras miraba hacia la puerta por donde había salido Eve. Sabía que si Eve hubiera oído aquel comentario, habría hecho algo más que soltar un exabrupto.

—Si se tratara de otra persona sí. Pero en el caso de Eve no. Yo soy su entrenador personal, y esta tabla de ejercicios está concebida para su cuerpo, su mente y su espíritu. Eve lo tiene todo fuerte. —Fritz se acercó a una de las ventanas, junto a la cual había una camilla para masajes y una estantería abarrotada de aceites y lociones—. A usted le montaré algo distinto.

Aquel era un tema que Julia quería esquivar, y rápido.

—¿Cuánto tiempo lleva siendo su entrenador personal?

—Cinco años. —Tras elegir varios aceites, cambió la música con el mando a distancia. Una pieza clásica con una relajante melodía de cuerda invadió la estancia—. Me ha traído a muchos clientes. Pero si tuviera que quedarme con uno solo, me quedaría con Eve.

Fritz pronunció su nombre en un tono casi reverencial.

—Inspira lealtad.

—Es una gran dama. —Fritz se pasó un frasquito bajo la nariz para olisquearlo y a Julia le recordó a Ferdinando, el toro oliendo flores—. Usted es quien va a escribir su libro, ¿no?

—Así es.

—Pues no olvide decir que es una gran dama.

Eve volvió a aparecer envuelta en un albornoz blanco corto, con el pelo mojado y el rostro sonrosado y resplandeciente. Sin decir nada se acercó a la camilla, se desnudó con toda naturalidad y se tumbó boca abajo. Fritz le cubrió las caderas con una sábana en un gesto pudoroso y se puso manos a la obra.

—Y tras el infierno, el paraíso —suspiró Eve y, apoyando el mentón sobre sus puños cerrados, se quedó mirando a Julia con unos ojos brillantes—. Puede que te interese incluir en el libro que me someto a este martirio tres veces por semana. Y aunque odio hasta el último minuto, sé que sirve para mantener mi cuerpo lo bastante en forma para que Nina haya tenido que declinar una oferta anual de Playboy, y tengo una resistencia que me permite aguantar una sesión de diez y doce horas seguidas sin que me desmaye. De hecho, pienso llevarme a Fritz conmigo cuando vaya a Georgia a rodar. Este hombre tiene las mejores manos de los cinco continentes.

Fritz se ruborizó como un niño ante el cumplido. Mientras aquellas manos elogiadas masajeaban los músculos de Eve para relajarlos, Julia centró la conversación en la salud, el ejercicio y la rutina diaria. Esperó paciente mientras Eve volvía a ponerse el albornoz y se despedía de su entrenador con un beso muy íntimo y cariñoso. Julia recordó la escena que había presenciado en el jardín y se preguntó cómo era posible que una mujer tan visiblemente enamorada de un hombre pudiera coquetear tan descaradamente con otro.

—Hasta el lunes —dijo Fritz, haciendo una señal a Julia con la cabeza mientras se enfundaba unos pantalones de chándal—. El lunes empezaré con usted.

—Aquí estará —le prometió Eve antes de que Julia pudiera rehusar cortésmente la invitación. Con una amplia sonrisa en su rostro, Eve aguardó a que Fritz levantara con esfuerzo su bolsa de deporte del suelo y saliera por la puerta dando grandes zancadas—. Considéralo parte de tu trabajo de investigación —sugirió a Julia—. Bueno, ¿qué te ha parecido?

—¿Se me ha caído la baba?

—Un poco, nada más. —Eve flexionó sus músculos ejercitados y se sacó un paquete de tabaco del bolsillo del albornoz—. Cómo me muero por un cigarrillo. No tengo el valor… o quizá la frescura… de fumar delante de Fritz. ¿Por qué no preparas una copa para las dos? La mía que rebose de champán.

Mientras Julia se levantaba para obedecer sus órdenes, Eve dio una larga calada al cigarrillo con avidez.

—No se me ocurre ningún otro hombre en el mundo por el que estaría dispuesta a dejar de fumar, ni siquiera unas horas. —Eve exhaló una bocanada de humo mientras Julia le servía la copa. De repente, soltó una carcajada ostentosa, como si riera de un chiste que solo ella entendiera—. Cuanto más te conozco, más fácil me resulta leer tu mente, Julia. Ahora mismo estás tratando de no juzgarme mientras te preguntas cómo puedo justificar el tener un lío con un hombre que podría ser mi hijo.

—Mi trabajo no consiste en juzgar a nadie.

—No consiste en eso, no, y si hay algo que te has propuesto es hacer tu trabajo. Que conste que yo no trataría nunca de justificarlo, sino simplemente de pasármelo bien Pero para tu información te diré que no tengo ningún lío con ese pedazo de macho, porque es gay hasta la médula —Eve se echó a reír y tomó otro sorbo—. Ahora estás escandalizada y tratas de disimularlo.

Julia se removió incómoda en su asiento y bebió un sorbo de su copa.

—De lo que se trata es de que yo ahonde en sus sentimientos, y no usted en los míos.

—Es algo mutuo.

Eve bajó de la camilla para hacerse un ovillo en un sillón de ratán con un mullido cojín. Cada uno de sus movimientos era de una sinuosidad de lo más femenina y seductora. Julia pensó entonces que la joven Betty Berenski no pudo haber elegido un nombre mejor. Eve rezumaba feminidad por todos los poros de su piel, una feminidad tan intemporal y misteriosa como la de la primera de todas las mujeres, Eva.

—Antes de que este libro este terminado, tú y yo nos conoceremos como solo pueden conocerse a fondo dos personas. Con una intimidad mayor de la que comparten los amantes y una profundidad mayor de la que une a un padre y un hijo. Cuando lleguemos a confiar la una en la otra, le verás el sentido.

Para volver a llevar las cosas a un plano menos comprometedor para ella, Julia sacó la grabadora y la libreta.

—¿Qué motivo tendría yo para no confiar en usted?

Eve sonrió a través de un velo de humo. Un destello de viejos secretos guardados bajo siete llaves iluminó su mirada.

—¿Qué motivo habrías de tener? Vamos, Julia, hazme todas esas preguntas que te rondan por la cabeza. Estoy dispuesta a contestarlas.

—Hábleme de Anthony Kincade. ¿Por qué no me cuenta qué le llevó a casarse con él, y cómo es que su segunda esposa pasó de hacer películas de cine B a trabajar como ama de llaves para usted?

En lugar de contestar, Eve se quedó fumando pensativa.

—Has estado haciendo preguntas a CeeCee.

En aquella afirmación había un indicio de fastidio lo bastante perceptible para que a Julia le invadiera una ráfaga de satisfacción. Tal vez llegaran a alcanzar un grado elevado de confianza e intimidad, pero sería en igualdad de condiciones.

—He estado hablando con ella, eso no puedo negarlo. Si había algo que no quería que me contara, ha hecho mal en no advertírselo antes. —Mientras Eve permanecía en silencio, Julia se dedicó a dar golpéenos en la libreta con el lápiz—. Esta mañana me ha comentado que de pequeña solía venir a menudo aquí, a visitar a su tía Dottie. Y, naturalmente, ha salido a colación quién era tía Dottie.

—Y a partir de ahí has atado cabos.

—Mi trabajo consiste en investigar la información que llega a mis manos —respondió Julia en tono suave al tiempo que no solo advertía la irritación creciente en su interlocutora, sino que se deleitaba con ello.

Quizás fuera una nimiedad, pensó Julia, pero le resultaba grato ver desconchada al fin su brillante coraza.

—Solo tenías que preguntarme.

—Eso es precisamente lo que estoy haciendo. —Julia ladeó la cabeza, adoptando una postura tan desafiante como si alzara los puños—. Si pretende ocultarme datos, se ha equivocado de biógrafo. No me gusta trabajar con anteojeras.

—Es mi historia —repuso Eve, clavándole unos ojos lacerantes cual guadañas teñidas de verde.

Julia notó el filo cortante en su piel y se negó a rehuir su contacto.

—Sí, así es Y, por decisión suya, también es la mía. —Con aquella dentellada consiguió agarrarla bien fuerte, como un lobo que atrapa con sus fauces un hueso carnoso de su presa. Ahora se veía con la fuerza de voluntad necesaria para lidiar con Eve, con sus músculos flexionados. Los nervios ardían cual brasas en su estómago—. Si quiere a alguien que baile al son que usted le toque, será mejor que lo dejemos ahora mismo. Regresaré a Connecticut y que nuestros abogados se pongan de acuerdo.

Dicho esto, Julia comenzó a levantarse del asiento.

—Siéntate. —La voz de Eve tembló de ira—. Siéntate, maldita sea. Tienes razón.

Agradeciendo sus palabras con la cabeza, Julia volvió a sentarse. Luego se metió la mano en el bolsillo con disimulo y sacó un comprimido del tubo de Tums que llevaba encima.

—Yo deseo escribir su historia, pero no me será posible hacerlo si me pone trabas cada vez que toco un tema que desbarata sus planes.

Eve guardó silencio un instante mientras su ira pasaba a convertirse en un respeto renuente.

—Son muchos años, Julia —comenzó a decir finalmente—. Estoy acostumbrada a hacer las cosas a mi manera. Vamos a ver si podemos encontrar la forma de aunar tu manera de hacer con la mía.

—Está bien.

Julia se metió la pastilla en la boca, confiando en que su efecto antiácido y el pequeño triunfo que acababa de conseguir sirvieran para calmarle el ardor de estómago.

Eve se llevó la copa a los labios, tomó un sorbo y se preparó para abrir una puerta que llevaba mucho tiempo cerrada a cal y canto.

—Dime lo que sabes.

—No me ha sido muy difícil comprobar que Dorothy Travers había sido la segunda esposa de Kincade, de la que este se divorció tan solo unos meses antes de casarse con usted. Al principio no la ubicaba, pero luego he recordado que hizo unas cuantas películas de serie B en los cincuenta. Más que nada películas góticas y de terror, hasta que desapareció. Me imagino que para ponerse a su servicio.

—Nada es así de sencillo. —Aunque seguía molestándole el hecho de no haber sido ella quien sacara el tema, Eve se encogió de hombros y se dispuso a explayarse—. Ella se puso a mi servicio unos meses después de que Tony y yo zanjáramos nuestro divorcio. Eso sería… madre mía, hace más de treinta años. ¿Te parece raro?

—¿Que dos mujeres puedan mantener una relación estrecha y duradera durante tres décadas después de estar enamoradas del mismo hombre? —La tensión que sentía Julia quedó relegada por su interés en aquella historia—. Supongo que sí.

—¿Enamoradas? —Eve sonrió mientras se estiraba con ostentosidad. Siempre se sentía envuelta en un halo de voluptuosidad después de una sesión con Fritz. Purgada y cebada de nuevo—. Puede que Travers estuviera enamorada de él en algún momento, pero Tony y yo nos casamos por un sentimiento mutuo de deseo y ambición. No tuvo nada que ver con el amor. En aquella época Tony era un hombre guapo y robusto, y bastante perverso. Cuando me dirigió en Vidas separadas, su matrimonio estaba yéndose a pique.

—Él y Travers tuvieron un hijo que murió.

Eve vaciló un instante antes de tomar otro sorbo de su copa. Puede que Julia la tuviera acorralada, pero solo había una manera de contar la historia. La suya.

—La pérdida de aquel hijo destruyó los cimientos del matrimonio. Travers no podía ni quería olvidar su muerte, mientras que Tony estaba decidido a olvidarla a toda costa. Cuando se proponía algo, no cejaba en su empeño hasta que lo conseguía. Ese era parte de su encanto. Yo no conocía todos los detalles cuando empezamos a vernos. Nuestra aventura y posterior matrimonio fue un escándalo menor en su día.

Julia ya se había apuntado que tenía que consultar números atrasados de Photoplay y Hollywood Reporter.

—Travers no era una estrella lo bastante importante para provocar compasión o indignación. Te parecerá arrogante —observó Eve—, pero es la pura verdad. Aquel pequeño triángulo tuvo cabida en algunas columnas de sociedad y luego cayó en el olvido. La gente se lo tomó más a pecho cuando la Taylor le levantó Eddie Fisher a Debbie Reynolds —recordó Eve con gesto divertido mientras sacudía la ceniza del cigarrillo—. De hecho, está por ver que yo fuera la última gota que colmó el vaso en el matrimonio de Tony y Travers.

—Le preguntaré a Travers.

—No me cabe la menor duda. —Eve hizo un fluido ademán con las manos y se arrellanó de nuevo en el sillón—. De lo que dudo es de que ella hable contigo, pero por intentarlo no pierdes nada. De momento, puede que te sirva de algo que yo te explique la historia desde el principio, es decir, desde que empecé con Tony. Como te he dicho antes, Tony era un hombre atractivo y peligroso. Yo le tenía un gran respeto como director.

—¿Lo conoció cuando rodó Vidas separadas?

—Ya habíamos coincidido antes… como suele suceder en este pequeño barco de locos. Pero un plato de cine es un mundo íntimo y diminuto, apartado de la realidad. Mejor dicho, inmune a ella. —Eve sonrió para sus adentros—. Por muy duro que sea el trabajo, el cine se alimenta de la fantasía, y esta crea adicción. Por eso, tantos de nosotros nos engañamos creyendo que nos hemos enamorado perdidamente de otro personaje dentro de esa pompa reluciente… mientras dura el rodaje de una película.

—Pero usted no se enamoró de su compañero de reparto, sino del director —puntualizó Julia.

Eve bajó las pestañas, velando sus ojos mientras se reclinaba en el sillón.

—Fue una película muy dura, oscura y agotadora. Era la historia de un matrimonio condenado al fracaso, con la traición, el adulterio y la ruptura emocional como ejes principales. Llevábamos todo el día trabajando en la escena en la que mi personaje admitía finalmente la infidelidad de su marido y se planteaba suicidarse. Yo tenía que quedarme en una combinación de encaje negra, pintarme las uñas con esmero y ponerme unas gotas de perfume. Encender la radio para bailar, yo sola. Descorchar una botella de champán y bebérmela a la luz de las velas mientras me tragaba un frasco de somníferos, uno a uno.

—Recuerdo la escena —musitó Julia. En aquella sala bañada de luz e impregnada de olor a sudor y aceites perfumados, la evocó vívidamente en su memoria—. Era tan trágica que ponía los pelos de punta.

—Tony quería que estuviera cargada de emoción, de un sentimiento casi de exaltación en medio de la desesperación. Repetimos la toma una y otra vez, pues no acababa de quedar satisfecho. Llegué a sentirme despojada de toda emoción, desollada viva y reducida a polvo. Hora tras hora la misma escena. Hasta que me enseñaron las tomas del copión y vi que Tony había sacado exactamente lo que había querido de mí. Agotamiento, furia, sufrimiento y ese brillo en los ojos propio de alguien lleno de odio.

Eve sonrió con aire triunfal. Aquel había sido, y seguía siendo, unos de sus mejores momentos en la pantalla.

—Cuando por fin acabamos, me fui a mi camerino. Me temblaban las manos. Qué caray, hasta el alma me temblaba. Tony vino detrás de mí y cerró la puerta con llave. Es como si lo viera, allí de pie, mirándome con aquellos ojos encendidos. Yo me puse a gritar, a llorar y a escupir veneno como para matar a diez hombres. Cuando me cogió, comencé a golpearle hasta que me hice sangre. Entonces me quitó el albornoz; yo me defendí con uñas y dientes. Me tiró al suelo y me arrancó la combinación de encaje negra a tiras, todo eso sin decir una sola palabra. Y entonces nos enzarzamos como dos perros salvajes.

Julia tuvo que tragar saliva antes de hablar.

—La violó.

—No. Sería más fácil mentir y decir que sí, pero para cuando me tiró al suelo del camerino el deseo me podía. Estaba fuera de mí. Si no lo hubiera deseado, sí que habría sido una violación. Ser consciente de eso me producía una excitación increíble. Era una situación perversa —añadió mientras se encendía otro cigarrillo—, pero tremendamente excitante. Nuestra relación fue retorcida desde el principio. Pero los tres primeros años de nuestro matrimonio disfruté del sexo como nunca. Casi siempre era algo violento, al filo de lo indescriptible.

Eve soltó una leve carcajada y se levantó para prepararse otra copa.

—Bueno, después de estar casada cinco años con Tony, no hay nada ni nadie que pueda sorprenderme. Yo me tenía por una mujer con mucho mundo… —Con la boca fruncida, Eve se llenó la copa de champán hasta el borde e hizo lo propio con la de Julia—. Debo reconocer que cuando me casé con él era más inocente que un cordero. Tony era un entendido en conductas desviadas, en prácticas de las que entonces ni siquiera se hablaba: sexo oral, sexo anal, bondage, sadomasoquismo, voyeurismo. Tony tenía un armario lleno de juguetitos sexuales de todo tipo. Algunos me parecían graciosos, otros repugnantes y otros eróticos. Luego estaban las drogas.

Eve sorbió un poco de champán para impedir que se derramara mientras caminaba. Julia aceptó la segunda copa cuando Eve se la ofreció. Dadas las circunstancias, no resultaba tan raro tomar champán antes de comer.

—Tony se adelantó a su época en cuestión de drogas. Le encantaban los alucinógenos. Yo también tuve mis escarceos con las drogas, pero nunca acabaron de atraerme del todo. A Tony, en cambio, le podía el ansia en todo lo que hacía, hasta llegar al exceso. Ya fuera comida, bebida, drogas, sexo o mujeres.

Julia se dio cuenta de que recordar todo aquello estaba destrozando a Eve y quiso protegerla, por muy contradictorio que pareciera. Aunque hubiesen mantenido un duelo de voluntades, no soportaba ver que su victoria provocaba dolor.

—Eve, no tenemos por qué seguir con esto ahora mismo.

Eve hizo un esfuerzo por sobreponerse a la tensión del momento y se sentó en un sillón con la agilidad de un gato enroscándose sobre una alfombra.

—Dime, Julia. ¿Cómo te meterías en una piscina de agua fría? ¿Poco a poco o de golpe?

Julia esbozó una sonrisa que iluminó su mirada.

—De cabeza.

—Bien. —Eve tomó otro sorbo para aclararse la garganta antes de retomar de nuevo el tema—. El principio del fin fue la noche que me sujetó a la cama con unas esposas de terciopelo. Nada que no hubiéramos hecho antes, disfrutando siempre de ello. ¿Te choca?

Julia no podía imaginarse lo que debía de ser verse así, totalmente indefensa, a merced de otra persona. ¿Sería la práctica del bondage sinónimo de confianza? Tampoco podía imaginarse a una mujer como Eve subyugándose a otra persona por voluntad propia. Aun así, se encogió de hombros con gesto despreocupado.

—No soy ninguna mojigata.

—Claro que lo eres. Esa es una de las cosas que más me gustan de ti. Bajo toda esa fachada de sofisticación, late el corazón de una puritana. No te enfades —dijo Eve con un ademán displicente—. Es reconfortante.

—Yo lo calificaría de insultante.

—En absoluto. Debo advertirte, mi joven Julia, que cuando una mujer se rinde a los pies de un hombre en el plano sexual, y me refiero a rendirse de verdad, se presta a cosas que le harían temblar de vergüenza a la luz del día. Aunque se muera de ganas de volver a hacerlas. —Eve se recostó con aire majestuoso, sujetando la copa entre ambas manos—. Pero basta de cháchara sobre la condición femenina… ya lo descubrirás por ti misma. Con un poco de suerte.

Con un poco de suerte, su vida seguiría tal como hasta entonces, pensó Julia.

—Me estaba hablando de Anthony Kincade.

—Sí, así es. Tony tenía afición, digamos, por disfrazarse. Aquella noche llevaba un taparrabos de cuero negro y una máscara de seda. Por aquel entonces ya había empezado a engordar, así que su aspecto no resultaba tan imponente. Para crear ambiente encendió unas velas negras e incienso. Luego me embadurnó el cuerpo de aceite hasta que me quedó todo brillante y con una sensación de excitación a flor de piel. Primero se dedicó a hacerme cosas maravillosas, llevándome casi al límite del placer antes de parar. Y cuando estaba medio loca por él… o por cualquiera que pudiera liberar la tensión que acumulaba mi cuerpo… se levantó y abrió la puerta para hacer pasar a un jovencito.

Eve hizo una pausa para beber. Cuando retomó la palabra, su voz sonaba fría e inexpresiva.

—No debía de tener más de dieciséis o diecisiete años. Recuerdo que insulté a Tony, lo amenacé e incluso le supliqué mientras desvestía al muchacho. Mientras lo tocaba con aquellas manos tan hábiles como perversas. Me di cuenta de que, pese a llevar casi cuatro años casada con un hombre como Tony, aún conservaba cierta inocencia y había cosas que me horrorizaban. Como no soportaba ver lo que se hacían el uno al otro, cerré los ojos. Luego Tony lo acercó a mí y le dijo que hiciera lo que quisiera mientras él miraba. Vi que el chico era mucho menos inocente que yo. Me utilizó de todas las maneras habidas y por haber. Mientras el chico estaba todavía dentro de mí, Tony se arrodilló detrás de él y… —Eve se llevó el cigarrillo a la boca con pulso tembloroso, pero retomó el relato con voz cortante—. A partir de ahí fuimos un trío en la cama. La cosa duró horas, y ellos no hacían más que cambiar de postura. Al final dejé de renegar, suplicar y llorar y comencé a urdir un plan. Cuando el chico se marchó y Tony me quitó las esposas, esperé a que se quedara dormido para bajar a la cocina y hacerme con el cuchillo de trinchar más grande que encontré. Cuando Tony despertó, yo sostenía su polla en una mano y el cuchillo en la otra. Lo amenacé con cortarlo allí mismo si volvía a tocarme, le dije que quería un divorcio rápido y discreto y que él accedería a cederme la casa y la totalidad de su contenido, así como el Rolls, el Jaguar y el pequeño refugio que nos habíamos comprado en la montaña. Y que si no se avenía a mis exigencias, le daría la mayor paliza que le habrían dado en su vida. —Recordar la cara que puso Tony en aquel momento y la forma en que balbuceó le hizo sonreír. Hasta que vio el rostro de Julia—. No hay por qué llorar —dijo Eve en voz baja mientras Julia lloraba a lágrima viva—. Al final me salí con la mía.

—No hay nada que compense algo así. —Su voz sonó con una gravedad inusitada, fruto de una furia impropia en ella, una furia que encendió su mirada—. No puede haber nada que lo compense.

—Puede que no. Pero verlo escrito me servirá al menos de venganza. Llevo mucho tiempo esperando este momento.

—¿Por qué? —Julia se limpió las lágrimas con la palma de la mano—. ¿Por qué ha esperado tanto?

—¿A qué, a contar la verdad? —Eve suspiró y apuró la copa. Empezaba a dolerle la cabeza, y se sintió mal por ello—. Por vergüenza. Me avergonzaba de que hubieran abusado de mí de esa manera, de que me hubieran humillado de esa manera.

—Ha sido víctima de un abuso. No tiene de qué avergonzarse.

Eve bajó sus largas pestañas negras en un lento aleteo. Era la primera vez que hablaba de aquella noche… no la primera vez que la revivía, pero sí la primera vez que no lo hacía sola. No imaginaba que la herida aún siguiera abierta. Tampoco imaginaba lo balsámica y curativa que podía resultar la compasión incondicional de otra persona.

—Julia. —Eve subió las pestañas de nuevo, descubriendo unos ojos que seguían secos—. ¿De veras crees que quien sufre abusos no tiene motivos para avergonzarse?

Ante aquella pregunta, Julia solo podía responder negando con la cabeza. Ella también había sufrido abusos. No tan horrendos como en el caso de Eve, pero sabía que el sentimiento de vergüenza podía atenazar a uno durante años y años.

—No sé qué fue lo que la frenó para no acabar utilizando el cuchillo, o la historia.

—El instinto de supervivencia —se limitó a responder Eve—. En aquel momento de mi vida no quería que se supiera más de lo que Tony hizo público. Por otro lado, estaba Travers. Fui a verla unas semanas después del divorcio, tras descubrir varios rollos de película que Tony tenía escondidos. No solo de él y de mí en varios asaltos sexuales, sino de él con otros hombres y de él con un par de chicas jovencísimas. Aquellas cintas hicieron que me diera cuenta de que mi matrimonio había sido algo enfermizo de principio a fin. Supongo que fui a verla porque necesitaba comprobar que alguien más había caído en sus redes. Travers vivía sola en un pequeño apartamento del centro de la ciudad. El dinero que Tony estaba obligado a pasarle cada mes apenas le alcanzaba para pagar el alquiler después de cubrir sus otros gastos. Dichos gastos no eran otros que los del centro en el que estaba internado su hijo.

—¿Su hijo?

—El hijo que Tony se empeñaba en hacer creer al mundo que estaba muerto. Se llama Tommy y padece un grave retraso mental, una imperfección que Tony siempre se ha negado a aceptar. Prefiere darlo por muerto.

—¿Todos estos años? —Julia experimentó un acceso de cólera insólito en ella que la hizo levantarse de un respingo del asiento y acercarse a una de las ventanas desde donde poder respirar un aire más limpio—. ¿Le dio la espalda a su hijo y así ha seguido todos estos años?

—No es el primero ni será el último, ¿verdad?

Julia se volvió. Reconoció la compasión y comprensión en las palabras de Eve y automáticamente se acercó a ella.

—En mi caso la elección también fue mía, y yo no estaba casada con el padre de Brandon. En cambio, Travers sí que lo estaba con el de Tommy.

—Sí, lo estaba… y Tony ya tenía dos hijos sanísimos y mimadísimos, fruto de su primer matrimonio. En su caso, eligió no reconocer a un hijo con taras.

—Debería haberle rebanado los huevos.

—Bueno… —Eve sonrió de nuevo, contenta de ver aflorar ira en lugar de tristeza en su interlocutora—. No lo hice en su día y no creo que se me presenten más oportunidades de hacerlo, al menos literalmente.

—Háblame del hijo de Travers.

—Tommy tiene casi cuarenta años. Padece incontinencia y no puede vestirse ni comer solo. Los médicos no esperaban que llegara a la edad adulta, pero lo suyo es una enfermedad mental, no física.

—¿Cómo pudo decir Travers que su hijo estaba muerto?

—No la juzgues, Julia. —La voz de Eve se había suavizado—. Travers lo pasó muy mal. Aceptó las exigencias de Tony porque tenía miedo de lo que pudiera hacerle al niño, y porque se culpa a sí misma de la enfermedad de Tommy. Está convencida de que las prácticas sexuales, digamos, malsanas que llevaron a la concepción del chico son la causa de su retraso. Por supuesto que eso son tonterías, pero ella lo cree así. Quizá necesite creerlo. En cualquier caso, no quiso aceptar lo que para ella eran limosnas, pero accedió a trabajar para mí. Lleva más de tres décadas a mi servicio, y nunca he revelado su secreto.

No, pensó Julia, no la juzgaba. Entendía perfectamente las decisiones que se veía obligada a tomar una mujer sola.

—¿Ha guardado el secreto hasta ahora?

—Hasta ahora.

—¿Y por qué quiere hacerlo público?

Eve se recostó en su asiento.

—Tony no puede hacerle nada al chico, ni a Travers. De eso ya me he encargado yo. Mi matrimonio con él forma parte de mi vida, y estoy decidida a dar a conocer dicha vida… sin mentiras.

—Si él llega a enterarse de lo que me ha contado, de la posibilidad de que dicha historia sea publicada, intentará impedirlo.

—Hace siglos que dejé de tener miedo a Tony.

—¿Podría ser violento?

Eve movió los hombros.

—Todo el mundo puede serlo en un momento dado.

Sin decir nada, Julia cogió su maletín y sacó los dos anónimos para pasárselos a Eve. Al leerlos, esta palideció levemente. Luego alzó la vista, con la mirada ensombrecida.

—¿De dónde los has sacado?

—Uno lo dejaron en la entrada principal de la casa de invitados. El otro me lo metieron anoche en el bolso sin que me diera cuenta.

—Me ocuparé de ello —dijo Eve, metiéndose las notas en el bolsillo del albornoz—. Si recibes alguno más, dámelo.

Julia negó con la cabeza lentamente.

—No me sirve. Esas notas iban dirigidas a mí, Eve, así que tengo derecho a que me dé algunas respuestas concretas. ¿Debo tomármelas como amenazas?

—Yo me las tomaría más bien como advertencias patéticas hechas por un cobarde.

—¿Quién podría haber dejado la de la puerta de la casa?

—Eso es algo que tengo la firme intención de averiguar.

—Está bien. —A Julia le infundió respeto el tono de voz de Eve, así como el brillo de sus ojos—. Dígame una cosa. ¿Hay alguien más aparte de Anthony Kincade a quien esta biografía pudiera molestar lo bastante para escribir estas notas?

Eve sonrió ante la pregunta.

—Ya lo creo, mi querida Julia.