El puesto de la esquina de Denny’s distaba mucho de ser un establecimiento de postín donde desayunar, pero al menos Drake tenía la seguridad de que no se encontraría con nadie que conociera, es decir, nadie que le importara. Cuando iba por la segunda taza de café, pidió un plato de tortitas con jamón y huevos. El nerviosismo le daba por comer.
Delrickio se retrasaba.
Drake endulzó el café con tres sobres de azúcar y se miró el Rolex por tercera vez en cinco minutos, procurando no transpirar.
Si hubiera osado arriesgarse a levantarse de la mesa, habría ido directo al baño de caballeros para mirarse el cabello en el espejo. Se lo habría atusado con la mano con sumo cuidado para asegurarse de que cada mechón estaba en su sitio. Pasó los dedos por el nudo de la corbata de seda para comprobar que no se había aflojado ni un milímetro y se limpió con meticulosidad las mangas de la americana Uomo. Los gemelos chapados en oro emitieron un destello sobre el lino marfil recién planchado de la camisa bordaba con sus iniciales.
La imagen lo era todo. En su reunión con Delrickio necesitaba dar un aspecto de distinción, serenidad y seguridad en sí mismo. En su fuero interno, era un niño al que le temblaban las piernas de camino al sótano.
Por muy duras que hubieran sido aquellas palizas, no eran nada comparadas con lo que le ocurriría si aquella reunión no salía bien. Al menos seguía vivo cuando su madre acababa con él. El credo de su madre se basaba en el principio de que la letra con sangre entra, principio que llevaba a la práctica con un fervor religioso que se reflejaba en sus ojos vidriosos.
El credo de Delrickio se basaba más bien en el principio de que el negocio es el negocio, y si lo creía conveniente despellejaría a Drake con la destreza con la que cualquier otro se cortaría las uñas.
Drake estaba mirando la hora en su reloj por cuarta vez cuando Delrickio llegó.
—Bebes demasiado café —dijo Delrickio sonriente mientras se sentaba—. No es bueno para la salud.
Michael Delrickio tenía casi sesenta años y se tomaba tan en serio el nivel de colesterol como el negocio que había heredado de su padre. En consecuencia, era tan rico como robusto. Su tez cetrina se veía sometida a limpiezas de cutis semanales y resaltaba de manera espectacular con su cabello gris acero y su exuberante bigote. Tenía las manos suaves, con unos dedos largos y afilados de violinista. La única joya que llevaba era un anillo de boda de oro. Tenía un rostro fino y estético, marcado tan solo por alguna que otra arruga, y unos ojos de un marrón intenso que sonreían con indulgencia frente a sus nietos, lloraban con una conmovedora aria y se mantenían absolutamente inexpresivos cuando ordenaba liquidar a alguien.
En su negocio Delrickio rara vez dejaba ver sus emociones. Tenía aprecio a Drake, de una forma paternal y amistosa, aunque lo consideraba un idiota. Y era por aquel aprecio que le tenía por lo que Delrickio había decidido reunirse con Drake personalmente en lugar de enviar a alguien menos exigente a hacerle una cara nueva.
Delrickio hizo señas a una camarera. A pesar de que el restaurante estaba abarrotado y el bullicio del llanto de los niños y de los cubiertos lo invadía todo, lo atendieron de inmediato. Se veía envuelto en un halo de poder tan impecable como su traje italiano.
—Un zumo de pomelo —ordenó con su leve acento de Boston—, un cuenco de bolas de melón bien frías y una tostada de trigo integral, sin mantequilla. ¿Qué? —añadió, dirigiéndose a Drake cuando la camarera se retiró—. ¿Estás bien?
—Sí —respondió Drake, notando las axilas empapadas de sudor—. ¿Y usted?
—Sano como un roble. —Delrickio se reclinó en el asiento y se dio unas palmaditas en el vientre plano—. Mi María sigue haciendo los mejores lingüini del estado, pero ahora como menos, para almorzar tomo solo una ensalada y voy al gimnasio tres veces al día. Tengo el colesterol en ciento setenta.
—Eso es estupendo, señor Delrickio.
—Solo tenemos un cuerpo.
Drake no quería que su único cuerpo acabara trinchado como un pavo.
—¿Cómo está su familia?
—Fenomenal —contestó Delrickio sonriente, como siempre que se refería a su amada progenie—. Angelina me dio otro nieto la semana pasada. Con este ya tengo catorce —dijo, con los ojos llorosos—. Es lo que hace inmortal a un hombre. Deberías casarte con una buena chica y tener hijos. Eso centraría tu vida, Drake. —Delrickio se inclinó hacia delante con el semblante serio y preocupado, cual padre a punto de dar un sabio consejo—. Está bien tirarse a mujeres hermosas. Un hombre es un hombre, al fin y al cabo. Pero como la familia no hay nada.
Drake logró esbozar una sonrisa mientras se llevaba la taza a los labios.
—Aún no he encontrado a la mujer de mi vida.
—Cuando dejes de pensar con la polla y pienses con el corazón la encontrarás. —Delrickio soltó un suspiro cuando le sirvieron el desayuno antes de echar un vistazo al de Drake y arquear una ceja al calcular los gramos de grasa—. Bueno… —Drake puso casi una mueca de dolor mientras cubría las tortitas con sirope—. ¿Estás en condiciones de saldar tu deuda?
Drake se atragantó con el bocado de jamón que acababa de meterse en la boca. Mientras hacía lo posible por pasarlo, sintió que un hilillo de sudor le caía por el costado.
—Como sabrá, he pasado un pequeño bache y en estos momentos sufro un problema de liquidez. —Drake untó las tortitas con un poco más de sirope mientras Delrickio comía su fruta con aire de gravedad—. Podría darle el diez por ciento, como muestra de buena voluntad.
—El diez por ciento —repitió Delrickio, frunciendo la boca al tiempo que untaba la tostada con un poco de mermelada de fresa—. ¿Y el otro noventa por ciento?
Noventa mil. Aquellas dos palabras retumbaron cual martillazos en la cabeza de Drake.
—En cuanto salga de esta. Lo único que necesito es un golpe de suerte.
Delrickio se limpió la boca con la servilleta.
—Eso fue lo que dijiste la última vez.
—Me hago cargo. Pero en esta ocasión…
Delrickio solo tuvo que alzar una mano para interrumpir las apresuradas explicaciones de Drake.
—Te tengo cariño, Drake, por eso te diré que las apuestas son un juego de tontos. En mi caso, forman parte de mi negocio, pero me molesta ver cómo pones en peligro tu… salud por culpa de las quinielas.
—Con el Super Bowl me recuperaré. —Drake comenzó a comer rápido, tratando de llenar el vacío fruto del temor que tenía en el estómago—. Solo necesito una semana.
—¿Y si pierdes?
—No perderé —respondió con una sonrisa de desesperación mientras un reguero de sudor le recorría la espalda.
Delrickio siguió comiendo. Un trozo de melón, un bocado de tostada, un sorbo de zumo. En la mesa que tenían al lado una mujer acomodó a un niño en una silla alta. Delrickio guiñó el ojo al pequeño antes de iniciar una nueva ronda de melón, tostada y zumo. Drake sintió que los huevos se le cuajaban en el estómago.
—¿Tu tía está bien?
—¿Eve? —Drake se humedeció los labios. Sabía que Delrickio y su tía habían tenido una breve y apasionada aventura, algo de lo que solo unos pocos tenían conocimiento. Drake nunca había estado seguro de sí podría contar con aquel hecho a su favor—. Sí, está bien.
—He oído que ha decidido publicar sus memorias.
—Así es. —Aunque su estómago se quejó, Drake tomó otro sorbo de café—. Ha hecho venir a una escritora de la costa este para que escriba su biografía oficial.
—Una joven.
—Julia Summers. Parece competente.
—¿Y qué parte de su vida piensa hacer pública tu tía?
Drake sintió cierto alivio con el cambio de tema de la conversación y procedió a untarse una dosis generosa de mantequilla en un trozo de tostada.
—Con Eve nunca se sabe. Depende del día que tenga.
—Ya lo averiguarás.
El tono de voz de Delrickio frenó en seco la mano de Drake, que quedó suspendida con el cuchillo en el aire.
—Conmigo no habla de esas cosas.
—Ya lo averiguarás —repitió Delrickio—. Y tendrás una semana de plazo. Favor por favor —dijo Delrickio, sonriendo—. Así son las cosas entre amigos. Y entre parientes.
Zambullirse en la piscina le hizo sentirse joven. Tras pasar la noche con Victor, estaba radiante como una chiquilla. Se había despertado más tarde que de costumbre, y con un dolor de cabeza atroz. Pero con ayuda de la medicación, y del agua clara y refrescante en la que ahora se bañaba, el dolor le resultaba soportable.
Nadaba avanzando con lentitud y método, disfrutando del placer de notar brazos y piernas moviéndose con precisión. El uso del cuerpo era una de esas pequeñas cosas que Eve había aprendido a apreciar.
Lo de la noche anterior, sin embargo, no pertenecía al ámbito de las pequeñas cosas, pensó mientras pasaba a nadar de costado. Con Victor el sexo siempre resultaba increíble, ya fuera tierno o apasionado, lento o frenético. A lo largo de los años habían hecho el amor de todas las maneras habidas y por haber. La noche anterior había sido hermoso. Tras la pasión inicial, se habían quedado dormidos fundidos en un abrazo, como dos viejos caballos entrelazados en mitad de un campo de batalla, para despertar sintiéndolo de nuevo dentro de ella. De todos los hombres que había conocido, de todos los amantes que había tenido, no había otro como Victor, pues de todos ellos él era el único que había conquistado realmente su corazón.
Había habido un tiempo, hacía ya muchos años, en que lo que sentía por él le había hecho desesperar, en que rabiaba y maldecía el destino por impedir que pudieran estar juntos. Pero aquel tiempo había pasado y ahora daba las gracias por cada hora que compartían.
Eve salió de la piscina y tembló de frío al notar el azote del aire fresco en su piel mojada antes de enfundarse un largo albornoz rojo. Como si esperara su entrada en aquel preciso instante, Travers apareció diligente con la bandeja del desayuno y un bote de crema hidratante.
—¿Nina la ha llamado? —preguntó Eve. Travers aspiró aire con fuerza, haciendo un ruido similar al del vapor de una tetera.
—Está de camino.
—Bien. —Eve cogió el bote de crema y lo agitó con aire despreocupado mientras observaba a su ama de llaves—. Podrías disimular un poco tu desaprobación.
—Pienso lo que pienso.
—Y sabes lo que sabes —añadió Eve, esbozando una sonrisa—. ¿Por qué culparla a ella?
Travers se puso a servir el desayuno en la mesa de un blanco brillante.
—Lo mejor sería mandarla a su casa y olvidarlo todo. Esto no puede traer más que problemas. Nadie te dará las gracias por ello.
Eve extendió la crema sobre su rostro con dedos expertos.
—La necesito —se limitó a decir—. No puedo hacerlo yo sola.
Través apretó los labios.
—Llevas toda tu vida haciendo lo que te ha venido en gana. Pero con esto te equivocas.
Eve tomó asiento y se llevó una frambuesa a la boca.
—Espero que no. Eso es todo.
Travers regresó a la casa pisando fuerte. Con una sonrisa aún en los labios, Eve se puso las gafas de sol y se dispuso a esperar a Julia. No hubo de esperar mucho. Desde detrás de las lentes oscuras la vio aparecer vestida con un calzado cómodo, unos pantalones de sport ajustados de color azul real y una blusa de rayas recién planchada y se formó una opinión al respecto. A juzgar tanto por su indumentaria como por su lenguaje corporal, Eve la vio un poco más relajada pero aún con sus reservas.
Se preguntó si llegaría algún día a mostrar cierta confianza.
—Espero que no te importe que hablemos aquí fuera —dijo Eve, invitándole con un ademán a sentarse en una silla con cojín que tenía al lado.
—En absoluto. —Cuántos habrían visto aquel rostro famoso limpio de maquillaje, se preguntó Julia. Y cuántos sabrían que su belleza residía en su cutis y sus facciones, no en el artificio—. Donde esté usted más relajada me va bien.
—Lo mismo digo. —Eve sirvió el zumo y arqueó una ceja al ver que Julia no quiso que le añadiera champán—. ¿Nunca… te relajas? —inquirió.
—Claro que sí. Pero no cuando trabajo. Eve probó su mimosa con aire pensativo y al ver que era de su agrado le dio otro sorbo.
—¿Y qué haces? Para relajarse, me refiero.
—Pues, me… me… —tartamudeó Julia, desarmada.
—Te pillé —dijo Eve, soltando una risa jovial—. Déjame que te describa. Eres una mujer de una juventud envidiable y preciosa. Una madre abnegada cuyo hijo es el centro de tu vida, y estás decidida a criarlo como es debido. Tu trabajo viene después, aunque lo abordas con excesiva seriedad. El protocolo, la corrección y el decoro son tus pautas de conducta, en especial teniendo en cuenta la mujer dura y apasionada que se esconde bajo todo ese control. La ambición es para ti un vicio secreto del que casi te avergüenzas. Los hombres ocupan un puesto muy bajo en tu lista de prioridades, por debajo, diría yo, de tener que doblar los calcetines de Brandon.
Julia necesitó toda su voluntad para no alterar el semblante, pero no pudo evitar que un fogonazo encendiera su mirada.
—Hace que parezca muy aburrida.
—Admirable —rectificó Eve antes de hundir la mano de nuevo en el cuenco de frambuesas—. Aunque ambos adjetivos son sinónimos a veces. Lo cierto es que confiaba en incomodarte, en quebrantar esa calma tuya impenetrable.
—¿Por qué?
—Me gustaría saber que estoy abriendo mi corazón a un ser humano. —Eve arrancó el extremo de un cruasán encogiéndose de hombros—. A juzgar por las palabras que cruzaste con Paul la otra noche durante la cena, veo que tienes carácter. Admiro la gente con carácter.
—No es algo que todos podamos sacar cuando nos place. —Sin embargo, su mirada dejaba ver lo contrario—. Soy humana, señorita Benedict.
—Eve.
—Soy humana, Eve, lo bastante humana para cabrearme cuando me manipulan. —Julia abrió su maletín para sacar la libreta y la grabadora—. ¿Lo envió usted ayer a verme?
—¿A quién? —preguntó Eve con una sonrisa burlona.
—A Paul Winthrop.
—No. —Julia vio aflorar en el rostro de su interlocutora una expresión de sorpresa e interés, pero se recordó a sí misma que no dejaba de hallarse frente a una actriz—. ¿Paul te hizo una visita?
—Así es. Parece preocupado por el libro, y por lo que yo escriba.
—Siempre ha sido muy protector conmigo. —Últimamente el apetito le fluctuaba. Eve se saltó el resto del desayuno y se dispuso a fumar un cigarrillo—. Y yo diría que siente curiosidad por ti.
—Dudo que sea personal.
—Pues no lo dudes. —Eve se echó a reír de nuevo, pero esta vez una idea comenzaba a fraguarse en su mente—. Mira, querida, la mayoría de las mujeres babean a los cinco minutos de estar hablando con él. Está mal acostumbrado. Con su físico, su atractivo y ese halo que irradia de puro sexo, cuesta esperar otra cosa de él. Lo sé —añadió, dando una calada—, por eso me enamoré de su padre.
—Háblame de ello —sugirió Julia, aprovechando la oportunidad al tiempo que ponía en marcha la grabadora—. Háblame de Rory Winthrop.
—Ah, Rory… el rostro de un ángel caído, con alma de poeta, cuerpo de dios y mente de doberman en busca de una perra en celo. —Eve volvió a reír, pero no con malicia, sino con una jovialidad madura—. Siempre he pensado que fue una lástima que no lográramos sacar adelante lo nuestro. El muy cabrón me gustaba. El único problema de Rory era que cuando tenía una erección se creía en el deber de no desperdiciar la ocasión. Se lo hacía con criadas francesas, cocineras irlandesas, actrices de primera línea y barbies vestidas de lentejuelas. Si se le empinaba con una sola mirada, Rory se sentía obligado como hombre a meterla donde fuera. —Eve sonrió abiertamente mientras rellenaba su copa con zumo y champán—. Yo podría haber tolerado la infidelidad, pues no había nada personal en ello. Pero Rory cayó en el error de pensar que tenía que mentir. Yo no podía seguir estando casada con un hombre que me creía lo bastante idiota para tragarme sus lamentables mentiras.
—¿Su infidelidad no le molestaba?
—Yo no he dicho eso. El divorcio es un modo demasiado aséptico y poco imaginativo para hacer pagar a un hombre sus líos de faldas. Soy partidaria de la venganza, Julia —sentenció Eve, saboreando la palabra con el mismo placer con el que saboreaba el gusto del champán—. Si me hubiera preocupado más de Rory, y menos de Paul, digamos que las cosas habrían acabado de una forma más explosiva.
Julia sintió de nuevo aquel fogonazo de comprensión. También ella se había preocupado demasiado de su hijo como para destruir a su padre.
—Y aunque su relación con Rory hace años que terminó, sigue manteniendo una estrecha relación con su hijo.
—Amo a Paul. Es lo más cerca que he estado de tener un hijo propio. —Eve hizo un ademán para ahuyentar aquel sentimiento, pero encendió un cigarrillo en cuanto apagó el que estaba fumando. Cuánto le había costado expresar aquella afirmación—. No es que representara la típica figura maternal —dijo con una sonrisa poco convincente—. Pero quería mimar a aquel niño. Yo pasaba de los cuarenta, la edad en la que una mujer sabe que su reloj biológico está a punto de pararse. Y ahí tenía a aquel niño tan guapo y listo, de la misma edad que tu Brandon. —Eve tomó otro sorbo de su copa, dándose tiempo así para poder controlar sus emociones—. Paul era la única esperanza que tenía para dar cuerda a mi reloj.
—¿Y la madre de Paul?
—¿Marión Herat? Era una actriz sensacional… y un poco esnob cuando llegó a Hollywood. A fin de cuentas, venía del teatro. Rory y ella tenían al crío dando tumbos entre Nueva York y Los Ángeles. Marión sentía una especie de cariño distante por Paul, como si fuera una mascota que hubiera comprado en un arrebato y se viera obligada a darle de comer y sacarlo a pasear.
—Eso es horrible.
Era la primera vez que Eve oía la voz de Julia transmitir una emoción verdadera, emoción que reflejaba la expresión de su mirada encendida.
—Hay muchas mujeres maravillosas en la misma situación. A ti no te cabe en la cabeza… por Brandon —añadió Eve—. Pero créeme, no todas las mujeres tienen instinto maternal. No es que lo trataran mal. A ninguno de los dos se le habría ocurrido nunca hacer daño al niño. Tampoco es que lo tuvieran desatendido. Paul simplemente era objeto de un benévolo desinterés.
—Eso debe de haberle afectado —musitó Julia.
—Uno no siempre echa de menos lo que no conoce. —Eve observó que Julia había dejado de tomar notas para escucharla, escucharla sin más—. Cuando conocí a Paul, era un niño inteligente que se sabía valer muy bien por sí mismo. Yo no podía entrar en su vida así como así y hacerle de mamá, ni siquiera aunque hubiera sabido cómo hacerlo. Pero podía prestarle atención, y disfrutar de él. Lo cierto es que muchas veces pienso que me casé con Rory porque estaba locamente enamorada de su hijo.
Eve se recostó en su asiento, deleitándose con aquel recuerdo.
—Yo conocía a Rory desde hacía ya un tiempo, claro está. Nos movíamos en los mismos círculos. Había una atracción, una chispa, pero nunca habíamos encontrado nuestro momento. Cuando yo estaba libre, él estaba con alguien, y viceversa. Y entonces hicimos una película juntos.
—Objeto de deseo.
—Sí, una comedia romántica, de las buenas. Fue una de mis mejores experiencias, con un guión agudo e ingenioso, un director creativo, un vestuario elegante y un actor que sabía cómo hacer saltar chispas entre un hombre y una mujer. Al cabo de dos semanas de rodaje las chispas saltaron entre nosotros en la vida real.
Con una leve borrachera, y una gran dosis de imprudencia, Eve entró por su propio pie en la casa de Rory situada en la costa de Malibú. Después de rodar hasta tarde, se habían refugiado en una cafetería cochambrosa para beber cerveza y atiborrarse de comida grasienta. Rory no había dejado de meter monedas en la máquina de discos para que sus risas y las bromas sexuales que se dirigían mutuamente se vieran acompañadas por la música de los Beach Boys.
Por aquel entonces la era hippy comenzaba a florecer en California. La mayoría del resto de los comensales eran estudiantes adolescentes y universitarios con largas melenas que les caían por detrás de las camisetas teñidas a mano que llevaban.
Una joven colocada de hierba colgó del cuello de Rory un collar del amor cuando él echó dos dólares en monedas en la máquina.
Ambos eran estrellas de cine consagradas, pero pasaron inadvertidas. Los chicos que frecuentaban aquella cafetería no gastaban su dinero en películas protagonizadas por Eve Benedict y Rory Winthrop. Lo gastaban en conciertos, drogas e incienso. Woodstock estaba a solo tres años y cinco mil kilómetros de distancia.
A Eve y Rory no les interesaba demasiado la guerra de Vietnam o la música de sitar. Abandonaron el establecimiento para dirigirse con gran estruendo a las playas de Malibú en el Mercedes descapotable de Rory, animados por la cerveza y por lo que estaba por venir. Eve había elegido aquella noche y no otra a sabiendas. Al día siguiente no tenían rodaje, así que no tendría por qué preocuparse de las ojeras. Puede que quisiera una noche de sexo, pero por encima de todo era una estrella de cine.
Tener a Rory de amante fue para Eve una decisión meditada. En su vida había vacíos, vacíos que sabía que nunca más volverían a llenarse. Pero podía taparlos, por lo menos durante un tiempo.
Con el cabello alborotado por el viento y los zapatos olvidados en el suelo del coche, Eve recorrió el salón con paso presuroso, reparando en los techos altos de madera brillante, en las paredes de cristal y en el rumor de las olas. Aquí, pensó, sentándose en la alfombra que había frente a la enorme chimenea de piedra. Aquí y ahora.
Eve alzó la vista y sonrió a Rory. A la luz de las velas su rostro iluminado parecía una visión irreal, con aquella tez bronceada, aquel cabello caoba, aquellos ojos azul zafiro. Eve ya había probado su boca, mientras los técnicos pululaban a su alrededor. La deseaba, y a él también, sin un guión ni un director por medio.
Deseaba una sesión de sexo desenfrenado y peligroso que le ayudara a olvidar durante unas horas lo que tendría que soportar el resto de su vida.
Rory se arrodilló a su lado.
—¿Sabes cuánto tiempo llevo esperando este momento?
No había nada más poderoso que una mujer a punto de entregarse a un hombre, y Eve lo sabía.
—No.
Rory apresó los cabellos de ella en su mano.
—¿Hace cuánto que nos conocemos?
—Cinco o seis años.
—Pues todo ese tiempo —dijo Rory antes de agachar la cabeza para mordisquearle el labio—. El problema es que he estado mucho tiempo en Londres cuando podría haber estado aquí, haciéndote el amor.
Era parte de su encanto, hacer creer a una mujer que solo pensaba en ella. De hecho, fuera cual fuese la mujer con quien estuviera en aquel momento, la fantasía era de lo más real.
Eve le acarició el rostro con ambas manos, fascinada con la combinación de arrugas, hoyos y planos que daban forma a aquella asombrosa belleza varonil. Físicamente, Rory Winthrop era perfecto. Y aquella noche, por lo menos, le pertenecía.
—Pues hazme tuya ahora.
Eve acompañó la invitación con una risa grave mientras le sacaba la camisa por la cabeza. A la luz de las velas sus ojos brillaban de avidez y emoción.
Rory notó que lo que ella deseaba no era un baile, sino una carrera. Aunque habría preferido tomarse su tiempo para que aquella primera vez fuera más romántica, Rory siempre estaba dispuesto a complacer a una mujer, lo que también formaba parte de su encanto… y de su debilidad.
Le quitó la ropa poco a poco, disfrutando con el dolor placentero que le producían los arañazos de Eve en la espalda. El cuerpo de una mujer siempre le excitaba, ya fuera delgado o rollizo, joven o maduro. Saboreó la carne de Eve palmo a palmo, hundiéndose en sus curvas exuberantes, seducido por los aromas y las texturas, y se deshizo en gemidos cuando ella le abrió los pantalones de golpe para encontrar su miembro duro y preparado.
No fue todo lo rápido que ella esperaba, pues le dio tiempo a pensar. Oyó el rumor de las olas al romper en la orilla, el latido de su corazón y sus jadeos entrecortados. Ansiaba el vacío del sexo donde no había nada, nada más que sensibilidad. Presa de la desesperación, rodó sobre Rory con un cuerpo ágil y peligroso cual látigo. Él tenía que hacerle olvidar. No quería recordar el tacto de otras manos en su cuerpo, ni el sabor de otros besos en su boca, ni el olor de otra piel.
La evasión sería su medio de supervivencia, y se había prometido que Rory Winthrop encarnaría aquella evasión.
La luz de las velas danzaba sobre su piel al arquear su cuerpo sobre él. Sus cabellos cayeron hacia atrás en una cascada de azabache. Al sentir a Rory en su interior, Eve dejó escapar un grito que solo podía ser una plegaria. Lo montó con fuerza hasta que al final, por fin, encontró el escape que buscaba en el olvido.
Agotada por el esfuerzo, se dejó caer como un peso blando sobre Rory. Al notar el corazón de él latiendo con fuerza contra el suyo sonrió agradecida. Si podía entregarse a aquel hombre y descubrir de nuevo el placer y la pasión con él, sus heridas se cerrarían y volvería a sentirse plena.
—¿Aún estamos vivos? —musitó Rory.
—Eso creo.
—Bien.
Rory encontró la energía necesaria para recorrer la espalda de ella con sus manos y masajear lentamente sus nalgas.
—Menuda cabalgada, Evie.
Ella sonrió. Nunca le habían llamado Evie, pero le gustó cómo sonó con aquella voz de actor de teatro propia de Rory. Eve levantó la cabeza y lo miró. Rory tenía los ojos cerrados y lucía una sonrisa bobalicona de satisfacción total. Aquella imagen la hizo reír, y lo besó, agradecida una vez más.
—¿Vamos a por el segundo asalto?
Rory abrió los ojos poco a poco. Eve vio en ellos deseo y cariño. Hasta aquel momento no se había dado cuenta de lo mucho que anhelaba ambas cosas. Quiéreme, quiéreme solo a mí, pensó Eve, y haré lo que haga falta para quererte.
—¿Sabes qué? Arriba tengo una cama de matrimonio fantástica y un jacuzzi enorme en la terraza. ¿Qué te parece si hacemos uso de ambos?
Así lo hicieron, chapoteando primero en el agua envuelta en vapor para romper después las sábanas de satén. Como niños movidos por la avidez, se saciaron el uno con el otro hasta que sus cuerpos imploraron descanso.
Fue una avidez distinta la que despertó a Eve pasado el mediodía. Junto a ella yacía Rory, que dormía a pierna suelta en la cama enorme con la cara boca abajo como si estuviera medio muerto. Al calor de los rescoldos de la noche anterior, Eve le dio un beso rápido en el hombro y se levantó para ducharse.
En el armario de Rory había toda suerte de saltos de cama, que tanto podría haberlos comprado él para comodidad de sus invitadas como habérselos dejado allí olvidados sus otras amantes. Eve escogió uno de seda azul que le pareció indicado para su estado de ánimo y comenzó a bajar la escalera con la idea de preparar para ambos un desayuno ligero que pudieran comer en la cama.
Eve siguió el rumor de un televisor hasta la cocina. Una criada, pensó. Mejor aún. Así podría pedirle que preparara el desayuno. Mientras tarareaba, sacó el paquete de tabaco que había metido en el bolsillo del salto de cama.
Lo último que esperaba ver frente a la encimera de la cocina era a un niño. Desde la vista lateral que tenía de él apostada en el umbral de la puerta pudo apreciar el gran parecido del pequeño con su padre. El mismo cabello oscuro y abundante, los labios carnosos, los ojos azul intenso. Mientras el niño untaba una rebanada de pan con mantequilla de cacahuete con sumo cuidado, como si se tratara casi de un ritual, la imagen de la televisión, situada al otro lado de la cocina, pasó de los anuncios a los dibujos animados. Bugs Bunny salió de repente de su madriguera royendo una zanahoria con aire burlón.
Antes de que Eve tuviera tiempo de decidir si entrar o retirarse con sigilo, el muchacho levantó la cabeza, como un lobezno alertado por el olor del aire. Cuando su mirada se cruzó con la de ella, dejó de embadurnar el pan y se detuvo a observarla.
En su día Eve había sido objeto de las miradas escrutadoras de una infinidad de hombres, sin embargo, se quedó estupefacta ante aquellos ojos de adulto que la examinaban con una expresión tan penetrante como desconcertante. Más tarde se lo tomaría a broma, pero en aquel momento sintió como si el pequeño hubiera logrado traspasar su imagen externa hasta llegar a Betty Berenski, aquella muchacha ambiciosa y soñadora que había llegado a convertirse en Eve Benedict.
—Hola —dijo el pequeño con un eco aniñado de la voz educada de su padre—. Soy Paul.
—Hola —saludó Eve, sintiendo el impulso absurdo de arreglarse el pelo y alisarse la bata—. Yo soy Eve.
—Ya lo sé. He visto películas tuyas.
Eve se quedó cortada. Paul la miró como si le resultara tan graciosa casi como Bugs burlándose de Elmer Gruñón. Por la mueca de cinismo que vio en su rostro, Eve intuyó que sabía lo que había ocurrido en el dormitorio de su padre.
—¿Has dormido bien?
Habrase visto el mocoso este, pensó Eve al tiempo que su vergüenza se tornaba diversión.
—Muy bien, gracias —respondió, antes de entrar en la cocina como una reina en un salón—. No sabía que el hijo de Rory viviera con él.
—Solo a veces. —Paul cogió un bote de mermelada y comenzó a untar otra rebanada de pan—. No me gustaba el colé donde estaba, así que mis padres decidieron que pasara uno o dos años en California. —Dicho esto, juntó las dos rebanadas de pan, haciendo coincidir los bordes—. Estaba empezando a volver loca a mi madre.
—¿En serio?
—Ya lo creo. —Paul se volvió hacia la nevera y sacó una botella grande de Pepsi—. Se me da bastante bien. Para el verano ya habré vuelto loco a mi padre, así que volveré a Londres. Me encanta volar.
—¿Ah, sí? —Eve observó fascinada cómo Paul se subía a la mesa de cristal de la cocina—. ¿Te importa que me haga un sándwich?
—Para nada. Así que estás rodando una película con mi padre —comentó con toda naturalidad, como si le pareciera normal encontrarse con la pareja de su padre en la pantalla un sábado por la tarde en la cocina de su casa con un salto de cama prestado.
—Así es. ¿Te gusta el cine?
—Me gustan algunas películas. He visto una peli tuya en la tele en la que hacías de una cantante de bar y todos los hombres se mataban por ti. —Paul hizo una pausa para dar un bocado al sándwich—. Tienes una voz muy agradable.
—Gracias —dijo Eve, mirando por encima del hombro para asegurarse de que estaba conversando con un niño—. ¿Y tú quieres ser actor?
Una risa espontánea iluminó sus ojos al tiempo que daba otro bocado.
—No. Si me dedicara al cine, sería director. Eso de decirle a la gente lo que tiene que hacer creo que me llenaría.
Eve decidió descartar la opción de preparar café y cogió otro refresco de la nevera para sentarse a la mesa con Paul. La idea inicial de subir un tentempié a Rory y entregarse a una refriega de tarde quedó olvidada.
—¿Cuántos años tienes?
—Diez. ¿Y tú?
—Unos cuantos más.
El sabor de la mantequilla de cacahuete con la mermelada despertó los sentidos de Eve con un recuerdo fugaz. Un mes antes de conocer a Charlie Gray, se alimentaba de sándwiches de mantequilla de cacahuete con mermelada y sopa de lata.
—¿Qué es lo que más te gusta de California?
—El sol. En Londres llueve mucho.
—Eso tengo entendido.
—¿Siempre has vivido aquí?
—No, aunque a veces tengo esa sensación —respondió Eve antes de dar un sorbo largo a la Pepsi—. Y dime, Paul, ¿qué es lo que no te gustaba de tu colegio?
—Los uniformes —contestó Paul al instante—. Odio los uniformes. Es como si quisieran que todos seamos iguales para que pensemos igual.
Eve tuvo que dejar la Pepsi en la mesa porque estuvo a punto de ahogarse con la bebida.
—¿Seguro que tienes diez años?
Paul se comió lo que le quedaba del sándwich con un gesto de resignación.
—Casi. Es que soy un niño precoz —le dijo Paul con tal seriedad que Eve tuvo que contener una risita—. Y hago demasiadas preguntas.
Bajo aquel barniz de sabelotodo, se intuía el tono conmovedor de un niño que se sentía solo. Como un pez fuera del agua, pensó Eve, que tuvo el impulso de alborotarle el pelo. Sabía perfectamente cómo se sentía.
—La gente dice que uno hace demasiadas preguntas solo cuando no conoce las respuestas.
Paul le dedicó otra larga mirada escrutadora clavándole aquellos ojos de adulto. Luego sonrió y se convirtió casi en un niño de diez años al que le faltaba un diente.
—Ya lo sé. Y se vuelven locos cuando no paras de hacerles preguntas.
Esta vez Eve no pudo resistirse a alborotarle el pelo. Aquella sonrisa suya la había cautivado.
—Llegarás lejos, chico. Pero por ahora, ¿qué te parece si vamos a dar un paseo por la playa?
Paul se quedó mirándola durante medio minuto largo. Eve habría apostado su último dólar a que las amantes de Rory nunca pasaban un rato con él, y que Paul Rory Winthrop se moría por tener un amigo.
—Vale —respondió Paul, pasando un dedo por la botella de Pepsi para crear diseños con la condensación—. Si quieres —añadió para no dar a entender que le entusiasmaba la idea.
—Muy bien —dijo Eve, siguiendo la misma táctica, y se levantó con toda tranquilidad—. Pero antes voy a ponerme algo de ropa.
—El paseo duró un par de horas —explicó Eve con una sonrisa en los labios y el cigarrillo consumido hasta el filtro intacto en el cenicero—. Paul se entretuvo construyendo castillos de arena y todo. Fue una de las tardes más… íntimas de mi vida. Cuando volvimos a casa, Rory ya estaba despierto, y yo estaba enamorada de su hijo hasta las trancas.
—¿Y Paul? —inquirió Julia en voz baja, que se lo imaginaba de pequeño como si lo tuviera allí delante, solo en la cocina, preparándose un sándwich un sábado por la tarde.
—Ah, él fue más prudente que yo. Con el tiempo, me di cuenta de que él sospechaba que lo utilizaba para conquistar a su padre. —Eve se removió inquieta en su asiento y cogió otro cigarrillo—. ¿Quién podía culparlo? Además de irresistible, Rory era una persona muy influyente en la industria del cine y tenía una gran fortuna, tanto por él como por su familia.
—Rory Winthrop y usted se casaron antes de que se estrenara la película en la que trabajaron juntos.
—Un mes después de aquel sábado en Malibú. —Eve fumó en silencio unos segundos con la mirada perdida en el naranjal—. Reconozco que fui a su caza y captura. El pobre no tuvo escapatoria. Los idilios le perdían, y yo me aproveché de ello. Deseaba aquel matrimonio, aquella familia ya formada. Tenía mis motivos.
—¿Cuáles eran?
Eve volvió de nuevo la mirada hacia Julia y sonrió.
—Por ahora digamos que Paul era un motivo de peso. Es la verdad, para qué voy a mentir. Y en aquel momento de mi vida aún creía en el matrimonio. Rory me hacía reír; era, y es, inteligente, dulce y lo bastante tarambana para resultar interesante. Necesitaba creer que podía funcionar. Y aunque no fue así, de mis cuatro matrimonios es el único del que no me arrepiento.
—¿Había otros motivos?
—No se te escapa ni una —masculló Eve—. Así es —respondió, sacudiendo la ceniza del cigarrillo con toques rápidos del dedo—. Pero esa es otra historia que te contaré otro día.
—Muy bien. Cuéntame entonces qué motivos tenía para contratar a Nina.
Eve se quedó descolocada, lo que rara vez le sucedía. Para darse su tiempo, pestañeó y miró a su interlocutora sin comprender.
—¿Cómo dices?
—Anoche hablé con Nina. Me contó cómo la encontró en el hospital tras su intento de suicidio y que le dio no solo un trabajo, sino ganas de vivir.
Eve cogió su copa y observó con detenimiento lo poco que quedaba del zumo con champán.
—Ya. Nina no me ha comentado que la entrevistaste.
—Aprovechamos para hablar cuando vino a traerme las fotos anoche.
—Claro, esta mañana no la he visto. —Eve cambió de idea y dejó la copa sobre la mesa sin beber—. Tenía dos motivos fundamentales para contratar a Nina, dos motivos complejos que ahora mismo no deseo analizar en profundidad. Te diré simplemente que no soporto que la gente desperdicie su vida.
—Me preguntaba —insistió Julia, más interesada en observar la reacción de Eve que en oír su respuesta—, si sintió en aquel momento que era una forma de pagar una vieja deuda. Charlie Gray se había suicidado y usted no había podido hacer nada para impedirlo. Esta vez, con Nina, sí que podía. Y lo hizo.
Una nube de tristeza ensombreció el rostro de Eve, y Julia vio cómo el verde de sus ojos se oscurecía, volviéndose más intenso.
—Eres muy perspicaz, Julia. En parte lo hice para estar en paz con Charlie. Pero dado que gané una empleada de lo más eficiente y una amiga leal, podría decirse que no me costó nada.
Y fue la expresión de su mirada, y no su respuesta, la que llevó a Julia a poner su mano sobre la de Eve antes de que pudiera caer en la cuenta de que había traspasado las distancias.
—Ganara lo que ganara, lo más valioso es la compasión y la generosidad de su gesto. La he admirado como actriz toda mi vida, pero en estos últimos días he empezado a admirarle como mujer.
Mientras Eve miraba fijamente sus manos unidas, una maraña de sentimientos cruzaron su rostro. Durante unos segundos, libró una enérgica batalla para dominarlos antes de hablar.
—Tendrás tiempo de sobra para formarte otras opiniones sobre mí, como mujer, antes de que terminemos nuestro proyecto. Y no todas ellas tendrán algo que ver ni de lejos con la admiración. Mientras tanto, tengo asuntos que atender. —Eve se puso en pie y señaló la grabadora, que Julia accedió a apagar a regañadientes—. Esta noche hay una cena benéfica con baile. Tengo una entrada para ti.
—¿Esta noche? —Julia se protegió los ojos del sol al levantar la vista hacia Eve—. No creo que pueda asistir.
—Si vas a escribir mi biografía, no puedo hacer todo el trabajo desde esta casa. Soy un personaje público, Julia —le recordó Eve—. Quiero verte a mi lado, en público. Tendrás que estar lista para las siete y media. CeeCee se quedará con Brandon.
Julia también se puso de pie. No le gustaba que los imprevistos le cogieran sentada.
—Iré, cómo no. Pero debo decirle también que no se me dan muy bien las relaciones sociales. —Y, salpicando de ironía sus últimas palabras, añadió—: No he logrado quitarme la costumbre de volver loca a la gente por hacer demasiadas preguntas.
Eve soltó una risita y se encaminó hacia la casa con aire de satisfacción. Estaba convencida de que sería una velada interesante.