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Sí, así lo creía, pensó Julia más tarde. Para sobrevivir uno aceptaba el camino que había elegido, pero también pagaba un precio por ello. Julia se preguntaba cuál habría sido el precio que había tenido que pagar Eve.

Desde donde estaba sentada, frente a una mesa de cristal situada en la terraza de la casa de invitados bajo una sombrilla, a Julia le daba la sensación de que Eve Benedict solo había cosechado recompensas. Mientras repasaba sus notas, se veía rodeada de árboles que daban sombra y envuelta por la fragancia de los jazmines. A través del aire, le llegaban zumbidos diversos, como el del cortacésped más allá del palmeral, el de las abejas en su búsqueda de néctar o el del aleteo de un colibrí que se alimentaba de un hibisco cercano.

Aquel lugar condensaba la esencia de una vida lujosa y privilegiada. Pero la gente que compartía todo aquello con Eve, pensó Julia, recibía un sueldo a cambio. Aquella era una mujer que había conquistado una cima tras otra para verse sola en la cumbre más alta. Un precio muy elevado por el éxito.

Sin embargo, lejos de verla atenazada por el arrepentimiento, Julia la veía como una mujer que iba acumulando éxitos sin dejarse abatir por el peso de todos ellos. Julia había elaborado una lista de personas a las que quería entrevistar, incluyendo exmaridos, amantes del pasado y antiguos empleados. Eve se había limitado a encogerse de hombros en señal de aprobación. Julia trazó pensativa un círculo seguido de otro alrededor del nombre de Charlie Gray. Quería hablar con gente que lo hubiera conocido, gente que pudiera describir su relación con Eve desde otra perspectiva.

Tras tomar un sorbo de zumo frío, comenzó a escribir.

Tiene sus defectos, naturalmente. Allí donde hay generosidad, hay también egoísmo. Allí donde hay amabilidad, hay también indiferencia por los sentimientos. Puede ser brusca, impasible, insensible y desconsiderada, en una palabra: humana. Sus defectos hacen de ella una mujer tan fascinante y vital en la realidad como cualquiera de las mujeres que ha representado en el cine. Posee una fuerza impresionante, fuerza que transmite a través de su mirada, de su voz y de cada gesto de su cuerpo disciplinado. Para ella la vida parece ser un reto, un papel que ha accedido a interpretar con gran ímpetu, y sin que nadie la dirija. Todo paso en falso o escena malograda es responsabilidad suya. No culpa a nadie. Más allá del talento, de la belleza, de su voz sonora y profunda o de su aguda inteligencia, debe ser admirada por el sentido que tiene y ha tenido siempre de sí misma.

—No es de las que pierde el tiempo, ¿eh?

Julia se sobresaltó y rápidamente se volvió hacia atrás. No había oído a Paul acercarse ni sabía cuánto tiempo llevaba detrás de ella, leyendo por encima de su hombro. Julia giró la libreta boca abajo con parsimonia. La espiral de alambre hizo un ruido metálico al golpear contra el cristal.

—Dígame, señor Winthrop, ¿qué le haría a alguien que leyera su trabajo sin su permiso?

Paul sonrió y se acomodó en la silla situada frente a Julia.

—Le cortaría todos los deditos por entrometido. Pero, bueno, yo tengo fama de tener muy mal genio —contestó Paul antes de coger el vaso de zumo y dar un sorbo—. ¿Y usted?

—La gente parece pensar que soy de modales suaves, pero suelen equivocarse.

No le gustaba verlo allí. Había interrumpido su trabajo e invadido su intimidad. Julia iba con una camiseta desteñida y unos pantalones cortos, estaba descalza y llevaba el pelo recogido en una coleta descuidada. La imagen que se había esmerado en dar de sí misma se había ido al garete, y le molestaba que la vieran de improviso tal como era. Lanzó una mirada significativa al vaso que Paul se llevó de nuevo a los labios.

—¿Quiere que le traiga uno para usted?

—No, este me va bien. —A Paul le hacía gracia el patente malestar de Julia, y le gustaba ver que le ponía nerviosa con tanta facilidad—. Ya ha empezado las entrevistas con Eve, ¿no es así?

—Sí, ayer.

Paul sacó un purito, dando a entender que tenía la clara intención de quedarse. Julia se fijó en sus manos, de palmas anchas y dedos largos, dadas a manejar los lujos propios de la cuna de oro en la que había nacido, aunque luego se dedicaran a dar vida a crímenes complejos, y a menudo truculentos, en la ficción de los libros.

—Ya sé que no doy la impresión de estar sentada en un despacho, dando el callo —le dijo Julia—. Pero lo cierto es que estoy trabajando.

—Sí, ya lo veo. —Paul sonrió con simpatía. Su interlocutora tendría que lanzarle algo más que indirectas para quitárselo de encima—. ¿Le apetece compartir sus impresiones sobre la primera entrevista con Eve?

—No.

Impertérrito, Paul encendió el purito y pasó después el brazo por detrás del respaldo de la silla de hierro forjado.

—Para ser alguien que busca mi colaboración, se muestra usted muy poco amable.

—Para ser alguien que desaprueba mi trabajo, se muestra usted muy avasallador.

—No desapruebo su trabajo. —Con las piernas estiradas y cruzadas cómodamente por los tobillos, Paul dio una calada lenta y exhaló después el humo con una bocanada que invadió el aire con un molesto aroma masculino. El olor a puro envolvió la fragancia de las flores como el brazo de un hombro alrededor del talle de una mujer reacia a su contacto—. Solo desapruebo el proyecto que tiene actualmente entre manos. Velo por mis intereses, eso es todo.

Eran sus ojos los que le conferían su mayor atractivo, observó Julia, y los que representaban por tanto un mayor problema para ella. No tanto por el color, aunque seguro que habría mujeres que suspirarían ante aquel azul tan intenso y lleno de vida, como por la mirada de aquellos ojos, una mirada increíblemente penetrante ante la cual Julia no se sentía mirada, sino escrutada en su interior.

La mirada de un cazador, concluyó Julia, que no pensaba caer presa en las garras de ningún hombre.

—Si le preocupa que pueda escribir algo poco halagador sobre usted, no tema. Su presencia en la biografía de Eve ocupará a lo sumo parte de un solo capítulo, no más.

De escritor a escritor, habría sido un insulto excelente de haber estado en peligro su ego. Pero el comentario de Julia provocó la risa de Paul, sirviendo únicamente para que le gustara aún más.

—Dígame, Jules, ¿es usted así con todos los hombres o solo conmigo?

El uso de su apodo desconcertó a Julia casi tanto como la pregunta en sí. Como si en lugar de estrecharle la mano le hubieran dado un beso.

—No sé a qué se refiere.

—Claro que lo sabe. —Paul sonrió aún con más simpatía, pero su mirada no dejó de desafiarla—. Todavía no he conseguido arrancarme los afilados dardos que me clavó la noche que nos conocimos.

Julia comenzó a juguetear con el lápiz, deseando que Paul se marchara. Verlo arrellanado en la silla aún le ponía más tensa. Los hombres que se mostraban tan seguros de sí mismos siempre la dejaban descolocada.

—Que yo recuerde, fue usted quien lanzó el primer ataque.

—Es posible.

Paul balanceó la silla hacia atrás mientras la observaba. No, aún no la tenía calada, pero todo se andaría.

Julia frunció el ceño cuando Paul se levantó para tirar la colilla del puro en un cubo de arena que había en el borde de la terraza. Tenía un cuerpo peligroso, observó Julia, todo grácil y musculado, sin un gramo de grasa. Un cuerpo de esgrimidor. Dado que debía de ser de los que no se dejaban enjaular, una mujer inteligente tendría que encerrar su imaginación a cal y canto para vérselas con un hombre así. Y Julia se consideraba una mujer inteligente.

—Tendremos que negociar una tregua de algún tipo. Por el bien de Eve.

—No veo por qué. Como usted estará ocupado, y yo también, dudo que nos veamos tanto como para necesitar un armisticio.

—Se equivoca. —Paul se acercó a la mesa, pero en lugar de tomar asiento se quedó de pie junto a Julia, con los pulgares metidos en los bolsillos—. Tendré que tenerla vigilada, por el bien de Eve. Y por el mío propio.

El lápiz con el que jugueteaba Julia repiqueteó en el cristal de la mesa. Julia lo dejó allí y entrelazó los dedos con gesto nervioso.

—Si se trata de algún tipo de señuelo indirecto…

—Me gusta más así —le interrumpió Paul—. Descalza y nerviosa. La mujer que conocí la otra noche era enigmática e intimidante.

A Julia le invadió aquella leve sensación de tira y afloja a la que se creía inmune. Sí, era posible sentir una atracción sexual por un hombre que a una no le gustaba, se recordó a sí misma. Tan posible como resistir a dicha atracción.

—Soy la misma, con o sin zapatos.

—En absoluto. —Paul se sentó de nuevo, apoyando los codos en la mesa y el mentón sobre sus manos entrelazadas mientras seguía observándola—. ¿No cree que sería aburridísimo levantarse cada día de la vida siendo exactamente la misma persona?

Era la clase de pregunta con la que Julia disfrutaba, una pregunta que le habría gustado responder y analizar a fondo. Pero con él como interlocutor estaba convencida de que cualquier intento de análisis la llevaría a un terreno pantanoso. Volvió a poner la libreta boca arriba y comenzó a pasar las páginas hasta dar con una en blanco.

—Ya que está usted aquí y que tiene ganas de hablar, podría aprovechar para entrevistarle.

—No. Será mejor que esperemos, a ver cómo van las cosas.

Paul sabía que estaba mostrándose obstinado, y disfrutaba con ello.

—¿Qué cosas?

Paul sonrió.

—Todo tipo de cosas, Julia.

De repente, se oyó un portazo y un grito de niño.

—Es mi hijo. —Julia se apresuró a recoger sus notas y se puso en pie—. Si me disculpa, tengo que…

Pero Brandon ya estaba entrando en la terraza a todo correr por la puerta trasera. Llevaba una gorra naranja fosforescente con la visera atrás, unos tejanos anchos, una camiseta de Mickey Mouse y unas zapatillas de caña desgastadas. La sonrisa que lucía casi partía en dos su cara sucia.

—He metido dos canastas en el gimnasio —anunció.

—Eres mi ídolo.

Al tiempo que Julia se acercaba a su hijo, Paul observó un nuevo cambio en ella. La vio desprovista de su elegancia impasible, de su irritable vulnerabilidad, irradiando un halo de puro afecto que se traslucía en sus ojos y en su sonrisa mientras rodeaba los hombros de su hijo con un brazo para atraerlo hacia ella. El sutil lenguaje corporal dejaba bien claro el mensaje: es mío.

—Brandon, te presento al señor Winthrop.

—Hola.

Brandon sonrió de nuevo, dejando a la vista dos mellas en los dientes.

—¿De qué jugabas?

La mirada de Brandon se iluminó al oír la pregunta.

—De base. No soy muy alto, pero soy rápido.

—Tengo una canasta en casa. Pásate un día y me enseñas tus jugadas.

—¿Lo dice en serio? —Brandon casi se puso a bailar allí mismo mientras miraba a su madre en busca de su aprobación—. ¿Puedo?

—Ya veremos —respondió Julia, tirándole de la gorra—. ¿Tienes deberes?

—Un poco de vocabulario y unas cuantas divisiones largas de las fáciles —contestó Brandon, cuyo instinto le llevaba a posponer ambas tareas hasta el último momento posible—. Tengo sed.

—Ahora te traigo algo de beber.

—Esto es para ti. —Brandon se sacó un sobre del bolsillo y se lo entregó antes de volverse hacia Paul—. ¿Ha ido a ver a los Lakers alguna vez?

—De vez en cuando.

Julia les dejó con su charla sobre puntuaciones y partidos perdidos. Llenó un vaso con hielo, como le gustaba a Brandon, y a continuación añadió zumo. Muy a su pesar, llenó otro vaso para Paul y acompañó el zumo con un plato de galletas. La descortesía con la que habría preferido servirle no habría sido el mejor ejemplo de comportamiento para su hijo.

Tras ponerlo todo en una bandeja, echó un vistazo al sobre que había dejado en la encimera. En el lugar del destinatario vio su nombre escrito en mayúsculas grandes. Con el ceño fruncido, volvió a cogerlo. Había supuesto que se trataría de un informe del profesor de Brandon. Cuando abrió el sobre y leyó el breve mensaje que contenía se sintió palidecer.

LA CURIOSIDAD MATÓ AL GATO.

Qué tontería. Julia volvió a leer la frase, diciéndose que era una estupidez, pero la simple hoja de papel tembló en su mano. ¿Quién le mandaría un mensaje así, y por qué? ¿Se trataría de algún tipo de advertencia, o de amenaza? Julia se metió el papel en el bolsillo. No había razón para que unas palabras tan manidas y absurdas como aquellas la asustaran.

Tras darse un momento para calmarse, cogió la bandeja y salió de nuevo a la terraza, donde Paul, que se había vuelto a sentar, estaba explicando a Brandon un partido de los Lakers jugada a jugada.

—Nosotros vimos una vez a los Knicks —le dijo Brandon—. Aunque mamá no lo pilla mucho. Lo que se le da bien es el béisbol —añadió a modo de disculpa.

Paul levantó la vista, pero su sonrisa se desvaneció en cuanto vio el rostro de Julia.

—¿Ocurre algo?

—No. Dos galletas, crack —dijo al ver que Brandon se lanzaba sobre el plato.

—El señor Winthrop ha estado en un montón de partidos —le comentó Brandon mientras se metía la primera galleta en la boca—. Conoce a Larry Bird y todo.

—Qué bien.

—No sabe quién es —medio susurró Brandon, y sonrió, de hombre a hombre, antes de mojar la galleta en el zumo—. Le gustan más las cosas de chicas.

Por boca de los más pequeños podría obtener algunas respuestas, pensó Paul.

—¿Cómo qué?

—Bueno… —Brandon eligió otra galleta mientras meditaba la respuesta—. Como las películas antiguas donde la gente se mira todo el rato. Y las flores. Las flores le vuelven loca. Julia esbozó una débil sonrisa.

—¿Desean los señores que les deje solos con su coñac y sus puros?

—No hay nada de malo en que te gusten las flores si eres una chica —le dijo Brandon.

—Qué haría yo sin mi pequeño machista. —Julia esperó a que su hijo apurara el zumo de un trago—. Y ahora, a hacer los deberes.

—¿Y no puedo…?

—No.

—Los ejercicios de vocabulario son un rollazo. Los odio.

—Y yo odio las mates —repuso Julia, dándole un toque en la nariz—. Empieza con las divisiones, y luego ya te ayudaré con el vocabulario.

—Vale. —Brandon sabía que si le pedía dejar los deberes para después de cenar, no habría tele. Un hombre tenía las de perder con ella—. Ya nos veremos —dijo, despidiéndose de Paul.

—Cómo no. —Paul aguardó hasta que oyó cerrarse la puerta mosquitera—. Es muy majo.

—Sí, lo es. Disculpe, pero tengo que entrar a vigilar.

—No vendrá de un minuto —dijo Paul, levantándose de la silla—. ¿Qué ocurre, Julia?

—No sé a qué se refiere.

Paul posó una mano bajo la barbilla de Julia para que lo mirara a los ojos. Ella notó sus dedos calientes y firmes, con las yemas ásperas por el trabajo o por algún tipo de deporte masculino. Julia tuvo que contener el impulso de echar a correr.

—Hay gente que deja ver todo lo que siente en su mirada. La suya me dice que está asustada. ¿Por qué?

No le gustó nada sentir el deseo de contárselo, de compartir con él su inquietud. Llevaba más de una década resolviendo sola sus problemas.

—Por las divisiones largas —contestó con aire despreocupado—. Me dan pavor.

Paul se sorprendió ante la gran desilusión que le causó la respuesta de Julia, pero apartó la mano de su rostro.

—Está bien. Entiendo que no tenga ningún motivo para confiar en mí en este momento. Llámeme para lo de la entrevista.

—Lo haré.

Mientras Paul se alejaba de camino a la casa principal, Julia se sentó en una silla. No necesitaba ayuda, ni de él ni de nadie, porque no había nada de lo que preocuparse. Con pulso firme, sacó el papel arrugado del bolsillo, lo alisó y lo leyó de nuevo.

Luego se levantó, respirando hondo, y comenzó a recoger en la bandeja todo lo que había en la mesa. Depender de los demás siempre era un error, y ella no estaba dispuesta a caer en él. Pero lamentó que Paul Winthrop no hubiera encontrado otro sitio donde pasar el rato aquella tarde.

Mientras Brandon chapoteaba en la bañera en el piso de arriba, Julia se permitió el lujo de servirse una sola copa de vino de la botella de Pouilly Fumé que le habían hecho llegar por cortesía de Eve. En vista de que su anfitriona quería que se sintiera cómoda, Julia decidió complacerla. Pero incluso mientras bebía aquel vino de color dorado pálido en una copa de cristal no pudo evitar pensar en el papel que tenía en el bolsillo.

¿Se lo habría dejado Paul? Durante un rato le dio vueltas a aquella idea, pero acabó descartándola. Le pareció un movimiento demasiado indirecto para un hombre como Paul Winthrop. En cualquier caso, no tenía la menor idea de la cantidad de personas que habrían accedido aquel día a la propiedad, cualquiera de las cuales podría haber dejado el sobre en la entrada de la casa de invitados.

Y tampoco conocía lo suficiente a las personas que residían dentro de aquella propiedad.

Julia miró por la ventana de la cocina y vio las luces del apartamento situado encima del garaje, donde debía de vivir Lyle, el chófer ancho de hombros y de andares garbosos. Al instante de conocerlo Julia se formó una idea de él como el típico hombre que se creía el semental del Oeste. ¿Estarían Eve y él…? No. Puede que Eve tuviera afición por los hombres, pero nunca por alguien como Lyle.

¿Y Travers, el ama de llaves que siempre andaba merodeando por la casa con aquel gesto de desaprobación que tensaba aún más sus labios ya apretados de por sí? No cabía duda de que había tomado antipatía a Julia desde el primer momento. Y seguramente no habría sido por el perfume que llevaba, sino por el trabajo que había ido a hacer allí. Tal vez Travers habría creído que una enigmática nota anónima bastaría para hacerla volver corriendo a Connecticut despavorida. Si así era, pensó Julia mientras tomaba otro sorbo de vino, la mujer vería sus pretensiones frustradas.

También estaba Nina, la secretaria de confianza de Eve, tan elegante como eficiente. ¿Qué motivos tendría una mujer como aquella para contentarse con supeditar su vida a la de otra? La información que Julia había conseguido recopilar acerca de Nina era más bien escasa. Llevaba quince años a las órdenes de Eve, no estaba casada y no tenía hijos. Durante la cena había logrado apaciguar los ánimos con discreción. ¿Acaso le preocuparía que la publicación de la historia de Eve pudiera alterarlos de forma irrevocable?

Mientras Julia pensaba en ella vio venir por el sendero a Nina con paso brioso, cargada con una enorme caja de cartón.

Julia abrió la puerta de la cocina.

—¿Una entrega especial?

Con una risa entrecortada, Nina cruzó el umbral con la pesada caja.

—Ya le dije que era la mula de carga —dijo antes de dejar la caja encima de la mesa de la cocina con un leve resoplido—. Eve me ha pedido que recopilara todo esto para usted. Hay fotos, recortes de prensa, fotogramas. Ha pensado que podría serle útil.

Presa al instante de la curiosidad, Julia destapó la caja.

—¡Ya lo creo! —exclamó encantada, sosteniendo ya en la mano una antigua imagen promocional de Eve, toda sensual y seductora, envuelta en los brazos de un apuesto Michael Torrent. Julia comenzó a hurgar el contenido de la caja.

En favor de Nina cabría decir que apenas mudó el semblante cuando vio a Julia desordenar los objetos que con tanto esmero había apilado en la caja.

—Esto es una maravilla —dijo Julia mientras sacaba una foto normal y corriente un tanto descolorida y desgastada por los bordes, ante la cual le dio un vuelco el corazón de la emoción—. ¡Pero si es Gable!

—Sí, se la hicieron aquí, en la piscina, en una de las famosas fiestas de Eve. Fue justo antes de que rodara Vidas rebeldes. Justo antes de que muriera.

—Dígale que no solo me servirá para el libro, sino que supondrá para mí una gran fuente de entretenimiento. Me siento como un niño en una fábrica de chocolate.

—La dejo, pues, para que lo disfrute.

—Aguarde. —Julia se obligó a desviar su atención de aquel tesoro en forma de caja antes de que Nina abriera la puerta—. ¿Tiene unos minutos?

Nina consultó su reloj de pulsera con un gesto rutinario.

—Por supuesto. ¿Quiere que miremos juntas algunas de las fotos?

—No. En realidad, me gustaría entrevistarla. No la entretendré mucho —se apresuró a añadir al ver una fugaz expresión evasiva en el rostro de Nina—. Sé lo ocupada que está, y no querría robar tiempo a sus horas de trabajo. —Julia sonrió, felicitándose a sí misma por haber tenido la ocurrencia de dar vuelta a la situación para presentarse ella como la causante de las molestias—. Iré a por la grabadora. Sírvase un vaso de vino —le sugirió antes de salir corriendo de la cocina, consciente de no haber dado tiempo a Nina a que aceptara o rechazara su propuesta.

Cuando Julia regresó a la cocina, observó que Nina se había servido una copa, había rellenado la suya y había tomado asiento. Al verla aparecer, le dedicó una sonrisa propia de una bella mujer acostumbrada a reorganizar su tiempo en función de otra persona.

—Eve me ha pedido que colabore con usted, pero si quiere que le diga la verdad, Julia, no se me ocurre nada que pueda ser de su interés.

—Déjeme eso a mí. —Julia abrió la libreta y encendió la grabadora. El hecho de tener delante a una persona reacia a hablar implicaba únicamente que tendría que ir con más tacto para lograr sacarle información. Manteniendo un tono de voz suave, le preguntó—: Supongo que es usted consciente de lo mucho que fascinaría a la gente conocer la rutina diaria de Eve Benedict. Lo que come para desayunar, la música que más le gusta, si ve la tele por las noches mientras pica algo. Pero todo eso puedo averiguarlo por mí misma sin necesidad de hacerle perder el tiempo con trivialidades.

—Como le he dicho, Eve me ha pedido que colabore con usted —dijo Nina, sin alterar un ápice su sonrisa de cortesía.

—Y yo se lo agradezco. Lo que me gustaría saber de usted es lo que piensa de Eve como persona. Dada la estrecha relación laboral que la une a ella desde hace quince años, seguro que la conoce casi mejor que nadie.

—Me gustaría pensar que nos une una amistad además de una relación laboral.

—¿Es difícil vivir y trabajar en la misma casa con alguien que se define a sí misma como una persona exigente?

—Nunca me ha parecido difícil. —Nina ladeó la cabeza al tiempo que tomaba un sorbo de vino—. Pero sí un reto constante. A lo largo de los años Eve me ha propuesto numerosos retos.

—¿Cuál diría que es el más memorable?

—Eso es fácil de responder. —Nina se echó a reír—. Hace unos cinco años, durante el rodaje de Ola de calor, Eve decidió que quería dar una fiesta, lo cual no tiene nada de extraño, ya que a Eve le encantan las fiestas. El problema fue que se había quedado tan prendada de los exteriores filmados en Nassau que se empeñó en que la fiesta tuviera lugar en una isla, y lo quería todo listo en dos semanas. —El recuerdo de aquel episodio hizo que mudara su sonrisa de cortesía por una de verdad—. ¿Ha intentado alguna vez alquilar una isla entera en el Caribe?

—No puedo decir que sí.

—Pues le diré que tiene sus complicaciones, sobre todo si quiere contar con las comodidades de la vida moderna como alojamiento, electricidad y agua corriente. Al final logré dar con el lugar idóneo, un islote precioso a unos sesenta kilómetros de la costa de Saint Thomas. Nos encargamos de proveerlo de generadores ante el riesgo de tormentas tropicales. Por otro lado, estaba toda la logística necesaria para el traslado de comida, bebida, vajilla, cristalería, cubertería y demás. Mesas, sillas, hielo… —Nina cerró los ojos—. Cantidades ingentes de hielo.

—¿Y cómo lo hicieron?

Nina abrió los ojos de golpe.

—Por aire y por mar. Y por los pelos. Me pasé tres días sin moverme del islote, con carpinteros (ya que Eve quería que construyeran un par de cabañas), con jardineros (pues quería que tuviera un aspecto más tropical y exuberante), y con unos encargados de catering de lo más excéntricos. Digamos que fue… una de sus ideas más interesantes.

Presa de la fascinación, Julia escuchaba las palabras de Nina con una mano apoyada en la barbilla, imaginando en su mente toda la escena.

—¿Y cómo fue la fiesta?

—Fue una fiesta sonada. Había ron suficiente para poner a flote un acorazado, música autóctona… y Eve parecía la reina de la isla, con su pareo de seda azul.

—Y dígame, ¿cómo aprende uno a alquilar una isla entera?

—Con la práctica. Con Eve, una nunca sabe a qué atenerse, así que te preparas para todo. He hecho cursos de derecho, contabilidad, decoración, de agente inmobiliario y de bailes de salón, entre otros.

—¿Y de todos esos cursos, no hubo ninguno que le tentara a ir más allá y cambiar de profesión?

—No. —No hubo un ápice de vacilación en su respuesta—. Nunca abandonaría a Eve.

—¿Cómo acabó trabajando para ella?

Nina bajó la mirada hacia el vino que sostenía en sus manos y pasó lentamente el dedo por el borde de la copa.

—Sé que puede sonar melodramático, pero Eve me salvó la vida.

—¿Lo dice en sentido literal?

—Ya lo creo. —Nina movió los hombros como si quisiera quitarse de encima las dudas que pudiera tener sobre la conveniencia de seguir explicándose—. No hay mucha gente que conozca mis orígenes. Preferiría no hablar de ello, pero sé que Eve está decidida a contar toda la historia, así que supongo que lo mejor es que la cuente yo misma.

—Por lo general, así es.

—Mi madre era una mujer débil, que cambiaba de hombre cada dos por tres. Teníamos muy poco dinero y vivíamos en habitaciones de alquiler.

—¿Y su padre?

—Nos abandonó. Yo era muy pequeña cuando mi madre volvió a casarse… con un camionero que se pasaba tanto tiempo fuera de casa como en ella, lo cual resultó ser una bendición. —El tono afligido de su voz se intensificó. Nina comenzó a apretar y soltar el pie de la copa con los dedos, mirando fijamente el vino como si este ocultara un secreto—. Las cosas nos iban un poco mejor económicamente, y durante un tiempo no hubo problemas… hasta que dejé de ser tan pequeña. —Nina alzó la vista con gran esfuerzo—. Tenía trece años cuando me violó.

—¡Ah! —Julia sintió un dolor que le heló la sangre, ese dolor que siente una mujer al oír hablar de violación—. Lo siento. —En una reacción instintiva, tendió la mano para coger la de Nina—. Lo siento muchísimo, Nina.

—Después de aquello me escapé un montón de veces —prosiguió Nina, encontrando al parecer consuelo en la mano de Julia que la agarraba con firmeza—. Las dos primeras volví por mi propia voluntad. —Nina esbozó una lánguida sonrisa—. No tenía a donde ir. Las otras veces me llevaron a casa a la fuerza.

—¿Y su madre?

—No me creía. Ni estaba dispuesta a creerme. No le convenía pensar que tenía que competir con su propia hija.

—¡Qué horror!

—La realidad suele serlo. Los detalles no tienen relevancia —continuó Nina—. La cuestión es que al final me escapé de verdad. Mentí acerca de mi edad, encontré un trabajo de camarera en un bar y conseguí llegar a encargada. —Nina aceleró la narración del relato, no como si lo peor hubiera pasado, sino como si quisiera desvelar el resto cuanto antes—. La experiencia me había enseñado a mantenerme centrada en el trabajo. No salía con nadie ni me permitía ninguna distracción. Pero cometí un error. Me enamoré. Por entonces tenía casi treinta años, y me afectó muchísimo.

Sus ojos se iluminaron con un brillo fugaz, fruto de las lágrimas o de los recuerdos, que enseguida quedó oculto por sus pestañas al tiempo que se acercaba la copa a los labios.

—Me trataba de maravilla, era generoso, considerado, tierno. Quería casarse conmigo, pero yo dejé que mi pasado arruinara nuestras vidas. Una noche se marchó de mi apartamento enfadado porque rechacé su petición de mano. Murió en un accidente de coche.

Nina retiró la mano de la de Julia.

—Me vine abajo. Intenté suicidarme. Fue entonces cuando conocí a Eve. Ella estaba preparándose el papel de la esposa suicida en La oscuridad del amanecer. Mi intento de suicidio había sido una chapuza, no me tomé suficientes pastillas y me tenían en el hospital en observación. Eve habló conmigo y me escuchó. Puede que al principio su interés se limitara al de una actriz ante un estereotipo de su personaje, pero vino a verme de nuevo. A menudo me he preguntado qué vería en mí que le hizo volver. Me preguntó si quería desperdiciar mi vida con lamentaciones o prefería sacar provecho de ellas. La insulté a gritos. Ella me dejó su teléfono y me dijo que la llamara si decidía hacer algo con mi vida. Luego se marchó, con ese aire suyo como diciendo ahí te pudras. Al final la llamé. Eve me dio un hogar, un empleo y una nueva vida. —Nina apuró la copa—. Por eso seguiré alquilando islas para ella o haciendo lo que sea que me pida.

Horas más tarde Julia estaba completamente desvelada. La historia que Nina le había contado no le dejaba dormir. La vida privada de Eve Benedict era mucho más compleja que su vida pública. ¿Cuántas personas habrían visto la manera de ofrecer una vía de esperanza a un desconocido marcado por la tragedia? Y no limitándose a extender un cheque, un gesto fácil cuando a uno le sobra el dinero, ni dando un discurso, pues las palabras no cuestan nada, sino abriendo las puertas del rincón más íntimo de todos, el corazón.

Las aspiraciones de Julia con relación al libro que tenía entre manos tomaban un nuevo rumbo. Ya no se trataba de una historia que quisiera contar, sino de una historia que necesitaba contar.

Mientras comenzaba a fraguar en su mente planes a largo plazo, pensó en el papel que tenía aún en el bolsillo. Su preocupación al respecto era mayor después de que, a la pregunta que ella le hiciera con aire despreocupado, Brandon le hubiera respondido que había encontrado el sobre tirado en la entrada de la casa. Julia pasó los dedos sobre el papel, pero se apresuró a apartarlos de él antes de ceder al impulso de sacarlo del bolsillo y leerlo de nuevo. Lo mejor será olvidarlo, se dijo.

La noche estaba cada vez más fría. Una brisa cargada de aroma a rosas agitó las hojas. A lo lejos se oyó graznar al pavo real. Aunque reconoció el sonido, un escalofrío le recorrió el cuerpo. Tuvo que recordarse que el único peligro al que se enfrentaba era el de acostumbrarse a los lujos.

Era poco probable que eso sucediera, pensó Julia mientras se agachaba a coger una de las sandalias que se había quitado. Julia no se tenía por la clase de mujer que podría sentirse a gusto ataviada con un visón o engalanada con diamantes. Unas habían nacido para eso, se dijo al tiempo que lanzaba la sandalia de piel rozada al interior del armario, otras no.

Al pensar en la facilidad que tenía para perder pendientes o para dejar una chaqueta hecha un rebujo en el maletero del coche, no podía sino admitir que sin duda estaba mejor sin tanta ropa y adorno.

Además, echaba de menos su casa, su simplicidad y la rutina diaria de ordenar sus propias cosas, al ritmo que ella se marcara. Escribir sobre la gente famosa y glamourosa era una cosa, pero vivir como ellos era otra muy distinta.

Julia se asomó con sigilo al dormitorio de Brandon y echó un vistazo alrededor. Su hijo dormía a pierna suelta boca abajo, con la cara hundida en la almohada. Su último proyecto de construcción se veía cuidadosamente ubicado en el centro de la habitación, y todos sus coches en miniatura estaban puestos en fila en un atasco perfectamente organizado encima de su escritorio. Para Brandon, todo estaba en su sitio. Aquella estancia, donde habrían dormido famosos y personas influyentes, se hallaba en aquel momento bajo el dominio absoluto de su pequeño. Olía a él, a una mezcla de lápices de cera y aquel extraño aroma entre agradable y salvaje a sudor de niño.

Apoyada en la jamba de la puerta, Julia lo observó sonriente. Sabía que tanto si lo llevara al Ritz como si lo metiera en una cueva, Brandon se haría con un espacio propio en menos de un día y estaría tan contento. ¿De dónde sacaría aquella confianza, se preguntó, aquella capacidad para hacerse con un lugar?

De ella seguro que no, pensó. Ni tampoco del hombre con el que lo había concebido. En momentos como aquel se preguntaba de quién sería la sangre que corría por sus propias venas y que había pasado a su hijo. No sabía nada de sus padres biológicos, y nunca había querido saber nada, salvo en mitad de la noche cuando se veía sola, mirando a su hijo… y haciéndose preguntas.

Dejó la puerta del cuarto abierta, una manía de toda la vida que no había logrado corregir. Mientras se dirigía a su habitación sabía ya que estaba demasiado inquieta para dormir o trabajar. Tras enfundarse un pantalón de chándal, estuvo dando vueltas por el piso de abajo antes de salir a la terraza en medio de la oscuridad.

La luz de la luna iluminaba el exterior con sus haces plateados. Fuera reinaba la tranquilidad, aquella calma absoluta que había aprendido a valorar después de los años que había vivido en Manhattan. Percibía el aire que pasaba entre los árboles, aquel flujo y reflujo constante que llevaba consigo el canto de los insectos. Fuera cual fuese la calidad del aire en Los Ángeles, cada soplo de aire que uno respiraba en aquel lugar era como libar néctar de flores con polvo de luna.

Pasó junto a la mesa donde había estado sentada aquella tarde, manteniendo un pulso dialéctico con Paul Winthrop. Resultaba extraño, pensó al rememorar la escena, que aquella hubiera sido la conversación más larga que recordaba haber mantenido con un hombre en un plano personal desde hacía tiempo. Aun así no tenía la sensación de que hubiera servido para que se conocieran mejor.

Formaba parte de su trabajo averiguar más cosas sobre él, dada su relación con Eve. Estaba convencida de que debía de ser el niño del que Eve habló a Brandon. El jovencito al que le gustaban los pastelillos. Le costaba imaginarse a Paul de niño pirrándose por un dulce.

¿Qué clase de figura materna habría sido Eve Benedict? Julia frunció la boca mientras meditaba sobre ello. Aquel era el enfoque que debía guiar su investigación. ¿Habría sido indulgente, despreocupada, abnegada, distante? A fin de cuentas, nunca había tenido un hijo propio. ¿Cómo habría reaccionado ante la trama de hijastros que habían entrado y salido de su vida? ¿Y cómo la recordarían ellos?

¿Y su sobrino, Drake Morrison? Eran de la misma sangre. Sería interesante hablar con él de Eve en calidad de tía, no de cliente.

Hasta no oír las voces, Julia no se dio cuenta de que se había adentrado en el jardín. Reconoció enseguida el tono cargado de whisky de Eve y al instante percibió que sonaba levemente distinto a lo habitual, más suave y dulce, con esa sonoridad que adquiere la voz de una mujer cuando habla con su amante.

Y la otra voz era tan inconfundible como una huella dactilar, con aquel tono grave y ronco como si le hubieran raspado las cuerdas vocales con un papel de lija.

Se trataba de Victor Flannigan, el legendario actor de los años cuarenta y cincuenta, que había hecho de galán apuesto y peligroso durante los sesenta e incluso ya entrados los setenta. Y aun con el paso del tiempo, pese a las canas y las arrugas que surcaban su rostro, seguía eclipsando la pantalla con un halo de sensualidad y elegancia. Es más, muchos lo consideraban uno de los mejores actores del mundo.

Había hecho tres películas con Eve, tres cintas fantásticas y de alto contenido erótico que habían suscitado una oleada de rumores acerca de la pasión que había entre ellos fuera de la pantalla. Pero Victor Flannigan estaba casado con una católica devota. Corría el rumor de que Eve y él se llamaban de vez en cuando, si bien ambos se habían cuidado de no echar más leña al fuego.

Julia oyó sus risas unidas en una sola y tuvo la certeza de que aquellas risas eran las de dos personas que compartían un romance.

Lo primero que pensó fue dar media vuelta a toda prisa y volver a la casa de invitados. Pese a su condición de periodista, no podía inmiscuirse en un momento de intimidad como aquel. Las voces se oían cada vez más cercanas. En un acto instintivo, Julia se apartó del camino y se ocultó en las sombras para dejarlos pasar.

—¿Acaso me has visto alguna vez hacer algo sin saber adónde me metía? —le preguntó Eve, que llevaba el brazo entrelazado al del hombre y la cabeza apoyada en uno de sus anchos hombros.

Oculta entre las sombras, Julia observó que nunca había visto a Eve tan radiante.

—Pues sí. —El hombre se detuvo y cogió el rostro de Eve entre sus manos. Le sobrepasaba tan solo unos centímetros en estatura, pero dada su corpulencia se veía como una mole de músculos plantada frente a ella. Su pelo cano brillaba cual crines plateadas a la luz de la luna—. Supongo que soy el único que podría decir algo así y no morir en el intento.

—Vic, mi querido Vic. —Eve se quedó mirando el rostro de aquel hombre que conocía y amaba desde hacía media vida. La visión de aquel rostro envejecido y los recuerdos de juventud hicieron que se le pusiera un nudo en la garganta—. No te preocupes por mí. Tengo mis motivos para querer escribir este libro. Cuando esté acabado… —Eve rodeó la muñeca de él con los dedos, movida por la necesidad imperiosa de sentir su pulso con aquel raudal de vida que corría por sus venas—. Tú y yo nos acurrucaremos frente a la chimenea y nos lo leeremos el uno al otro.

—¿Por qué quieres volver a traer todo a la memoria?

—Porque ya es hora. No fue todo tan malo. De hecho —dijo Eve antes de echarse a reír, pegando su mejilla a la de él—, desde que he decidido hacerlo, me ha servido para pensar, recordar y reconsiderar muchas cosas. Me he dado cuenta del placer que comporta el mero hecho de vivir.

Victor le cogió las manos para llevárselas a los labios.

—No hay nada en la vida que me haya dado más que tú. Ojalá siempre…

—No —le interrumpió Eve, negando con la cabeza. Julia advirtió el brillo de sus ojos llorosos—. No sigas. Tuvimos lo que tuvimos. Y no lo cambiaría.

—¿Ni siquiera las peleas de borrachera?

Eve se echó a reír.

—Ni una sola. De hecho, a veces me cabrea que dejaras que Betty Ford te alejara de la bebida. Eras el borracho más sexy que he conocido en mi vida.

—¿Recuerdas cuando robé el coche de Gene Kelly?

—Era el de Spencer Tracy, que Dios lo tenga en su gloria.

—Bueno, al fin y al cabo todos somos irlandeses. Nos fuimos los dos juntos a Las Vegas y lo llamamos desde allí.

—Más bien fue él quien nos llamó. —Eve se pegó más a él, impregnándose de los olores de su cuerpo: tabaco, menta y aquel aftershave con fragancia de pino que utilizaba desde hacía décadas—. Qué tiempos aquellos, ¿eh, Victor?

—Ni que lo digas. —Victor se apartó de ella en busca de su rostro, que le resultó fascinante, como siempre. Se preguntó si sería el único que conocería sus flaquezas, aquellos puntos débiles que Eve ocultaba a un mundo voraz—. No quiero que te hagan daño. Lo que vas a hacer disgustará a mucha gente, mucha gente llena de rencor.

Victor vio el brillo de sus ojos mientras Eve sonreía.

—Eras el único que me llamabas chica dura y te quedabas tan fresco. ¿Lo has olvidado?

—No. —La voz de Victor se volvió más ronca—. Pero eres mi chica dura.

—Confía en mí.

—En ti confío, Eve. Otra cosa es que confíe en esa escritora.

—Te caería bien. —Eve se estrechó contra su pecho, cerrando los ojos—. Rezuma clase e integridad por todos los poros de su piel. Es la persona idónea, Vic. Tiene la fortaleza necesaria para terminar lo que empieza y el orgullo para hacer de ello un buen trabajo. Creo que me gustará ver mi vida a través de su mirada.

Victor recorrió la espalda de Eve con sus dedos y sintió que se avivaba el rescoldo de su fuego interno. A su lado, el deseo nunca envejecía ni menguaba.

—Cuando se te mete una cosa en la cabeza, sé que es inútil tratar de disuadirte. Bien sabe Dios lo mucho que lo intenté cuando decidiste casarte con Rory Winthrop.

La risa de Eve era tan seductora y agradable como los dedos que le acariciaban la nuca.

—Y sigues estando celoso de que intentara convencerme a mí misma de que podía amarlo como te amo a ti.

Victor sintió que algo se removía en su interior, pero no solo por los celos.

—No tenía ningún derecho a frenarte. Ni entonces ni ahora.

—Nunca me has frenado. —Eve aferró lo que siempre había querido y jamás había podido tener del todo—. Por eso nunca me ha importado nadie más que tú.

Victor tomó su boca con la suya como lo había hecho miles de veces, con una mezcla de dominio, pasión y desesperación sosegada.

—Ah, Eve, te quiero. —Victor se echó a reír cuando sintió que se endurecía como una barra de hierro—. Hace incluso diez años te habría hecho mía aquí y ahora, pero a estas edades necesito una cama.

—Pues ven a la mía.

Cogidos de la mano, se marcharon a toda prisa.

Julia permaneció en la sombra un largo rato. No era vergüenza lo que sentía, ni tampoco emoción por haber descubierto un secreto. Lo que sentía era la humedad de las lágrimas en sus mejillas, lágrimas como aquellas que le brotaban cuando escuchaba una pieza de música especialmente bella, o cuando veía una puesta de sol perfecta.

Lo que había presenciado era amor en estado puro, un amor pleno, duradero, generoso. Y era consciente de que, más allá de la belleza, lo que sentía era envidia. No tenía a nadie con quien caminar por un jardín a la luz de la luna, nadie que hiciera que su voz adquiriera aquel tono aterciopelado. Nadie.

Presa de su soledad, Julia volvió a la casa para pasar una noche en vela en una cama vacía.