La gente de la prensa y el público en general se agolpaban en las escalinatas de los juzgados. La primera prueba a la que tendría que someterse Julia aquel día sería abrirse paso entre todos ellos. Lincoln le había dado instrucciones sobre cómo hacerlo. Debía caminar con brío, pero sin dar la sensación de tener prisa. No debía llevar la cabeza agachada, pues parecería culpable, ni tampoco echarla demasiado hacia atrás, pues parecería arrogante. No debía decir absolutamente nada, ni siquiera el consabido «sin comentarios», le preguntaran lo que le preguntasen.
Hacía una mañana cálida y soleada. Julia había rezado para que lloviera; puede que la lluvia hubiera disuadido a algunos curiosos y acusadores de darse cita allí fuera. En lugar de ello, al salir de la limusina se encontró con un día sin nubes típicamente californiano. Con Lincoln a un lado y Paul al otro, se adentró en la masa de gente que quería su historia, sus secretos, su vida. Tan solo el miedo a tropezar y verse arrastrada por todos ellos le ayudó a no hacer caso del dolor que le oprimía el estómago y el temblor incontrolable de sus piernas.
Dentro del edificio había más aire, más espacio. Con un estremecimiento reprimió las náuseas. Pronto habría acabado todo. Creerían su versión de los hechos, tenían que creerla. Y luego se vería libre para comenzar su vida de nuevo, libre para aprovechar la posibilidad que se le presentaba de emprender una nueva vida.
Hacía años que no pisaba la sala de un tribunal. De vez en cuando, durante las vacaciones de verano, le dejaban ver a su madre o su padre defender un caso ante un jurado. Cuando los veía en plena acción no le parecían sus padres, sino personajes que desbordaban la realidad, como actores que gesticulaban, manipulaban y se pavoneaban encima de un escenario. Quizá fuera entonces cuando le entró por primera vez el gusanillo de subirse a un escenario.
Pero no, pensó. Eso lo llevaba ya en la sangre, le venía de Eve. Al ver que Lincoln les hacía una señal, Paul se acercó a Julia y cogió sus manos entre las suyas.
—Tenemos que entrar. Estaré sentado justo detrás de ti.
Julia asintió, llevándose una mano a la solapa para tocar el broche que llevaba prendido en ella. La balanza de la justicia. La sala se hallaba atestada de gente. Entre aquel mar de desconocidos vio rostros familiares. CeeCee le dedicó una rápida sonrisa alentadora. Junto a su sobrina, estaba sentada Travers, con el cuerpo rígido y una expresión furibunda en su rostro. Nina tenía los ojos clavados en sus dedos entrelazados, reacia o incapaz de mirar a Julia a la cara. Delrickio, flanqueado por sus guardaespaldas de mirada dura, estudió su rostro sin inmutarse. Gloria tenía los ojos empañados de lágrimas y entre sus manos retorcía un pañuelo mientras se acurrucaba bajo el brazo protector de su marido.
Maggie, que se había mordido los labios hasta el punto de que solo le quedaba una fina línea de carmín alrededor de la boca, alzó la vista y luego la apartó. Kenneth se inclinó sobre ella para decir algo a Victor en voz baja.
Fue aquella mirada torturada y cargada de sufrimiento la que hizo tambalearse a Julia. De repente, le entraron ganas de plantarse en medio de la sala y gritar que era inocente, sacando la furia y el terror que llevaba dentro. Pero no podía sino seguir caminando y ocupar su asiento.
—Recuerda —le dijo Lincoln—, esto es solo una vista previa para determinar si existen pruebas suficientes para un juicio.
—Sí, ya lo sé —respondió Julia en voz baja—. Es solo el principio.
—Julia.
Al oír la voz de Victor, Julia se puso tensa y se volvió hacia él. Lo vio envejecido. En cuestión de semanas la edad había hecho mella en su aspecto, provocando que le salieran bolsas debajo de los ojos y arrugas marcadas alrededor de la boca. Julia apoyó una mano en la barandilla que los separaba. Era lo más cerca que creía que podían estar el uno del otro.
—No sé qué decir. —Victor se llenó los pulmones de aire para luego vaciarlos de nuevo—. Si lo hubiera sabido, si me hubiera dicho… lo tuyo, las cosas habrían sido distintas.
—No estaba escrito que fueran distintas, Victor. Habría sentido mucho que Eve me hubiera utilizado para cambiar las cosas.
—Me gustaría… —Volver, pensó Victor, a treinta años atrás, a treinta días atrás, pero ambas cosas eran igualmente imposibles—. En el pasado no pude estar a tu lado. —Victor bajó la vista y puso su mano sobre la de Julia—. Me gustaría que supieras que a partir de ahora me tendrás a tu lado. Y el chico, Brandon, también.
—Echa de menos tener un abuelo. Cuando acabe todo esto hablaremos. Todos.
Victor logró asentir con la cabeza antes de apartar su mano de la de Julia.
—¡En pie!
Un rumor invadió los oídos de Julia cuando la sala entera se puso en pie ante la presencia del juez, que entró con aire resuelto y ocupó su lugar detrás del estrado. Vaya, si parece Pat O’Brien, pensó Julia tontamente al ver a aquel hombre rubicundo y redondo de aspecto irlandés. Seguro que Pat O’Brien sabría reconocer la verdad cuando la oyera.
El fiscal del distrito era un hombre enjuto y lleno de energía, con el pelo muy corto y patillas grises. Estaba claro que no se tomaba en serio la advertencia sobre los efectos nocivos del sol, pues lucía un bronceado intenso y uniforme que hacía resaltar el brillo de sus ojos azul claro.
Julia observó que tenía voz de predicador, y sin prestar atención a sus palabras escuchó cómo la modulaba.
La acusación presentó como pruebas los informes de la autopsia y del forense, además de las fotos, naturalmente. A medida que el fiscal las mostraba al juez, la imagen de Eve tendida sobre la alfombra se quedó grabada en la mente de Julia, así como el arma del crimen y el traje que Julia llevaba puesto y que se veía manchado con lo que debía de ser sangre seca.
Julia vio a los expertos subir al estrado y bajar de él. Sus palabras no importaban, aunque era evidente que Lincoln no pensaba lo mismo, pues de vez en cuando se ponía en pie y protestaba, y en su turno de preguntas elegía sus propias palabras con sumo cuidado.
Pero las palabras no importaban, pensó Julia. Las imágenes hablaban por sí solas. Eve estaba muerta.
Cuando el fiscal llamó al estrado a Travers, Julia la vio atravesar la sala con el mismo arrastrar de pies con el que recorría los pasillos de la casa de Eve, como si no quisiera gastar la energía necesaria para levantar un pie y luego otro.
Travers se había peinado el pelo hacia atrás y llevaba un vestido sencillo en negro riguroso. Tras tomar asiento, agarró su bolso con ambas manos y dirigió la vista al frente.
Ni siquiera el tono amable de las primeras preguntas del fiscal sirvió para que se relajara. De hecho, su voz se volvió más dura aún cuando pasó a explicar su relación con Eve.
—Y como empleada y amiga de confianza —prosiguió el fiscal—, ¿tuvo usted la ocasión de viajar con la señorita Benedict a Suiza en…?
El abogado consultó sus notas antes de determinar la fecha.
—Sí.
—¿Cuál fue el propósito de aquel viaje, señora Travers?
—Eve estaba embarazada.
La afirmación provocó una oleada de murmullos en la sala que obligó al juez a pedir silencio.
—¿Y tuvo al niño, señora Travers?
—Señoría —dijo Lincoln, poniéndose en pie—. La defensa no tiene objeción alguna en reconocer que la señorita Benedict tuvo un niño que dio en adopción, y que ese niño es Julia Summers. No es preciso que el fiscal haga perder el tiempo al tribunal para demostrar lo establecido con anterioridad.
—¿Señor Williamson?
—Muy bien, señoría. Señora Travers, ¿es Julia Summers la hija biológica de Eve Benedict?
—Sí, lo es —respondió Travers, lanzando una mirada cargada de odio en dirección a Julia—. A Eve le costó muchísimo optar por la adopción; hizo lo que creía que sería lo mejor para la criatura. Y a lo largo de los años se mantuvo al corriente de su vida. Se disgustó muchísimo al enterarse de que la chica se había quedado embarazada. Dijo que no soportaba pensar en que tuviera que pasar por todo lo que pasó ella.
Lincoln se inclinó hacia Julia.
—Voy a dejar que siga hablando. Lo que está diciendo establece un vínculo.
—Y estaba orgullosa de ella —prosiguió Travers—. Se sintió orgullosa cuando la chica comenzó a escribir libros. Solía hablarme de ello, porque nadie más lo sabía.
—¿Era usted la única persona que sabía que Julia Summers era la hija biológica de Eve Benedict?
—Nadie más que yo lo sabía.
—¿Puede contarnos cómo llegó la señorita Summers a vivir en la propiedad de la señorita Benedict?
—Fue por el libro, por ese dichoso libro. Yo entonces no sabía por qué se le metió esa idea en la cabeza, pero nada de lo que le dije sirvió para disuadirla. Me dijo que con aquel proyecto mataría dos pájaros de un tiro. Por un lado, tenía una historia que contar, y por otro quería tiempo para llegar a conocer a su hija. Y a su nieto.
—¿Y le contó a la señorita Summers la verdad sobre la relación que había entre ellas?
—No hasta al cabo de unas semanas de su llegada. Eve temía la reacción de la chica.
—Protesto. —Lincoln se levantó presto de su asiento—. Señoría, la señora Travers no podía saber lo que pensaba la señorita Benedict.
—La conocía —replicó Travers—. La conocía mejor que nadie.
—Formularé la pregunta de otra manera, señoría. Señora Travers, ¿fue usted testigo de la reacción de la señorita Summers cuando la señorita Benedict le habló de la relación que había entre ambas?
—Estaban en la terraza, cenando. Eve llevaba todo el día hecha un manojo de nervios. Yo estaba en el salón y la oí gritar.
—¿A quién?
—A ella —espetó Travers, señalando a Julia—. Estaba gritando a Eve. Cuando salí corriendo, vi que había empujado la mesa y que toda la vajilla y la cristalería estaba hecha añicos en el suelo. La vi mirar a Eve con cara de asesina.
—Protesto, señoría.
—Se admite la protesta.
—Señora Travers, ¿puede contarnos lo que dijo la señorita Summers durante aquel incidente?
—Le dijo a Eve que no se acercara a ella y que nunca le perdonaría. —Travers dirigió una mirada sombría y furiosa a Julia—. Le dijo que sería capaz de matarla.
—Y al día siguiente Eve Benedict fue asesinada.
—Protesto.
—Se acepta. —El juez dedicó al fiscal una mirada levemente reprobatoria—. Señor Williamson.
—Lo retiro, señoría. No tengo más preguntas.
Lincoln manejó su turno de preguntas con inteligencia. ¿Acaso creía la testigo que todo el mundo que decía que sería capaz de matar a alguien en un arranque de ira lo decía en serio? ¿Qué tipo de relación se estableció entre Eve y Julia durante las semanas que habían trabajado juntas? Durante la pelea, fruto de una reacción lógica a raíz de un shock, ¿trató Julia de agredir físicamente a Eve?
Pero, pese a la inteligencia de Lincoln, la convicción de Travers de que Julia había matado a Eve caló hondo.
La siguiente testigo en subir al estrado fue Nina, que irradiaba elegancia y eficiencia con su traje de Chanel rosado. A medida que aportaba sus propias observaciones acerca del incidente, Lincoln pensó que su incertidumbre resultaba más perjudicial que el testimonio de Travers.
—Aquella misma noche la señorita Benedict llamó a su abogado para que fuera a la casa.
—Sí, insistió en que viniera enseguida. Quería modificar el testamento.
—¿Usted sabía eso?
—Sí. Cuando llegó el señor Greenburg, Eve me pidió que tomara nota de los cambios en taquigrafía para que los transcribiera después. Yo había visto el otro testamento, y no era ningún secreto que en él dejaba la mayor parte de su patrimonio a Paul Winthrop, y una generosa cuantía a su sobrino, Drake Morrison.
—¿Y en el nuevo?
—Por un lado, dejaba un fideicomiso a Brandon, el hijo de Julia. Y tras la lista de donaciones, dejaba el resto de su herencia a Paul y Julia.
—¿Y cuándo volvió el señor Greenburg para que Eve Benedict firmara el nuevo testamento?
—A la mañana siguiente.
—¿Sabe si alguien más estaba al corriente del cambio de idea de la señorita Benedict?
—No estoy segura.
—¿Cómo que no está segura, señorita Soloman?
—Drake vino a ver a Eve, pero ella no quiso recibirle. Me consta que Drake vio marcharse al señor Greenburg.
—¿Vio Eve a alguien aquel día?
—Sí, vino a verla la señorita DuBarry, que se marchó justo antes de la una de la tarde.
—¿Tenía previsto ver la señorita Benedict a alguien más?
—Pues… —Nina apretó los labios—. Sé que llamó a la casa de invitados.
—¿La casa de invitados era dónde vivía Julia Summers?
—Sí. Eve me dijo que quería tener la tarde libre. Eso fue justo después de que se marchara la señorita DuBarry. Luego se fue a su habitación para llamar a la casa de invitados.
—Yo no hablé con ella —se apresuró a decir Julia a Lincoln en voz baja—. Después de la noche de la terraza no volví a hablar más con ella.
Lincoln se limitó a darle una palmadita en la mano.
—¿Y después de la llamada?
—Parecía disgustada. No sé si llegó a hablar con Julia o no, pero se quedó sola en su habitación un par de minutos. Cuando salió me dijo que se iba a hablar con Julia. Me dijo… —Nina dirigió una mirada atribulada a Julia antes de volver a posar sus ojos en el fiscal—. Me dijo que iba a tener que hablar seriamente con Julia.
—¿A qué hora fue eso?
—Era la una en punto, como mucho pasarían uno o dos minutos.
—¿Cómo está tan segura?
—Eve me había dado varias cartas para que las escribiera a máquina. Cuando ella se fue, yo me metí en mi despacho para ponerme con ello, y miré la hora en el reloj que tengo en mi mesa.
Julia dejó de escuchar durante un rato. Si su cuerpo no podía levantarse y alejarse de allí, al menos su mente sí que podía. Se imaginó en su casa de Connecticut, plantando flores. Se pasaría una semana entera plantando flores si le apetecía. Y le regalaría un perro a Brandon. Era algo que tenía en mente desde hacía tiempo, pero se le habían quitado las ganas de ir a la perrera a elegir uno ante el temor de que quisiera llevárselos todos.
Y quería poner un balancín en el porche. Así, después de trabajar todo el día, podría aprovechar la calma del atardecer para sentarse allí fuera y contemplar cómo anochecía.
—El Estado llama al estrado a Paul Winthrop.
Julia debió de emitir algún sonido, pues Lincoln puso una mano sobre la suya bajo la mesa y se la apretó, y no en un gesto de consuelo, sino de advertencia.
Paul respondió a las preguntas iniciales con brevedad, midiendo sus palabras mientras miraba a Julia a los ojos.
—¿Podría describir a este tribunal la naturaleza de su relación con la señorita Summers?
—Estoy enamorado de la señorita Summers. —Paul esbozó una leve sonrisa—. Completamente enamorado de la señorita Summers.
—Y también tenía una relación personal muy íntima con la señorita Benedict.
—Sí, así es.
—¿No le resultaba difícil compatibilizar su relación con dos mujeres, dos mujeres que trabajaban juntas en estrecha colaboración? ¿Dos mujeres que en realidad eran madre e hija?
—¡Señoría!
Lincoln se puso en pie como impulsado por un resorte, personificando la indignación justificada.
—Me gustaría responder a esa pregunta. —La voz serena de Paul se hizo oír por encima del revuelo que se armó en la sala. Su mirada se desvió de Julia para clavarse en el fiscal—. No me resultaba nada difícil. Eve era la única madre que he conocido, y Julia la única mujer con la que he querido compartir mi vida.
Williamson se apoyó las manos en la cintura y comenzó a tamborilear con los dedos índices sobre ella.
—Pues entonces tenía un problema. Me pregunto si a dos mujeres tan dinámicas les habría parecido tan fácil compartir a un solo hombre.
Los ojos azul claro de Paul se encendieron, pero su voz sonó fría y despectiva.
—Su insinuación no solo es estúpida, sino repulsiva.
Pero no hacía falta que Paul hubiera contestado, pues Lincoln ya estaba protestando a voz en cuello para que se le oyera por encima del rumor reinante en la sala.
—Lo retiro —dijo Williamson sin problemas—. Señor Winthrop, ¿estaba usted presente durante la pelea entre la difunta y la señorita Summers?
—No.
—Pero estaba en la finca.
—Estaba en la casa de invitados, cuidando de Brandon.
—Entonces estaba presente cuando la señorita Summers regresó a la casa, directamente después de la escena en la terraza.
—Así es.
—¿Le dijo cómo se sentía?
—Sí. Julia estaba disgustada, impresionada y confundida.
—¿Disgustada? —repitió Williamson, pronunciando lentamente cada sílaba como queriendo paladear su sabor—. Dos testigos han declarado que la señorita Summers se marchó de la terraza hecha una furia. ¿Está usted diciendo que en cuestión de instantes dicha furia pasó a convertirse simplemente en disgusto?
—Soy escritor, señor Williamson. Elijo mis palabras con cuidado, y «furiosa» no es el término que emplearía para describir el estado de Julia cuando volvió a la casa de invitados. Más bien sería «dolida».
—No haremos perder el tiempo al tribunal con disquisiciones semánticas. ¿Recibió una llamada de la señorita Summers el día del asesinato?
—Así es.
—¿A qué hora?
—Sobre la una y veinte de la tarde.
—¿Recuerda la conversación?
—No hubo ninguna conversación. Julia apenas podía hablar. Me dijo que fuera enseguida a la casa, que me necesitaba.
—Que le necesitaba —repitió Williamson, asintiendo con la cabeza—. ¿No le parece extraño que la señorita Summers se viera en la necesidad de realizar una llamada telefónica cuando su madre yacía muerta a solo unos metros de distancia?
Cuando el tribunal levantó la sesión para hacer una pausa entre la una y las tres de la tarde, Lincoln llevó a Julia a una pequeña sala; allí había una bandeja de sándwiches y café, pero Julia no probó nada. No necesitaba que Lincoln se empeñara en ensayar una y otra vez el momento de su intervención a fin de pulir hasta el más mínimo detalle para recordarle que subiría al estrado cuando se reanudara la sesión.
Nunca dos horas habían pasado tan rápido.
—La defensa llama al estrado a Julia Summers.
Julia se puso en pie, plenamente consciente de las miradas y los murmullos que inspiraba a su espalda. Al llegar al estrado se volvió hacia aquellas miradas, y alzando la mano derecha juró decir la verdad.
—Señorita Summers, ¿sabía usted cuando vino a California que Eve Benedict era su madre biológica?
—No.
—¿Por qué decidió venir desde la otra punta del país para vivir en su casa?
—Me había comprometido a escribir su biografía. Eve quería prestarme su plena colaboración en el proyecto, así como tener cierto control sobre el mismo. Decidimos que lo mejor sería que mi hijo y yo nos instaláramos en su propiedad hasta dar por finalizado y aprobado el primer borrador.
—Y en el tiempo que dedicaron al proyecto, ¿compartió la señorita Benedict cuestiones de su vida privada con usted?
Julia vio a Eve sentada con ella junto a la piscina, sudando en el gimnasio o ataviada con una bata de vivos colores y jugando con Brandon a construir una estación espacial en el suelo de la casa de invitados. Aquellas imágenes fugaces desfilaron rápidamente por su mente, haciéndole arder los ojos.
—Era muy franca, muy abierta Para ella era muy importante que el libro fuera riguroso. Y sincero —murmuró Julia—, no quería más mentiras.
—¿Tuvo usted ocasión de grabar las conversaciones que mantuvo con ella y con la gente que formaba parte de su círculo más cercano, tanto del ámbito personal como del profesional?
—Sí. Mi método de trabajo se fundamenta en entrevistas grabadas y en las notas que tomó durante las mismas.
Lincoln se acercó a su mesa para coger una caja de cintas.
—¿Son estas las cintas en las que grababa las entrevistas que ha ido realizando desde el mes de enero de este año?
—Sí, están etiquetadas de mi puño y letra.
—Me gustaría aportar dichas cintas como prueba.
—Protesto, señoría —repuso el fiscal—. Esas cintas contienen las opiniones y recuerdos de la difunta, así como sus observaciones sobre ciertas personas. No hay manera de probar su autenticidad.
Julia escuchó a ambos abogados discutir sin inmutarse. No veía qué sentido tenía sacar a relucir las cintas. La policía había escuchado las originales y nada de lo que habían oído en ellas había influido en su decisión.
—Dado que el señor Hathoway no puede demostrar la relación directa existente entre dichas cintas y la defensa de la acusada, no estimo oportuno contemplarlas como prueba en esta vista —decidió el juez—. Escuchar los recuerdos de la señorita Benedict en este momento solo serviría para crear confusión. Prosiga, letrado.
—Señorita Summers, durante el tiempo que estuvo realizando dichas entrevistas, ¿recibió usted algún tipo de amenaza?
—Recibí varias notas anónimas. La primera me la dejaron en la entrada de la casa.
—¿Son estos los anónimos que recibió?
Julia miró por un instante los papeles que Lincoln tenía en la mano.
—Sí.
Lincoln le preguntó sobre la reacción de Eve ante aquellos anónimos, así como sobre el vuelo de vuelta desde Sausalito, la pelea en la terraza, sus sentimientos al respecto y, por último, sus movimientos el día del asesinato.
Julia contestó con serenidad y brevedad, tal como le había indicado Lincoln.
Acto seguido, se enfrentó a las preguntas del fiscal.
—Señorita Summers, ¿había alguien con usted cuando recibió dichos anónimos?
—Paul estaba conmigo cuando recibí uno en Londres.
—¿Estaba presente cuando se lo entregaron?
—Me lo trajeron a la habitación del hotel donde estaba alojada, en una bandeja del servicio de habitaciones.
—Pero nadie vio quién lo entregó, ni cuándo.
—Lo dejaron en recepción.
—Ya. Así que pudo dejarlo allí cualquiera. Incluso usted.
—Pudo dejarlo cualquiera. Pero no fui yo.
—Me cuesta creer que alguien pudiera sentirse intimidado por unas frases tan inanes.
—Incluso lo más inane resulta intimidatorio cuando es anónimo, sobre todo sabiendo que Eve me estaba revelando información confidencial y muy imprevisible.
—Esos anónimos no obraban en su poder cuando fueron hallados, sino que se encontraban en el tocador de la victima.
—Se los di a Eve. Quería ocuparse del tema personalmente.
—Eve —repitió el fiscal—. Hablemos de ella, y de esa información tan imprevisible. ¿Diría usted que confiaba en ella?
—Sí.
—¿Que le había cogido cariño?
—Sí.
—¿Y que se sintió engañada, traicionada por ella cuando le reveló que usted era la hija que había tenido fuera del matrimonio, en secreto, y que había dado en adopción?
—Sí —respondió Julia, intuyendo la mueca de contrariedad de Lincoln—. Me quedé atónita, y dolida.
—Aquella noche empleó el término «manipulada», ¿no es así? Le dijo que había manipulado su vida.
—Así era como me sentía. No estoy segura de lo que dije.
—¿No está segura?
—No.
—¿Porque estaba demasiado enfurecida para pensar con claridad?
—Protesto.
—Se acepta.
—¿Estaba enfadada?
—Sí.
—¿La amenazó con matarla?
—No lo sé.
—¿No lo sabe? Señorita Summers, ¿suele tener problemas para recordar sus palabras y acciones durante un incidente violento?
—No suelo tener incidentes violentos.
—Pero alguno ha tenido. ¿No es cierto que en una ocasión agredió a una profesora por castigar a su hijo?
—¡Protesto, señoría!
—Señoría, solo intento poner de manifiesto el temperamento de la acusada a partir de incidentes previos de agresiones físicas.
—Denegada. Que la acusada conteste a la pregunta.
Aquella situación era de lo más curiosa. Julia se preguntó si con los años vería la gracia que tenía implícita.
—En una ocasión pegué a una profesora que había denigrado y humillado a mi hijo por no tener padre. —Julia miró directamente a Lincoln—. Mi hijo no se merecía ser castigado por las circunstancias de su nacimiento.
—¿Así era como se sentía usted? ¿Denigrada y humillada ante la revelación de la señorita Benedict?
—Sentía que me había arrebatado mi identidad.
—Y la odiaba por ella.
—No. —Al levantar la vista, Julia se encontró con la mirada de Victor—. No, no la odio. Ni tampoco odio al hombre que la amó lo bastante para concebirme con ella.
—Dos testigos han jurado que la oyeron insultar con odio a su madre.
—En aquel momento sí que la odiaba.
—Y al día siguiente, cuando la señorita Benedict fue a verla a la casa de invitados para, según sus propias palabras, hablar seriamente con usted, cogió el atizador de la chimenea y, movida por ese odio, le asestó un golpe mortal.
—No —respondió Julia en voz baja—. No fui yo.
Julia pasó a disposición judicial para ser procesada sobre la base de las pruebas físicas. Se le impuso una fianza de quinientos mil dólares.
—Lo siento, Julia —le dijo Lincoln mientras escribía con diligencia una nota para su ayudante—. Te sacaremos en menos de una hora. No temas, cualquier jurado te absolverá, te lo garantizo.
—¿Cuánto tiempo? —Julia desvió la mirada rápidamente hacia Paul al ver que la esposaban. El sonido metálico de los cierres le hizo pensar en la puerta de una celda en el momento de cerrarse—. Brandon. Oh, Dios mío, llama a Ann, por favor. No quiero que lo sepa.
—Resiste. —Paul no pudo llegar hasta ella, no pudo tocarla; solo pudo ver cómo se la llevaban. Enfurecido, agarró a Lincoln por el cuello y lo atrajo hacia sí, con una violencia en su mirada que no reflejaba sino una milésima parte de lo que sentía en su corazón—. Yo pondré el dinero de la fianza. Usted encárguese de sacarla. Haga lo que tenga que hacer para que no la encierren en una celda. ¿Me ha entendido?
—No creo que…
—Hágalo.
La multitud seguía congregada a la salida del juzgado cuando la pusieron en libertad. Julia avanzó sumida en un estado de irrealidad, preguntándose si ya estaría muerta. Aún sentía el frío de las esposas en sus muñecas.
Pero allí estaba la limusina, la limusina de Eve, aunque no la conducía Lyle, observó aturdida, sino un chófer nuevo. En cuanto subió al vehículo se dejó envolver por su interior fresco, limpio y seguro; cerró los ojos y oyó verter líquido en un vaso. Brandy, percibió cuando Paul le puso la copa en la mano, antes de que él le preguntara con voz serena:
—Y bien, Julia, ¿la mataste tú?
La ira se abrió paso a través de su reacción inicial de sorpresa con tal rapidez y tal ímpetu que Julia apenas fue consciente de que se quitó las gafas de sol y las tiró al suelo. Antes de que pudiera hablar, Paul la agarró con firmeza por la barbilla.
—Esa es la expresión que quiero ver en tu rostro —le dijo Paul en un tono de voz ya más áspero—. No pienso cruzarme de brazos y dejar que te machaquen sin hacer nada. No solo estás luchando por tu vida.
Julia se soltó de él de un tirón y se sirvió del brandy para calmarse.
—¿No vas a compadecerte de mí?
Paul contrajo los músculos de la mandíbula mientras apuraba hasta la última gota de brandy de su copa.
—He sentido que me cortaban en dos cuando he visto que se te llevaban. ¿Te basta con eso?
Julia volvió a cerrar los ojos.
—Lo siento. No gano nada con atacarte.
—Claro que sí. Ya no parece que tengas el ánimo por los suelos.
Paul comenzó a masajearle la nuca para eliminar la tensión de su cuerpo. Julia, por su parte, se retorcía los dedos en su regazo mientras trataba de controlar el nerviosismo que la invadía. Unos dedos finos, pensó Paul, con las uñas en carne viva de mordérselas. Paul los cogió y se los llevó lentamente a los labios.
—¿Sabes lo primero que me atrajo de ti?
—¿El hecho de que fingiera no sentirme atraída por ti?
El modo en que los labios de Julia se curvaron hizo sonreír a Paul. En aquel momento tuvo la certeza de que lucharía. Por muy frágil que pareciera, lucharía.
—Bueno, eso por un lado… esa sensación de distancia tan intrigante. Pero aún más que eso me atrajo tu actitud en aquel primer encuentro, cuando entraste en el salón de Eve. La mirada que vi en tus ojos.
—Era el jet lag.
—Cállate y déjame terminar. —Paul acercó su boca a la de Julia, sintiendo cómo se relajaba siquiera un poco—. Se veía claramente que decía: «No me gustan las cenas de compromiso, donde todo el mundo se ve obligado a conversar con los demás, pero pasaré por ello. Y si alguien me ataca, yo le devolveré el golpe».
—Y tú lo hiciste, lo recuerdo.
—Sí, lo hice. No me gustaba la idea del libro.
Julia abrió entonces los ojos y miró a Paul fijamente.
—Pase lo que pase, pienso escribirlo.
—Lo sé. —Al ver que las lágrimas amenazaban con brotar de los ojos de Julia, Paul se los besó, obligándola a cerrarlos, y le cogió la cabeza para apoyarla en su hombro—. Y ahora relájate. Pronto estaremos en casa.
El teléfono estaba sonando cuando entraron por la puerta. En un acuerdo tácito hicieron como si no lo oyeran.
—Creo que voy a ducharme —dijo Julia.
Iba ya por mitad de la escalera cuando saltó el contestador automático.
—Este es un mensaje para Julia Summers —anunció una voz cordial en tono divertido—. Bueno, quizá no haya vuelto aún del gran día. Hágase un favor y llámeme. Me llamo Haffner y tengo cierta información de interés en venta. Seguro que le gustaría saber quién más andaba merodeando por la finca el día que se cargaron a Eve Benedict.
Julia se quedó paralizada, con una mano apoyada en la baranda. Al volverse, vio que Paul ya se había lanzado a coger el teléfono y había activado el altavoz.
—Mi número es el…
—Soy Winthrop —le interrumpió Paul—. ¿Quién diablos es usted?
—Un mero transeúnte interesado. Les he visto a usted y a la preciosa Julia salir del juzgado. Que mala suerte.
—Quiero que me diga quién es usted y qué sabe.
—Y yo se lo diré con mucho gusto, amigo. Pero todo tiene un precio. En este caso le costará doscientos cincuenta mil dólares, en metálico.
—¿Y qué obtendré a cambio?
—La posibilidad de contar con una duda fundada, basándose en la información que yo le proporcionaré. Eso es lo único que necesita para que no metan a esa hermosa dama en una celda. Venga con la mitad del dinero y la chica a lo alto de la colina donde está el rótulo de Hollywood, a las nueve en punto. Luego, si quiere que hable con la policía o con un juez, con darme la otra mitad del dinero seré todo suyo.
—Los bancos están cerrados.
—Ya, es un fastidio. Bueno, yo puedo esperar, Winthrop. ¿Y ella?
Paul alzó la vista. Julia estaba a un paso de él, tiesa como una estaca, con su mirada clavada en la suya. En ella había algo que Paul no había visto en días. Había esperanza.
—Conseguiré el dinero. Nos vemos a las nueve en punto.
—Y de momento vamos a dejar a la policía al margen. Si me huelo la presencia de alguno, me esfumaré.
Paul colgó el teléfono sin despegar los ojos del auricular. Julia casi tenía miedo de hablar, de verbalizar lo que pensaba.
—¿Crees que… pudo haber visto a alguien de veras?
—Había alguien más allí.
Antes de que Paul pudiera poner en orden sus ideas, el teléfono volvió a sonar.
—Winthrop al habla.
—Paul, soy Victor. Me gustaría saber si… ¿está bien?
Paul miró la hora en su reloj.
—Victor, ¿cuánto dinero puedes reunir en metálico en las próximas dos horas?
—¿En metálico? ¿Por qué?
—Para Julia.
—Dios, mío. Paul, ¿no pensara huir?
—No. No tengo tiempo de explicártelo. ¿Cuánto puedes conseguir?
—¿En un par de horas? Cuarenta mil, quizá cincuenta mil dólares.
—Perfecto. Pasaré a recogerlo, no más tarde de las ocho.
—Entendido. Haré algunas llamadas.
Julia se llevó las manos a la boca y luego las dejó caer con un gesto de impotencia.
—Así de fácil —dijo—. Sin preguntas, sin condiciones. No sé qué decir.
—Ya lo sabrás cuando llegue el momento. Yo puedo sacar hasta cien mil dólares del cajero automático. ¿Y tu agente? ¿Puede mandarte el resto?
—Sí, sí.
Julia notó que se le llenaban los ojos de lágrimas al coger el teléfono. Esta vez no lloraba de miedo, sino de esperanza desesperada.
—Paul, pienso devolverte el favor. Y no me refiero solamente al dinero.
—Pues llama a tu agente, y rápido. Quiero hablar con Frank.
—¿Con la policía? Pero ese hombre ha dicho que…
—No se lo olerá. —En la mirada de Paul también había algo: una expresión de excitación oscura y peligrosa—. No pienso darle el dinero y ver cómo se sale con la suya. No, sabiendo que ha esperado a que pasaras por todo este infierno. Haz esa llamada, Jules. Tenemos una trampa que tender.
Haffner encendió un cigarrillo y se apoyó en la barra de la enorme «H» pintada de blanco. Le gustaba estar allí arriba; era un lugar agradable y tranquilo, ideal para hacer negocios. Apartó de un puntapié una lata vacía de Coca-Cola light y se preguntó cuántas nenas habrían traspasado las puertas del paraíso en aquel rincón perdido.
Las luces de la ciudad titilaban a los pies de la colina, pero allí arriba, si uno esperaba lo suficiente sin hacer ruido, podía llegar a oír a lo lejos el aullido de un coyote ante la presencia de la luna, que había comenzado a salir en aquel momento.
Haffner se planteó la posibilidad de coger el dinero e irse de acampada a algún lugar como Yosemite, Yellowstone o el Gran Cañón. Siempre le había atraído la naturaleza, y la verdad es que se merecía unas vacaciones. Mucha gente se ganaba la vida ofreciendo sus servicios como testigo experto, solo que él se cotizaba muy alto.
Al oír el motor de un coche apagó el cigarrillo, pisándolo en el suelo, y se apartó del rótulo para esconderse en la penumbra. Si Winthrop o la chica hacían amago de sacar algo sospechoso, volvería al lugar donde había dejado el coche y se marcharía.
Avanzaron los dos en silencio, uno al lado del otro. Al ver la cartera que Paul llevaba en la mano Haffner sonrió. Todo va como la seda, pensó. A pedir de boca.
—No está aquí.
La tensión que transmitía la voz de Julia hizo que Haffner casi se compadeciera de ella.
—Ya aparecerá.
Julia asintió, volviendo la cabeza de un lado a otro.
—Quizá deberíamos haber llamado a la policía. Corremos peligro viniendo aquí solos.
—Lo único que quiere es el dinero —dijo Paul con voz tranquilizadora—. Hagámoslo a su manera.
—Buena idea. —Haffner salió de la oscuridad y avanzó hacia ellos, llevándose la mano a los ojos para protegerlos de la linterna de Paul mientras tenía—. Baje eso, amigo, no hace falta que me deje ciego.
—¿Haffner?
—El mismo. Vaya, vaya, Julia. Me alegro de volver a verla.
Julia metió la mano en su bolso con disimulo mientras observaba con detenimiento el hombre que tenía delante.
—Yo lo conozco. Le he visto antes.
—Seguro. Llevo semanas siguiéndole. Es un trabajillo para un cliente. Soy detective privado; bueno, lo era.
—En el ascensor, a la salida de la oficina de Drake. Y en el aeropuerto de Sausalito.
—Buen ojo, encanto.
—¿Para quién trabaja? —inquirió Paul.
—Pregunte más bien para quién trabajaba. Mis servicios ya no son necesarios, ahora que Eve está muerta y la preciosa Julia con el agua al cuello.
Paul agarró a Haffner por la camisa de algodón, desgarrándole las costuras.
—Si tiene algo que ver con el asesinato de Eve…
—Espere, espere. ¿Cree que estaría aquí si así fuera? —Haffner alargó ambas manos sin perder la sonrisa—. Lo único que hice fue seguir de cerca a alguien por encargo.
—¿Por encargo de quién?
Haffner meditó su respuesta.
—Como ya no trabajo para él, no creo que tenga nada que perder si se lo digo. Por encargo de Kincade, Anthony Kincade. Quería que la siguiera sin perderla de vista ni un momento, Julia. El libro en el que trabajaban Eve y usted le hacía sudar la gota gorda.
—Y los anónimos —dijo Julia—. ¿Era él quien enviaba los anónimos?
—De eso no sé nada. Kincade quería tenerla controlada, y saber con quién hablaba y dejaba de hablar. Me compró un equipo de vigilancia de los buenos, así que pude llegar a escuchar algunas de las entrevistas. Y las había sabrosas. Qué fuerte lo del aborto de la DuBarry. ¿Quién lo habría imaginado? Cuando salió de su casa, la seguí. Aquel día no parecía tener muy claro adonde ir, Julia. Debía de tener mucho en que pensar. Al llegar a la finca de Eve, di la vuelta a la manzana y… —Haffner hizo una pausa, sonriente—. Les contaré todo con mucho gusto después de ver el dinero.
Paul le pasó la cartera con un gesto brusco.
—Cuéntelo.
—Vamos, amigo. —Haffner colocó la cartera encima de una roca y la abrió. Provisto de una linterna de bolsillo, inspeccionó los fajos de billetes. Maná del cielo—. Me fío de usted. A fin de cuentas, nos estamos haciendo un pequeño favor.
—Nos ha dicho que aquel día vio a alguien más en la finca —intervino Julia—. ¿Cómo consiguió acceder al interior? Joe estaba en la entrada.
—A los tipos como a mí no suelen abrirnos las puertas en Beverly Hills. —Divirtiéndose consigo mismo, Haffner sacó un tubo de caramelos con sabor a fruta y se metió uno en la boca. Julia olió a naranja—. Vi un coche aparcado junto al muro que rodea la finca y me picó la curiosidad, así que me subí al techo, me asomé por encima del muro y ¿adivinan qué vi? —Haffner pasó la mirada de Julia a Paul—. ¿No lo adivinan? Pues vi a Drake Morrison renqueando a través del campo de golf. Caray, ¿se imaginan tener un campo de golf en mitad del jardín?
—¿A Drake? —Julia agarró la mano de Paul—. ¿Ha dicho que vio a Drake?
—Iba hecho un asco —prosiguió Haffner—. Supongo que caería mal al saltar el muro. Esos ejecutivos no son muy atléticos que digamos.
—¿Y las alarmas? —preguntó Paul.
—No sabría decirle. Pero me imagino que debió de ocuparse de ello, de lo contrario no habría podido acceder al interior. Al ver que tenía vía libre, salté el muro y lo seguí. Supuse que Kincade me pagaría un buen pellizco por una información obtenida dentro de la propia casa. No pude acercarme mucho porque estaba muy expuesto allí fuera. Morrison se dirigía hacia la casa grande cuando de repente se paró en seco e intentó esconderse detrás de una palmera, como si estuviera observando a alguien. Luego cambió de dirección y se encaminó hacia la casa pequeña. No pude verle muy de cerca porque iba escondiéndose aquí y allá en busca de un lugar desde donde poder acercarse a una ventana. De repente, dio media vuelta y echó a correr como si le persiguiera el diablo. Tuve que esconderme detrás de unos matorrales. Pensé en ir a echar un vistazo yo mismo, pero antes de que pudiera acercarme lo suficiente apareció usted. —Haffner señaló a Julia con la cabeza—. La vi salir del coche y adentrarse a pie en el jardín. Entonces decidí largarme de allí antes de que alguien volviera a conectar el sistema de alarma.
—Me vio. —Julia apartó a Paul a un lado para ponerse frente a Haffner—. Usted me vio. Sabía que yo estaba diciendo la verdad, y no ha dicho nada.
—Eh, ahora estoy aquí. Y si me dan la otra mitad del dinero, no tendré objeción alguna en hablar con el fiscal del distrito. Además, solo puedo contarles lo que vi. Que yo sepa, usted pudo salir del jardín por donde había entrado y quitar de en medio a Eve.
Julia lo abofeteó con tal fuerza que Haffner perdió el equilibrio y se estampó contra la roca.
—Usted sabe que yo no la maté, que Drake vio quién lo hizo. Y ha esperado a que estuviera lo bastante desesperada para vender mi alma.
Haffner se pasó una mano por la boca mientras se ponía de pie.
—Si sigue por ese camino, le diré al fiscal de distrito que ha intentado sobornarme para tener una coartada. Usted no es nada para mí, señora. Así que pórtese bien si no quiere que opte por cumplir con mi deber como ciudadano.
—Vas a ver tú cuál es tu deber como ciudadano —le espetó Paul—. Frank, ¿tienes suficiente?
—Más que suficiente.
Frank salió al claro con una sonrisa radiante.
—Hijo de puta.
Haffner dio un paso adelante antes de que Paul lo interceptara con un derechazo directo a la mandíbula.
—Yo no lo habría dicho mejor.
—¿Rusty? ¿Rusty Haffner el Canalla? —dijo Frank en tono agradable mientras tiraba de Haffner para levantarlo del suelo—. Me acuerdo de ti. ¿Y tú, te acuerdas de mí? Soy el teniente Francis Needlemeyer. Quedas detenido por extorsión, ocultación de pruebas y, en general, por tocar los cojones. Ahora mismo te leo tus derechos. —Tras esposarlo, Frank sacó un walkie-talkie—. Aquí tengo un montón de mierda para que vengáis a recogerla.
—Ya vamos para allá, teniente. Por cierto, la recepción era alta y clara.