A las diez de la mañana del lunes Julia estaba preparada para acometer su labor. Había pasado el fin de semana con su hijo, aprovechando la bonanza del tiempo para cumplir su promesa de viajar a Disneylandia y, de paso, visitar los estudios de Universal. Brandon se había aclimatado rápido, más rápido que ella, al cambio horario.
Julia sabía que los dos habían pasado nervios al acudir aquella mañana a la nueva escuela. Se habían entrevistado con el director antes de que Brandon se dirigiera, tan pequeño como armado de valor, a su primera clase. Por su parte, Julia se había despedido estrechando la mano del director, tras rellenar una multitud de formularios, y había mantenido la compostura durante el trayecto de vuelta.
Ya en casa se había desahogado llorando a lágrima viva.
Un rato más tarde, con la cara lavada y maquillada, y la grabadora y la libreta en el maletín, se dispuso a llamar al timbre de la entrada de la casa principal. Al cabo de unos instantes Travers abrió la puerta con un resoplido de desaprobación.
—La señorita Benedict está arriba, en su despacho. La está esperando.
Dicho esto, dio media vuelta y la guio escalera arriba.
El despacho estaba situado en el ala central de la E, con un amplio ventanal semicircular a modo de fachada. Las tres paredes restantes se veían cubiertas de estanterías donde se exhibían los premios que Eve había ido acumulando a lo largo de su dilatada carrera. Las estatuillas y placas se intercalaban, con fotografías, carteles y otros objetos de recuerdo de sus películas.
Julia reconoció el abanico de encaje blanco que había formado parte del atrezzo de un filme ambientado en la situación prebélica anterior a la guerra civil norteamericana, los zapatos de tacón rojos tan sexy que Eve había lucido en el papel de una mujer de vida alegre que cantaba en un bar del Oeste, y la muñeca de trapo de la que no se había despegado en toda la película cuando interpretó el personaje de una madre en busca de un hijo que había perdido.
Asimismo, reparó en que el despacho no se veía tan ordenado como el resto de la casa. La estancia, empapelada de seda y enmoquetada con una felpa de pelo largo y mullido, se hallaba lujosamente amueblada con una combinación de antigüedades y vivos colores. Pero junto al enorme escritorio de palisandro donde estaba sentada Eve se veían pilas y pilas de guiones. Sobre una mesa de estilo Queen Anne reposaba una máquina de café, con la cafetera ya medio vacía. Había montones de números de Variety tirados por el suelo y un cenicero rebosante de colillas junto al teléfono por el que Eve estaba hablando a gritos.
—Por mí se pueden meter su certificado de honor por donde les quepa. —Eve hizo señas a Julia para que entrase antes de dar una larga calada a un cigarrillo que sostenía medio consumido entre sus dedos—. Me importa un bledo que sea buena prensa, Drake, no pienso coger un avión a la Cochinchina para aguantar una cena de tres al cuarto con una maldita pandilla de republicanos. Puede que sea la capital de la nación, pero para mí es la Cochinchina. No voté a ese imbécil, y no pienso cenar con él. —Eve dio un resoplido y sacudió la ceniza del cigarrillo entre la montaña de colillas del cenicero—. Encárgate tú del asunto. Para eso te pago —resolvió antes de colgar el teléfono y hacer señas a Julia para que tomara asiento—. A mí con estas. La política es para idiotas y malos actores.
Julia dejó el maletín junto a su silla.
—¿Podré citar esa frase?
Eve se limitó a sonreír.
—Veo que está lista para ponerse manos a la obra. He pensado que deberíamos tener nuestra primera sesión de trabajo en un ambiente formal.
—Donde esté usted cómoda. —Julia miró el montículo de guiones—. ¿Los ha rechazado todos?
—La mitad son para que haga de abuela de alguien, y la otra mitad para que me desnude. —Eve levantó un pie enfundado en una zapatilla de deporte roja y dio un empujón a la pila de papeles, que se inclinó hacia un lado antes de provocar un alud de sueños derrumbados—. Un buen guionista vale un dineral.
—¿Y un buen actor?
Eve se echó a reír.
—Es capaz de convertir un montón de paja en oro. Como por arte de magia. —Eve levantó una ceja al ver que Julia sacaba la grabadora y la colocaba sobre la mesa de centro—. Yo diré lo que puede grabarse y lo que no.
—Por supuesto. —Julia solo pretendía asegurarse de que quedara grabado todo lo que ella quisiera—. Nunca falto a mi palabra, señorita Benedict.
—Todo el mundo acaba haciéndolo —dijo, agitando en el aire una mano estrecha y alargada en la que solo lucía un rubí resplandeciente—. Y antes de que yo comience a faltar a la mía, me gustaría saber más cosas sobre usted, aparte de las cuatro estupideces que pone en su nota de prensa. Hábleme de sus padres.
Más impaciente que molesta, Julia juntó las manos sobre su regazo.
—Los dos están muertos.
—¿Tiene hermanos?
—Soy hija única.
—Y nunca se ha casado.
—No.
—¿Por qué?
Pese a notarse levemente crispada por el dolor, Julia logró mantener un tono de voz tranquilo y desapasionado.
—Porque nunca he querido.
—Como casada y divorciada en cuatro ocasiones, no soy la persona más indicada para recomendar la experiencia, pero me imagino que criar a un hijo sola debe de ser difícil.
—Tiene sus problemas, y sus recompensas.
—¿Cómo cuál?
La pregunta le cogió tan de improviso que tuvo que hacer de tripas corazón para no flaquear.
—Como basarse únicamente en los sentimientos de una misma a la hora de tomar una decisión.
—¿Y eso qué es, un problema o una recompensa?
Los labios de Julia trazaron una leve sonrisa.
—Ambas cosas —respondió, antes de sacar una libreta y un lápiz del maletín—. En vista de que solo puede concederme dos horas de su tiempo al día, me gustaría empezar a trabajar. Naturalmente, cuento con toda la información publicada hasta la fecha sobre usted. Nació en Omaha, siendo la segunda de tres hermanos. Su padre era vendedor.
De acuerdo, pensó Eve, se pondrían a trabajar. Ya averiguaría lo que quisiera saber de ella sobre la marcha.
—Viajante —puntualizó Eve al tiempo que Julia apretaba el botón de grabación—. Siempre he sospechado que tengo varios hermanastros desperdigados por las llanuras del centro del país. De hecho, muchas veces se han dirigido a mí personas que aseguraban estar emparentadas conmigo, y que esperaban sacar provecho de dicha circunstancia.
—¿Y qué opina al respecto?
—Que era cosa de mi padre, no mía. Un nacimiento accidental no da derecho a una vida de gorra. —Eve se recostó, juntando las yemas de los dedos en forma de campanario—. Yo he conquistado el éxito por mis propios medios. Sin ayuda de nadie. Si aún fuera Betty Berenski de Omaha, ¿cree que alguna de esas personas se habría molestado en acudir a mí? Pero Eve Benedict es diferente. Yo dejé atrás a Betty y los maizales cuando tenía dieciocho años. No soy de las que miran atrás.
Aquella era una filosofía que su interlocutora entendía y respetaba. Julia comenzó a sentir una vibrante emoción ante el preludio de aquel clima de intimidad que hacía que sus biografías tuvieran tanto éxito.
—Hábleme de su familia. ¿Cómo fue la infancia y juventud de Betty?
Eve soltó una carcajada, echando la cabeza hacia atrás.
—A mi hermana mayor le horrorizará ver publicado que yo tildaba a nuestro padre de mujeriego. Pero la verdad es la verdad. Cogía carretera y manta y se iba a vender cacharros; siempre conseguía vender lo suficiente para mantenernos a flote. Cuando volvía, lo hacía con alguna baratija para sus niñas, chocolatinas, pañuelos o cintas para el pelo. Papá siempre nos traía regalos. Era un hombre apuesto y corpulento, moreno, con bigote y las mejillas coloradas. En casa lo adorábamos. Claro que estábamos sin él cinco días a la semana.
Se llevó un cigarrillo a la boca y lo encendió.
—Los sábados le lavábamos la ropa. Sus camisas apestaban a perfume. Mi madre siempre se quedaba sin olfato los sábados. Ni una sola vez oí de su boca una pregunta capciosa, una acusación o una queja. Lo suyo no era cobardía, era… resignación; aceptaba la infidelidad de mi padre como parte de lo que le había tocado vivir. Cuando mi madre murió, de forma inesperada cuando yo tenía dieciséis años, mi padre se quedó como alma en pena, y lloró su muerte hasta que falleció, cinco años más tarde. —Eve hizo una pausa y se inclinó de nuevo hacia delante—. ¿Qué escribe ahí?
—Observaciones —contestó Julia—. Opiniones.
—¿Y qué observa?
—Que usted amaba a su padre, y él la defraudó.
—¿Y si le digo que eso es una solemne tontería?
Julia comenzó a dar golpecitos con el lápiz en la libreta. En efecto, se imponía el entendimiento, pensó. Y un equilibrio de fuerzas.
—Entonces estaríamos perdiendo el tiempo las dos.
Tras un momento de silencio, Eve descolgó el teléfono.
—Quiero café recién hecho.
Para cuando Eve hubo dado instrucciones al personal de cocina Julia había tomado la decisión de sortear el tema de la familia. Ya lo retomaría cuando entendiera mejor a Eve.
—Con dieciocho años vino por primera vez a Hollywood —dijo Julia, retomando la conversación—. Sola. Recién salida de la granja, por así decirlo. Me interesaría conocer sus sentimientos, sus impresiones. ¿Qué sintió aquella jovencita de Omaha al bajar del autobús en la estación de Los Ángeles?
—Emoción.
—¿No tenía miedo?
—Era demasiado joven para tener miedo. Demasiado presuntuosa para pensar que podía fracasar. —Eve se levantó y comenzó a dar vueltas por la habitación—. Estábamos en guerra, y nuestros muchachos embarcaban rumbo a Europa para luchar y morir. Yo tenía un primo, un chico muy gracioso que se enroló en la armada y fue enviado al Pacífico Sur. Volvió en una caja. Su funeral fue en junio. En julio hice las maletas. De repente me di cuenta de que la vida podía ser muy corta, y muy cruel. Y no estaba dispuesta a desperdiciar ni un solo segundo.
Travers entró con el café.
—Déjalo ahí —indicó Eve, señalando la mesa baja que Julia tenía delante—. Ya se encargará la chica de servirlo.
Eve cogió su café solo y se apoyó contra la esquina del escritorio. Julia anotó sus observaciones, en este caso con respecto a la fortaleza de Eve, cualidad que se dejaba ver tanto en su rostro y su voz como en las posturas de su cuerpo.
—Pecaba de ingenua, pero no de tonta —afirmó con voz ronca—. Sabía que había dado un paso que cambiaría mi vida. Y me constaba que me costaría muchos sacrificios y penurias, y que estaría sola en mi andadura. ¿Me entiende?
Julia se recordó tumbada en una cama de hospital con dieciocho años y un bebé pequeño e indefenso en los brazos.
—Sí, la entiendo.
—Cuando bajé del autobús tenía treinta y cinco dólares, y no pensaba pasar hambre. Llevaba conmigo una carpeta llena de fotografías y recortes de prensa.
—Había trabajado de modelo.
—Así es, y también en alguna que otra obra de teatro local. En aquella época los estudios enviaban a sus cazatalentos por ahí, no tanto para descubrir nuevas promesas de la pantalla como para obtener publicidad. Pero me di cuenta de que si me quedaba en Omaha la oportunidad no me llegaría ni por asomo. Por eso decidí irme a Hollywood. Y así fue como llegué aquí. Me puse a trabajar en una cafetería y conseguí unos cuantos papeles como extra para la Warner Bros. La cuestión era que te vieran, ya fuera en el aparcamiento, en un plato o en el comedor. Me ofrecí voluntaria para trabajar en el comedor de Hollywood, no por altruismo ni por nuestros soldados, sino porque sabía que me codearía con las estrellas. Los ideales y las buenas acciones era lo último en lo que pensaba. Lo único que me importaba eran mis propias metas. ¿Le parece una postura fría por mi parte, señorita Summers?
Julia no veía por qué podía interesarle su opinión, pero meditó su respuesta antes de contestar.
—Sí. Y supongo también que era práctica.
—Así es. —Eve tensó los labios—. La ambición exige sentido práctico. Y ver cómo servían café a Bette Davis o un sándwich a Rita Hayworth era algo emocionante. Y yo formaba parte de ello. Fue allí donde conocí a Charlie Gray.
La pista de baile estaba abarrotada de soldados y chicas guapas. El aroma a perfume, aftershave, humo y café llenaba la atmósfera. Sonaba una música animada a cargo de Harry James y su orquesta. A Eve le gustaba oír el sonido de la trompeta por encima del jolgorio. Después de una jornada completa en la cafetería y de pasarse horas persiguiendo a representantes, los pies la estaban matando. Y más aún teniendo en cuenta que los zapatos que se había comprado de segunda mano eran medio número más pequeño que el suyo.
Eve se aseguró de que el cansancio no se trasluciera en su rostro. Nunca se sabía quién podía aparecer y fijarse en una. Estaba convencidísima de que bastaba con que alguien reparara una sola vez en ella para comenzar a escalar posiciones.
El humo flotaba bajo el techo, formando volutas alrededor de las luces de ruedas de carro. La orquesta comenzó a tocar una lenta, y uniformados y engalanadas pasaron a bailar en pareja al son de la música.
Preguntándose cuándo podría tomarse un descanso, Eve sirvió sonriente otra taza de café a otro soldado deslumbrado por la fama.
—Esta semana no has faltado ni una sola noche.
Eve alzó la vista y observó a aquel hombre alto y desgarbado. En lugar de uniforme, llevaba un traje de franela gris que no disimulaba la delgadez de sus hombros. Un cabello rubio peinado hacia atrás cubría su rostro huesudo, donde destacaban unos ojos marrones grandes y tristones como los de un basset.
En cuanto lo reconoció elevó unos grados el arco de su sonrisa. No era de los más famosos. Charlie Gray siempre hacía del amigo del protagonista. Pero era famoso al fin y al cabo. Y se había fijado en ella.
—Todos aportamos nuestro granito de arena a la causa, señor Gray —dijo Eve, levantando una mano para apartarse de los ojos un largo mechón de pelo—. ¿Café?
—Cómo no. —Charlie se apoyó en la barra de la cafetería y, mientras observaba cómo Eve le servía, sacó un paquete de Lucky y se encendió un cigarrillo—. Ya he terminado mi ronda de besos por las mesas, así que he pensado que podía acercarme por aquí para hablar con la chica más guapa de la sala.
Eve no se ruborizó. Podría haberlo hecho si hubiera querido, pero optó por una vía más sofisticada.
—Tiene a la señorita Hayworth en la cocina.
—Me gustan las morenas.
—Pues su primera mujer era rubia.
Charlie sonrió.
—Y la segunda también. Por eso me gustan las morenas. ¿Cómo te llamas, encanto?
Entonces sí que se ruborizó, a propósito y con cuidado.
—Eve —respondió—. Eve Benedict.
Charlie pensó que la tenía calada. Una joven aspirante a famosa que esperaba la oportunidad de ser descubierta.
—¿Y quieres hacer cine?
—No. —Con la mirada clavada en la de él, Eve le cogió el cigarrillo de los dedos, le dio una calada, echó el humo y se lo devolvió—. Voy a hacer cine.
La forma en la que lo dijo y la manera en la que lo miró mientras lo decía hizo que Charlie reconsiderara su primera impresión. Intrigado, se llevó el cigarrillo a los labios y sintió el sabor apenas perceptible de su boca.
—¿Cuánto tiempo llevas en la ciudad?
—Cinco meses, dos semanas y tres días. ¿Y tú?
—Demasiado.
Atraído como siempre se sentía ante una mujer con don de palabra y aspecto peligroso, Charlie la miró de arriba abajo. Eve llevaba un vestido azul muy discreto que en su cuerpo resultaba explosivo. El pulso se le aceleró levemente. Cuando volvió a posar su mirada en la de ella y vio aquella expresión divertida e impasible en su rostro, supo que la deseaba.
—¿Te apetece bailar?
—Aún me queda una hora de servir cafés.
—Esperaré.
Mientras veía cómo se alejaba, Eve dudó de su interpretación, temiendo haber sobreactuado, o haber pecado de demasiado contenida. Repasó mentalmente cada palabra, cada gesto, probando con un sinfín de versiones distintas. Mientras tanto se dedicó a servir café y coquetear con jóvenes soldados que iban de punta en blanco. Ocultaba los nervios tras sus seductoras sonrisas. Cuando terminó su turno salió de detrás de la barra con aparente despreocupación.
—Eso son andares —la piropeó Charlie, poniéndose a su lado al tiempo que Eve dejaba escapar un suspiro de alivio.
—Me sirven para ir de un sitio a otro.
Al llegar a la pista de baile Charlie la rodeó con sus brazos, y así permanecieron durante casi una hora.
—¿De dónde eres? —le preguntó en voz baja.
—De ninguna parte. Nací hace cinco meses, dos semanas y tres días.
Charlie se echó a reír, rozando con su mejilla los cabellos de ella.
—Ya eres demasiado joven para mí. No me lo pongas peor. —Charlie sintió que tenía entre sus brazos el sexo hecho carne, en su estado más puro y vibrante—. Qué calor hace aquí.
—Me gusta el calor. —Eve echó la cabeza hacia atrás y le sonrió. Estaba poniendo a prueba una nueva expresión, una sonrisa a medias, con los labios levemente separados y los ojos entrecerrados con aire indolente bajo unos párpados medio caídos. Por el modo en que los dedos de él la apretaron contra sí, supuso que había funcionado—. Pero podemos ir a dar una vuelta si quieres tomar el aire.
La manera de conducir de Charlie, rápida y un tanto temeraria, le hacía reír. De vez en cuando Charlie desenroscaba una petaca plateada de bourbon de la que bebía a pequeños sorbos, y que ella rechazó. Eve cedía poco a poco a la curiosidad de Charlie, brindándole la información que ella quería que él supiera. Aún no había podido encontrar representante, pero ya había hablado con un plato y tenía un papel de extra en The Hard Way, con Ida Lupino y Dennis Morgan. La mayor parte del dinero que ganaba como camarera lo destinaba a sus clases de interpretación. Era una inversión: quería ser una actriz profesional, y tenía la intención de convertirse en una estrella.
Eve se interesó por su trabajo, no por las estrellas más famosas con las que trabajaba, sino por el trabajo en sí. Charlie había bebido lo bastante para sentirse halagado y protector. Para cuando la dejó a la salida de su pensión estaba totalmente encaprichado con ella.
—Estás completamente perdida, cielo. Eres un corderito en mitad de un bosque lleno de lobos deseosos de darte una dentellada.
Eve recostó la cabeza contra el respaldo del asiento con ojos soñolientos.
—Nadie va a darme ninguna dentellada… a menos que yo le deje. —Cuando Charlie se inclinó hacia Eve para besarla, ella esperó a que la boca de él rozara la suya para apartarse con cuidado y abrir la puerta del coche—. Gracias por el paseo. —Tras atusarse el cabello con una mano, se encaminó hacia la puerta de entrada del viejo edificio gris, y una vez allí se volvió hacia él para dedicarle una sonrisa de despedida por encima del hombro—. Ya nos veremos, Charlie.
Al día siguiente llegaron las flores, una docena de rosas rojas que provocó una oleada de risitas ahogadas entre las otras mujeres de la pensión. Mientras Eve las colocaba en un jarrón que tomó prestado, no pensaba en aquellas flores como tal, sino como símbolo de su primer triunfo.
Charlie comenzó a llevarla a fiestas. Eve cambiaba cupones de comida para comprar tela y hacerse vestidos. La ropa era otra inversión. Siempre se aseguraba de que la prenda que llevaba puesta le quedara un tanto ceñida para su talla. No le importaba utilizar su cuerpo para conseguir sus propósitos. A fin de cuentas, era dueña de hacer lo que quisiera con él.
Las enormes mansiones, las legiones de criados, las glamourosas mujeres con sus pieles y sus vestidos de seda… nada de ello le intimidaba. No podía dejar que eso ocurriera. Tampoco le intimidaba acudir a locales nocturnos de alto copete. Descubrió que se aprendía mucho en el tocador de señoras del Ciro’s, como por ejemplo si estaban buscando actrices para una película, quién se acostaba con quién o qué actriz estaba en suspensión de empleo y por qué. Eve se dedicaba a ver, escuchar y recordar.
La primera vez que vio su imagen en los periódicos, cuando fue fotografiada junto a Charlie a la salida del Romanoff’s, se pasó una hora criticando su pelo, su expresión facial y su postura.
A Charlie no le pedía nada, y lo mantenía a una distancia prudencial, aunque cada vez les resultaba más difícil a ambos. Sabía que con solo insinuar que quería que le hicieran una prueba, él se la conseguiría. Al igual que sabía que Charlie se la quería llevar a la cama. Eve quería hacer la prueba, y tener a Charlie como amante, pero era consciente del valor de esperar el momento oportuno.
Para Nochebuena Charlie organizó una fiesta en su casa. A petición suya, Eve acudió antes que los demás a su enorme mansión de ladrillo de Beverly Hills. La tela de satén rojo le había costado las dietas de una semana entera, pero Eve consideraba que el vestido lo merecía. La prenda estilizaba su silueta, con un escote bajo que realzaba el busto y la anchura justa para que le quedara ceñida a las caderas. Eve había decidido modificar el patrón a fin de hacerlo más atrevido, añadiendo una raja en el costado que adornó en el extremo superior con un broche de estrás para que llamara aún más la atención.
—Estás divina. —Charlie acarició los hombros desnudos de Eve cuando esta entró en el vestíbulo—. ¿Vas sin chal?
El dinero no le había alcanzado para hacerse con uno que combinara con el vestido.
—Soy de sangre caliente —dijo Eve antes de ofrecerle un paquete pequeño adornado con un vistoso lazo rojo—. Feliz Navidad.
Dentro había un libro de poesía de Byron, un ejemplar fino y gastado por el uso. Por primera vez desde que lo conocía, Eve se sintió tonta e insegura.
—Quería regalarte algo mío —le explicó—. Algo que tuviera un valor para mí. —Con manos torpes, buscó un cigarrillo en su bolso—. Ya sé que no es mucho, pero…
Charlie posó una mano en las suyas para tranquilizarla.
—Es un gran regalo. —Presa de una emoción irrefrenable, Charlie le soltó las manos para acariciarle la mejilla—. Es la primera vez que me das algo realmente tuyo.
Cuando Charlie acercó sus labios a los de Eve, ella sintió una ráfaga de calor y necesidad. Esta vez no se resistió cuando, lejos de apartarse de su boca, Charlie intensificó el beso. Eve se dejó llevar por el momento, estrechando a Charlie entre sus brazos y sintiendo el contacto con su lengua. Hasta entonces solo la habían besado chicos. Pero Charlie era un hombre, experimentado y ávido, un hombre que sabía qué hacer con sus deseos. Eve notó sus dedos deslizarse por el satén, aumentando por momentos el calor de su piel.
Oh sí, pensó, ella también lo deseaba. Fuera el momento oportuno o no, el deseo que sentían el uno por el otro no podría esperar mucho más. Movida por la cautela, Eve se retiró de Charlie.
—Las Navidades me ponen sentimental —logró decir antes de limpiarle el carmín de los labios con una sonrisa en el rostro.
Charlie le cogió la muñeca y le besó la palma de la mano.
—Ven arriba conmigo.
El corazón de Eve comenzó a latir con fuerza, para su sorpresa. Charlie no le había hecho nunca aquella proposición.
—Me ponen sentimental, pero no tanto. —Eve se esforzó en recobrar la calma—. Tus invitados llegarán de un momento a otro.
—Que les den.
Eve se echó a reír, cogiéndose a su brazo.
—Eso es lo que quieres hacerme tú a mí, Charlie. Pero ahora mismo lo que vas a hacer es servirme una copa de champán.
—¿Y luego?
—Solo existe el presente, Charlie. El presente en mayúsculas.
Eve atravesó un par de puertas dobles para acceder a una sala contigua presidida por un árbol de tres metros decorado con luces y bolas de colores. La decoración de la estancia respondía a un gusto masculino, y ya solo por eso le gustó. Los muebles se caracterizaban por su sencillez y sus líneas rectas, y las sillas se veían cómodas y mullidas. En un extremo de la sala ardía un fuego encendido en una enorme chimenea, y en el otro extremo se extendía una larga barra de bar de caoba muy bien surtida. Eve se sentó en uno de los taburetes de piel y sacó un cigarrillo.
—Camarero —dijo—, la dama necesita una copa.
Mientras Charlie descorchaba el champán y le servía una copa, Eve lo observó con detenimiento. Charlie iba vestido de etiqueta, y el esmoquin le favorecía. Nunca podría competir con los galanes de la época. Charlie Gray no era un Gable ni un Grant, pero era una persona de convicciones firmes y trato afable, y se tomaba en serio su trabajo.
—Eres un buen hombre, Charlie. —Eve levantó su copa—. Por ti, mi primer amigo de verdad en este mundo.
—Por el presente —propuso Charlie antes de chocar su copa con la de Eve—. Y por lo que nos inspira. —Charlie bordeó la barra para coger un regalo que había a los pies del árbol—. No es tan íntimo como Byron, pero cuando lo vi pensé en ti.
Eve dejó el cigarrillo a un lado para abrir la caja. El collar de diamantes resplandecía con su gélido fulgor sobre un fondo de terciopelo negro. En el centro destacaba cual gota de sangre el destello rojo intenso de un enorme rubí. Los diamantes tenían forma de estrella; el rubí, de lágrima.
—¡Oh, Charlie!
—No irás a decir que no debería haberme molestado.
Eve negó con la cabeza.
—Nunca saldría con una frase tan manida. —Sin embargo, tenía los ojos empañados y un nudo en la garganta—. Iba a decir que tienes un gusto excelente. Caray, no se me ocurre nada más ingenioso. Es una preciosidad.
—Como tú. —Charlie sacó el collar del estuche y lo hizo deslizar entre sus dedos—. En el camino a las estrellas uno se deja sangre y lágrimas. Es algo que no debes olvidar, Eve. —Charlie se lo puso alrededor del cuello y cerró el broche—. Hay mujeres que nacen para lucir diamantes.
—Estoy segura de que yo soy una de ellas. Y ahora voy a hacer algo muy típico en estos casos. —Y, riendo, buscó la polvera en su bolso, la abrió y contempló el reflejo del collar en el espejito cuadrado—. ¡Dios mío, es precioso! —Eve giró en el taburete para besar a Charlie—. Me siento como una reina.
—Me gusta verte feliz —le dijo Charlie, sosteniendo el rostro de Eve entre sus manos—. Te quiero. —Charlie vio aflorar en los ojos de Eve una mirada de sorpresa, seguida rápidamente de una expresión de angustia. Conteniendo una blasfemia, Charlie retiró las manos del rostro de Eve—. Tengo algo más para ti.
—¿Algo más? —inquirió Eve, tratando de mantener un tono de voz desenfadado. Sabía que Charlie la deseaba, que le tenía mucho aprecio. Pero ¿que estuviera enamorado de ella? Eve no quería que Charlie sintiera un amor por ella que no pudiera ser correspondido. Es más, no quería ni sentirse tentada a intentarlo. Cuando alargó la mano para coger su copa de champán notó que el pulso le fallaba—. Será difícil que supere este collar.
—Si te conozco tan bien como creo que te conozco, lo superará con creces.
Charlie se sacó una nota de papel del bolsillo superior del esmoquin y la dejó a su lado, encima de la barra.
—Doce de enero, a las diez de la mañana. Plato quince. —Eve levantó una ceja con cara de desconcierto.
—¿Qué es esto? ¿Las pistas para dar con un tesoro?
—Tu prueba. —Charlie vio cómo las mejillas de Eve palidecían y sus ojos se oscurecían. Incapaz de articular palabra con sus labios temblorosos, se limitó a mover la cabeza de un lado a otro en señal de perplejidad. Consciente totalmente del alcance de su reacción, Charlie sonrió, pero su sonrisa no llegó a iluminar su mirada—. Sí, pensé que eso significaría mucho más para ti que un collar de diamantes.
Y ya entonces Charlie supo que, una vez encarrilada, Eve le pasaría de largo a toda velocidad.
Con sumo cuidado, Eve dobló el papel y lo guardó en el bolso.
—Gracias, Charlie. Nunca lo olvidaré.
—Aquella noche me acosté con él —dijo Eve con voz pausada. Sus palabras habían adoptado un tono emocionado, pero no había lágrimas en sus ojos. Ya no lloraba, salvo en el escenario—. Fue todo un caballero; me trató con una delicadeza exquisita, y se impresionó al descubrir que él era el primero. Una mujer nunca olvida la primera vez. Y cuando se siente bien tratada el recuerdo que le queda es precioso. Me dejé el collar puesto mientras hacíamos el amor. —Eve se echó a reír y cogió su taza de café ya frío—. Luego bebimos más champán y volvimos a hacer el amor. Me gusta pensar que le di algo más que sexo aquella noche, y las que le siguieron durante las semanas que fuimos amantes. Charlie tenía treinta y dos años. En la biografía que solía difundir el estudio le habían quitado cuatro años, pero él me reveló su verdadera edad. Para Charlie Gray las mentiras no existían.
Con un suspiro, Eve volvió a dejar el café a un lado y se miró las manos.
—Él mismo me preparó para la prueba. Era buen actor, pero en su época estaba subestimado. En dos meses conseguí un papel en su siguiente película.
Cuando el silencio se prolongó, Julia dejó la libreta a un lado. No la necesitaba. No olvidaría ni un solo instante de aquella mañana.
—Vidas desesperadas, con Michael Torrent y Gloria Mitchell. Usted hacía de Cecily, la mala que con sus encantos seducía y traicionaba al joven abogado idealista que interpretaba Torrent. Una de las escenas más eróticas de entonces, y también de ahora, era cuando usted entraba en su despacho, se sentaba en su mesa y le quitaba la corbata.
—Tenía dieciocho minutos ante la cámara, y los aproveché al máximo. Me dijeron que debía despertar el instinto sexual, y yo rezumé sexo por los cuatro costados. —Eve se encogió de hombros—. La película no revolucionó el mundo del cine. Ahora la ponen en la tele por cable a las tres de la madrugada. Aun así, logré dejar la huella suficiente para que el estudio me diera otro papel de mujerzuela. Me convertí en el nuevo sex symbol de Hollywood… y les hice ganar una fortuna mientras yo cobraba el salario estipulado en el contrato inicial que había firmado con ellos. Pero no me molesta, ni siquiera hoy en día. Saqué mucho de aquella primera película.
—Incluyendo un marido.
—Ah sí, mi primer error. —Eve se encogió de hombros con gesto despreocupado y esbozó una sonrisa—. Michael tenía una cara preciosa, pero una cabeza de chorlito. En la cama todo iba como la seda, pero no había manera de tener una conversación mínimamente inteligente con él. —Sus dedos comenzaron a tamborilear en el escritorio de palisandro—. Charlie lo tenía todo para ser actor, pero Michael tenía la cara, la presencia. Me sigue dando rabia pensar que fui lo bastante tonta para creer que el muy memo tenía algo que ver con los hombres que interpretaba en el cine.
—¿Y qué ocurrió con Charlie Gray? —Julia observó el rostro de Eve con atención—. ¿Por qué se suicidó?
—Estaba en apuros económicos, y su carrera se había estancado. Aun así, resultaba difícil pensar que fuera una mera coincidencia el hecho de que se pegara un tiro el mismo día que me casé con Michael Torrent. —Eve no alteró un ápice el tono de voz ni su mirada se turbó al cruzarse con la de Julia—. ¿Lo lamento? Sí. Charlie era uno entre un millón, y lo amaba. No como él me amaba a mí, pero lo amaba. ¿Me culpo de su muerte? No. Elegimos nuestro propio camino, tanto Charlie como yo. Los supervivientes aceptan el camino que han elegido. —Eve inclinó la cabeza—. ¿No lo crees así, Julia?