Sudoroso, tonificado y contento con el mundo en general, Lincoln Hathoway entró tranquilamente en la cocina después de su sesión matutina de footing. Al ver que la cafetera Krups comenzaba a expulsar café, miró la hora en su reloj. Las seis y veinticinco. En punto.
Si había algo en lo que él y Elizabeth, su mujer desde hacía quince años, coincidían, era en la simetría. Sus vidas discurrían sin complicaciones. A él le gustaba ser uno de los abogados criminalistas más respetados de la costa Este, y a ella le gustaba ser la esposa y anfitriona de un hombre de éxito. Tenían dos niños inteligentes y educados que no conocían más que el bienestar económico y la estabilidad. Una década atrás el matrimonio había atravesado un pequeño bache, pero las aguas habían vuelto a su cauce y todo estaba en calma desde entonces. Si con los años habían caído en una rutina que rayaba en lo anodino, así era como lo querían.
Como de costumbre, Lincoln cogió su taza, en la que ponía «AQUÍ BEBE UN ABOGADO DE LEY», un regalo que le había hecho su hija Amelia cuando cumplió los cuarenta. Tomaría la primera taza del día solo mientras veía las noticias de la mañana antes de subir a ducharse. Era una buena vida, pensó Lincoln al encender la televisión de la cocina. En aquel momento el presentador anunciaba que se había producido un giro sorprendente en la investigación del asesinato de Eve Benedict.
La taza se le resbaló de los dedos y se estrelló contra el suelo en mil pedazos, esparciéndose el café colombiano recién hecho como un río sobre las brillantes baldosas blancas.
—Julia.
El nombre brotó de sus labios en un susurro al tiempo que Lincoln buscaba a tientas una silla sin despegar los ojos de la pantalla.
Julia estaba sola, acurrucada en un rincón del sofá. Entre las manos sostenía sin fuerzas una libreta donde había intentado escribir lo que tenía que hacer. Se había propuesto elaborar una lista de prioridades.
Naturalmente, necesitaba un abogado, el mejor que pudiera permitirse. Eso tal vez significara rehipotecar la casa, o incluso venderla. Con el dinero de Eve, aunque hubiera querido, no podía contar, pues al ser sospechosa de su muerte no tendría derecho a beneficiarse de él.
Beneficios por fallecimiento. Aquella expresión siempre le había parecido muy poco elegante, y en aquel momento más que nunca.
Tenía que pensar en quién se haría cargo de Brandon, durante el juicio y después, si… No era el momento de pensar en dicha posibilidad. Julia no tenía familia, pero sí amigos, muchos de los cuales habían tratado ya de ponerse en contacto con ella. Pero ¿con quién podría dejar a su hijo?
Era ahí donde se había detenido en la elaboración de la lista, pues llegado a aquel punto no pudo continuar.
El teléfono sonaba cada pocos minutos; Julia oía cómo saltaba el contestador automático, con la voz de Paul informando a la persona que llamaba de que no podían atenderle. Entre las llamadas de los periodistas se intercalaban la de allegados preocupados por ella, como CeeCee, Nina y Victor. Dios mío, Victor. Al oír su voz, Julia cerró los ojos. ¿Lo sabría? ¿Sospecharía algo? ¿Qué podrían decirse que no causara más dolor?
Deseó que Paul estuviera de regreso, y deseó también que tardara más en llegar para poder estar sola. Paul se había limitado a decirle que tenía cosas que hacer, pero no le había dicho qué, ni ella tampoco se lo había preguntado.
Paul se había encargado de llevar a Brandon al colegio.
Brandon. Tenía que resolver la cuestión de Brandon.
Cuando el teléfono volvió a sonar Julia siguió haciendo caso omiso de él, pero el tono de apremio de la voz que oyó captó su atención, y al reconocer de quién se trataba se quedó mirando el teléfono.
—Julia, por favor, llámame en cuanto puedas. He cancelado los compromisos que tenía para hoy y lo he arreglado todo para quedarme en casa. Acabo de enterarme esta mañana por las noticias. Ponte en contacto conmigo, por favor. No sabes cuánto… Llámame. Mi teléfono es…
Poco a poco, sin apenas darse cuenta de que se había levantado y había atravesado el salón, levantó el auricular.
—Lincoln. Soy Julia.
—Gracias a Dios. Ni siquiera estaba seguro de que me hubieran dado el teléfono correcto. He movido todos los hilos que he podido en el cuerpo de policía de Los Ángeles.
—Pero ¿por qué me llamas?
No era resentimiento lo que Lincoln percibió en la voz de Julia, sino perplejidad, lo que hizo que la vergüenza que sentía fuera casi insoportable.
—Porque te van a juzgar por homicidio. No me lo puedo creer, Julia. No puedo creer que tengan pruebas suficientes para procesarte.
Julia reparó en que Lincoln tenía la misma voz, clara y precisa. Por motivos que no entendía, se preguntó si aún llevaría la ropa interior planchada.
—Pues ellos parecen creer que sí las tienen: yo estaba allí, encontraron mis huellas dactilares en el arma y la noche anterior había amenazado a Eve.
—Por Dios —exclamó Lincoln, pasándose una mano por su sedoso pelo rubio—. ¿Quién te representa?
—Greenburg. Era el abogado de Eve. De hecho, está buscándome a alguien, porque él no ejerce como criminalista.
—Escúchame bien, Julia. No hables con nadie. ¿Me has oído? No hables con nadie.
Julia estuvo a punto de sonreír.
—¿Te cuelgo, entonces?
Lincoln nunca había entendido su sentido del humor y siguió con la conversación, pasando por alto la broma.
—Voy a coger el primer avión que pueda. Soy miembro del Colegio de Abogados de California, así que no hay problema. Dame la dirección del lugar donde estés.
—¿Por qué? ¿Por qué habrías de venir aquí, Lincoln?
Lincoln ya estaba formulando en su mente los motivos y pretextos que esgrimiría ante su mujer, sus compañeros y ante la prensa.
—Te lo debo —respondió tajante.
—No. Tú no me debes nada. —Julia estaba sujetando el auricular con ambas manos—. ¿Te das cuenta… te has parado a pensar en algún momento en que no me has preguntado por él? Ni siquiera me has preguntado por él.
En el silencio que siguió a sus palabras, Julia oyó la puerta cerrarse. Al volverse, vio a Paul mirándola.
—Julia… —El tono de voz de Lincoln era tranquilo y totalmente razonable—. Quiero ayudarte. Pienses lo que pienses de mí, sabes que soy el mejor. Déjame hacer esto por ti. Y por el chico.
El chico, pensó Julia. Ni siquiera era capaz de llamarlo por su nombre. Julia apoyó la cabeza en la mano un instante, tratando de ir más allá de sus sentimientos. Lincoln había dicho una cosa que era completamente cierta: él era el mejor. Julia no podía permitirse el lujo de dejar que el orgullo se antepusiera a la libertad.
—Estoy en Malibú —dijo, y le dio la dirección—. Adiós, Lincoln. Y gracias.
Paul aguardó, sin decir nada. No sabía qué sentía. Bueno, sí que lo sabía. Al entrar y deducir con quién estaba hablando Julia por teléfono, sintió como si le hubieran pegado un tiro. Y ahora sentía como si sangrara por dentro.
—¿Lo has oído? —preguntó Julia.
—Sí, lo he oído. Creía que habíamos quedado en que no cogerías el teléfono.
—Lo siento. Tenía que hacerlo.
—Claro —dijo Paul, balanceándose hacia atrás sobre sus talones—. Pasa de ti durante diez años, pero tú tenías que cogerle el teléfono.
Con un gesto involuntario, Julia se pasó una mano sobre el estómago al notar que los músculos comenzaban a hacérsele un nudo.
—Paul, es abogado.
—Eso tengo entendido. —Paul se dirigió hacia el mueble bar, pero se decantó por el agua mineral como la opción más conveniente. En su estado, tomarse una copa habría sido como echar gasolina a un fuego—. Y, claro, es el único abogado del país que está capacitado para llevar tu caso. Va a presentarse aquí con su maletín plateado y va a salvarte de las garras de la injusticia.
—No puedo permitirme el lujo de rechazar la ayuda de quienquiera que me la ofrezca. —Julia apretó los labios ante la necesidad de mantener la calma. Por dentro le consumían las ganas de pasar corriendo por su lado y abrir la puerta de golpe—. Quizá me tuvieras en mejor consideración si le escupiera a la cara. Quizá hasta yo misma me tuviera en mejor consideración. Pero si me envían a la cárcel, no sé si sobreviviré. Y tengo miedo, mucho miedo por Brandon.
Paul dejó el vaso de agua a un lado antes acercarse a ella para acariciar sus brazos con delicadeza.
—¿Sabes qué, Jules? Le dejaremos desplegar sus artes de abogado y, cuando haya acabado todo, le escupiremos los dos a la cara.
Julia lo rodeó con sus brazos y pegó su mejilla a la de Paul.
—Te quiero.
—Ya era hora de que volvieras a decir eso. —Paul le echó la barbilla hacia atrás para besarla y luego la llevó hasta el sofá—. Y ahora siéntate mientras te cuento lo que he estado haciendo.
—¿Lo que has estado haciendo?
Julia trató de sonreír, preguntándose si, dadas las circunstancias, sería posible que mantuvieran una conversación normal.
—Sí. He estado haciendo de detective. ¿Qué escritor de novelas de misterio no es en el fondo un detective frustrado? ¿Has comido?
—¿Cómo? Saltas de un tema a otro, Paul.
—Es que he decidido que vamos a hablar en la cocina, mientras comemos algo. —Y dicho esto se levantó y, cogiéndola de la mano, tiró de ella para arrastrarla tras él—. Me distrae verte perder peso mientras hablo. Creo que Brandon ha dejado algo de mantequilla de cacahuete.
—¿Voy a comer un sándwich de mantequilla de cacahuete?
—Con mermelada —añadió Paul mientras cogía un tarro de mantequilla de cacahuete Skippy—. Ya verás, es una bomba de proteínas.
Julia no se veía capaz de decirle que no tenía hambre.
—Ya los hago yo.
—Son mi especialidad —le recordó Paul—. Tú siéntate. Cuando me juzguen a mí por homicidio, ya me mimarás tú a mí.
El comentario le arrancó una sonrisa.
—Trato hecho.
Julia observó a Paul mientras este embadurnaba el pan, preguntándose si recordaría aquella primera mañana que había conocido a Eve. Con un leve suspiro pasó la mirada de Paul a la planta de jade que había en el alféizar de la ventana. ¿Se habría fijado Paul en que se le estaba muriendo cuando ella y Brandon se habían mudado a su casa? Con solo un poco de agua y de fertilizante había vuelto a crecer con fuerza. Qué poco hacía falta para preservar la vida.
Julia sonrió de nuevo ante el plato que Paul le sirvió. Era como una fórmula medicinal ideal: mantequilla de cacahuete con mermelada y alguien a quien amar.
—No lo has cortado en triángulos.
Paul arqueó una ceja.
—Los hombres de verdad no se comen los sándwiches cortados. Eso es de flojos.
—Menos mal que me lo has dicho, sino podría haber seguido cortando los sándwiches de Brandon y humillándolo. —Cuando Julia cogió el sándwich, la mermelada se salió a chorros por los lados—. Bueno, cuéntame cómo has estado haciendo de detective.
—He hecho lo que se llama trabajo de campo. —Al tomar asiento, Paul alargó la mano para ponerle el pelo por detrás de la oreja—. He hablado con Jack, el piloto. En su experta opinión, juraría que el conducto del combustible fue manipulado. Puede que no sea mucho, pero podría servir para demostrar que alguien tramaba algo, y quería amenazarte. A ti, y quizá también a Eve.
Julia se obligó a comer, así como a albergar esperanzas.
—Muy bien. Creo que sería muy importante convencer a la policía de que alguien me enviaba anónimos en tono amenazador… por el libro. Y por otro lado están las cintas. No entiendo cómo, habiéndolas escuchado, pueden pensar que yo… —Julia negó con la cabeza—. No hay manera de demostrar que solo Eve y yo sabíamos lo que contenían.
—Lo único que necesitamos es una «duda fundada». He ido a ver a Travers —añadió Paul antes de hacer una pausa, pues aunque quería hablar con franqueza también quería elegir las palabras con cuidado—. Sigue destrozada, Jules. Su vida entera giraba en torno a Eve, a lo que Eve había hecho por ella, y por su hijo.
—Y Travers cree que yo la maté.
Paul se levantó para servir a ambos algo de beber. Lo primero que fue a parar a sus manos fue una botella de Chablis, y supuso que aquel vino combinaría bien con la mantequilla de cacahuete.
—En este momento tiene que culpar a alguien, y quiere que ese alguien seas tú. El caso es que pocas cosas podían pasar en casa de Eve sin que Travers se enterara. El hecho de que ella pudiera mantener oculta su enfermedad a todo el mundo, incluso a Travers, solo sirve como prueba de la habilidad y determinación de Eve. Aquel día había alguien más en la propiedad, en la casa de invitados. Travers es la mejor baza que tenemos para averiguar quién era.
—Simplemente me gustaría… me gustaría que entendiera que yo no quería decir las cosas que dije aquella noche. —La voz de Julia se volvió más densa al tiempo que cogía la copa de vino y volvía a dejarla sin haber probado la bebida—. Que nunca quise que ese fuera el último recuerdo que tuviera Eve de mí. Ni yo de ella. Será algo que lamentaré el resto de mi vida, Paul.
—Eso sería un error. —Paul puso una mano sobre la de Julia y la apretó levemente—. Ella te trajo aquí para que tuvierais ocasión de conoceros a fondo, no solo por un incidente aislado y unas palabras acaloradas. Julia, he ido a ver a su médico.
—Paul. —Julia entrelazó sus dedos con los de él. En aquel momento cada roce, cada caricia le parecía lo más preciado del mundo—. No deberías haber ido tú solo.
—Era algo que quería hacer yo solo. Le dieron el diagnóstico el año pasado a finales de noviembre, justo después del día de Acción de Gracias. En aquel momento nos dijo que no estaba de humor para sentarse a una mesa con un pavo o un pastel de calabaza delante y que se iba una o dos semanas al balneario Golden Door a que la mimaran y a cargarse de energías. —Paul hizo una pausa para tratar de contener sus propias emociones—. Lo que hizo fue ingresar en el hospital para que le hicieran las pruebas pertinentes. Por lo visto, hacía tiempo que sufría dolores de cabeza, episodios transitorios de visión borrosa y cambios de humor. El tumor estaba… bueno, para decirlo en dos palabras, era demasiado tarde. Podían darle una medicación para aliviar el dolor que le permitiría seguir con su vida normal, pero no podían curarla.
Paul alzó la vista un momento hacia ella. En su mirada, Julia vio un pesar tan hondo y oscuro como un pozo sin fondo.
—No podían hacer nada para frenarlo. Le dijeron que a lo sumo le quedaba un año de vida. Eve fue directamente del hospital a ver a un especialista de Hamburgo. Le hicieron más pruebas, y obtuvo el mismo resultado. Para entonces ya debía de tener pensado lo que iba a hacer a continuación. Era principios de diciembre cuando nos habló a Maggie y a mí del libro, y de ti. Quería completar el último episodio de su vida sin que sus seres queridos supieran el poco tiempo que le quedaba.
Julia miró hacia la pequeña planta de jade, que crecía vigorosa en su rincón soleado.
—No merecía que le arrebataran lo poco que le quedaba de vida.
—No. —Paul tomó un sorbo de vino en lo que era un brindis silencioso, una despedida más—. Y se cabrearía si quienquiera que la mató se saliera con la suya. No pienso permitir que eso pase. —Paul chocó su copa con la de Julia en una muestra de camaradería que hizo que a Julia se le formara un nudo en la garganta—. Bébete el vino —le dijo Paul—. Te reconfortará el alma y te relajará, así me resultará más fácil seducirte.
Julia pestañeó para contener las lágrimas.
—Sándwich de cacahuete con mantequilla y sexo en una sola tarde. No sé si podré resistirlo.
—Vamos a verlo —dijo Paul, poniéndola en pie.
Paul confió en que Julia durmiera una o dos horas, y la dejó en la habitación con los estores bajados para que no entrara el sol y el ventilador de techo en marcha para disipar el calor.
Como la mayoría de los escritores, Paul podía concebir una trama en cualquier parte, ya fuera en el coche, en la sala de espera de la consulta del dentista o en un cóctel. Pero con el paso de los años había descubierto que el lugar donde mejor estructuraba una historia era en su despacho.
La concepción de aquella sala respondía al mismo principio que imperaba en el resto de la casa: todo se adecuaba a él. Paul pasaba la mayor parte de su tiempo en aquella estancia aireada y espaciosa de la primera planta, en la que una de las paredes era una inmensa cristalera ocupada en su totalidad por la imagen del cielo y el mar. Aquellos que no entendían el proceso de creación literaria que seguía un escritor no creían que pudiera estar trabajando al verlo sentado sin más, con la vista perdida en el paisaje mientras observaba la transformación de las luces en sombras y el descenso en picado de las gaviotas con sus alegres graznidos.
Para compensar el esfuerzo que suponía arrancar una historia de la mente y el corazón, Paul había dotado su espacio de trabajo de todo tipo de comodidades. Las paredes laterales se veían forradas de libros, algunos de consulta y otros de entretenimiento, y dos ficus gigantes crecían vigorosos en macetas de piedra maciza. Un año, Eve había invadido su sanctasanctórum para colgar pequeñas bolas rojas y verdes de sus delgadas ramas con el fin de recordar a Paul la llegada de la Navidad, tuviera fecha de entrega o no.
Paul había abrazado la era informática y trabajaba con un pequeño e ingenioso PC, aunque seguía escribiendo notas a mano en pedazos de papel que a menudo perdía. En su día se había instalado un equipo de música de última generación, convencido de que le gustaría escuchar a Mozart o a Gershwin de fondo mientras escribía. Sin embargo, había tardado menos de una semana en reconocer que odiaba las distracciones. Lo que sí tenía era una pequeña nevera repleta de refrescos y cerveza. Cuando estaba inspirado, podían pasar dieciocho horas antes de que abriera la puerta y saliera del despacho tambaleante y con cara de sueño para adentrarse de nuevo en la realidad.
Y fue allí donde se encerró para pensar en Julia y en la manera de resolver el rompecabezas para demostrar su inocencia.
Se sentó en la silla, se echó hacia atrás y se quedó mirando el cielo para despejar su mente.
Si buscara concebir la clásica trama de novela de intriga, Julia sería la asesina perfecta: una mujer calmada, serena y excesivamente estricta consigo misma, reservada, reprimida y reacia al cambio, que había visto cómo la vida ordenada que se había construido saltaba en mil pedazos con la aparición de Eve. El genio que bullía en su interior había ido abriéndose paso a través de aquella fachada impasible de autocontrol, hasta que en un momento de ofuscación fruto de la furia y la desesperación había explotado.
Puede que la acusación lo planteara de aquella manera, pensó Paul, aduciendo los varios millones de dólares de la herencia como un incentivo adicional. Naturalmente, les resultaría difícil demostrar que Julia conocía los términos del testamento. Sin embargo, puede que no fuera tan difícil convencer a un jurado, en caso de que lo hubiera, de que Julia había sido la confidente de Eve.
La reina del cine, acosada por la vejez y la enfermedad, en busca de un pasado perdido, del amor de una hija que había abandonado. Podían presentar a Eve como la víctima vulnerable, que se había enfrentado a su enfermedad sola y con valor mientras se afanaba con desesperación en establecer un vínculo afectivo con su hija.
Eve lo tacharía de basura con aire despectivo.
Matricidio, pensó Paul, un crimen horrible. Y todo apuntaba a que el fiscal del distrito la acusaría sin dudarlo de homicidio en segundo grado.
Paul se encendió un purito, cerró los ojos y comenzó a cavilar sobre las posibles razones que demostraran que aquella visión de los hechos era errónea.
Julia era incapaz de matar a nadie. Esa era, por descontado, su opinión, y difícilmente podía sustentar una defensa adecuada. Debía centrarse en elementos externos y hechos básicos más que en sus propios sentimientos.
Los anónimos. Eso era un hecho. Él estaba con Julia cuando ella recibió una de aquellas notas, y podía asegurar que su reacción de susto y temor no era fingida. Puede que la acusación alegara que a fin de cuentas era la hija de una actriz, y que en su día había aspirado a subirse a los escenarios. Pero Paul dudaba que incluso Eve pudiera haber actuado de una manera tan convincente sin ninguna preparación.
Por otro lado, estaba el avión, que había sido manipulado. ¿Alguien creería en serio que Julia habría puesto su vida en peligro, arriesgándose a que su hijo se quedara huérfano, solo para llamar la atención?
Y las cintas. Paul las había escuchado, y su contenido podía calificarse de voluble. ¿Qué secreto habría merecido la vida de Eve? A Paul no le cabía la menor duda de que Eve había muerto para proteger una mentira, ya fuera el aborto de Gloria, las perversiones de Kincade, la ambición de Torrent o la codicia de Priest.
Delrickio. Paul quería creer con todo su corazón que Delrickio era responsable de la muerte de Eve, pero no tenía manera de hacer encajar las piezas. ¿Acaso un hombre que abordaba la muerte con tanta sangre fría como él podía perder el control y matar a alguien de una forma tan imprudente?
Era casi seguro que se había tratado de un crimen fruto del momento. Quienquiera que lo hubiera hecho no podía saber con exactitud cuándo volvería Julia, o si el jardinero habría pasado por delante de la ventana para podar las rosas.
Eso no explicaba lo de la cuestión de la seguridad. Dentro de la propiedad no había nadie más salvo los empleados de Eve, y aun así alguien había entrado.
Paul se planteó qué habría hecho si hubiera querido enfrentarse a Eve sola, sin que nadie se hubiera enterado. No habría sido difícil visitarla abiertamente y luego abandonar la finca, asegurándose antes de desconectar las alarmas de seguridad para volver después sobre sus pasos, enfrentarse a Eve y perder el control.
Le gustaba aquella teoría, le gustaba muchísimo, salvo por el hecho secundario de que el sistema de alarma estaba conectado cuando la policía registró la propiedad.
Así pues, hablaría con Travers de nuevo, así como con Nina y Lyle. Hablaría con todo el personal que trabajaba en la finca, hasta con la criada que ocupara el último escalafón dentro del servicio de la casa.
Tenía que demostrar que alguien podía haber accedido al interior de la propiedad, alguien lo bastante asustado para enviar anónimos, alguien lo bastante desesperado para matar.
Sin pensarlo, cogió el teléfono y marcó.
—Nina. Soy Paul.
—Paul. Travers me ha dicho que has estado por aquí. Siento no haberte visto. —Nina recorrió su despacho con la mirada, fijándose en las cajas de cartón que iba llenando con suma meticulosidad—. Estoy poniéndolo todo en orden y recogiendo mis cosas. Voy a mudarme a una casa que he alquilado en los Hills hasta que… bueno, hasta que piense en lo que voy a hacer.
—Sabes que puedes quedarte el tiempo que quieras.
—Te lo agradezco. —Nina buscó a tientas un pañuelo en su bolsillo—. Estoy preocupada por Travers, pero no puedo ni pensar en quedarme, sabiendo que la señorita B. no aparecerá volando con una de sus peticiones imposibles. Dios mío, Paul, ¿por qué tenía que ocurrir esto?
—Eso es algo que hemos de averiguar. Nina, sé que la policía te ha interrogado.
—Hasta la extenuación —respondió Nina con un suspiro—. Y ahora también el fiscal del distrito. Parece convencido de la necesidad de que testifique ante el tribunal, sobre la riña. Sobre Julia.
Paul percibió el cambio de tono en la voz de Nina, que se volvió más dura.
—Crees que fue ella, ¿verdad?
Nina miró el pañuelo destrozado en su mano, lo arrojó a la papelera y cogió uno nuevo.
—Lo siento, Paul, entiendo lo que sientes por ella. Pero así es, no veo otra explicación. No creo que lo planeara, ni siquiera creo que quisiera hacerlo. Pero ocurrió.
—Creas lo que creas, Nina, puedes servirme de ayuda. Tengo una pequeña teoría que me gustaría demostrar. ¿Puedes decirme quién fue a ver a Eve el día que la mataron? Incluso el día anterior.
—Por Dios, Paul.
—Sé que es duro, pero me sería de ayuda.
—Está bien. —Nina se secó los ojos con brío y se guardó el pañuelo para coger la agenda que todavía no había empaquetado—. Vino Drake, y Greenburg. Maggie y Victor estuvieron la noche anterior. Ah, y tú, por supuesto. Travers me comentó que habías venido a ver a Eve, así que lo apunté en su agenda.
—Tú siempre tan eficiente, Nina. —Paul barajó otra posibilidad—. ¿Tuvo alguna vez Eve algo con el chófer?
—¿Con Lyle? —Por primera vez en varios días Nina rio de verdad—. ¡No! La señorita B. tenía demasiada clase para caer tan bajo. Le gustaba el aspecto que tenía al volante, solo eso.
—Una cosa más, sobre el día en cuestión. ¿Tuvisteis algún problema con el sistema de alarma? ¿Lo revisó alguien?
—¿El sistema de alarma? No, ¿por qué iba a haber algún problema?
—Solo intento plantear todas las posibilidades, Nina. Ya me avisarás cuando estés instalada. Y no te preocupes por Travers. Yo cuidaré de ella.
—Lo sé. Ya te llamaré. Paul… lo siento —dijo Nina sin convicción—. Por todo.
—Yo también.
Paul colgó el teléfono, quedándose pensativo. La siguiente llamada la realizó de forma más pausada y reflexiva, y esperó a que le pasaran con Frank.
—Solo tengo un minuto, Paul. La cosa está que arde.
—¿Por Julia?
—En su mayor parte. Va a venir un pez gordo de la costa Este para defenderla.
—Sí, lo sé.
—Ya me lo imaginaba. La cuestión es que nos ha pedido hasta el último papel que poseamos sobre el caso. Tiene mucha influencia, incluso a este lado del país, así que el fiscal del distrito quiere asegurarse de que lo tengamos todo atado y bien atado. Incluso ha contratado a un detective privado que no se despega de nosotros ni a sol ni a sombra.
—Hathoway trabaja rápido.
—Ya lo creo. —Frank bajó la voz—. Y el fiscal del distrito está trabajando más rápido aún. Quiere ganar a toda costa, Paul. Y es que este caso lo tiene todo: dinero, poder, glamour y escándalo. Para él puede suponer un empuje mediático increíble.
—Dime algo, Frank. ¿Hay alguna manera de que comprobéis si el sistema de seguridad fue desconectado aquel día?
Frank frunció el ceño y revolvió los papeles que tenía encima de la mesa.
—Cuando lo revisamos, estaba conectado.
—Pero pudieron haberlo desconectado antes y conectarlo de nuevo, ¿no?
—Pierdes el tiempo, Paul. —Ante la falta de respuesta a su comentario, Frank añadió en un susurro—: Está bien, hablaré con un par de chicos de electrónica, pero no creo que te sirva de nada.
—Pues déjame intentarlo por otro lado. ¿Vas a volver a hablar con el chófer?
—¿Con Studly Doright? ¿Para qué?
—Tengo una corazonada.
—Joder, los novelistas de misterio sois lo peor —gruñó Frank mientras tomaba nota—. Supongo que podría estrujarlo un poco más.
—Me gustaría estar presente cuando lo hagas.
—Claro, ¿por qué no? ¿Para qué quiero una pensión cuando puedo vivir de las buenas acciones?
—Y una cosa más.
—Adelante. ¿Qué quieres, que te pase los expedientes? ¿Que extravíe alguna prueba? ¿Que acose a algún testigo?
—Te lo agradecería. Y, mientras tanto, ¿por qué no te pones en contacto con las compañías aéreas para ver si alguien relacionado con Eve hizo una escapada a Londres el mes pasado? Alrededor del día doce.
—No hay problema. Eso solo me costará unas diez o veinte horas y otros tantos hombres. ¿Tienes algún motivo en particular?
—Ya te lo diré. Gracias.
Y ahora, pensó Paul mientras colgaba el teléfono, solo le quedaba esperar las respuestas y ponerlas en orden para ver si podía componer una historia factible.