El mundo entero lloraba la muerte de Eve. A ella le habría encantado. La revista People la sacó en portada, junto con un extenso reportaje de seis páginas.
El programa Nightline le dedicó un espacio entero, y la programación habitual se vio reemplazada en casi todas las cadenas de televisión, incluyendo las de pago, por especiales sobre la figura de Eve Benedict. El diario sensacionalista The National Enquirer anunció en grandes titulares que su espíritu rondaba el plato situado en la parte trasera de los estudios en los que había trabajado. Y la gente de la calle con más iniciativa estaba vendiendo camisetas, tazas y pósters con su imagen mucho más rápido de lo que costaba fabricar todos aquellos productos.
A un día de la ceremonia de los Oscar, Hollywood se vio vestida de un luto reluciente. Cuánto se habría reído Eve.
Paul trató de ocultar su dolor, imaginando la reacción de Eve ante tanto homenaje chabacano y triunfal. Pero había infinidad de cosas que le recordaban a ella.
Y estaba Julia, que había seguido adelante día a día, haciendo lo que había que hacer, aplicando su sentido práctico sin dejar decaer su energía en ningún momento. Aun así, su mirada reflejaba una mezcla de angustia y desesperación que Paul no podía aliviar. Julia había prestado declaración en la comisaría durante horas, proporcionando a Frank un relato pormenorizado de todo lo que recordaba. Su control inquebrantable solo había sufrido una fisura, cuando Frank le puso por primera vez una de las cintas. Al escuchar de nuevo la voz intensa y ronca de Eve, se levantó de la silla de golpe y se excusó antes de salir corriendo al baño de señoras con el cuerpo descompuesto.
Tras aquel primer momento, consiguió controlarse mientras escuchaba de nuevo todas las cintas, corroborando el contenido de cada una de ellas con sus propias notas y añadiendo datos complementarios, como la fecha, las circunstancias en las que se desarrollaron cada entrevista, el tono de la conversación y su propia interpretación.
Y durante aquellos tres días de abatimiento ella y Brandon se habían quedado en Malibú mientras Paul se había encargado de todos los preparativos para el funeral.
Eve no había optado precisamente por algo sencillo. ¿Acaso lo había hecho alguna vez? Las instrucciones que obraban en manos de sus abogados y que Paul debía cumplir eran de una claridad prístina. Eve había adquirido el plato —un inmueble de primera, lo había llamado ella— hacía cerca de un año, cuando había elegido también su ataúd, un féretro de un azul zafiro brillante forrado de una seda blanca como la nieve. Entre las instrucciones se incluía incluso la lista de invitados con la distribución de los asientos, como si fuera la última fiesta que Eve organizaba.
Asimismo, había un apartado que especificaba la música elegida para la ocasión, así como los músicos que debían interpretarla, y también el vestido que debía lucir, un traje de fiesta de un esmeralda reluciente que jamás había llevado en público y que había reservado para la gran ocasión.
Naturalmente, de su peinado no debía ocuparse nadie más que Armando.
El día de su funeral, el público de Eve flanqueaba las calles y se agolpaba a la entrada de la iglesia; unos lloraban y otros hacían fotos entre aquellos que estiraban el cuello para intentar ver a los famosos de luto. El zumbido de las cámaras de vídeo era omnipresente. Más de un monedero voló y se produjo algún que otro desmayo. Fue toda una puesta en escena, tal como a Eve le habría gustado, un estreno muy particular donde solo faltaba un despliegue de cañones de luz con haces entrecruzándose por doquier.
Las limusinas comenzaron a llegar, iniciándose así el lento goteo de celebridades que salían de ellas, una procesión de gente rica, famosa, glamourosa y afligida, un desfile de moda de los mejores diseñadores con la sobriedad del luto como leitmotiv.
La multitud lanzó gritos entrecortados entre murmullos cuando vio aparecer a Gloria DuBarry, apoyada pesadamente en el brazo robusto de su marido. Su atuendo de Yves Saint Laurent se veía realzado con un tupido velo.
Se oyeron más murmullos, y alguna que otra risa ahogada, cuando Anthony Kincade salió con gran esfuerzo de una limusina, embutido a duras penas en un traje negro.
Travers y Nina pasaron por delante de la muchedumbre parapetadas tras el anonimato.
Peter Jackson mantuvo la cabeza gacha en todo momento, haciendo caso omiso de las fans alocadas que gritaban su nombre. Sus pensamientos se centraban en la mujer con la que había pasado unas noches de pura pasión, y en la imagen que tenía de ella en una mañana de lluvia.
La llegada de Rory Winthrop se vio acompañada de una calurosa ovación. Sin saber cómo reaccionar, ayudó a su esposa a salir del coche y aguardó a que Kenneth se uniera a ellos en la acera.
—Madre mía, esto es un circo —masculló Lily, preguntándose si debía dar la espalda o su mejor perfil a las cámaras desplegadas por doquier.
—Desde luego —respondió Kenneth con una sonrisa reticente mientras escudriñaba la multitud que se apiñaba tras la barrera policial—. Y Eve sigue siendo la maestra de ceremonias.
Lily apartó la vista de Kenneth para ofrecer una muestra de apoyo a su marido cogiéndose a su brazo.
—¿Te encuentras bien, querido?
Rory no pudo sino negar con la cabeza mientras olía el exótico perfume de su mujer y sentía la firmeza del brazo con el que lo guiaba. La gélida sombra de la iglesia parecía cernerse sobre ellos con sus garras mortíferas.
—Me siento mortal por primera vez en toda mi vida. —Antes de que pudieran subir las escalinatas, Rory vio a Victor. Nada de lo que pudiera decir llegaría a acercarse, ni con mucho, al profundo pesar que transmitía la mirada de aquel hombre. Rory se acercó a su mujer—. Empecemos ya con este maldito espectáculo.
Julia sabía que podría soportarlo, que tendría que hacerlo. Para ello se impuso una fachada de calma, pero en su interior sentía la agitación que le inspiraba el miedo a aquel ritual. ¿Cuál era el fin de aquel acto, honrar a la difunta o entretener a los vivos? Cuando la limusina se detuvo junto a la acera, Julia cerró los ojos rápidamente con fuerza. Pero cuando Paul se agachó para cogerle la mano, Julia notó sus propios dedos firmes y secos. Por un momento le flaquearon las fuerzas cuando vio a Victor a la entrada de la iglesia. Él posó la mirada en ella un instante antes de apartar la vista hacia otro lado.
Victor no lo sabía, pensó Julia, cerrando el puño en un gesto convulso. No sabía el vínculo tan estrecho que habían compartido con la mujer que estaban a punto de enterrar.
Demasiada gente, pensó en una ráfaga de pánico. Había demasiada gente, y todos agolpados y empujando por estar aún más cerca, entre gritos y miradas llenas de curiosidad. Julia podía oler a la multitud, percibir el calor de los cuerpos y del aire que respiraban, sentir la chispeante energía procedente de aquella mezcla de dolor y excitación que flotaba en el ambiente. Su cuerpo comenzó a temblar de nuevo, pero cuando Julia hizo amago de echarse atrás Paul le pasó un brazo por la cintura. Notó que se acercó a ella para susurrarle algo, pero el zumbido que retumbaba en sus oídos le impidió captar sus palabras. Le faltaba el aire, y trató de decírselo, pero Paul estaba abriendo camino a su paso para subir con ella las escalinatas y acceder al interior de la iglesia.
De repente oyó música, pero no era el lamento quejumbroso de un órgano, sino el sonido claro y melodioso de un violín, combinado con las elegantes notas de una flauta. La iglesia se veía atestada de flores y de personas. Sin embargo, el aire denso pareció partirse como un bloque de hielo. La sombría vestimenta de los asistentes a la última fiesta de Eve compensaba el estallido de color de las flores. En vez de las habituales coronas había montones de camelias, rosas y magnolias repartidas por doquier. El lugar rebosaba de glamour y belleza. Y en el escenario central, donde había estado Eve gran parte de su vida, se hallaba el reluciente ataúd azul.
—Muy propio de Eve —musitó Julia. La sensación de pánico desapareció para dejar paso, pese a la tristeza, a un intenso y hermoso sentimiento de admiración—. Me extraña que nunca probara a dirigir.
—Tienes la prueba delante.
El comentario les arrancó una sonrisa. Paul siguió rodeando la cintura de Julia con el brazo mientras comenzaban a recorrer el largo pasillo hasta la parte frontal de la iglesia. Vio ojos llorosos y rostros solemnes, pero también muchas miradas sagaces y poses estudiadas. Aquí y allá había corrillos de gente murmurando entre sí, hablando de proyectos y cerrando tratos. En Hollywood no se podía dejar pasar una oportunidad.
Eve lo entendería, y lo vería bien.
Julia no tenía intención de acercarse al ataúd para ver a Eve por última vez y despedirse de ella. Si eso era cobardía, lo aceptaba. Pero al ver a Victor mirando fijamente a la mujer que amaba, con sus grandes manos agarradas al féretro y sus anchos hombros caídos, se vio incapaz de sentarse sin más en el banco.
—Tengo que…
Paul se limitó a asentir.
—¿Quieres que vaya contigo?
—No, creo… creo que debería ir sola.
El primer paso sin Paul fue el más difícil; luego dio otro, y otro más. Cuando se vio al lado de Victor, trató de dirigirse a él con el corazón. Allí estaban las dos personas que la habían concebido, pensó, la mujer que dormía espléndida sobre un fondo de seda blanca y el hombre que la veía dormir con unos ojos asolados por el dolor. Quizá no pudiera verlos como padres con la razón, pero sí con el corazón. Y así, movida por el sentimiento, puso su mano sobre la de él.
—Ella lo amaba, más que a nadie en este mundo. Una de las últimas cosas que me dijo fue lo feliz que le había hecho.
Los dedos de Victor temblaron sobre los de Julia.
—Nunca le di lo suficiente. No pude.
—Le dio más de lo que imagina, Victor. Para muchos otros era una estrella, una imagen, un producto. Para usted era una mujer. La mujer. —Julia juntó los labios, confiando en que lo que estaba haciendo y diciendo fuera lo acertado—. Una vez me dijo que lo único que lamentaba de veras era haber esperado a que terminara el rodaje de la película.
Ante aquel comentario Victor se volvió, apartando la mirada de Eve para posarla en la hija que no sabía que tenía. Fue entonces cuando Julia se dio cuenta de que había heredado los ojos de su padre, de aquel gris tan puro e intenso que podían pasar de parecer humo a asemejarse al hielo según la emoción del momento. Al descubrir aquella similitud con él, Julia retrocedió de forma repentina, pero Victor alargó la mano para coger la de ella.
—Voy a echarla de menos, cada momento del resto de mi vida.
Julia dejó que sus dedos se entrelazaran con los de Victor y lo condujo al banco donde Paul los esperaba sentado.
La procesión de vehículos que avanzaban con calma hacia Forest Hills se extendía como una cinta negra durante kilómetros. Algunos de los que se trasladaban en sus coches particulares se veían embargados por una profunda pena. Otros, arropados por la fría suntuosidad de las limusinas alquiladas, lamentaban la pérdida de Eve de un modo abstracto y general, como hace la gente cuando se entera por el telediario de la noche que ha muerto un famoso. Lamentaban la desaparición de un nombre, de un rostro, de una personalidad. No era un insulto para la persona que había tras aquel rostro, sino un homenaje al impacto que había representado su existencia.
Algunos sencillamente se sentían agradecidos por verse incluidos en la lista de invitados, y es que semejante acto garantizaba una gran cobertura mediática. Aquello tampoco era ningún insulto; se trataba de una simple cuestión de negocios. Había otros que no lloraban en absoluto su pérdida, sino que presenciaban el espectáculo desde la cueva silenciosa que era la enorme y cómoda limusina donde viajaban, sintiendo vibrar de placer su corazón negro y brillante como la flamante pintura de los vehículos que resplandecía con la luz del sol. En cierto modo, aquello también podía considerarse un homenaje.
Pero Julia, que se bajó del coche para recorrer a pie el corto trayecto hasta la tumba de Eve, no entraba en ninguna de aquellas categorías. Ella ya había enterrado a sus padres, pasando por aquel largo y difícil trance que la había convertido en huérfana. Y aun así, con cada paso que daba, sentía un profundo pesar en su interior, pues aquel día enterraría a otra madre, enfrentándose una vez más a su propia condición de mortal.
Mientras aguardaba de pie, oliendo a hierba, a tierra y al tupido manto de flores que lo cubría todo, se abstrajo del presente para viajar con su mente al pasado.
Se vio riendo con Eve junto a la piscina, bebiendo un poco más de vino de la cuenta y hablando con excesiva franqueza. ¿Cómo había llegado a abrirse tanto a Eve?
Recordaba las sesiones de gimnasio, con Fritz empeñado en mantener sus cuerpos en forma mientras ellas sudaban juntas entre maldiciones y quejas entrecortadas, alimentando la extraña intimidad surgida entre dos mujeres medio desnudas y atrapadas en la misma jaula de la vanidad.
Secretos compartidos, confidencias sinceras, mentiras desveladas. Qué fácil había resultado forjar una amistad.
¿No era eso lo que Eve había querido?, se preguntó Julia. Buscar su amistad y su afecto, hacer que la viera como una persona en toda su totalidad, como un ser vulnerable. Y luego…
¿Qué importaba? Eve estaba muerta. El resto de la verdad, si es que había más, nunca llegaría a conocerse.
Julia lloró por Eve, aun mientras se preguntaba si alguna vez podría perdonarla.
—¡Mierda! —exclamó Frank mientras se restregaba la cara con las manos.
Su experiencia tiraba de él por todos lados. Solo veía un camino por el que avanzar, y este le conducía directamente a Julia Summers.
A lo largo de su vida profesional Frank había confiado siempre en su intuición. Una buena corazonada podía guiar a un policía a través de un laberinto de sospechas, pruebas y trámites. No recordaba un caso en toda su carrera en el que su intuición se opusiera de una manera tan radical a los hechos.
Los tenía todos reunidos frente a él, dentro de un voluminoso expediente de información que había ido acumulando en aquellos últimos tres días, con los informes del forense, los resultados de la autopsia y las declaraciones mecanografiadas y firmadas de las personas que él personalmente o alguno de los otros detectives había entrevistado.
Y el factor del tiempo era otro elemento que no podía pasarse por alto. Tanto el ama de llaves como la secretaria habían visto a Eve Benedict unos minutos antes de la una de la tarde el día del crimen. Gloria DuBarry había abandonado la propiedad momentos antes, tras una breve conversación privada con Eve. Julia Summers había llegado a la verja de entrada hacia la una aproximadamente y había cruzado cuatro frases con el vigilante antes de entrar en la finca. La llamada de emergencias realizada desde la casa de invitados había quedado registrada a las trece y veintidós minutos.
Julia no tenía ninguna coartada para aquel período de tiempo crucial, aquellos veintidós minutos decisivos durante los cuales, según las pruebas, Eve Benedict había sido asesinada.
El gancho del atizador de metal de la chimenea le había atravesado la nuca. La herida y el golpe recibido le habían causado la muerte. Las huellas dactilares de Julia Summers eran las únicas que se habían encontrado en el atizador.
Todas las puertas se hallaban cerradas con llave salvo la entrada principal, que Julia reconocía haber abierto ella misma. En el cuerpo de Eve no se había encontrado ninguna llave.
Sin duda se trataba de hechos circunstanciales, pero bastaban para inculparla, incluso sin tener en cuenta la riña que, según dos de las declaraciones, había mantenido con Eve.
Por lo visto, al enterarse de que era la hija ilegítima de Eve Benedict, Julia Summers había montado en cólera.
«Se puso a gritar y a amenazarla —leyó en la declaración de Travers—. Cuando la oí gritar, salí corriendo a la terraza. Entonces le dio tal empujón a la mesa que la vajilla cayó al suelo y se hizo añicos. Estaba blanca como la cera y le advirtió a Eve que no se acercara a ella. Le dijo que la mataría».
Naturalmente, la gente decía ese tipo de cosas a todas horas, pensó Frank, presionándose la nuca. La mala suerte era que alguien muriera justo después de que hubieran pronunciado una frase tan típica como aquella.
El problema es que él no podía pensar en términos de buena o mala suerte. Y con la presión que estaban ejerciendo todas las autoridades superiores, desde el gobernador hasta su propio capitán, Frank no podía permitirse el lujo de dejar que su intuición influyera en los hechos.
Iba a tener que traer a Julia a la comisaría para interrogarla.
El abogado se aclaró la voz mientras recorría la estancia con la vista.
Todo estaba exactamente como Eve lo había pedido. Greenburg se preguntó si Eve debía de saber cuando le pidió que lo arreglara todo con tanta celeridad que le quedaba poco tiempo de vida.
Greenburg se dejó de elucubraciones. Lo suyo no era la imaginación. Eve lo había llamado con prisas porque siempre había tenido prisa. El ímpetu con el que había abordado aquel nuevo testamento era el mismo que había impreso siempre a todo lo que hacía. Las modificaciones realizadas eran sin duda de una sencillez pasmosa. Esa era otra cualidad que Eve podía hacer valer cuando se lo proponía.
Cuando el abogado comenzó a hablar todo el mundo presente en la sala guardó silencio. Incluso Drake, que estaba sirviéndose otra copa, se detuvo, aunque al oír que la lectura del documento se iniciaba con la lista rutinaria de donaciones a criados y organizaciones benéficas, siguió llenando el vaso. El silencio se vio interrumpido por el sonido de la bebida vertida sobre el vidrio.
A continuación, Greenburg pasó a detallar los bienes específicos que Eve legaba a determinadas personas. A Maggie le dejaba unos pendientes de esmeraldas y un collar de perlas de tres vueltas, junto con un cuadro de Wyeth que la agente siempre había admirado.
Para Rory Winthrop había una pareja de candelabros de porcelana de Dresde que habían comprado durante su primer año de matrimonio, y un libro de Kyats.
Gloria comenzó a sollozar sobre el hombro de su marido cuando oyó que había heredado un joyero antiguo.
—Estábamos en Sotheby’s, hace años —explicó con voz entrecortada mientras la culpa y el dolor libraban una batalla feroz en su interior—. Y ella pujó más que yo por él. Oh, Marcus.
Su marido le dijo algo en voz baja mientras Greenburg se aclaraba la voz de nuevo antes de proseguir.
A Nina le dejaba una colección de cajitas de porcelana de Limoges y diez mil dólares por cada año que había trabajado a su servicio. A Travers le dejaba una casa en Monterrey, la misma asignación económica por año trabajado y un fondo fiduciario para su hijo destinado a cubrir sus necesidades médicas durante toda su vida.
A su hermana, que no había asistido ni al funeral ni a la lectura del testamento, Eve le dejaba una pequeña manzana de viviendas de alquiler. El nombre de Drake solo se mencionaba de pasada, para hacer constar que había recibido toda su herencia estando ella en vida.
La reacción de Drake fue previsible, lo bastante para arrancar una sonrisa a pesar de todo a algunos de los presentes en la sala. Drake derramó la copa y el aire de la estancia se impregnó del olor del whisky caro. Su grito ahogado de incredulidad se vio acentuado por el tintineo de los cubitos de hielo al caer del vaso a la superficie brillante de la barra del bar.
Mientras los presentes lo observaban con distintos grados de interés o indignación, Drake sufrió un acceso de cólera que en primer lugar le hizo sudar para luego ponerse a gimotear y balbucear antes de volver a sudar.
—Maldita arpía —exclamó, ahogándose casi con el aire que tragó. Su rostro tenía el color enfermizo de una goma de borrar desteñida por la luz del sol—. Le he dado casi veinte putos años de mi vida. No pienso permitir que me excluya de su testamento de esta manera. No después de todo lo que he hecho por ella.
—¿De todo lo que has hecho por ella? —Maggie prorrumpió en una risa ronca—. Tú nunca hiciste nada por Eve salvo aligerar su cuenta bancaria.
Drake dio un paso al frente, casi lo bastante borracho para plantearse pegar a una mujer con testigos delante.
—Y lo único que hiciste tú fue chuparle tu quince por ciento. Yo era familia suya. Si crees que vas a salir de aquí con unas putas esmeraldas o cualquier otra cosa mientras yo me quedo sin nada…
—Señor Morrison —le interrumpió el abogado—. Naturalmente, está usted en su derecho de impugnar el testamento…
—Ya lo creo que lo haré.
—Sin embargo —prosiguió el abogado sin perder el decoro—, debo decirle que la señorita Benedict me expresó sus deseos con mucha claridad. Asimismo, obra en mi poder una copia de una cinta de vídeo que ella grabó y en la que dejó constancia de dichos deseos de una forma menos convencional. Impugnar dicho documento le supondrá un proceso costoso y nada fructífero. En todo caso, si opta por dicha vía, tendrá que esperar a que acabe de leer el testamento. Para continuar…
El legado que Eve destinaba a Victor incluía su colección de poesía y un pequeño pisapapeles descrito como una cúpula de cristal con un trineo rojo y ocho renos en su interior.
—«A Brandon Summers, que me parece encantador, le dejo la suma de un millón de dólares para su educación y disfrute, dinero que se mantendrá en fideicomiso hasta que cumpla los veinticinco años, cuando podrá hacer lo que le plazca con lo que quede de dicha suma».
—Venga, hombre, no me joda —espetó Drake—. Eso es ridículo. Pero ¿cómo le va a dejar un millón de dólares a un niño? A un mocoso que a saber de dónde ha salido.
Antes de que Julia pudiera hablar, Paul estaba de pie. A Julia se le heló la sangre al ver su mirada, y se preguntó si la persona destinataria de aquella mirada lacerante podría sobrevivir.
Dada la situación, era de esperar que se produjera un cruce de amenazas, y no habría sido de extrañar que se hubiera llegado a las manos. De hecho, seguro que a más de uno le habría gustado. Incluso Gloria dejó de gimotear para contemplar la escena. Pero Paul, con una mirada fría e impasible, se limitó a decir una sola frase.
—No vuelvas a abrir la boca.
Pese a expresarla con voz queda, a nadie se le pasó por alto el tono mordaz y afilado que subyacía bajo aquellas palabras. Cuando Paul volvió a sentarse, Greenburg se limitó a asentir, como si Paul hubiera dado la respuesta acertada a una pregunta especialmente peliaguda.
—El resto —prosiguió el abogado—, incluyendo todos los bienes inmuebles, mobiliario y pertenencias personales, así como todas las acciones, bonos e ingresos derivados del rendimiento de mi trabajo, lo dejo a Paul Winthrop y Julia Summers para que lo compartan entre sí de la manera que estimen conveniente.
Julia no oyó nada más. La voz cada vez más monótona del abogado no lograba traspasar el zumbido que sentía en sus oídos. Le veía mover la boca y sus ojos oscuros y penetrantes clavados en su rostro. Notó un hormigueo en el brazo, como si se le hubiera quedado dormido y la sangre tratara de volver a circular por las venas con aquellos pequeños y molestos pinchazos. Pero solo era la mano de Paul, que la agarraba del brazo.
Sin darse cuenta se vio de pie y, buscando a ciegas el apoyo en el suelo cual borracho, atravesó la sala a trompicones y salió a la terraza.
Allí fuera vibraba la vida, con los llamativos colores de las flores y el alegre canto de los pájaros. Y el aire, que Julia notaba cómo entraba hasta sus pulmones y recorría todo su cuerpo antes de volver a salir, como si también estuviera dotado de color, textura y sonido. Respiró hondo varias veces, con avidez, antes de sentir una punzada de dolor que le atravesó el estómago.
—Cálmate —le susurró Paul al oído, con las manos apoyadas en sus hombros.
—No puedo. —La voz que oyó Julia le pareció demasiado fina y temblorosa para ser la suya—. ¿Cómo voy a calmarme? No había razón para que me dejara nada.
—Ella creía que sí.
—No sabes las cosas que le dije y cómo la traté la última noche que nos vimos. Además… por amor de Dios, Paul, ella no me debía nada.
Paul le cogió del mentón para que Julia lo mirara a los ojos.
—Creo que tienes más miedo de lo que tú piensas que le debes a ella.
—Señor Winthrop. Disculpe —dijo Greenburg, saludando a los dos con la cabeza—. Me consta que es un día difícil para ustedes, para todos nosotros, pero hay algo más que la señorita Benedict me pidió que hiciera por ella —explicó el abogado, mostrando el sobre acolchado que llevaba en la mano—. Aquí dentro hay una copia de la cinta que grabó. Me encargó que se la entregara para que ambos la vieran tras la lectura del testamento.
—Gracias. —Paul aceptó el sobre—. Eve habría apreciado su… eficiencia.
—No lo dudo —respondió Greenburg, con apenas un esbozo de sonrisa en su rostro enjuto—. Era toda una mujer… pesada, exigente, dogmática. La echaré de menos. —Su sonrisa se desvaneció como si nunca hubiera existido—. Si me necesitan para algo, no duden en llamarme. Puede que tengan preguntas sobre alguna de las propiedades o sobre sus inversiones. Y cuando se sientan con ánimo, hay varios documentos que tendrían que revisar. Mi más sentido pésame.
—Me gustaría llevar dentro a la señorita Summers en breve —le dijo Paul—. Pero, una vez en casa, desearíamos tener cierta intimidad para ver la cinta. ¿Podría confiar en usted para tener la seguridad de que no se nos molestará?
Los ojos del abogado se iluminaron con un brillo de lo que podría haber sido regocijo.
—Sería un placer.
Paul esperó hasta que volvieron a quedarse solos en la terraza. A través de las cristaleras que Greenburg había cerrado a su espalda se filtraba un sonido de voces acaloradas y lágrimas amargas. El pobre hombre iba a estar entretenido, pensó Paul antes de mirar a Julia, que volvía a tener los ojos secos y una expresión de serenidad en el rostro. Sin embargo, se le veía tan pálida que se preguntó si podría llegar a tocar su dolor con solo rozarla.
—Lo mejor sería que subiéramos a la habitación de Eve a echar un vistazo a esto.
Julia se quedó mirando el paquete que Paul sostenía en la mano. Parte de ella, la parte que reconocía como cobarde, deseaba dar media vuelta, coger a Brandon y volver corriendo a la otra punta del país. ¿Acaso, si se esforzaba lo suficiente, no podría convencerse a sí misma de que todo aquello había sido un sueño? ¿Desde la primera llamada, desde el primer encuentro con Eve hasta aquel preciso instante?
Julia alzó la vista para mirar a Paul a los ojos. Entonces él también habría sido un sueño, así como todo lo que habían compartido y construido juntos. Y aquellas nuevas y frágiles esperanzas se habrían esfumado como un soplo de humo en el aire.
—Está bien.
—Dame un minuto —dijo Paul, poniendo la cinta en sus manos—. Da la vuelta y sube por el otro lado de la casa. Te veré allí.
No fue fácil abrir la puerta y entrar en la habitación donde Eve había dormido y amado. La estancia olía a flores, a flores y a cera para muebles, así como a aquel aroma de mujer tan provocativo que siempre envolvía a Eve.
Se notaba que Travers la había ordenado. Julia sintió el impulso de pasar los dedos por el grueso satén de la colcha azul zafiro. Había elegido un ataúd del mismo color, recordó Julia, retirando rápidamente la mano. ¿Lo habría hecho por ironía, o por comodidad?
Cerrando los ojos, apoyó la frente en la fría madera tallada del pilar de la cama. Por un momento, por un solo instante, se permitió sentir.
No, no era la muerte lo que la rodeaba en aquella habitación, sino los recuerdos de una vida.
Cuando Paul se reunió con ella, él no dijo nada. En los últimos días la había visto volverse cada vez más delicada. Su propio dolor era como una pequeña fiera encerrada en su interior que luchaba por salir con garras y dientes. Fuera como fuese el dolor que se había apoderado de Julia, le estaba arrebatando la fuerza y la vida lenta e insidiosamente. Paul sirvió un brandy para cada uno y, cuando habló, su voz sonó con una frialdad y objetividad deliberadas.
—Vas a tener que reaccionar, Jules. No te haces ningún favor, ni a ti ni a Brandon, yendo como vas en trance todo el día.
—Estoy bien. —Julia cogió la copa de brandy y se la pasó de una mano a la otra—. Quiero que se acabe, que se acabe de una vez por todas. Cuando la prensa tenga conocimiento de los términos del testamento…
—Ya nos encargaremos de eso.
—Yo no quería su dinero, Paul, ni sus propiedades, ni…
—Su amor —concluyó Paul antes de dejar su copa a un lado para coger el sobre—. El problema con Eve es que siempre se empeñaba en tener la última palabra. Y tú tienes que cargar con todas ellas.
Los dedos de Julia se pusieron blancos en torno a la copa.
—¿Acaso esperas que por el hecho de saber desde hace una semana que era mi madre debería sentir una obligación, un vínculo inmediato, una gratitud para con ella? Ella manipuló mi vida antes de que yo naciera, e incluso ahora que ya no está aquí sigue manipulándola.
Paul abrió el sobre y sacó la cinta de su interior.
—No espero que sientas nada. Y por poco que hayas llegado a conocerla en estos dos últimos meses sabrás que ella tampoco esperaría que sintieras nada. —Paul introdujo la cinta en el reproductor de vídeo, dándole la espalda en todo momento mientras su propia angustia lo atenazaba—. Puedo pasar por esto solo.
En aquel momento Julia lo maldijo, lo maldijo por obligarla a sentir aquel arrebato de vergüenza. En lugar de hablar, se sentó en el diván lleno de mullidos cojines y se llevó el brandy a los labios. Paul se sentó con ella, pero entre ellos había una distancia mucho mayor que los pocos centímetros de cojín que los separaba.
Con solo apretar un botón del mando a distancia la imagen de Eve llenó la pantalla como lo había hecho en tantas ocasiones a lo largo de su vida. El dolor apresó el corazón de Julia con la fuerza de un puño de acero.
—Queridos míos, no podéis imaginar lo mucho que me alegra que estéis juntos. Mi intención era hacer esto con un toque más ceremonioso, y con una cámara de cine, no de vídeo. El cine favorece mucho más.
La risa intensa de Eve se coló en la habitación. En la pantalla se veía cómo cogía un cigarrillo y se reclinaba en el asiento. Se había maquillado ella misma con sumo esmero, camuflando las ojeras y la tirantez de la piel alrededor de la boca. Llevaba una camisa de estilo masculino fucsia con el cuello levantado. Julia tardó tan solo un instante en darse cuenta de que era la misma camisa que llevaba cuando la vio tendida sobre la alfombra ensangrentada.
—Puede que este pequeño gesto sea innecesario si encuentro el valor para hablar con ambos cara a cara. Si no, os ruego que me perdonéis por no haberos hablado de mi enfermedad. El tumor me parecía de mal gusto y quería mantenerlo en secreto. Otra mentira más, Julia, aunque esta no es del todo egoísta.
—¿A qué se refiere? —masculló Julia—. ¿De qué está hablando?
Paul se limitó a negar con la cabeza, aunque el resto de su cuerpo estaba tenso.
—Cuando me dieron el diagnóstico, el pronóstico y los demás ósticos, pasé por todas las fases que, según me han dicho, son típicas en estos casos, es decir, negación, rabia y dolor. Y ya sabéis cómo odio ser típica. Que te digan que te queda menos de un año de vida, y menos de eso para seguir funcionando con normalidad, es una lección de humildad. Necesitaba hacer algo para compensarlo. Necesitaba dedicar un canto a la vida, supongo. A mi vida, y de ahí la idea del libro. Quería dejar claro lo que había sido, lo que había hecho, no solo por el público y su insaciable voracidad, sino por mí. Y quería que fuera mi hija, como parte de mí misma, quien contara la historia. —Eve se acercó a la cámara, agudizando la mirada—. Julia, sé lo mucho que te disgustó cuando te lo conté. Créeme tienes todo el derecho del mundo a odiarme. No voy a disculparme. Solo confío en que entre aquel momento y ahora, cuando estés viendo esto, hayamos llegado a algún tipo de entendimiento entre ambas. No imaginaba lo mucho que significarías para mí, ni lo mucho que Brandon… —Eve movió la cabeza de un lado a otro y dio una intensa calada al cigarrillo—. No pienso ponerme sensiblera. Confío en que el anuncio de mi muerte sea recibido con llanto y rechinar de dientes, y que de eso ya haya habido suficiente para cuando veáis esta grabación.
»Este reloj que tengo metido en el cerebro —Eve esbozó una sonrisa mientras se masajeaba la sien—. Os juro que a veces lo oigo hacer tictac. Fue lo que me obligó a enfrentarme a mi condición de mortal, a mis errores, a mis responsabilidades. Estoy decidida a abandonar este mundo sin lamentarme de nada. Aunque no hayamos logrado limar nuestras asperezas, Julia, al menos tengo el consuelo de saber que durante un tiempo hemos sido amigas. Y también sé que escribirás el libro. Si has heredado algo de mi terquedad, puede que no vuelvas a hablar conmigo, así que he tenido la precaución de grabar las cintas que faltan. Estoy segura de que no me he dejado nada de importancia.
Eve apagó el cigarrillo y pareció tomarse un momento para poner en orden sus pensamientos.
—Paul, no es necesario que te diga lo que has significado para mí. Durante veinticinco años me has dado el amor incondicional y la lealtad que no siempre he merecido. Puede que sea egoísta por mi parte, pero un tumor cerebral inoperable es algo muy personal. Quería disfrutar del tiempo que me quedara sin sentirme observada, sin que me mimaran ni se preocuparan por mí. Me gustaría recordar lo mucho que nos hemos divertido juntos. Tú has sido el único hombre de mi vida que nunca me ha causado un momento de sufrimiento. Mi último consejo es que si amas a Julia, no la dejes escapar, pues puede que lo intente. Os he legado a los dos la mayor parte de mi patrimonio no tendréis que véroslas el uno con el otro durante un tiempo.
Los labios le temblaron un instante, pero Eve logró controlarlos. Sus ojos esmeralda brillaron con lágrimas.
—Dadme más nietos, maldita sea. Quiero saber que habéis encontrado lo que siempre me ha sido esquivo, un amor del que poder gozar no solo a escondidas, sino también a plena luz. Julia, tú fuiste la hija a la que quise pero que nunca pude tener a mi lado. Paul, tú fuiste el hijo que me fue dado y al que pude querer. No me defraudéis.
Eve echó la cabeza hacia atrás y les dedicó una última sonrisa llena de vitalidad.
—Y no estaría mal que a la primera niña le pusierais mi nombre.
La imagen desapareció para convertirse en nieve. Julia tomó otro sorbo largo de brandy antes de poder hablar.
—Se estaba muriendo. Todo este tiempo se estaba muriendo.
Con un movimiento brusco, Paul detuvo la reproducción de la cinta. Eve tenía razón. Estaba enfadado, furioso.
—No tenía derecho a ocultármelo. —Con los puños cerrados, se puso en pie de golpe para comenzar a dar vueltas por la habitación—. Podría haberla ayudado. Hay especialistas, está la medicina holística, e incluso los curanderos. —Paul se calló y se pasó una mano por el pelo mientras se daba cuenta de lo que estaba diciendo. Eve estaba muerta, y no era un tumor cerebral lo que la había matado—. Poco importa ya, ¿no? Grabó esa cinta para que la viéramos después de que hubiera muerto tranquilamente en un hospital. Pero en lugar de ello…
Paul miró hacia la ventana, pero en su mente vio la imagen de Eve tendida encima de la alfombra.
—Sí que importa —repuso Julia en voz baja—. Importa y mucho —dijo, dejando la copa a un lado para levantarse y ponerse frente a Paul—. Me gustaría hablar con su médico.
—¿Para qué?
—Tengo un libro que escribir.
Paul dio un paso para acercarse a ella y se detuvo. Tenía la ira tan a flor de piel que temía ponerle la mano encima.
—¿Cómo puedes pensar en eso ahora?
Julia percibió el resentimiento de Paul tanto en su voz como en su mirada. No había manera de explicarle que escribir aquel libro, y darle importancia, era la única forma que sabía de agradecer a Eve que la hubiera traído al mundo.
—Es mi deber.
—Bueno. —Paul sacó un cigarrillo y lo encendió poco a poco—. Si consiguen publicarlo en menos de un año, podrás sacar provecho del asesinato de Eve y convertirte en la autora más vendida de la década.
—Sí —dijo Julia, poniendo los ojos en blanco—. Eso espero.
Fuera lo que fuese lo que pensaba responder, fueran cuales fuesen las palabras envenenadas que estuvieran a punto de salir de su boca, Paul se las tragó al oír que llamaban con brío a la puerta. En cuanto él apartó la vista de ella para ir a abrirla, el rostro de Julia se vino abajo. Se presionó la frente con el pulpejo de la mano y se esforzó en aguantar hasta que pudiera quedarse sola un rato.
—Frank.
—Lo siento, Paul, sé que es un día duro. —Frank se quedó en el umbral de la puerta. En vista de que su visita era oficial prefirió no entrar hasta que no se lo pidieran—. Travers me ha dicho que tú y la señorita Summers estabais aquí arriba.
—En este momento estamos ocupados. ¿Puede esperar?
—Me temo que no. —Frank miró por encima del hombro de Paul y luego bajó la voz—. Ya me estoy apartando un poco de las reglas, Paul. Intentaré hacerlo lo más fácil posible, pero no es nada bueno.
—¿Tienes una pista?
Frank se metió las manos en los bolsillos.
—Podría decirse que sí. Necesito hablar con ella, y preferiría tener que hacerlo una sola vez.
Paul notó una tensión en la nuca, una sensación intensa y perturbadora que hizo que le entraran ganas de cerrar la puerta y negarse a colaborar. Al ver su indecisión, Frank movió la cabeza de un lado a otro.
—No me lo pongas más difícil.
Julia, que había logrado recobrar la compostura, se volvió y, ya con el rostro sereno, saludó a Frank con la cabeza.
—Teniente Needlemeyer.
—Señorita Summers. Lo siento, pero voy a tener que hacerle unas cuantas preguntas más.
Los músculos del estómago se le retorcieron con solo pensarlo, pero Julia asintió de nuevo.
—Está bien.
—Tendrá que ser en la comisaría.
—¿En la comisaría?
—Así es. —Frank se sacó una tarjeta del bolsillo—. Voy a tener que leerle sus derechos, pero antes me gustaría aconsejarle que llame a un abogado, uno bueno.