26

Paul estaba tan absorto en la escena que estaba escribiendo que no oyó el teléfono cuando este sonó, de modo que saltó el contestador automático. Sin embargo, sí oyó la voz de Julia.

—Paul, soy Julia. Solo quería…

—Hola.

—Ah. —A Julia se le mezclaron las ideas—. Estás ahí.

Paul volvió la mirada hacia la pantalla del procesador de textos, con el cursor parpadeando impaciente sobre el documento.

—Más o menos. —Paul se retiró del escritorio lentamente, llevándose consigo el teléfono inalámbrico al tiempo que abandonaba el despacho para salir a la terraza circular—. ¿Has podido dormir un rato más?

—Pues… —Julia no podía mentirle, aunque sabía que el único motivo por el que Paul la había dejado era porque ella había accedido a quedarse en la cama toda la mañana sin contestar al teléfono—. Al final he decidido acudir a la cita que tenía con Gloria.

—Pero si… —Julia puso un gesto de dolor mientras oía explotar de ira a Paul al otro lado del hilo telefónico—. Maldita sea, Julia, me has prometido que te quedarías en casa. ¿Cómo se te ha ocurrido salir sola?

—Prometer no te he prometido nada, y…

—Pues si no era una promesa, era algo muy parecido. —Paul se cambió el auricular de oreja al tiempo que se pasaba una mano por el pelo—. ¿Dónde estás?

—En una cabina telefónica del hotel Beverly Hills.

—Voy para allá.

—No. Maldita sea, Paul, deja de hacer de sir Galahad por un momento y escúchame, por favor. —Julia se apretó los ojos con los dedos, confiando en mitigar así el dolor de cabeza que sentía tras los globos oculares—. Me encuentro perfectamente bien; estoy en un lugar público.

—Estás haciendo el tonto.

—Vale, estoy haciendo el tonto. —Con los ojos cerrados, Julia reclinó la cabeza contra la pared de la cabina. No había podido cerrar la puerta, sencillamente no había sido capaz de tirar de ella para quedarse encerrada en aquel cubículo de vidrio, así que se veía obligada a hablar en voz baja—. Paul, tenía que salir. Me sentía atrapada allí dentro. Y pensaba, confiaba en que si hablaba con Gloria conseguiría formarme una imagen más clara por mí misma.

Tragándose otro exabrupto, Paul apoyó una cadera en la barandilla. A su espalda oía el rumor de las olas que batían contra la arena de la orilla.

—¿Y ha sido así?

—Pues no lo sé. Pero lo que sí sé es que tengo que volver a hablar con Eve. Necesito un poco más de tiempo para pensar; luego volveré e intentaré hablar con ella.

—¿Quieres que esté contigo?

—¿Te importaría…? —Julia carraspeó—. ¿Te importaría esperar a que yo te llame? CeeCee se va a llevar a Brandon a casa a la salida del colegio… así tendré tiempo para hablar con Eve. Ni siquiera sé lo que voy a decirle, ni cómo voy a decírselo. Pero si supiera que puedo llamarte cuando acabe, me resultaría más fácil.

—Estaré esperando tu llamada. Te quiero, Jules.

—Lo sé. No te preocupes por mí. Ya me las arreglaré.

—Ya nos las arreglaremos —le rectificó Paul.

Tras colgar el auricular, Julia se quedó un momento donde estaba. No sabía si estaba preparada para volver y enfrentarse a Eve. Aún se sentía demasiado furiosa, demasiado dolida. Ignoraba cuánto tiempo tardarían dichos sentimientos en verse mitigados.

Atravesó el vestíbulo del hotel poco a poco y salió al exterior, donde el aire comenzaba a hacerse más denso con el calor de la tarde.

Como un fantasma, el hombre que Julia habría reconocido del aeropuerto la siguió.

Drake decidió dejarse de hostias de una vez por todas. Ya estaba harto de ser don Perfecto. Estaba lo bastante cabreado para subirse al techo de su coche sin que le importara rallar la flamante pintura roja; tampoco le preocupó mucho el hecho de que se le rasgara el traje de Savile Row al trepar a duras penas por el muro de la propiedad de Eve.

Eve lo tenía por tonto, pensó con tristeza mientras se raspaba las palmas de las manos con las piedras. Pero no era tonto; de hecho, había sido lo bastante listo para dar un rodeo por la finca de camino a la salida para desconectar el sistema de seguridad.

Sí señor, había que ser previsor y lo estaba siendo. Por su futuro. La hebilla del cinturón tintineó en contacto con la piedra al pasar la barriga por encima del muro. ¿Cómo se atrevía ella a mandar a su secretaria a ponerle a él, a su propio sobrino, de patitas en la calle? Se iba a enterar; quisiera o no lo escucharía, y vería que hablaba muy en serio.

Drake aterrizó con un gruñido al notar que el tobillo izquierdo le fallaba y caía de espaldas sobre un seto de árboles del paraíso. Las espinas le hicieron rasguños en el dorso de las manos mientras trataba de ponerse de rodillas.

Sudaba a chorros y le costaba respirar. Eve no lo desheredaría, eso era lo único que tenía en mente mientras cogía impulso para ponerse en pie y avanzar renqueando hacia el campo de golf. Se lo haría ver, por las buenas o por las malas.

El hombre que seguía de cerca a Julia se fijó en el Porsche mientras rodeaba la finca tras ver que ella traspasaba la verja de entrada. Había pensado pasar el resto de la tarde vigilando al final de la manzana por si Julia volvía a salir.

Era un trabajo aburrido, pero estaba bien pagado. Un hombre podía soportar numerosas molestias, como el calor, el tedio y el tener que orinar en una bolsa de plástico, por seiscientos dólares al día.

Al reconocer el Porsche, la curiosidad innata lo había llevado a aparcar detrás de él. El vehículo estaba cerrado con llave e impoluto salvo por un par de huellas de zapato en el techo. Con una amplia sonrisa, el hombre saltó a lo alto del coche y se asomó por encima del muro.

Alcanzó a ver a Drake renqueando entre el campo de golf y las canchas de tenis.

Le costó tan solo un instante decidir saltar el muro. Un hombre listo no podía dejar escapar una oportunidad como aquella. No cabía duda de que dentro averiguaría más que si se quedaba fuera. Y cuanto más averiguara, más le pagarían.

Julia traspasó la verja de entrada justo en el momento en que el Mercedes de Gloria salía disparado de la propiedad. Sin dignarse mirarla ni por un instante, Gloria pisó el acelerador con un chirriar de ruedas en el asfalto.

—Casi se queda sin parachoques —dijo Joe, saludando sonriente con la cabeza a Julia a través de la ventana—. Esa señora conduce peor que mi hijo adolescente.

—Parecía alterada.

—Ya venía así.

—¿Ha estado mucho rato?

—Qué va. —El vigilante extrajo un caramelo de cereza de un tubo de Life Saver, se lo ofreció a Julia y ante el murmullo de su negación se lo metió en la boca—. Quince minutos quizá. No ha parado de entrar y salir gente en toda la mañana. Si cobrara peaje, habría sacado una fortuna.

Julia sabía que el hombre esperaba que sonriera, y lo complació.

—¿Hay alguien con Eve ahora mismo?

—No lo creo.

—Gracias, Joe.

—De nada. Que tenga un buen día.

Julia condujo despacio, tratando de decidir si desviarse hacia la casa principal o seguir adelante. Al final se dejó llevar por el instinto y se dirigió a la casa de invitados. Todavía no estaba preparada, lo reconocía. Necesitaba un poco más de tiempo, un poco más de espacio.

En cuanto bajó del coche se encaminó hacia los jardines para deambular por ellos. A su espalda se abrió una cortina un instante antes de volver a cerrarse.

Se dejó tentar por el pequeño placer de sentarse en un banco de piedra y dejar que su mente se vaciara. Con los ojos cerrados, se impregnó de los sonidos y los aromas del jardín, del zumbido de las abejas y del rumor de los pájaros entre el follaje, con las agradables fragancias de las adelfas, los jazmines y las lilas mezcladas con el olor más intenso y penetrante de la tierra recién regada.

Siempre le habían gustado las flores. En los años que había vivido en Manhattan solía poner geranios en la repisa de la ventana cada primavera. Quizá hubiera heredado aquel amor, aquella necesidad por las flores de Eve. Pero no quería pensar en eso ahora.

A medida que transcurrieron los minutos se fue calmando. Mientras dejaba vagar su mente, comenzó a juguetear con el broche que se había prendido en la chaqueta aquella mañana antes de salir de casa, el broche que había heredado de su madre, de la única madre que había conocido. Justicia. Tanto su madre como su padre habían consagrado su vida a la justicia, y a ella.

Eran tantos los recuerdos que atesoraba, del primer día que la llevaron al colegio y la acunaron entre sus brazos para tratar de mitigar tan aterradora experiencia, de las historias que le contaban por la noche, de las Navidades que le habían regalado la reluciente bicicleta con la cesta de plástico blanca delante. Y también del dolor y la confusión fruto del divorcio que separó a las personas que más quería y de las que más dependía, y del modo en que se habían unido para apoyarla durante su embarazo. De lo orgullosos que se habían sentido de Brandon, y de lo mucho que la habían ayudado para que acabara sus estudios. Y de lo doloroso que había sido, y seguía siendo, saber que los había perdido a ambos para siempre.

Pero nada podía empañar sus recuerdos, ni sus sentimientos. Quizá era eso lo que más había temido, que si un día llegaba a conocer las circunstancias de su nacimiento, se debilitara de algún modo el vínculo entre ella y las personas que la habían criado.

Sin embargo, eso era algo que no sucedería. Ya más calmada, se levantó de nuevo. Fuera lo que fuese lo que hubiera hablado con Eve, y lo que resultara de todo ello, nada podría cambiar aquel vínculo.

Ella siempre sería Julia Summers.

Y ahora había llegado el momento de que se enfrentara al resto de su legado.

Julia echó a andar hacia la casa de invitados. Eve podría ir a verla allí, donde tendrían intimidad absoluta. Al llegar a la puerta de entrada, se detuvo frente a ella para buscar las llaves dentro del bolso. ¿Cuándo aprendería a no arrojarlas con despreocupación al agujero negro de su bolso? Cuando por fin las localizó, lanzó un pequeño suspiro de satisfacción. En su mente comenzó a esbozar un plan mientras abría la puerta.

Lo primero que haría sería servirse una copa de vino blanco, pondría en adobo pollo para la cena y luego llamaría a Eve. No pensaría por dónde iría la conversación, sino que dejaría que se desarrollara de manera natural. Cuando acabara, llamaría a Paul. Podría contarle todo, sabiendo que él le ayudaría a solucionar las cosas.

Quizá podrían hacer una escapada de fin de semana con Brandon, para relajarse y estar juntos. Puede que fuera sano poner un poco de distancia entre Eve y ella. Tras dejar el maletín y el bolso encima de una silla, Julia se volvió para encaminarse hacia la cocina.

Fue entonces cuando la vio.

No pudo más que quedarse mirándola. Ni siquiera pudo gritar, ¿cómo iba a gritar si se le había cortado la respiración? Se le pasó por la cabeza la vaga idea de que podría ser una representación, que en cualquier momento caería el telón y Eve sonreiría con aquella sonrisa suya tan deslumbrante mientras ella le aplaudía.

Pero Eve no estaba sonriendo, ni de pie, sino tendida en el suelo, con su espléndido cuerpo colocado de lado en una posición incómoda. Su rostro pálido reposaba sobre un brazo estirado, como si se hubiera tumbado en el suelo para echar una siesta. Pero tenía los ojos muy abiertos, no pestañeaba y su mirada se veía despojada de la pasión y el entusiasmo que la caracterizaban.

En la bonita alfombra situada frente a la chimenea baja iba filtrándose la sangre que le salía de la herida abierta en la nuca.

—Eve. —Julia avanzó un paso dando un traspié y cayó de rodillas para coger la fría mano de Eve—. Eve, no.

Presa de la desesperación, trató de levantarla, de obligar a su cuerpo inerte a ponerse de pie. En su intento se manchó de sangre la blusa y la chaqueta.

Y entonces gritó.

En su carrera desesperada hacia el teléfono tropezó. Aturdida aún por la impresión, se agachó a coger el atizador de latón que yacía en el suelo, manchado de sangre fresca. Con un gemido de asco, lo tiró a un lado. Le temblaban tanto los dedos que cuando por fin logró marcar el número de teléfono de emergencias estaba sollozando.

—Necesito ayuda. —El mero hecho de pronunciar aquellas palabras le provocó arcadas, pero pudo contener el vómito—. Creo que está muerta. Tienen que ayudarme, por favor. —Respirando a duras penas, escuchó la voz tranquilizadora de su interlocutor dándole instrucciones—. Vengan rápido, por favor —le pidió Julia. Tras hacer un esfuerzo para facilitarle la dirección, colgó el teléfono. Pero antes de que tuviera tiempo de pensar, ya estaba marcando de nuevo—. Paul, te necesito.

Le fue imposible decir nada más. Mientras la voz de Paul sonaba como un zumbido a través del auricular, Julia soltó el teléfono para volver a rastras junto a Eve y cogerle de la mano.

A su llegada Paul vio a varios policías uniformados apostados en la verja de entrada, pero ya se lo esperaba. Ante la imposibilidad de contactar de nuevo con Julia con el teléfono del coche tras salir a toda prisa de Malibú, había logrado hablar con una criada histérica de la casa principal.

Eve estaba muerta.

Se dijo que sería un error, una broma pesada. Pero en el fondo de su ser sabía que no era así. Durante el largo y frustrante trayecto, había tratado de hacer caso omiso de aquel sentimiento de vacío que le oprimía la boca del estómago, aquella sequedad que le quemaba la garganta. Sin embargo, en cuanto se detuvo frente a la verja de entrada supo que no había remedio.

—Lo siento, señor. —El agente de policía se acercó al coche para hablar con Paul a través de la ventanilla—. No puede pasar nadie.

—Soy Paul Winthrop —dijo con rotundidad—. El hijastro de Eve Benedict.

El agente asintió con la cabeza, se alejó unos pasos y sacó un walkie-talkie de su cinturón. Tras una breve conversación, hizo señas para que abrieran la verja.

—Diríjase directamente a la casa de invitados, por favor. —El agente se sentó en el asiento del pasajero—. Tengo que acompañarle.

Sin decir nada, Paul arrancó para tomar el camino que había recorrido infinidad de veces. Durante el corto trayecto vio a otros agentes uniformados desplegados por la propiedad como una brigada de búsqueda. Pero ¿qué estarían buscando?, se preguntó. ¿A quién?

En torno a la casa había más coches y aún más policías. El aire resonaba con el zumbido de las radios, y también con voces de llanto. Travers estaba desplomada en el césped, sollozando con la cara hundida en el delantal, rodeada por los brazos de Nina, cuyo rostro se veía cubierto de lágrimas y carente de expresión ante el shock.

Paul salió del coche y avanzó hacia la casa antes de que un policía lo detuviera.

—Lo siento, señor Winthrop, no puede entrar.

—Quiero verla.

—Solo se permite el paso del personal oficial al lugar del crimen.

Conocía el protocolo de actuación en aquellos casos, maldita sea, lo conocía tan bien como aquel policía estirado que no hacía ni dos días que se afeitaba. Volviéndose hacia él, fulminó al joven agente con una sola mirada.

—Quiero verla.

—Mire… eh… voy a preguntarlo, pero va a tener que esperar hasta que el forense lo autorice.

Paul sacó un purito. Necesitaba algo que le quitara el sabor a dolor y pérdida de la boca.

—¿Quién está al mando?

—El teniente Needlemeyer.

—¿Dónde está?

—En la parte trasera de la casa. Oiga —dijo el policía al ver que Paul se echaba a andar—. Está llevando una investigación.

—Accederá a verme.

Estaban en la terraza, sentados a la alegre mesa rodeada de flores. La mirada de Paul se posó por un instante en Needlemeyer antes de fijarse en Julia. Gelidez. Su rostro se veía pálido, transparente, frío. Entre las manos sostenía un vaso, al que sus dedos se aferraban con tal fuerza que parecían estar pegados al vidrio.

De repente, al ver su falda y su chaqueta manchadas de sangre, el dolor que sentía Paul dio paso al terror.

—¡Julia!

Julia tenía los nervios tan tensos que al oír su nombre saltó de la silla, dando un respingo. El vaso voló de sus manos y se hizo añicos en el suelo embaldosado. Por un momento Julia se balanceó de un lado a otro al notar el aire denso y gris a su alrededor. Luego corrió hacia él.

—Paul. Dios mío, Paul. —Los temblores comenzaron a sacudir su cuerpo de nuevo en cuanto Paul la rodeó con sus brazos—. Eve —fue todo lo que pudo decir—. Eve —repitió.

—¿Estás herida? —Paul sintió el impulso de echarla hacia atrás y comprobarlo con sus propios ojos, pero sus brazos no respondían a la orden de soltarla—. Dime si estás herida.

Julia negó con la cabeza, tragando aire. Control. Tenía que recobrar cierto control o lo perdería para siempre.

—Cuando llegué a casa la vi allí. En el suelo de la cocina. Me la encontré tendida en el suelo. Paul, lo siento. Lo siento muchísimo.

Paul miró por encima del hombro de Julia. Lejos de moverse del sitio, Needlemeyer seguía sentado tranquilamente, observando la escena.

—¿Es necesario que hagas esto ahora? —inquirió Paul.

—Siempre es el mejor momento.

Paul y Needlemeyer se conocían desde hacía más de ocho años, y habían trabado amistad a raíz de un trabajo de investigación de Paul.

Frank T. Needlemeyer siempre había tenido claro que quería ser policía, pero lo que siempre había parecido era un estudiante recién salido de la universidad, uno especializado en juergas. Paul sabía que tenía cerca de cuarenta años, si bien su cara de niño no dejaba traslucir ni mucho menos su edad. En el ámbito profesional, había visto lo más desagradable de la humanidad en toda su extensión. En el ámbito personal, había pasado por dos matrimonios a cual más deprimente. Y todo ello lo había sobrellevado sin que le saliera una sola arruga ni una cana, y con la confianza pertinaz en que las cosas podían hacerse bien si uno se mantenía alejado del camino equivocado.

Y como se conocían, Frank sabía lo mucho que Eve Benedict había significado para Paul.

—Era una mujer única, Paul. Lo siento.

—Ya. —Paul no estaba preparado para recibir muestras de condolencia, todavía no—. Necesito verla.

—Lo arreglaré —respondió Frank, asintiendo, antes de dejar escapar el aire en silencio.

Estaba claro que la mujer de la que Paul le había hablado la última vez que habían salido juntos era Julia Summers. ¿Cómo la había descrito? Frank trajo a su memoria la imagen de Paul bebiendo de una cerveza de cuello largo, todo sonriente.

—Es testaruda, le gusta tener la sartén por el mango. Probablemente se deba al hecho de haber tenido que criar a un niño sola. Tiene una risa cautivadora, pero no es muy dada a reír. Y eso me saca de quicio. Creo que estoy loco por ella.

—Ya, ya —le había respondido Frank con una sonrisa, embotado por la bebida—. Pero lo que quiero es que me hables de su cuerpo, empezando por las piernas.

—Son increíbles. Absolutamente increíbles.

Frank ya había comprobado que Paul tenía razón con respecto a lo de aquellas piernas. Pero en aquel momento daba la sensación de que las piernas de Julia Summers no la sostendrían de pie mucho tiempo.

—¿Quiere sentarse, señorita Summers? Si le parece bien, Paul puede quedarse mientras hablamos.

—Sí… por favor —dijo Julia, cogiendo la mano de Paul.

—No pienso moverme de aquí —le aseguró Paul, sentándose a su lado.

—Bien, vamos a empezar por el principio. ¿Quiere más agua?

Julia negó con la cabeza. Más que nada, lo que quería era acabar con aquello.

—¿A qué hora ha llegado a casa?

—No lo sé. —Julia respiró hondo, tratando de tranquilizarse—. Joe. Joe, el vigilante de la entrada, puede que se acuerde. Esta mañana he ido a ver a Gloria DuBarry. Luego he dado una vuelta en coche…

—A mí me has llamado hacia el mediodía —terció Paul—. Desde el Beverly Hills.

—Sí, te he llamado y luego he estado dando una vuelta en coche durante un rato.

—¿Suele hacer eso a menudo? —inquirió Frank.

—Tenía cosas en que pensar.

Frank vio pasar la mirada entre ella y Paul, y esperó.

—He llegado justo cuando salía Gloria, y…

—¿La señorita DuBarry ha estado aquí? —le interrumpió Frank.

—Sí, supongo que habrá venido para… hablar con Eve. Nos hemos cruzado en la verja de entrada. He cruzado cuatro frases con Joe y luego he aparcado el coche frente a la casa. No me apetecía entrar directamente, así que… —Julia dejó caer las manos en su regazo y las entrelazó. Sin decir nada, Paul las cubrió con las suyas—. Me he ido a pasear por el jardín y me he sentado en un banco. No sé cuánto tiempo habré estado allí. Luego he entrado en la casa.

—¿Por dónde ha entrado?

—Por la puerta principal. Mientras la abría… —A Julia se le entrecortó la voz y se tapó la boca con la mano—. Mientras la abría pensaba en servirme una copa de vino y poner en adobo un poco de pollo para la cena. Y entonces ha sido cuando la he visto.

—Siga.

—Estaba tendida encima de la alfombra. Y la sangre… Creo que me he acercado a ella y he tratado de despertarla. Pero estaba…

—Su llamada al teléfono de emergencias ha quedado registrada a la una y veintidós minutos.

A Julia le entró un escalofrío y luego se calmó.

—Primero he llamado a emergencias y luego a Paul.

—¿Y qué ha hecho después?

Julia apartó la vista, del teniente, de la casa. Había mariposas volando sobre la aguileña.

—Me he sentado junto a Eve hasta que han llegado.

—Señorita Summers, ¿sabe por qué habría venido la señorita Benedict a la casa de invitados?

—A esperarme. Yo… ella y yo estábamos trabajando en el libro.

—En su biografía —dijo Frank, asintiendo con la cabeza—. Durante el tiempo que ha estado trabajando con ella, ¿en algún momento le insinuó la señorita Benedict que alguien podría querer hacerle daño?

—Había mucha gente a quien no le gustaba nada la idea del libro. Eve sabía cosas. —Julia se quedó mirando sus manos antes de clavar los ojos en los de Frank—. Tengo cintas, teniente, cintas de mis entrevistas con Eve.

—Le agradecería que me dejara llevármelas.

—Están dentro. —En un rápido movimiento convulsivo Julia apretó los dedos de Paul—. Hay más cosas.

Julia le contó al teniente lo de las notas anónimas, lo de las veces que habían entrado a robar en la casa y lo del avión. Mientras hablaba, Frank iba tomando notas cortas y dispersas sin perder de vista su rostro. Frente a él tenía a una mujer que parecía estar a punto de saltar en cualquier momento, pero que se esforzaba por controlarse, pensó.

—¿Por qué no denunciaron el allanamiento de morada?

—Eve quería encargarse del asunto personalmente. Más tarde me explicó que había sido Drake, Drake Morrison, su sobrino, y que ya lo había arreglado con él.

Frank apuntó las iniciales D. M. y trazó un círculo alrededor.

—Necesitaré las notas.

—Las tengo, junto con las cintas, guardadas en la caja fuerte.

Frank levantó las cejas levemente en señal de interés.

—Sé que esto es muy duro para usted, señorita Summers, y la verdad es que no hay mucho que yo pueda hacer para ponérselo más fácil. —Con el rabillo del ojo vio a uno de los agentes uniformados que se acercaba a la puerta de la cocina y le hacía señas—. Cuando consiga reponerse un poco, necesitaré que venga a declarar a la comisaría. También me gustaría tener sus huellas dactilares.

—Por Dios, Frank.

—Es lo normal en estos casos —repuso Frank, mirando a Paul—. Necesitamos identificar las huellas que podamos encontrar en el lugar de los hechos. No cabe duda de que las suyas estarán presentes en la casa, señorita Summers. El hecho de eliminarlas facilitará la investigación.

—Está bien. Haré lo que haga falta. Pero tiene que saber… —Julia se esforzó por respirar aunque fuera a duras penas—. Eve era algo más que un objeto de estudio para mí. Era mucho más que eso, teniente. Eve Benedict era mi madre.

Menudo panorama.

Frank no estaba pensando en la escena del crimen. Había estado en demasiadas para verse afectado en exceso por las secuelas de una muerte violenta. Odiaba el asesinato, y lo despreciaba por ser el más siniestro de los pecados. Pero por encima de todo era policía, y su trabajo no consistía en filosofar, sino en encontrar un firme asidero en la resbaladiza soga de la justicia.

Era en su amigo en quien estaba pensando al ver a Paul plantado junto al cuerpo tapado. Al verlo agacharse para tocar aquel rostro sin vida.

Frank había despejado la estancia, ante la reticencia del equipo forense, que no había acabado de inspeccionar el lugar a fondo en busca de huellas dactilares y otras posibles pruebas. Pero había veces que uno se saltaba las normas. Paul tenía derecho a estar un par de minutos a solas con una mujer a la que había querido durante veinticinco años.

Oyó movimiento en el piso de arriba, adonde había enviado a una agente para que acompañara a Julia a cambiarse y recoger los efectos personales que ella y su hijo pudieran necesitar. Nadie salvo la policía podría entrar en aquella casa durante un tiempo.

Eve seguía viéndose hermosa, pensó Paul, algo que en cierto modo le servía de consuelo. Quienquiera que lo hubiera hecho no había conseguido despojarle de su belleza.

También estaba palidísima, como era de esperar, y totalmente inmóvil. Cerrando los ojos, trató de superar una ráfaga más de dolor. A ella no le habría gustado. Paul podía oír casi su risa y notar su palmadita en la mejilla.

—Querido —le habría dicho—. He vivido más que suficiente, así que no derrames una sola lágrima por mí. Eso sí, espero… qué caray, exijo que mis admiradores lloren mi pérdida como es debido. Los estudios deberían cerrar sus puertas y decretar un día de duelo. Pero quiero que mis seres queridos se emborrachen como cubas y organicen una juerga en mi honor.

Paul deslizó con delicadeza la mano de Eve sobre la suya y se la llevó a los labios por última vez.

—Adiós, preciosa.

Frank puso una mano sobre su hombro.

—Volvamos afuera.

Paul asintió y se apartó de Eve. Realmente necesitaba tomar el aire. En cuanto puso el pie en la terraza, se llenó los pulmones con una gran bocanada.

—¿Cómo ha sido? —fue lo único que dijo.

—De un golpe en la nuca, al parecer con el atizador de la chimenea. Sé que no sirve de mucho, pero el forense cree que la muerte ha sido instantánea.

—Pues no, no sirve de mucho —respondió Paul, metiéndose los puños en los bolsillos con un gesto de impotencia—. Voy a tener que encargarme de muchas cosas. ¿Cuánto tardaréis en… cuándo me la devolveréis?

—Ya te lo diré. No puedo hacer nada más. Tendrás que hablar conmigo, oficialmente. —Frank sacó un cigarrillo—. Puedo venir a verte yo a ti, o tú a mí a la comisaría.

—Necesito llevarme de aquí a Julia. —Paul aceptó el cigarrillo que Frank le ofreció y se acercó a la llama de la cerilla—. Ella y Brandon se quedarán conmigo. Julia necesitará un tiempo.

—Haré lo que pueda, Paul, pero tienes que entenderlo. Ella ha encontrado el cuerpo, es la hija que Eve perdió hace mucho tiempo y sabe lo que hay aquí —dijo Frank, levantando la bolsa llena con las cintas que había sacado de la caja fuerte después de que Julia le dijera dónde estaba y le facilitara la combinación—. Es la mejor pista que tenemos.

—Puede que sea la mejor pista que tenéis, pero prende de un hilo muy fino. Si lo estiráis mucho más acabará por romperse. Por el amor de Dios, dadnos un par de días.

—Haré lo que pueda —repitió Frank antes de expulsar el humo entre los dientes—. No va a ser fácil. Los periodistas mantienen vigilado el lugar.

—¡Joder!

—Tú lo has dicho. Voy a mantener en secreto lo de la relación de Julia con Eve todo el tiempo que pueda, pero tarde o temprano se sabrá, y cuando ocurra se le echarán encima como moscas. —Frank alzó la vista mientras Julia cruzaba el umbral de la puerta—. Saquémosla de aquí.

Drake abrió la puerta de un empujón entre jadeos y la cerró con llave una vez dentro. Gracias a Dios, gracias a Dios, pensaba una y otra vez mientras se frotaba con manos temblorosas su rostro sudoroso. Había conseguido llegar a casa. Estaba a salvo.

Necesitaba una copa.

Sin forzar el tobillo, atravesó el salón renqueando hasta el mueble bar y cogió una botella al azar. Tras desenroscar el tapón tomó un trago largo de Stoli. Se estremeció, aspiró aire y echó otro trago de la botella.

Muerta. La reina estaba muerta.

Drake prorrumpió en una risita nerviosa que acabó en un sollozo incontrolable. ¿Cómo podría haber ocurrido? ¿Por qué habría sucedido? Si él no se hubiera largado antes de que Julia apareciera…

No importaba. Sin plantearse siquiera dicha posibilidad, se llevó una mano a la cabeza, que no dejaba de darle vueltas. Lo único que importaba era que nadie lo había visto. Mientras mantuviera la calma y fuera listo, todo iría bien. Mejor que bien, pues Eve no habría tenido tiempo de cambiar el testamento.

Era un hombre rico, un puto magnate. Drake levantó la botella a modo de brindis antes de dejarla caer al suelo al salir corriendo hacia el baño. Aferrado a la taza del váter, vomitó el mareo y el miedo que llevaba en el cuerpo.

Maggie Castle se enteró de la noticia del modo más frío posible, a través de la llamada de un periodista interesado en saber su reacción y en pedirle una reflexión al respecto.

—Repugnante sabandija —le espetó Maggie, inclinándose hacia delante en su silla giratoria de piel—. Podría desollarte vivo por gastarme una broma como esa —aseveró antes de colgar el auricular de golpe mientras saboreaba sus palabras.

Con una pila de guiones por leer, contratos por revisar y llamadas por hacer, no tenía tiempo para bromas retorcidas.

—Menudo cabrón —dijo en tono suave, mirando el teléfono con desagrado.

El ruido de sus tripas la distrajo, y se puso la mano sobre el estómago para calmarlo. Se moría de hambre, pensó, y si hubiera podido habría matado por un suculento rosbif con pan de centeno. Pero se había propuesto hacer lo que hiciera falta para caber en aquel vestido de la talla cuarenta por el que había desembolsado tres mil dólares, y más cuando quedaba menos de una semana para los Oscar.

Como si de un juego de cartas se tratara, puso sobre la mesa tres fotos satinadas de 20 x 25 cm y estudió el rostro seductor que había en ellas. Tenía que elegir una para enviarla a fin de conseguir un papelazo en una película en proyecto.

Un papel a medida de Eve, pensó Maggie, lanzando un suspiro. Si Eve hubiera tenido veinticinco años menos. Pero el caso era que Eve Benedict no podía ser eternamente joven.

Maggie apenas alzó la vista al abrirse la puerta de su despacho.

—¿Qué ocurre, Sheila?

—Señorita Castle… —Sheila se quedó parada en el umbral de la puerta, con una mano en el pomo y la otra apoyada en la jamba—. Dios mío, señorita Castle.

El tono tembloroso de su voz hizo que Maggie levantara la cabeza de golpe. Las gafas para leer que llevaba puestas resbalaron por su nariz.

—Pero ¿qué ocurre?

—Eve Benedict… La han asesinado.

—Tonterías. —De repente, le invadió una ráfaga de ira que hizo que se levantara de la silla como movida por un resorte—. Si ese imbécil vuelve a llamar…

—Es la radio —alcanzó a decir Sheila, buscando un pañuelo en el bolsillo de su falda—. Acaban de decirlo por la radio.

Presa aún de la ira, Maggie cogió el mando a distancia y apuntó a la televisión con él. A la tercera vez que cambió de canal dio con un boletín informativo.

—La noticia de la muerte de Eve Benedict ha conmocionado esta tarde a Hollywood, y al mundo entero. La glamourosa estrella de decenas de películas ha sido encontrada muerta en su propiedad, víctima al parecer de un homicidio.

Con los ojos pegados a la pantalla, Maggie se sentó poco a poco en la silla.

—Eve —susurró—. Dios mío, Eve.

Encerrado en su despacho a kilómetros de distancia, Michael Delrickio se quedó mirando la televisión mientras observaba con apatía la sucesión de imágenes. Eve a los veinte años, radiante y llena de vida; a los treinta, seductora y deslumbrante.

Permaneció inmóvil, sin poder hablar.

Eve muerta, liquidada, desaparecida para siempre. Él podría haberle dado todo, incluida su vida. Si ella le hubiera querido lo suficiente, si hubiera creído y confiado en él, podría haberlo impedido. Pero en lugar de ello lo había despreciado, desafiado, detestado. Y ahora estaba muerta, pero incluso muerta podría acabar con él.

Gloria reposaba en la penumbra de su dormitorio con un antifaz de gel frío sobre sus ojos hinchados. El Valium que se había tomado no le hacía efecto, ni creía que nada lo hiciera. Aquella vez ni las pastillas, ni las estratagemas, ni las plegarias servirían para arreglar las cosas.

Eve había sido su mejor amiga. No soportaba no poder borrar de su memoria los momentos que habían vivido juntas, el valor de su estrecha relación.

Por supuesto que se había sentido dolida, furiosa y aterrada, pero nunca había deseado la muerte de Eve, y menos que acabara de aquella manera.

Pero Eve estaba muerta, había desaparecido. Bajo el antifaz de efecto relajante, se le saltaron las lágrimas. Gloria se preguntó qué sería ahora de ella.

En su biblioteca, rodeado por los libros que había coleccionado con amor a lo largo de toda una vida, Victor miraba fijamente una botella de Irish Mist cerrada con precinto. El whisky, pensó, tal como lo hacían los irlandeses, era lo mejor que había para emborracharse.

Y él quería emborracharse, emborracharse hasta el punto de no poder pensar, sentir ni respirar. ¿Cuánto tiempo podría aguantar así?, se preguntó. ¿Una noche, una semana, un año? ¿Podría aguantar así lo bastante para que, al volver en sí, el dolor hubiera desaparecido?

Eso nunca ocurriría, ni con todo el whisky y el tiempo del mundo. Si se veía condenado a vivir diez años más, jamás llegaría a superar el dolor.

Eve. Solo ella podría detenerlo. Y él nunca volvería a estrecharla entre sus brazos, a saborear su boca, a reír con ella o a disfrutar de su compañía sentados los dos en silencio en el jardín.

No tenía por qué haber acabado así. En su corazón sabía que podría haber sido de otra manera. Al igual que ocurría con un guión mal escrito, el final podría haberse revisado.

Victor levantó la botella y la lanzó contra la pared, donde estalló en mil pedazos. Asfixiándose con el fuerte olor a whisky que impregnó el aire, se tapó la cara con las manos y maldijo a Eve con todo su corazón.

Anthony Kincade se regodeó con la noticia, rebosante de alegría. Mientras se atiborraba de galletas saladas untadas de paté, mantenía la mirada fija en el televisor, riéndose a carcajadas. Cada vez que una cadena recuperaba su programación habitual, él cambiaba de canal en busca de un nuevo boletín o un breve anuncio de la noticia.

La muy zorra estaba muerta, y nada podría haberle hecho más feliz. Solo era una cuestión de tiempo que pudiera ocuparse de la tal Summers y recuperar las cintas con las que Eve lo había hostigado.

Su reputación, su dinero y su libertad estaban ahora a salvo. Eve había encontrado su merecido.

Solo esperaba que hubiera sufrido.

Lyle no sabía qué coño pensar; estaba demasiado asustado para preocuparse por ello. Suponía que había sido Delrickio quien había liquidado a Eve, y él estaba relacionado con Delrickio. Claro que lo único que había hecho era fisgonear, pero a los hombres como Delrickio nunca los cogían. Ya se aseguraban ellos de que cogieran a otro en su lugar.

Podía huir, pero estaba más que seguro de que no tendría donde esconderse. E imaginaba que su coartada de que se había fumado un porro que le había dejado noqueado toda la tarde no se sostendría cuando se la contara a la policía.

Maldita sea, ¿por qué tendrían que habérsela cargado precisamente en aquel momento? Si hubieran esperado unas semanas él habría tenido tiempo para esfumarse, con los bolsillos llenos y vía libre para ir a donde quisiera. Maldita fuera su suerte.

Desnudo como estaba, se sentó en la cama, sujetando una cerveza entre las rodillas. Tenía que buscarse una coartada más convincente. Buscó inspiración en la cerveza, se devanó los pocos sesos que tenía y finalmente sonrió. Tenía los cinco mil dólares que Delrickio le había pagado. Si no podía comprar una coartada con un par de los grandes, y su famosa e infatigable polla, no merecía la pena vivir la vida.

Travers no encontraba consuelo alguno. Nina lo intentó, pero el ama de llaves no quería comer, descansar ni tomarse un sedante. Se limitó a quedarse sentada en la terraza, mirando al jardín. Ni siquiera consintió en entrar en la casa, por mucho que Nina tratara de convencerla por activa y por pasiva.

La policía había registrado toda la casa, revolviendo cajones y pasando sus manos de policía por los objetos personales de Eve, contaminándolo todo.

Nina la miró con sus ojos hinchados y enrojecidos. ¿Acaso pensaba Travers que era la única que sufría por lo ocurrido, que era la única que se sentía mal, asustada y llena de dudas?

Nina dio media vuelta y se alejó de las cristaleras que daban a la terraza. Necesitaba desesperadamente hablar con alguien, abrazar a alguien. Podía coger el teléfono y marcar una lista entera de números, pero todos sus allegados le preguntarían por Eve. A fin de cuentas, la vida de Nina Soloman había empezado el día que Eve Benedict la había contratado.

Ahora que Eve había desaparecido no tenía a nadie, ni nada. ¿Cómo podía ser que el destino de una persona afectara tanto a otra? No podía ser. No era justo.

Se acercó al bar y se sirvió un vaso grande de bourbon. Al notar el sabor puso una mueca de asco. Hacía años que no bebía nada que fuera más fuerte que el vino blanco.

Pero lejos de traerle malos recuerdos, aquel sabor le tranquilizó y fortaleció. Nina bebió otro trago. Iba a necesitar toda la fuerza de la que pudiera hacer acopio para aguantar las semanas que tenía por delante. O el resto de su vida.

De momento, sin embargo, se concentraría en aguantar aquella noche.

¿Cómo iba a dormir allí, en aquella mansión, sabiendo que el dormitorio de Eve estaba al final del pasillo?

Podría ir a un hotel, pero sabía que eso no estaría bien. Se quedaría allí, y aguantaría como pudiera aquella primera noche. Luego pensaría en la siguiente, y en la de después.

Cuando Julia se repuso del efecto del sedante, pasaba ya de la medianoche. No se sintió desorientada ni tentada siquiera por un instante de convencerse a sí misma de que todo había sido una espantosa pesadilla.

Desde el primer momento en que recobró el reconocimiento supo dónde estaba y qué había ocurrido. Estaba en la cama de Paul, y Eve estaba muerta.

Dolorida, Julia se dio la vuelta para buscar el contacto de Paul, para apretarse contra él y notar el calor de su cuerpo. Sin embargo, el espacio que tenía a su lado se hallaba vacío.

Dándose impulso se incorporó y salió de la cama, pese a sentir el cuerpo sumamente débil y la cabeza aturdida.

Recordaba que, por insistencia suya, habían ido en coche a buscar a Brandon. No habría soportado que su hijo se hubiera enterado de la noticia por televisión. Aun así, no había sido capaz de contarle todo, solo que Eve había muerto a causa de un accidente, un pequeño eufemismo de «asesinato».

Brandon había llorado un poco, una reacción natural ante la desaparición de una mujer que había sido amable con él. Julia se preguntaba cuándo y cómo encontraría la manera de contarle que aquella mujer era su abuela.

Pero ya habría tiempo para eso. Ahora Brandon dormía, a salvo. Un poco triste quizá, pero a salvo. No así Paul.

Julia lo encontró en la terraza, mirando al mar, cuyas olas se batían en la arena de la orilla en plena oscuridad. Por un momento pensó que se le partiría el alma al ver la silueta de Paul recortada por la luz de la luna, con las manos metidas en los bolsillos de los vaqueros que debió de ponerse después de dejarla a ella sola en la cama.

No le hizo falta ver su rostro ni su mirada, ni oír su voz para sentir su dolor.

Ante la duda de si sería mejor acercarse a él o mantenerse a cierta distancia, optó por quedarse donde estaba.

Paul percibió su presencia. Desde el momento en que Julia se había parado junto a la cristalera, su aroma había llegado hasta él, al igual que su pesar. Paul se había pasado la mayor parte de la noche haciendo todo lo que había que hacer como un autómata: realizando las llamadas necesarias y protegiendo a los demás, tomándose la sopa que Julia había insistido en calentar, tratando de convencerla para que se tomara las pastillas que le ayudarían a descansar.

Y ahora era él quien ni siquiera tenía fuerzas para conciliar el sueño.

—Cuando tenía quince años, justo antes de que cumpliera los dieciséis —comenzó a relatar Paul, contemplando aún el batir de las olas en la orilla—, Eve me enseñó a conducir. Yo estaba aquí de visita, y un día cogió y señaló su coche. Ni más ni menos que un Mercedes. Me dijo: «Siéntate al volante, muchacho. Ya que estamos, aprende primero a conducir por la derecha».

Paul sacó un purito del bolsillo. La llama de la cerilla iluminó el sufrimiento en su rostro por un instante antes de sumirlo de nuevo en la oscuridad.

—Yo estaba muerto de miedo, y tan emocionado que me temblaban los pies encima de los pedales. Me pasé una hora conduciendo por Beverly Hills, y cuando no se me calaba el coche avanzaba a trompicones o me chocaba con los bordillos. Estuve a punto de llevarme un Rolls por delante, pero Eve no pestañeó en ningún momento. Simplemente echaba la cabeza hacia atrás y reía a carcajadas.

El humo le quemó la garganta. Paul arrojó el purito por encima de la baranda y se apoyó en ella.

—La quería tanto…

—Lo sé —dijo Julia, acercándose a él para rodearle con sus brazos.

Y así se quedaron, abrazados en silencio, pensando en Eve.