Julia no podía huir de la ira, o del miedo, ni de la sensación de vacío y traición. Mientras corría en medio de la oscuridad iluminada aquí y allá por la luz de la luna, cargaba con todos aquellos sentimientos, junto con una sensación de pesar y desconcierto que le revolvía el estómago.
Eve.
Aún veía el rostro de Eve, con aquellos ojos oscuros de mirada implacable y su boca grande y adusta. Con un sollozo entrecortado, Julia se llevó la mano a los labios. Dios mío, la misma forma, el mismo labio superior carnoso. Sus dedos temblaron mientras Julia los cerraba en un puño y seguía corriendo.
En su huida no advirtió la presencia de Lyle en el estrecho balcón situado sobre el garaje, que la observaba con los prismáticos colgados al cuello y una amplia sonrisa de satisfacción en el rostro.
Julia entró a toda prisa en la terraza, con el puño bajo el pecho, en un intento por aplacar los nervios que sentía en el estómago. Con la mano sudorosa, trató de abrir la puerta corredera, pero al resultarle imposible soltó un exabrupto y le dio una patada antes de probar suerte de nuevo con el pomo. Paul la abrió de golpe desde dentro y se apresuró a coger a Julia por los codos cuando vio que trastabillaba al entrar.
—Vaya —exclamó Paul con una risa rápida, sujetándola para que recobrara el equilibrio—. Sí que me echabas de menos… —Paul se calló de repente cuando se dio cuenta de que Julia estaba temblando. Le levantó la barbilla levemente para echarle la cabeza hacia atrás y vio la expresión de congoja en su rostro—. ¿Qué ocurre, Jules? ¿Le ha pasado algo a Eve?
—No. —La expresión de confusión e impotencia en su rostro se tiñó de ira—. Eve está bien; en su salsa. ¿Por qué no iba a estarlo? Si está tocando todas las teclas habidas y por haber. —Julia forcejeó para que Paul la soltara, pero él la tenía agarrada bien fuerte—. Suéltame, Paul.
—En cuanto me digas qué ha hecho para que te pongas así. Vamos. —Paul la empujó levemente para que volviera a salir a la terraza—. Parece que te vendría bien un poco de aire.
—Brandon…
—Duerme como un tronco. Y su habitación está en la otra punta de la casa, así que no creo que se entere de nada de lo que tengas que decir aquí fuera. ¿Por qué no te sientas?
—Porque no quiero sentarme. No quiero que me cojan, que me calmen ni que me acaricien la cabeza. Lo que quiero es que me sueltes.
Paul la soltó en el acto, levantando las manos con las palmas abiertas hacia fuera.
—Ya está. ¿Qué más puedo hacer por ti?
—No me vengas con ese tono de ironía británica, que no estoy de humor para eso.
—Muy bien, Jules. —Paul apoyó una cadera en la mesa—. ¿Y para qué estás de humor?
—Es que la mataría. —Julia se puso a caminar de un lado al otro del patio, pasando de la luz a la oscuridad para salir a la luz de nuevo. Al dar la vuelta arrancó uno de los vistosos geranios rosas del tallo y destrozó las flores, cuyos pétalos aterciopelados cayeron al suelo hechos trizas para acabar aplastados bajo sus pies—. Todo este montaje ha sido una más de sus famosas maniobras. Lo de traerme aquí, confiarse a mí y hacer que yo me confiara a ella, que me preocupara por ella. Y ella lo sabía, sabía que yo caería en la trampa. ¿Tú crees que Eve pensaba que me sentiría agradecida, honrada y adulada por tener semejante relación con ella?
Paul la observó mientras Julia apartaba a un lado el tallo destrozado.
—La verdad es que no puedo decir cómo pensaba ella que te sentirías si no me dices a qué te refieres. ¿Te importaría explicármelo?
Julia alzó la cabeza de golpe. Por un momento había olvidado que Paul estaba allí, apoyado en la mesa con aire perezoso, observándola. Eso era algo que tenían en común, pensó Julia con pesar. Estaban los que se dedicaban a observar, grabar y tomar nota de forma concienzuda de cómo vivían otros y de lo que sentían y decían mientras discurrían por la vida movidos con astucia por los hilos del destino. Solo que esta vez era ella la que se veía manipulada.
—Tú lo sabías. —Una nueva ráfaga de ira la invadió—. Todo este tiempo, lo sabías. Ella nunca te oculta nada. Y tú ahí quieto, observando mientras esperabas, sabiendo que ella me haría esto. ¿Qué papel te ha dado en esta historia, Paul? ¿El del héroe que recoge con calma los trozos rotos?
Paul, que estaba a punto de perder la paciencia, se apartó de la mesa para mirarla de frente.
—No puedo confirmarlo ni negarlo hasta que no me digas qué es lo que se supone que yo sabía.
—Que es mi madre —le espetó Julia, notando en su lengua el sabor amargo de cada sílaba—. Que Eve Benedict es mi madre.
Paul ni siquiera fue consciente de haberse movido, pero sus manos se habían disparado como un resorte para coger a Julia por los brazos.
—¿De qué demonios hablas?
—Me lo ha dicho esta noche. —En lugar de apartarse de él, Julia le agarró de la camisa con ambas manos y apoyó la cabeza en su pecho—. Habrá pensado que ya era hora de tener una pequeña charla entre madre e hija. Total, solo han pasado veintiocho años.
Paul le dio una rápida y brusca sacudida, pues percibió en su voz que la histeria se apoderaba de ella y prefería un ataque de furia.
—¿Qué te ha dicho? ¿Qué te ha dicho exactamente?
Poco a poco, Julia fue tomando conciencia de la realidad. Aunque siguió aferrada a la camisa de Paul, comenzó a hablar con calma y claridad, como si quisiera explicarle un problema de gran complejidad a un niño lento.
—Me ha dicho que hace veintiocho años dio a luz, en secreto, a una criatura en Suiza. Y que al no saber qué hacer con un inconveniente como ese en su vida entregó al bebé en adopción. Me dio, a mí.
Paul se habría echado a reír ante semejante ocurrencia si no hubiera sido por el desconsuelo que había en los ojos de Julia. Aquellos ojos… no era el color, pero sí la forma. Paul llevó lentamente las manos a su pelo. No era el tono, pero sí la textura. Los labios de Julia temblaron. Y aquella boca…
—Dios mío. —Sin soltarla, Paul se quedó mirando la cara de Julia como si fuera la primera vez que la veía. Tal vez fuera así, pensó. ¿Cómo sino habría pasado por alto las similitudes? Sin duda eran sutiles, pero ahí estaban. ¿Cómo podía haber querido a ambas mujeres y no haberse dado cuenta, no haberlo sabido?—. ¿Te lo ha dicho ella misma?
—Sí, aunque no sé si esto no se lo habrá apuntado Nina en una nota: «A las ocho cena con Julia para contarle el secreto sobre su nacimiento». —Julia se soltó entonces de Paul y le dio la espalda—. Cómo la odio por esto, por lo que me ha robado. —Julia volvió a darse la vuelta rápidamente, haciendo que su pelo saliera volando para volver a ponerse sobre sus hombros en una maraña. Los temblores habían cesado, así que se quedó allí quieta, tiesa como una estaca bajo la blanca luz de la luna mientras las emociones le recorrían el cuerpo como regueros de sudor—. Mi vida, cada momento de mi vida, ha cambiado en un instante. ¡Nada volverá a ser lo mismo!
Su pregunta no obtuvo respuesta alguna. Paul seguía dándole vueltas a la cabeza, tratando de asimilar la información que Julia le había espetado en la cara. La mujer que más había querido durante la mayor parte de su vida era la madre de la mujer a la que quería amar durante el resto de su vida.
—Vas a tener que darme un minuto para asimilar la noticia. Me imagino cómo te sientes ahora mismo, pero…
—No. —La palabra brotó de la boca de Julia como la lava de un volcán. De hecho, toda ella bullía por dentro; sus ojos, su voz, los puños apretados con fuerza contra los costados—. No puedes llegar a hacerte ni una remota idea de cómo me siento. Había veces, de pequeña, que me lo preguntaba. Es normal, ¿no? ¿Quiénes serían esas personas que no me habían querido? ¿Por qué no se habrían quedado conmigo? ¿Qué aspecto tendrían, cómo hablarían? Yo me inventaba historias, como por ejemplo que se amaban con locura, pero que a él lo habían matado y ella se había quedado sola y en la miseria. O que ella había muerto en el parto antes de que él hubiera tenido tiempo de acudir a salvarla, a ella y a mí. Me imaginaba un montón de historias entrañables y descabelladas. Pero al final me olvidé de ellas, porque mis padres… —Julia se tapó los ojos con la mano un instante al notar una punzada de dolor—. Me querían, me adoraban. Ser hija adoptada no era algo en lo que pensara a menudo. De hecho, mi vida era tan normal que me olvidaba de ello durante largos períodos de tiempo. Pero tarde o temprano volvía a pensar en ello. Cuando estaba embarazada de Brandon, me preguntaba si ella habría estado asustada, como yo lo estaba. Asustada, triste y sola.
—Jules…
—No, por favor. —Julia se apartó de Paul al instante, abrazándose a sí misma con fuerza como para proteger su cuerpo—. No quiero que me abraces. No quiero comprensión ni compasión.
—¿Qué quieres entonces?
—Volver. —La desesperación se coló en su voz como un ladrón—. Poder dar marcha atrás y detenerla justo antes de que empezara a explicarme esa historia. Hacerle ver que esa era una mentira con la que ella tendría que vivir. ¿Por qué no lo vería, Paul? ¿Por qué no vería que la verdad lo estropearía todo? Me ha arrebatado la identidad, ha abierto cicatrices en mi memoria y me ha dejado sin raíces. No sé quién soy. No sé lo que soy.
—Eres exactamente la misma persona que hace una hora.
—No, ¿no lo ves? —Julia le mostró las palmas de las manos, que se veían vacías, como su herencia—. Todo lo que yo era se construyó sobre una mentira, y todas las que vinieron después. Ella me tuvo en secreto, bajo un nombre que sacó de uno de sus papeles. Luego se marchó; retomó su vida exactamente en el punto donde la había dejado. Ni siquiera se lo dijo a… —Julia frenó en seco antes de retomar la palabra en un ronco susurro—. Victor. Victor Flannigan es mi padre.
Aquello fue lo único que no sorprendió a Paul. Al coger la mano de Julia, la notó rígida y helada al tacto, y la encerró en su puño para calentarla.
—¿No lo sabe?
Julia solo pudo negar con la cabeza. Al mirar a Paul, vio su rostro pálido a la luz de la luna, con los ojos oscuros. ¿Lo sabría?, se preguntó Julia. ¿Sabría él que estaba mirando a una desconocida?
—Dios mío, Paul, ¿qué ha hecho? ¿Qué nos ha hecho a todos?
Paul entonces la abrazó, a pesar de su resistencia.
—No sé qué consecuencias puede tener esto, Julia. Pero sé que sientas lo que sientas en estos momentos, lo superarás. Has sobrevivido al divorcio de tus padres, a la muerte de ambos y al hecho de traer al mundo a Brandon sin un padre.
Julia cerró los ojos con fuerza con la esperanza de borrar de su mente la imagen del rostro de Eve, con los ojos llenos de lágrimas, dejando atrás la necesidad y la esperanza.
—¿Cómo voy a mirarla a los ojos y no odiarla, no odiarla por ser capaz de vivir sin mí tan fácilmente?
—¿Crees que fue fácil? —murmuró Paul.
—Para ella, sí. —Julia se soltó de Paul para secarse las lágrimas con gesto impaciente. Lo último que quería sentir en aquel momento era compasión—. Maldita sea. Sé por lo que pasó: incredulidad, pánico, desdicha… Me conozco todas las fases. Por Dios, Paul, sé lo mucho que duele verse embarazada y saber que el hombre que quieres, o que crees querer, nunca formará una familia contigo.
—Quizá por eso pensara que podía contártelo.
—Pues se equivocaba. —Julia se iba calmando poco a poco, con conciencia—. También sé que si hubiera tomado la decisión de dar a Brandon en adopción, nunca habría vuelto a meterme en su vida para hacerle cuestionarse su existencia y recordar todas aquellas dudas sobre su valía como hijo.
—Si Eve cometió un error…
—Claro que cometió un error —dijo Julia con una risa dura—. Yo soy la prueba.
—Ya basta. —Si Julia no quería compasión, él no se la daría—. Al menos tú sabes que fuiste concebida con amor. Eso es más de lo que la mayoría de la gente puede dar por sentado. Mis padres han mantenido una relación de repulsión mutua dentro de los límites de la cortesía desde que tengo uso de razón. Ese es mi legado. Tú creciste entre personas que te querían y fuiste concebida por personas que siguen amándose. Llámalo un error si quieres, pero yo juraría que lo tuyo es mejor.
A Julia se le ocurrieron mil cosas que podría haberle soltado, comentarios hirientes que cruzaban su mente para morir de vergüenza y repulsa antes de llegar a su boca.
—Lo siento. —Su voz sonaba dura, pero desprovista ya de la crudeza del dolor—. No hay motivo para pagar todo esto contigo, o para caer en la autocompasión.
—Yo diría que hay motivos de sobra para ambas cosas. Y ahora ¿querrás sentarte a hablar conmigo?
Julia negó con la cabeza mientras acababa de secarse las lágrimas.
—No, estoy bien, de veras. No soporto perder los estribos.
—Pues no deberías. —Para calmar los ánimos tanto de él como de ella, Paul le apartó el pelo de la cara con los dedos—. Se te da muy bien. —El momento le pareció apropiado para rodearle la espalda con los brazos y apoyar su mejilla sobre la cabeza de Julia—. Has tenido una noche muy dura, Jules. Te convendría descansar.
—No creo que pueda. Lo que no me vendría mal es una aspirina.
—Pues vamos a por ellas.
Paul siguió rodeándola con un brazo mientras entraban en la casa para dirigirse a la cocina. Dentro había luces que brillaban alegremente y un aroma a mantequilla que hizo intuir a Julia que a las hamburguesas les había seguido un cuenco entero de palomitas.
—¿Dónde están las aspirinas?
—Ya voy yo.
—No, voy yo. ¿Dónde están?
Julia sentía su mente tan débil y dolorida como su cuerpo, así que se dio por vencida y se sentó a la mesa.
—En la estantería de arriba, a la izquierda de la cocina. —Julia volvió a cerrar los ojos, escuchando de fondo el sonido de puertas de armarios abriéndose y cerrándose y el del agua cayendo en un vaso. Con un suspiro, los abrió de nuevo y logró esbozar lo que podía pasar por una sonrisa—. Las rabietas siempre me dan dolor de cabeza.
Paul aguardó a que Julia se hubiera tragado las aspirinas.
—¿Te apetece un té?
—Estaría bien, gracias.
Reclinándose en la silla, comenzó a masajearse las sienes con movimientos circulares lentos, hasta que recordó que aquel era uno de los gestos habituales de Eve. Con las manos entrelazadas sobre el regazo, se dedicó a observar a Paul mientras preparaba las tazas y los platillos y enjuagaba la tetera en forma de burro.
Le resultaba extraño verse allí sentada mientras otra persona se ocupaba de los detalles. Estaba acostumbrada a cuidar de sí misma, a resolver los problemas y reparar los desperfectos sin ayuda de nadie. Y ahora veía que necesitaba toda su voluntad y energía para resistirse al impulso de apoyar la cabeza en la mesa y dar rienda suelta al llanto.
¿Y por qué? Esa era la pregunta que la acosaba. ¿Por qué?
—Después de todo este tiempo —musitó—. De todos estos años, ¿por qué me lo cuenta ahora? Según me ha dicho, ha estado al corriente de mi vida desde el primer momento. ¿Por qué habrá esperado hasta ahora?
Paul también llevaba rato haciéndose la misma pregunta.
—¿Se lo has preguntado?
Julia estaba mirándose las manos, con los hombros caídos y los ojos aún empañados.
—Ni siquiera sé lo que le he dicho. Estaba ciega de ira y dolor. A veces puedo tener… muy mal genio, por eso intento no perder los estribos.
—¿Quién tú, Jules? —preguntó Paul con voz suave mientras le acariciaba el pelo con una mano—. ¿Tú, mal genio?
—Horrible —respondió Julia, incapaz de devolverle la sonrisa—. La última vez que me salió fue hace casi dos años. Una profesora del colegio de Brandon lo había tenido castigado en un rincón durante una hora. Brandon se vio tan humillado que no me lo quiso contar, así que fui a hablar con la profesora. Quería aclarar el asunto, porque Brandon no es un alborotador.
—Ya lo sé.
—Total, que resultó que hacia finales del curso escolar los críos tenían que hacer una tarjeta por el día del Padre, y Brandon no quiso hacerla. Simplemente no quería.
—Comprensible —dijo Paul, vertiendo agua hirviendo sobre las bolsitas de té—. ¿Y?
—Pues que la profesora me dijo que era como una tarea más de clase, y cuando Brandon se negó a hacerla ella le castigó. Yo intenté explicarle la situación y hacerle ver que era un tema delicado para Brandon. Y entonces, con aquella mueca despectiva, me dijo que era un niño mimado y testarudo al que le gustaba manipular a los demás. Me dijo que si no le enseñaban a aceptar su situación, seguiría valiéndose del accidente de su nacimiento, así lo llamó, accidente, como excusa para no convertirse en un miembro productivo de la sociedad.
—Espero que le dieras una bofetada.
—De hecho, eso fue lo que hice.
—No. —Paul no pudo evitar sonreír—. ¿En serio?
—No tiene gracia —comenzó a decir Julia, con una carcajada a punto de salirle por la boca—. No recuerdo que le pegara exactamente; lo que sí recuerdo es que la llamé de todo mientras la gente venía corriendo a separarme de ella.
Paul le cogió la mano, la sostuvo en la suya y la besó.
—Esa es mi chica.
—No fue ni mucho menos una experiencia tan satisfactoria como pueda parecer ahora. En aquel momento yo me quedé hecha polvo y temblando como una hoja, y ella me amenazó con demandarme. Cuando se supo toda la historia la tranquilizaron. Mientras tanto, saqué a Brandon del colegio y compré la casa de Connecticut. No quería verlo sometido a aquella mentalidad, a aquella manera de pensar tan repulsiva. —Julia dejó escapar una larga bocanada de aire, seguida de otra—. Esta noche me siento exactamente igual. Sé que si Eve se hubiera acercado a mí, primero le habría pegado y luego me habría sentido fatal por ello. —Julia miró la taza que Paul le puso delante—. Antes solía preguntarme de dónde sacaría esa veta de maldad. Creo que ahora ya lo sé.
—Te ha asustado lo que te ha dicho Eve esta noche.
Julia dejó que el té entrara en su cuerpo como un bálsamo.
—Sí.
Paul se sentó a su lado y comenzó a masajearle la nuca, detectando de forma instintiva el punto donde se concentraba la tensión.
—¿No crees que ella también debía de estar asustada?
Alineando con cuidado la base de la taza con el borde del platillo, Julia alzó la vista.
—Me temo que de momento no puedo pensar en sus sentimientos.
—Os quiero a las dos.
Julia vio entonces lo que no había sido capaz de ver hasta aquel momento. A Paul la noticia le había impresionado casi tanto como a ella, y puede que le hubiera causado casi tanto dolor. Y aún seguía dolido, por ambas.
—Pase lo que pase con todo esto, ella siempre será más madre tuya que mía. Y, en vista de que las dos te queremos, supongo que entre todos tendremos que encontrar la manera de llevarlo de algún modo. Pero esta noche no me pidas que sea razonable.
—No lo haré. Te pediré otra cosa. —Paul la cogió de las manos para ponerla en pie—. Que me dejes quererte.
A Julia no le costó ningún esfuerzo echarse en sus brazos.
—Pensaba que nunca me lo pedirías.
Arriba, el dormitorio estaba sumido en la oscuridad. Julia encendió las velas mientras Paul corría las cortinas. Entonces se vieron solos a media luz, la luz apropiada para los amantes. Ella le tendió los brazos en un gesto de bienvenida, y de necesidad. Él la tomó en sus brazos, comprendiendo sin que se lo explicara que Julia necesitaba reafirmarse en su vida, recuperar la conciencia de su ser. Y cuando su cuerpo se adaptó al de él, Julia echó la cabeza hacia atrás para ofrecerle su boca, que Paul tomó poco a poco, con dulzura, deseando que ella recordara cada momento.
Paul probó su boca con besos largos y húmedos, y su sabor era el mismo de siempre. Movido por un instinto de posesión, le acarició con manos firmes la zona entre la cintura y la cadera. Su piel tenía el mismo tacto de siempre. Paul le pasó la nariz por el cuello, embriagándose de su aroma. Bajo la frágil fragancia del perfume, subyacía la esencia inconfundible de Julia. Una vez más, el mismo de siempre.
No permitiría que nada cambiara entre ellos.
La chaqueta se deslizó con suavidad sobre los hombros de Julia. Paul desabrochó uno a uno los diminutos botones de la blusa, dando un paso atrás para poder contemplar cada palmo del cuerpo de Julia que quedaba al descubierto. Le invadió la misma excitación, el mismo deseo de estrecharla entre sus brazos cuando abrió la blusa y deslizó la tela sobre los hombros de Julia para dejarla caer al suelo, arrancándole un susurro sensual.
—Eres todo lo que siempre he querido —le dijo Paul—. Todo lo que siempre he necesitado. —Paul puso un dedo en sus labios antes de que Julia pudiera hablar—. No, déjame decírtelo. Déjame demostrártelo.
Paul le rozó la boca con los labios de forma provocativa y tentadora antes de adentrar su lengua en ella hasta dejar a Julia extasiada con un solo beso. Mientras le murmuraba cosas al oído, cosas hermosas, sus dedos la desvistieron con delicadeza y habilidad. Los hombros de Julia comenzaron a destensarse, y la inquietud que sentía en el estómago pasó de aquella sensación de vacío fruto de la tensión a aquella agradable agitación propia de la excitación.
Era una sensación mágica, o Paul lo era. Estando allí con él se sentía capaz de borrar el pasado y olvidar el futuro. Solo existía el eterno presente. ¿Cómo habría sabido él que era precisamente eso lo que ella tanto necesitaba? En aquel presente notaba los músculos tensos bajo sus dedos inquietos, percibía el perfume de las flores bajo la luz de la luna y sentía los primeros arrebatos de la pasión.
Perdida en él, dejó caer la cabeza hacia atrás mientras del fondo de su garganta salían débiles gemidos al notar los labios de Paul recorrer su piel hasta llegar a su pecho.
—Dime lo que te gusta —dijo Paul, cuya voz resonó en la cabeza de Julia—. Dime lo que quieres que te haga.
—Lo que tú quieras. —Julia recorrió con manos sudorosas el cuerpo de Paul—. Hazme lo que quieras.
Paul esbozó una sonrisa antes de pasar la lengua por el extremo más caliente del pecho de Julia y atraparlo entre sus dientes, provocándole aquella sensación enloquecedora entre el placer y el dolor, para rodearlo después con los labios y chuparlo dentro de su boca, notando su calor, su firmeza, su aroma.
Le tomaría la palabra.
Era como si fuera la primera vez que hacía el amor con un hombre. Julia movió la cabeza de un lado a otro en un intento de despejarla para poder complacerle a él. Pero Paul estaba haciéndole cosas tan salvajes y maravillosas que no podía sino estremecerse ante las constantes ráfagas de placer que sacudían su cuerpo.
Su cabeza pendía hacia atrás mientras Julia trataba de hacer llegar a sus pulmones un aire cada vez más denso. Se notaba los senos tan pesados y los pezones tan calientes que, cuando Paul volvió a pasar la lengua por encima, Julia lanzó un grito de asombro ante el extraordinario orgasmo que le provocó.
—No puedo. —Mareada, Julia apoyó las manos en los hombros de Paul mientras él le acariciaba el torso, quemándole la piel al contacto con sus dedos—. Tengo que…
—Disfrutar —murmuró él mientras mordisqueaba su carne trémula—. Solo tienes que disfrutar.
Paul se arrodilló frente a ella, con las manos aferradas a sus caderas para poder sujetarla mientras hundía la lengua en la unión de sus muslos. Percibía cada oleada de placer que recorría el cuerpo de ella, y en su fuero interno sentía el fuerte palpitar de las mismas sensaciones de deleite que se disparaban en ella.
Julia alcanzó el clímax una vez más, y con un medio sollozo agarró a Paul del pelo para atraerlo hacia sí. Sus caderas comenzaron a moverse de un modo frenético, instando a Paul a que siguiera. Al notar su lengua dentro de ella, Julia se quedó paralizada, aturdida ante el golpe de calor que la sacudió. Las rodillas le fallaron y habría caído si Paul no la hubiera agarrado por las caderas para que mantuviera el equilibrio.
Implacable, Paul la hizo reaccionar de nuevo, alimentando con su deseo el de Julia hasta la avidez. Quería tener la certeza de que su cuerpo era un cúmulo de sensaciones, de que sus terminaciones nerviosas echaban chispas con solo rozarla, de que sus apetitos se correspondían con los de él.
Cuando tuvo la certeza, cuando lo supo con seguridad, la arrastró al suelo con él y la llevó más allá para demostrarle hasta dónde se podía llegar.
Paul tenía que parar, pero Julia habría muerto si hubiera parado. Mientras rodaban por la alfombra ella se aferró a él; su cuerpo anteriormente sin fuerzas, se tensó en extremo. Julia pensaba que se lo habían dado todo antes de aquel momento, pero se dio cuenta de que existía un grado aún más elevado de confianza. Allí, en la intensa oscuridad de aquella habitación, no había nada que él hubiera podido pedirle que ella no hubiera accedido a darle de buen grado.
Pero antes de que acabara todo fue ella quien le pidió algo a él, y quien le habría suplicado si hubiera hecho falta.
—Ahora, por favor. Oh, Paul, te necesito ahora.
Era todo lo que él quería oír.
Mirándole a los ojos, Paul atrajo a Julia hacia sí, quedando sus torsos unidos. Mientras la veía parpadear con una mezcla de placer y confusión, colocó lentamente las piernas de ella alrededor de su cintura y se introdujo en ella poco a poco entre espasmos hasta penetrar del todo en su interior. Julia se irguió hacia atrás entre jadeos para aceptarlo, absorberlo, disfrutarlo.
Tras las primeras sacudidas, Julia volvió a la posición inicial, pegando los labios a los de Paul desde el momento en que empezaron a moverse acompasados. A través de la excitación, de la pasión y del deseo de aferrarse el uno al otro apareció una nueva sensación, una sensación que tenía la virtud de calmar el ánimo y curar las heridas.
Con una sonrisa en los labios, Julia lo estrechó contra su pecho hasta que no quedó nada más que la oscuridad aterciopelada.
Después, mucho después, mientras Julia dormía, Paul estaba asomado a la ventana, mirando la única luz que veía encendida entre los árboles. Eve estaba despierta, lo sabía, aún cuando su hija dormía. ¿Cómo podría él, un hombre tan unido a ambas, encontrar la manera de consolarlas?
Paul entró por la puerta lateral. Antes de que hubiera atravesado el salón impregnado de olor a rosas medio mustias de camino a la escalera principal, vio aparecer a Travers a toda prisa por el vestíbulo con sus pantuflas de suela de goma.
—No es momento para visitas. Necesita descansar.
Paul se detuvo, apoyando una mano en el poste de la escalera.
—Está despierta. He visto la luz de su habitación.
—No importa. Necesita descansar. —Travers sacudió el cinturón del albornoz que llevaba puesto con un rápido chasquido audible—. Esta noche no se encuentra bien.
—Lo sé. He hablado con Julia.
Como un boxeador plantando cara ante un puñetazo, Travers sacó el mentón.
—Ha dejado a Eve en un estado terrible. Esa joven no tenía derecho a decir esas cosas, ni a ponerse a gritar ni romper la vajilla.
—Esa joven —dijo Paul en tono suave—, acababa de sufrir la mayor conmoción de su vida. Tú lo sabías, ¿verdad?
—Lo que yo sepa o no sepa es asunto mío. —Con los labios sellados para no dejar escapar los secretos que guardaba en su interior, Travers volvió la cabeza con gesto brusco hacia lo alto de la escalera—. Como lo es ocuparme de ella. Lo que tengas que decirle puede esperar hasta mañana. Ya ha sufrido suficiente por esta noche.
—Travers. —Eve salió de la oscuridad y bajó dos escalones. Llevaba una larga y elegante bata de seda de un rojo intenso, sobre la que relucía su rostro cual óvalo de marfil—. No pasa nada. Me gustaría hablar con Paul.
—Me has dicho que te irías a la cama.
Eve le sonrió por un instante.
—Te he mentido. Buenas noches, Travers.
Y, dicho esto, se volvió, sabiendo que Paul la seguiría. Como Paul respetaba la lealtad, dedicó al ama de llaves una última mirada.
—Me ocuparé de que se acueste pronto.
—Te tomo la palabra.
Travers miró hacia arriba una vez más antes de retirarse, entre el frufrú del albornoz y el sonido de las suelas de goma. Eve lo esperaba en el salón contiguo al dormitorio, con sus mullidos almohadones y sus butacas para las visitas. En la estancia reinaba el desorden habitual de la noche: revistas abandonadas a medio hojear, una copa de champán con unas cuantas gotas ya sin gas, unas zapatillas de tenis tiradas de cualquier manera y el batín que se había puesto después del baño y que había acabado hecho un rebujo de tela en púrpura y escarlata. Todo se veía lleno de vida e intensidad. Paul miró a Eve, allí sentada en medio de todo, y por primera vez fue plenamente consciente de lo mucho que estaba envejeciendo.
Lo notó en sus manos, que de repente le parecieron más frágiles y delgadas que el resto del cuerpo, en las finas arrugas que le habían salido alrededor de los ojos de forma inadvertida desde su último encuentro con el bisturí, en la expresión de cansancio que cubría su rostro como una fina máscara transparente.
Eve alzó la vista y, tras ver todo lo que necesitaba ver en el rostro de Paul, la apartó de él.
—¿Cómo está?
—Ahora mismo está durmiendo.
Paul ocupó el asiento situado frente a Eve. No era la primera vez que acudía allí a altas horas de la noche para hablar con ella. Los almohadones eran distintos, al igual que los cojines y las cortinas. Eve andaba siempre cambiándolo todo.
Pero en esencia seguía siendo la misma estancia, con los aromas que habían acabado embriagándole durante la infancia: polvos, perfumes, colores… todo aquello que delataba que aquella era la habitación de una mujer, a la que un hombre solo podía acceder con invitación expresa de su ocupante.
—¿Cómo estás tú, preciosa?
Con solo percibir el tono de preocupación en su voz, Eve temió que se le saltaran las lágrimas en cualquier momento, y se había propuesto no llorar más.
—Enfadada conmigo misma por haberle hecho tanto daño. Me alegro de que te tuviera en casa.
—Yo también.
Paul no dijo nada más, consciente de que Eve hablaría cuando estuviera preparada para ello, sin necesidad de que él la animara. Y en vista de que su presencia resultaba reconfortante para ella, Eve le habló como habría hecho con pocas personas.
—He llevado esto dentro de mí durante cerca de treinta años, de la misma manera que llevé a Julia en mi vientre durante nueve meses. —El tamborileo inconsciente de los dedos de Eve sobre el brazo del sillón producía un leve rumor que pareció molestarla, así que dejó de moverlos—. Sufriendo en secreto y sumida en un estado de desesperación que ningún hombre podría comprender. Siempre pensé a medida que me hacía mayor… cuando me hice mayor, qué caray… que el recuerdo se desvanecería. Los cambios que se produjeron en mi cuerpo, aquellos movimientos dentro de mi útero, la aterradora emoción de traer al mundo la criatura que llevaba en mi interior. Pero no fue así. —Eve cerró los ojos—. No fue así.
Eve cogió un cigarrillo de la fuente de cristal de Lalique que había encima de la mesa y lo hizo pasar entre sus dedos dos veces antes de encenderlo.
—No negaré que he tenido una vida plena, intensa y feliz sin ella. No fingiré que he llorado cada día de mi vida por no tener a mi lado a aquel bebé que sostuve una hora entre mis brazos. Nunca me he arrepentido de hacer lo que hice, pero tampoco lo he olvidado.
Su tono de voz se revelaba desafiante ante posibles acusaciones mientras sus ojos se clavaban en los de Paul con expresión iracunda, esperando su ataque. Paul, sin embargo, se limitó a acariciarle la mejilla con una mano.
—¿Por qué la trajiste aquí, Eve? ¿Por qué se lo has contado?
Su frágil compostura amenazó con venirse abajo. Eve se aferró a ella antes de agarrar la mano de Paul. Luego lo soltó y retomó la palabra.
—La traje porque había cabos sueltos en mi vida que quería… atar. La idea de que fuera mi hija quien atara dichos cabos atraía a mi sentido de la ironía, y quizá a mi vanidad. —Eve exhaló una bocanada de humo que la envolvió en un velo tras el cual su mirada se veía llena de poder y determinación en un rostro pálido y sereno—. Además, necesitaba tener contacto con ella. Necesitaba verla, tocarla, comprobar con mis propios ojos en qué clase de mujer se había convertido. Y al niño, mi nieto… quería unas semanas para conocerlo. Si tengo que ir al infierno por un pecado como este, muy bien. Ha valido la pena más que la mayoría de los otros que he cometido.
—¿Y esto se lo has dicho a ella?
Eve se echó a reír y apagó el cigarrillo a medio consumir.
—Tiene mucho genio, y mucho orgullo. No me ha dado mucho tiempo a decirle nada porque enseguida me ha sacado las uñas, y con toda la justificación del mundo. A fin de cuentas, no he cumplido el trato. Yo la di en adopción y no tenía derecho a intentar traerla de nuevo a mi lado.
Eve se levantó para acercarse a la ventana. En el cristal oscuro vio su propia imagen, como el fantasma en el que sentía que estaba convirtiéndose.
—Pero te juro por Dios, Paul, que cuanto más la tenía a mi lado más me preocupaba por ella. Veía cosas de mí en ella, y cosas de Victor. Nunca he sentido en mi vida una necesidad tal por otro ser humano, a menos que fuera un hombre. Nunca he conocido un amor tan pleno y desinteresado por nadie. Por nadie más que por ti. —Eve se volvió, con los ojos llenos de lágrimas—. Ella fue la hija que no pude tener. Tú, el hijo que siempre quise tener.
—Y tú fuiste mi madre, Eve. Julia tuvo a su madre. Necesitará tiempo.
—Lo sé. —Eve se volvió de nuevo, sintiendo una carga en el corazón cada vez más pesada—. Lo sé.
—Eve, ¿por qué no se lo dijiste nunca a Victor?
Cansada, Eve apoyó la cabeza en el cristal.
—Lo pensé, y desde entonces le he dado vueltas cientos de veces. Si se lo hubiera dicho, puede que hubiera dejado a su mujer, y que hubiera acabado a mi lado, libre. Pero por mucho que hubiera querido al bebé, me pregunto si habría llegado a perdonarme. Yo nunca me habría perdonado a mí misma por aceptar que estuviera a mi lado en aquellas condiciones.
—¿Se lo dirás ahora?
—Creo que eso dependerá de Julia. —Eve miró por encima de su hombro—. ¿Sabe ella que estás aquí?
—No.
—¿Se lo dirás?
—Sí, lo haré.
—La amas.
Aunque no era una pregunta, Paul contestó.
—Más de lo que nunca imaginé que sería capaz de amar. La quiero, a ella y a Brandon, sin importar lo que ello suponga.
Satisfecha, Eve asintió.
—Déjame darte un consejo aunque no me lo hayas pedido. No permitas que nada se interponga en vuestro camino. Nada, y yo menos que nadie. —Eve le tendió las manos, esperando que él se levantara y se acercara a ella para cogérselas—. Mañana tengo cosas que hacer, detalles que resolver. Mientras tanto, confío en que cuides de ella.
—Esa es mi intención, le guste o no.
—Entonces vuelve con ella. No te preocupes por mí. —Eve levantó la cara para que Paul la besara y prolongó el momento—. Siempre te estaré agradecida de tenerte a mi lado.
—Nos tenemos el uno al otro. No te preocupes por Julia.
—Está bien, Paul. Y ahora buenas noches.
Paul la besó de nuevo.
—Buenas noches, preciosa.
Una vez que Paul se hubo marchado, Eve fue directamente al teléfono y marcó un número.
—Greenburg, soy Eve Benedict —dijo, echando la cabeza hacia atrás y cogiendo un cigarrillo—. Sí, maldita sea, ya sé la hora que es. Cóbreme el doble si quiere de la escandalosa cifra que cobráis los abogados por vuestros honorarios. Necesito que esté aquí en menos de una hora.
Eve colgó ante las protestas de su interlocutor y sonrió. Sentía que volvía a ser casi la de antes.