Eve se alegraba tanto de estar de vuelta en casa que incluso tenía ganas de empezar la clase con Fritz. El caso era que había echado de menos las sesiones de sudor y ejercicio más de lo que jamás estaría dispuesta a reconocer ante su entrenador, tanto como había echado de menos los gruñidos de Travers, la organización obsesiva de Nina y la compañía de Julia. Le dio la impresión, no sin sentir cierto pesar por ello, de que debía de estar haciéndose mayor de verdad cuando había llegado al punto de atesorar en su corazón cual avaro las pequeñas cosas de la vida cotidiana a las que antes no había prestado ninguna atención.
El rodaje de los exteriores había ido bien, mejor sin duda de lo que había imaginado en un principio. Y en gran parte se lo debía a Peter, no solo por los magníficos combates sexuales de los que habían disfrutado, sino por su paciencia y entusiasmo en el rodaje, y su sentido del humor cuando parecía que las cosas estaban peor que nunca. Años atrás Eve habría cometido el error de alargar aquella aventura y fingir, siquiera para sus adentros, que estaba enamorada de él.
O sin duda habría utilizado todos los medios que hubiera tenido a su alcance para que él se enamorara de ella. Pero en me caso se había impuesto la razón, y ambos convinieron en dejar los amantes en Georgia y regresar a la costa Oeste como amigos y compañeros.
Ahora veía que la madurez le daba perspectiva, un pensamiento que no dejaba de ser deprimente. Era consciente de que Peter le recordaba a Victor, a aquel hombre rebosante de vitalidad, talento y encanto del que se había enamorado tan perdidamente, a aquel hombre que aún amaba. Cuánto lo echaba de menos. De todos sus temores el mayor era que perdieran el tiempo que les quedara por estar juntos.
Julia apareció al cabo de cinco minutos. Entró sin aliento por la prisa que se había dado para llegar, movida por una necesidad de apresurarse. En cuanto vio a Eve, impresionante con una malla azul zafiro ceñidísima que realzaba de forma increíble las formas de su cuerpo alto y exuberante que ahora se veía doblado por la mitad con una elasticidad pasmosa, Julia entendió el porqué. La echaba de menos, concluyó. Echaba de menos sus comentarios mordaces, la franqueza hiriente de sus recuerdos, la desmesura de su ego, su arrogancia, todo. Julia rio para sus adentros mientras veía a Eve cambiar de pesas.
En aquel momento Eve alzó la mirada y, al ver la sonrisa de Julia, le devolvió el gesto. Fritz observó la escena, pasando la mirada de una mujer a la otra al tiempo que arqueaba las cejas con una expresión especulativa, pero no dijo nada. Algo ocurrió entre ellas en aquel silencio que se creó, algo inesperado para ambas. Mientras Eve se ponía derecha, Julia sintió el impulso de acercarse a ella y abrazarla, sabiendo que Eve le devolvería el abrazo. En cambio, aunque atravesó la sala, se limitó a tender las manos hacia ella para entrelazar brevemente sus dedos con los de Eve en un rápido gesto de bienvenida.
—Bueno, ¿qué tal por los pantanos?
—Mucho calor. —Eve escudriñó el rostro de Julia, contenta con lo que vio en él: relajación y una satisfacción serena—. ¿Y qué tal por Londres?
—Mucho frío. —Sin dejar de sonreír, Julia dejó en el suelo la bolsa de deporte—. Rory le envía recuerdos.
—Humm. Sabes que lo que quiero de veras es tu opinión sobre su nueva esposa.
—Creo que es ideal para él. Me recuerda un poco a usted.
Julia contuvo una risa al ver la expresión de incredulidad en la mirada de Eve.
—No hay nadie como yo, querida.
—Tiene razón. —Al infierno con la contención, pensó, y dejándose llevar por el instinto rodeó a Eve con sus brazos en un fuerte y cariñoso abrazo—. La he echado de menos.
Los ojos de Eve relucieron de repente con el brillo de unas lágrimas que brotaron de forma tan súbita e inesperada que a duras penas pudo controlar.
—Me habría gustado tenerte a mi lado. Tus perspicaces observaciones me habrían animado durante las tediosas horas de espera entre toma y toma. Pero tengo la impresión de que gozaste de buena compañía en Londres.
Julia dio un paso atrás.
—Sabía que Paul estaba conmigo.
—Lo sé todo. —Eve pasó un dedo por la cara de Julia—. Se te ve feliz.
—Sí. Nerviosa, encandilada, pero también feliz.
—Cuéntamelo todo.
—A trabajar —interrumpió Fritz—. Hablad mientras trabajáis. No se puede ejercitar solo la lengua.
—No se puede hablar y hacer abdominales a la vez —protestó Julia—. Ni siquiera se puede respirar y hacer abdominales a la vez.
Fritz se limitó a sonreír. Cuando le hizo pasar a las pesas Julia ya estaba bañada en sudor, pero había cogido el ritmo. Mientras seguía las indicaciones gruñonas de Fritz, habló a Eve de Londres, de Paul y de todos los sentimientos que bullían en su interior. Las palabras le salían con tal facilidad que apenas reparó en ello. Años atrás le había resultado imposible hablar con su madre de Lincoln. Ahora no sentía vergüenza, ni miedo alguno.
Hubo varias ocasiones en las que podría haber orientado la conversación hacia Delrickio, pero Julia tuvo la sensación de que no era el momento oportuno. Y con Fritz presente tampoco era el lugar indicado. En vez de ello, sacó a colación un tema que consideró menos delicado.
—Esta tarde tengo una cita con el predecesor de Nina, Kenneth Stokley.
—¿Ah, sí? ¿Está en la ciudad?
—No, sigue en Sausalito. Haré el viaje en el día en avión. ¿Hay algo que quiera contarme sobre él?
—¿Sobre Kenneth? —Eve frunció la boca mientras acababa el ejercicio de piernas que estaba haciendo—. Puede que te cueste entrevistarlo. Kenneth es educadísimo, pero no muy comunicativo. Yo le tenía mucho aprecio, y lo sentí de verdad cuando decidió jubilarse.
—Creía que habían tenido una desavenencia.
—Y la tuvimos, pero era un ayudante de primera para mí. —Eve cogió la toalla que le ofreció Fritz y se secó la cara—. Kenneth no tenía muy buena opinión de mi marido. De mi cuarto marido, para ser exactos. Y a mí me resultó difícil perdonar a Kenneth por tener tanta razón. —Eve se encogió de hombros y arrojó la toalla a un lado—. Decidimos que lo mejor sería romper nuestra relación profesional, y siendo como era un alma frugal tenía más que suficiente para retirarse y vivir a lo grande. ¿Vas a ir sola?
—Sí, si todo va bien estaré de vuelta sobre las cinco. CeeCee se quedará con Brandon después del colegio. Hay un vuelo que sale al mediodía.
—Tonterías. Cogerás mi avión. Nina se encargará de todo. —Eve agitó una mano en el aire antes de que Julia pudiera hablar—. Tú solo tienes que ocupar tu asiento. Así podrás ir y venir cuando te vaya bien. No me digas que esto no atrae a esa veta tuya de pragmatismo.
—Ya lo creo. Gracias. También me gustaría hablarle de Gloria DuBarry. No hay manera de que atienda a mis llamadas.
Eve se agachó para masajearse la pantorrilla, de modo que su expresión quedó oculta. Sin embargo, su vacilación, aunque breve, se hizo patente.
—Me preguntaba si harías mención de tu pequeño… altercado con ella.
Julia arqueó una ceja.
—No parece necesario. Como ha dicho, lo sabe todo.
—Así es. —Al ponerse derecha estaba sonriendo, pero a Julia le pareció ver un leve indicio de tensión en su rostro—. Ya hablaremos después, de Gloria y de otras cosas. Me figuro que la próxima vez que lo intentes se mostrará más dispuesta a colaborar.
—Muy bien. Por otro lado está Drake…
—No te preocupes por Drake —le interrumpió Eve—. ¿A quién más has entrevistado?
—A su agente, aunque tuvimos que acabar antes de tiempo. Hemos quedado para volver a vernos. Y conseguí mantener una breve conversación telefónica con Michael Torrent. La llamó «la última de las diosas».
—Qué otra cosa podría haber dicho —musitó Eve, con unas ganas casi desesperadas por fumar.
Julia resopló ante el temblor de sus músculos.
—Anthony Kincade se niega rotundamente a hablar conmigo, pero Damien Priest se mostró extremadamente cortés y evasivo.
Julia recitó una lista de nombres, lo bastante impresionante para que Eve levantara las cejas al escucharla.
—Vaya, veo que no te quedas dormida en los laureles, querida.
—Aún me queda mucho por hacer. Esperaba que me allanara el camino para llegar a Delrickio.
—No, eso es algo que no haré. Y te pido que lo rehúyas. Al menos de momento. Fritz, no machaques mucho a la chica.
—Yo no machaco —repuso Fritz—. Fortalezco el cuerpo.
Eve fue a ducharse mientras Julia se quedaba sufriendo en la Power Squat. Cuando terminó, apareció Nina.
—Ya está todo arreglado. —Nina abrió un bloc y se sacó un lápiz del pelo—. Los estudios van a enviar un coche para la señorita Benedict, así que tienes a Lyle a tu disposición. El avión estará listo para salir cuando tú digas, y al llegar a tu destino habrá un conductor esperándote para llevarte a tu cita.
—Te lo agradezco, pero no es necesario que os toméis tantas molestias.
—No es ninguna molestia. —Nina revisó la lista de cosas que tenía apuntadas para comprobar que no quedara ningún cabo suelto y sonrió—. En serio, es mucho más fácil tenerlo todo atado y bien atado. Si fueras por tu cuenta el avión podría retrasarse, podrías tener problemas para encontrar un taxi y… ah, sí, el conductor que te recogerá en Sausalito es de Top Flight Transportation. Del aeropuerto al puerto hay unos veinte minutos. Por supuesto podrás contar con él para que te lleve de vuelta al aeropuerto a la hora que te vaya bien.
—¿A que es maravillosa? —comentó Eve al entrar de nuevo en el gimnasio con aire despreocupado—. Sin ella estaría perdida.
—Solo porque finges no dar abasto con los detalles —repuso Nina, volviendo a ponerse el lápiz en el pelo—. Tienes el coche en la entrada. ¿Les digo que esperen?
—No, ya voy. Fritz, mi amor, cuánto me alegro de que no hayas perdido facultades —comentó Eve antes de darle un largo beso que hizo que Fritz se ruborizara hasta los pectorales.
—Salgo con usted —se apresuró a decir Julia, dejando a Nina fuera de juego por un instante.
Tras un momento de vacilación, Nina captó la indirecta.
—Más vale que vaya a hacer el medio millón de llamadas que tengo pendientes. ¿La esperamos sobre las siete, señorita B.?
—Si los dioses quieren.
—Lo siento —dijo Julia cuando salieron al patio central—. Sé que no he sido muy sutil, pero quería hablar a solas con usted un minuto más.
—Nina no se ofende con facilidad. ¿Qué es lo que querías decirme que no podías decir delante de ella o de Fritz?
Eve se detuvo para contemplar las peonías de colores llameantes que estaban a punto de florecer.
—De aquí al coche me faltaría tiempo para explicárselo todo, pero para empezar creo que debería saberlo. Esto lo entregaron en la recepción del hotel donde estuve alojada en Londres.
Eve estudió el papelito que Julia sacó de su bolso. No le hizo falta leerlo.
—Dios.
—Me parece que alguien tuvo que tomarse muchas molestias para hacerlo llegar hasta allí. Paul estaba conmigo, Eve. —Julia aguardó a que Eve la mirara—. También sabe lo de las otras notas.
—Ya.
—Disculpe si cree que no debería haberle dicho nada al respecto, pero…
—No, no —le interrumpió Eve agitando la mano en el aire antes de llevársela a la cabeza en un gesto inconsciente para masajearse la sien—. No, quizá sea mejor así. Sigo negándome a pensar que sean algo más que un incordio.
Julia volvió a guardar el papel. Seguramente aquel momento no era el más oportuno, pero quería que Eve tuviera tiempo de pensar antes de que volviera a hablar.
—Sé lo de Delrickio, Damien Priest y Hank Freemont.
La mano de Eve revoloteó a su lado. El único indicio de tensión que mostró fue el gesto instintivo que tuvo de cerrar el puño y volver a abrirlo al cabo de un instante.
—Bueno, así me ahorro tener que contarte de nuevo todo el rollón.
—Me gustaría escuchar su versión.
—Y la escucharás. Pero antes tenemos otras cosas de que hablar. —Eve echó a andar de nuevo, pasando junto a la fuente, las rosas tempranas y los tupidos arriates de azaleas—. Me gustaría que cenaras conmigo esta noche. A las ocho. —Eve se volvió para atravesar por el medio de la casa principal—. Espero que vengas con la mente abierta, y el corazón también.
—Por supuesto.
Al llegar a la puerta de entrada, Eve vaciló un instante antes de abrirla y salir de nuevo a la luz del sol.
—He cometido errores y me he arrepentido de muy pocos. Me he acostumbrado a vivir cómodamente rodeada de mentiras.
Julia se tomó su tiempo para elegir las palabras con cuidado.
—En las últimas semanas he llegado a lamentar no haber aceptado antes mis propios errores, ni mis propias mentiras. Mi labor nunca ha sido juzgarla, Eve. Y ahora que la conozco, no podría.
—Espero que sigas sintiendo lo mismo después de esta noche. —Eve puso su mano sobre la mejilla de Julia—. Eres justo lo que necesito.
Eve se volvió y se encaminó con rapidez hacia el coche, envuelta en un remolino de confusión. Al abrir la puerta apenas reconoció al chófer. Luego todo empezó a aclararse poco a poco.
—Espero que no te importe —dijo Victor desde el asiento trasero—. No sabes cuánto te echaba de menos, Eve.
Eve entró en el coche y se echó en sus brazos.
Julia se había formado una imagen de Kenneth Stokley como un hombre más bien enjuto, canoso y de aspecto atildado. Sin duda tendría que ser una persona organizada para haber trabajado para Eve, conservador hasta límites exasperantes, pensó Julia, y dotado de una voz suave, refinada y escrupulosamente correcta.
El primer indicio de que podría estar equivocada sobre la imagen que se había hecho fue la casa flotante.
Era una preciosa y romántica construcción de aspecto muy cuidado, pintada de un azul tenue con unos relucientes postigos blancos. Las jardineras níveas se veían rebosantes de exuberantes geranios rojos en flor. En el vértice de un extravagante tejado en pico había una amplia vidriera. Tras mirarla con perplejidad, Julia identificó el retrato de una sirena desnuda que sonreía de manera seductora.
La diversión que le produjo aquella imagen fue decayendo cuando vio el estrecho puente colgante que unía la casa con el muelle, ante el cual decidió descalzarse. A mitad de camino, le llegó la apasionada melodía de «Carmen», procedente de las ventanas abiertas que tenía delante. Julia estaba tarareando mientras hacía lo posible por adaptar su paso al balanceo del puente cuando la puerta de la casa se abrió.
Aquel hombre podría haber sido el doble de Cary Grant hacia 1970. Con su cabello plateado y su figura esbelta y bronceada vestida con unos pantalones blancos anchos y un jersey holgado azul cielo, Kenneth Stokley tenía un encanto natural y un atractivo sexual de los que hacía que a una mujer se le hiciera la boca agua y se le acelerara el pulso.
Julia estuvo a punto de perder el equilibrio, y los zapatos, cuando él salió a ayudarla.
—Debería haberle advertido de lo de la entrada. —Kenneth le cogió el maletín y con un movimiento grácil retrocedió con la mano de Julia cogida a la suya—. Sé que no es muy cómodo, pero disuade a todo el mundo salvo al más ávido de los vendedores de aspiradoras.
—Es precioso. —Julia dejó escapar un suspiro de alivio cuando sus pies pisaron la madera más sólida de la cubierta—. Nunca he estado en una casa flotante.
—Es una construcción muy robusta —le aseguró Kenneth mientras elaboraba su propia valoración al respecto—. Y uno siempre puede navegar de cara al crepúsculo si se le antoja. Adelante, querida.
En lugar de la decoración náutica con anclas y redes de pescar que esperaba encontrar en el interior, Julia se vio al entrar ante un espacio de líneas elegantes con sofás bajos en tonos melocotón y menta vibrantes. La madera de teca y de cerezo daba calidez al ambiente, así como lo que parecía a todas luces una espléndida alfombra Aubusson ya desvaída. Había una pared entera forrada de estanterías de varias anchuras atestadas de libros, y una empinada escalera de caracol que dividía en dos el balcón en voladizo. El sol se filtraba a través de la sirena y danzaba con los colores del arco iris sobre las paredes blancas.
—Qué maravilla de casa —opinó Julia, con un tono de asombro y admiración en su voz que hizo sonreír a Kenneth.
—Gracias. A fin de cuentas, a uno le gusta la comodidad. Siéntese, por favor, señorita Summers. Estaba preparando té helado.
—Por mí perfecto, gracias.
Julia no esperaba sentirse tan a gusto, pero era imposible no sentirse así estando como estaba sentada en un cómodo sofá, rodeada de libros y con «Carmen» sonando de fondo. No fue hasta que Kenneth se desplazó a la cocina contigua cuando Julia se dio cuenta de que seguía con los zapatos quitados.
—Sentí perderme el pequeño espectáculo que montó Eve hace poco —le comentó Kenneth, levantando la voz para que se oyera por encima de la música—. Me había ido de escapada a Cozumel para hacer submarinismo. —Kenneth regresó al salón con una bandeja esmaltada en la que llevaba dos vasos de tono verde y una jarra grande llena de un té dorado en el que flotaban rodajas de limón y cubitos de hielo—. Eve siempre da fiestas de lo más inusitadas.
Se refería a ella como Eve, no como señorita Benedict o señorita B., reparó Julia.
—¿Sigue manteniendo el contacto con Eve?
Kenneth dejó la bandeja y pasó un vaso a Julia antes de sentarse a su lado.
—Veo que lo que trata de preguntar, con mucha educación, es si Eve y yo aún nos hablamos. A fin de cuentas, me despidió, en el sentido más estricto de la palabra.
—Yo creía que habían tenido una discrepancia.
La sonrisa de Kenneth irradiaba buena salud y sentido del humor.
—Con Eve la vida estaba llena de discrepancias. A decir verdad, es mucho más sencillo relacionarse con ella ahora que no trabajo para ella.
—¿Le importa que grabe la conversación?
—No, en absoluto. —Kenneth observó cómo Julia sacaba la grabadora y la colocaba encima de la mesa entre ellos—. Me sorprendió oír que Eve hubiera promovido la idea de este libro. Las biografías no autorizadas que han surgido sobre ella a lo largo de los años siempre le han irritado.
—Puede que ahí tenga la respuesta. Lo que busca una mujer como Eve es tener el papel protagonista en el relato de su propia historia.
Kenneth levantó una de sus cejas plateadas.
—Y el control del relato.
—Sí —dijo Julia—. Cuénteme cómo llegó a trabajar con ella.
—La oferta de Eve me llegó en un momento en que me planteaba la idea de cambiar de trabajo. Cuando me contrató, yo estaba al servicio de la señorita Miller y, dada la competencia existente entre ambas, Eve se vio obligada a ofrecerme más dinero… una suma considerable, con el incentivo añadido de poder disponer de un espacio propio. La verdad es que yo dudaba que fuera a aburrirme trabajando para Eve, pero también sabía la reputación que tenía con los hombres. Así que me lo pensé dos veces antes de aceptar. Supongo que fue una ordinariez por mi parte sacar a colación el tema y exponerle mis requisitos para que nuestra relación no trascendiera al terreno físico. —Kenneth sonrió de nuevo con afecto, como un hombre que apreciaba sus recuerdos—. Eve se rio con aquella risa suya tan sana. Recuerdo que llevaba una copa de champán en la mano; estábamos en la cocina de casa de la señorita Miller, donde Eve había ido a buscarme durante una fiesta. Cogió otra copa de la mesa, me la pasó y brindó conmigo. «Mira, Kenneth», me dijo, «si tú no te metes en mi cama, yo no me meteré en la tuya». —Kenneth levantó una mano con la palma hacia arriba y los dedos extendidos—. ¿Cómo iba a decir que no?
—¿Y respetaron ambos el trato?
Si la pregunta le ofendió o sorprendió, Kenneth no lo dejó traslucir.
—Así es, señorita Summers. Con el tiempo llegué a amarla, pero nunca me encapriché con ella. A nuestro modo fraguamos una amistad, pero nunca permitimos que el sexo complicara las cosas. No sería honesto por mi parte decir que no hubo momentos durante la década que trabajé para ella en los que no lamentara dicho trato. —Kenneth se aclaró la voz—. Y a riesgo de pecar de falta de modestia, creo que hubo momentos en los que ella también lo lamentó. Pero fue un trato que ambos respetamos.
—Usted debió de comenzar a trabajar como ayudante suyo cuando Eve se casó con Rory Winthrop.
—Exacto. Fue una pena que el matrimonio no funcionara. Parecía que eran más amigos que cónyuges. Por otra parte, estaba el muchacho. Eve se consagró a él desde el primer momento. Y aunque a muchos les costaría imaginarlo, como madre era excelente. Yo mismo me sentí cada vez más unido a Paul, a medida que lo veía crecer.
—¿Ah, sí? ¿Cómo era él…? —Julia se contuvo—. Quiero decir que cómo era cuando estaban juntos.
Sin embargo, a Kenneth no se le escapó la primera pregunta, ni tampoco la expresión de Julia cuando la formuló.
—Deduzco que Paul y usted ya se conocen.
—Sí, a estas alturas conozco a la mayoría de la gente que forma o ha formado parte del círculo más cercano a Eve.
Para un hombre que había pasado la mayor parte de su vida al servicio de los demás, inferir hechos a partir de gestos, tonos de voz y comentarios era ya un acto reflejo.
—Ya —dijo, y sonrió—. Se ha convertido en un hombre de éxito. Tengo todos sus libros —comentó, señalando con la mano las estanterías—. Recuerdo que solía escribir historias y luego se las leía a Eve. A ella le encantaban. Todo lo que tuviera que ver con Paul le encantaba, y él a su vez la quería sin reservas. Llenaban un vacío en la vida del otro. Incluso cuando Eve se divorció de su padre y a la larga volvió a casarse siguieron unidos.
—Con Damien Priest. —Julia se inclinó hacia delante para dejar el vaso sobre la bandeja—. A Paul no le gustaba mucho.
—A nadie que le importara Eve le gustaba Priest —sentenció Kenneth—. Eve estaba convencida de que la actitud distante de Paul hacia él era fruto de los celos, cuando la verdad lisa y llana era que ya incluso a aquella edad Paul tenía muy buen ojo para la gente. Delrickio le produjo repulsa desde el primer momento, y Priest solo merecía su desdén.
—¿Y usted qué opinaba?
—Yo siempre he creído que también tengo muy buen ojo para la gente. ¿Le importaría que subiéramos a la terraza? He pensado que podríamos tomar una comida ligera.
La comida ligera resultó ser un pequeño festín a base de una suculenta ensalada de langosta, verduras baby y pan crujiente a las finas hierbas, todo ello acompañado con un suave Chardonnay bien frío. La bahía se extendía a sus pies, salpicada de embarcaciones con las velas hinchadas por la brisa impregnada de olor a mar. Julia esperó al momento de la fruta y el queso antes de volver a sacar la grabadora.
—Por lo que sé hasta ahora, deduzco que el matrimonio de Eve con Damien Priest tuvo un final agrio. También estoy al corriente de algunos pormenores de la relación que mantuvo Eve con Michael Delrickio.
—Pero le gustaría escuchar mi punto de vista, ¿no es así?
—Sí, así es.
Kenneth permaneció en silencio un instante, con la mirada perdida en un spinnaker rojo brillante en mitad de la bahía.
—¿Cree en el mal, señorita Summers?
Parecía una extraña pregunta para ser formulada con el sol que brillaba y la suave brisa que soplaba en aquella terraza.
—Sí, supongo que sí.
—Pues Delrickio es el mal —afirmó Kenneth, volviendo su mirada hacia Julia—. Lo lleva en la sangre, en el corazón. El asesinato y la destrucción de la esperanza y la voluntad son solo un negocio para él. Delrickio se enamoró de Eve. Incluso un hombre malvado puede enamorarse. Su pasión por ella lo consumía, y no me avergüenza confesar que en aquel momento me asustaba. Eve creía que podía controlar la situación como lo había hecho con tantos otros. Eso forma parte de su arrogancia y de su atractivo. Pero uno no puede controlar el mal.
—¿Qué hizo Eve?
—Durante mucho tiempo, más de lo debido, se limitó a jugar con él. Al final se casó con Priest, que le tocó la vanidad y el amor propio. En un arrebato se fugó con él, en parte para poner distancia entre ella y Delrickio, que cada vez se mostraba más exigente con ella. Y peligroso. Paul y él tuvieron un altercado. Paul irrumpió en medio de una fuerte discusión en el momento en que Delrickio amenazaba físicamente a Eve. Cuando trató de intervenir, todo exaltado hay que decir, los ubicuos guardaespaldas de Delrickio lo retuvieron. Dios sabe qué le habrían hecho al muchacho si Eve no lo hubiera impedido.
Julia recordó la escena que Paul le había descrito mientras escuchaba boquiabierta la versión de Kenneth.
—¿Eso quiere decir que usted estaba presente? ¿Usted presenció la escena, vio que podrían haber dejado maltrecho a Paul, o algo peor, y no hizo nada?
—Eve supo manejar la situación, se lo aseguro. —Kenneth se limpió la boca dándose toquecitos con una servilleta de hilo de color limón—. Mi presencia estaba de más en aquel momento, así que me quedé en lo alto de la escalera con un revólver cromado del calibre treinta y dos con el seguro quitado. —Kenneth dejó escapar una risa breve y volvió a llenar las copas de vino—. Cuando vi que no sería necesario, me mantuve en segundo plano. Mejor para la hombría del chico, ¿no le parece?
Julia no sabía muy bien qué decir mientras miraba fijamente al gallardo caballero cuyos cabellos plateados se alborotaban con elegancia con la brisa.
—¿La habría utilizado? Me refiero al arma.
—Sin dudarlo ni lamentarlo un instante. En cualquier caso, Eve se casó con Priest poco después de aquello. Cambió el mal por la ambición ciega. No sé qué pasó en Wimbledon; Eve nunca quiso hablar del tema. Pero la cuestión es que Priest ganó el torneo y perdió a su mujer. Eve lo echó de su vida para siempre.
—¿Así que a usted no lo despidió por Priest?
—Humm. Puede que eso motivara en parte mi despido. A Eve le costó encajar el hecho de haberse equivocado con respecto a él y de que yo tuviera razón. Pero hubo otro hombre, uno que significaba muchísimo más para ella, que provocó indirectamente la ruptura definitiva de nuestra relación profesional.
—Victor Flannigan.
Esta vez Kenneth no se molestó en ocultar su sorpresa.
—¿Eve le ha hablado de él?
—Sí. Quiere que sea un libro honesto.
—A saber hasta dónde está dispuesta a llegar —murmuró Kenneth—. ¿Y Victor sabe…?
—Sí.
—Ah. En ese caso debo decir que a Eve siempre le ha gustado armarla gorda. Durante los dos matrimonios que ha tenido en los últimos treinta años solo ha habido un hombre al que Eve Benedict amara de veras. Sin embargo, el matrimonio de Victor, su tira y afloja con la Iglesia y el sentimiento de culpa que ha arrastrado siempre por la enfermedad de su mujer hacían imposible que tuviera una relación abierta con Eve. La mayor parte del tiempo ella aceptaba la situación, pero otras veces… Recuerdo que en una ocasión la encontré sentada sola en medio de la oscuridad y me dijo: «Kenneth, aquel que se conforma con unas migajas teniendo delante una hogaza entera es que no está lo bastante hambriento». Aquella frase resumía a la perfección su relación con Victor. A veces Eve tenía tanta hambre que buscaba sustento en cualquier otra parte.
—¿Y usted discrepaba?
—¿En sus asuntos? Desde luego me parecía que estaba desperdiciando su vida, a menudo de forma temeraria. Victor la ama tanto como ella a él. Tal vez sea por eso por lo que se hacen tanto daño mutuamente. La última vez que hablamos de él fue poco después de que sus planes de divorcio salieran a la luz. Victor fue a verla a casa y discutieron. Yo los oía gritar desde mi despacho, donde estaba trabajando con Nina Soloman. Eve me había pedido que la formara. Recuerdo lo abochornada que estaba Nina, y lo tímida que era. No tenía nada que ver con la mujer elocuente y segura de sí misma que es hoy. En aquel momento Nina no era más que un perro abandonado, un cachorro asustado al que le habían dado la patada demasiadas veces. Los gritos la alteraron hasta el punto de que empezaron a temblarle las manos.
»Cuando Victor se marchó furioso, por voluntad propia o porque lo echaron, Eve irrumpió en el despacho. Estaba más que descompuesta y comenzó a lanzar órdenes a Nina de mala manera hasta que la pobre chica salió corriendo de la habitación bañada en lágrimas. Entonces Eve y yo tuvimos una discusión muy dura. Me temo que olvidé el puesto que ocupaba lo bastante para echarle en cara lo tonta que había sido por casarse con Priest y recriminarle que intentara llenar su vida con el sexo en lugar de aceptar el amor que ya tenía. Le dije varias cosas más, probablemente imperdonables, sobre su estilo de vida, su mal genio y su falta de gusto. Cuando acabamos de discutir los dos nos calmamos de nuevo, pero ya no había manera de recuperar la posición que cada uno había ocupado hasta entonces. Yo había hablado más de la cuenta, y ella me había dejado hablar. Así que decidí retirarme.
—Y Nina ocupó su lugar.
—Creo que Eve se ablandó con ella, que le inspiraba una enorme compasión por todas las penalidades por las que había pasado. Nina estaba agradecida, pues veía que Eve le había dado la oportunidad que tantos le habían negado. En general, nos vino bien a todos.
—Eve sigue hablando de usted con cariño.
—No es una mujer rencorosa con lo que uno dice o siente de veras. Puedo afirmar con orgullo que soy amigo suyo desde hace cerca de veinticinco años.
—Espero que no le importe, pero tengo que hacerle una pregunta. Echando la vista atrás, ¿lamenta no haber sido nunca su amante?
Kenneth sonrió con el borde de la copa pegado a los labios antes de dar un sorbo.
—Yo no he dicho que no haya sido nunca su amante, señorita Summers, solo he dicho que nunca lo fui mientras trabajé para ella.
—Oh. —La expresión jocosa que vio Julia en la mirada de su interlocutor le hizo responder con una risa—. Supongo que no le gustaría extenderse más al respecto.
—No. Si Eve quiere extenderse, es asunto suyo. Pero mis recuerdos son solo míos.
Julia se marchó de allí sintiéndose somnolienta por efecto del vino, relajada por la compañía y contenta con el resultado de la jornada laboral. Durante la breve espera en la terminal mientras el avión se preparaba para el trayecto de vuelta, aprovechó para etiquetar la cinta y poner una virgen en la grabadora.
Un tanto avergonzada por la debilidad de su cuerpo, se puso dos Dramamina en la lengua y se las tragó con un poco de agua de una fuente. Al ponerse derecha vislumbró por un instante a un hombre al otro lado del vestíbulo. Por un momento pensó que la observaba, pero al ver que pasaba la página de la revista que aparentemente acaparaba su atención se dijo que pecaba de fantasiosa.
Aun así, había algo en él que le inquietaba, algo que le sonaba en aquella mata de pelo con mechas aclaradas por el sol, en aquel bronceado brillante, en aquel aspecto informal de chico de playa. Julia lo olvidó a él y a las suspicacias que le inspiraba cuando oyó la señal de embarque.
Tras acomodarse en su asiento, se abrochó el cinturón y se preparó para el corto vuelo de regreso a Los Ángeles. Pensó que a Eve le divertiría escuchar sus impresiones acerca de Kenneth durante la cena.
Y con un poco de suerte, pensó mientras el avión avanzaba a trompicones por la pista de despegue, aquel sería su último vuelo hasta coger el que le llevaría de vuelta a casa.
La palabra «casa» resonó en su cabeza al tiempo que se aferraba a los brazos del asiento mientras el avión alzaba el vuelo. Una parte de ella añoraba la soledad de su hogar, la rutina de la vida diaria, el mero hecho de que existiera. Y aun así, ¿qué sentiría al volver a casa sola? ¿Al dejar atrás el amor ahora que lo había encontrado? ¿Qué pasaría con su relación con Paul con él en una costa y ella en la otra? ¿Cómo podría mantenerse así una relación?
La Julia independiente y autosuficiente, madre soltera y trabajadora necesitaba, y cómo, a otra persona. Sin Paul seguiría criando a Brandon, escribiendo y funcionando sin más.
Julia cerró los ojos y trató de imaginarse de vuelta en casa, retomando su vida donde la había dejado, discurriendo a lo largo de ella con lentitud y en soledad. Y no podía.
Dejando escapar un suspiro, apoyó la cabeza en el cristal de la ventanilla. ¿Qué diablos iba a hacer? Paul y ella habían hablado de amor, pero no de permanencia.
Quería a Paul, quería una familia para Brandon y quería seguridad. Y temía poner en riesgo lo último por la posibilidad de tener lo demás.
Julia se quedó dormida, vencida por el efecto del vino y de sus propios pensamientos. Con la primera sacudida se despertó, maldiciendo para sus adentros la ráfaga de pánico que le había invadido por un momento. Antes de que pudiera ordenarse a sí misma que se relajara, el avión dio un brusco viraje a la izquierda. Julia notó el sabor de la sangre en su boca al morderse la lengua, pero lo peor era el sabor a cobre del miedo.
—Quédese en su asiento, señorita Summers. Estamos perdiendo presión.
—Perdiendo… —Julia se interrumpió, obligándose a reprimir el primer asomo de histeria. La tensión que percibió en la voz del piloto le bastó para entender que gritando no arreglaría nada—. ¿Qué significa eso?
—Tenemos un pequeño problema. Estamos a solo quince kilómetros del aeropuerto. Abróchese bien el cinturón y mantenga la calma.
—Yo no voy a ninguna parte —alcanzó a decir Julia antes de hacer a ambos un favor colocando la cabeza entre las rodillas, una posición que ayudaba a combatir el mareo, y casi el pánico.
Cuando se obligó a abrir los ojos de nuevo, vio un papel que salió de debajo del asiento en el momento en que el avión comenzaba a descender en picado.
¡EXTÍNGUETE, FUGAZ ANTORCHA!
—Dios mío. —Julia cogió el papel rápidamente y lo estrujó en su mano—. Brandon. Dios mío, Brandon.
No iba a morir. No podía. Brandon la necesitaba, pensó conteniendo una arcada. El único compartimiento portaequipajes que había sobre su cabeza se abrió de golpe, expulsando los cojines y mantas que había en su interior. Por encima de las plegarias que se arremolinaban en su cabeza solo oía el estruendo del motor que no dejaba de despedir chispas y los gritos del piloto en su intento de comunicarse por radio. Se precipitaban a tierra a toda velocidad.
Julia se enderezó y sacó la libreta que llevaba en el maletín. Sintió la sacudida del avión mientras este se precipitaba a través de una fina capa de nubes. Se le acababa el tiempo. Garabateó una nota para Paul, pidiéndole que cuidara de Brandon y diciéndole lo agradecida que estaba por haberlo encontrado. No escatimó exabruptos cuando comenzó a temblarle tanto la mano que se vio incapaz de sostener el lápiz. Entonces se hizo el silencio. Tardó un momento en darse cuenta de ello, y unos segundos más en entender lo que significaba.
—Oh, Dios mío.
—Se ha acabado el combustible —anunció el piloto entre dientes—. Los motores no funcionan. Tenemos un buen viento de cola. Voy a llevar planeando a esta preciosidad hasta la pista de aterrizaje. Ahí abajo ya lo tienen todo preparado.
—Muy bien. ¿Cómo se llama? Dígame su nombre de pila.
—Jack.
—Bien, Jack. —Julia respiró hondo. Siempre había creído que con voluntad y determinación podía conseguirse casi todo—. Yo me llamo Julia. Vamos a hacer que este cacharro llegue a tierra.
—De acuerdo, Julia. Y ahora coloque la cabeza entre las piernas y ponga las manos en la nuca. Y rece todo lo que sepa.
Julia respiró hondo una vez más.
—Ya lo estoy haciendo.