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Todo va bien, se decía Julia a medida que el avión realizaba la última maniobra de aproximación al aeropuerto de Los Ángeles. Había cerrado la casa y dispuesto todo lo necesario para la estancia de ambos en California. Su agente y la de Eve Benedict habían mantenido un contacto continuo tanto por teléfono como por fax durante las tres últimas semanas. Brandon estaba dando brincos en su asiento, impaciente porque el avión aterrizara.

No había motivo para preocuparse. Pero Julia era consciente de que hacía de la preocupación todo un arte. Volvía a morderse las uñas, y le daba rabia haber echado a perder su manicura, sobre todo por lo mucho que odiaba someterse a todo aquel proceso de dejar las uñas en remojo para limarlas después, con la agonía final de tener que decidirse por el tono de esmalte ideal. Un Lila Luminoso o un Fucsia Alegría. Como siempre, se había decidido por dos capas de pintauñas transparente. Soso pero neutro.

Se sorprendió a sí misma comiéndose lo poco que le quedaba de la uña del pulgar y entrelazó los dedos con fuerza sobre su regazo. Le dio por pensar en la laca de uñas como si se tratara de vino. Un tono discreto pero con consistencia.

¿Es que no iban a aterrizar nunca?

Se subió las mangas de la chaqueta y se las volvió a bajar después mientras Brandon miraba por la ventanilla con los ojos como platos. Al menos había logrado no transmitirle su pánico a volar.

Respiró hondo en silencio y relajó levemente los dedos al notar que el avión tocaba tierra. Bueno, Jules, prueba superada, se dijo antes de reclinar la cabeza en el asiento. Ahora lo único que le quedaba era sobrevivir a la entrevista inicial con Eve la Grande, hacer de la casa de invitados de la estrella un hogar temporal, asegurarse de que Brandon se adaptaba a su nuevo colegio y ganarse la vida.

No es para tanto, pensó, sacando del bolso una polvera para ver si le quedaba algo de color en las mejillas. Se retocó los labios pintados y se empolvó la nariz. Si había algo que se le daba bien era disimular el nerviosismo. Eve Benedict no vería más que a una mujer segura de sí misma.

Mientras el avión se aproximaba a la puerta de desembarque Julia sacó un antiácido del tubo de Tums que llevaba en el bolsillo de la chaqueta.

—Allá vamos, chico —dijo a Brandon, guiñándole el ojo—. Estemos listos o no.

Brandon cogió su bolsa deportiva y Julia su maletín. Bajaron del avión de la mano y, antes incluso de que atravesaran el pasillo de desembarque, un hombre vestido de uniforme oscuro y con gorra de plato se acercó a ellos.

—¿La señorita Summers?

Julia atrajo ligeramente hacia sí a Brandon.

—¿Sí?

—Soy Lyle, el chófer de la señorita Benedict. Les llevaré directamente a su casa. Ya se encargarán de traerles el equipaje.

No debía de pasar de los treinta, calculó Julia mientras asentía. Y tenía la complexión de un defensa de fútbol americano. El pavoneo de sus andares confería un aspecto cómico a su sobrio uniforme. Los guio a través de la terminal mientras Brandon lo seguía rezagado, tratando de no perder detalle de lo que veía a su paso.

Aparcado junto a la acera les esperaba el coche, término que se quedaba del todo corto, pensó Julia, para describir la larguísima y flamante limusina blanca que tenían delante.

—¡Hala! —exclamó Brandon en voz baja.

Madre e hijo se miraron maravillados y subieron al vehículo entre risitas. El interior olía a rosas, piel y un perfume persistente.

—Si hasta hay una tele y todo —susurró Brandon—. Ya verás cuando lo cuente a mis amigos.

—Bienvenido a Hollywood —dijo Julia y, haciendo caso omiso del champán que había en una cubitera, llenó dos vasos de Pepsi para celebrar el momento. Brindó con Brandon en tono solemne y luego le dedicó una amplia sonrisa—. ¡Chin chin, colega!

Brandon no paró de hablar en todo el trayecto, sobre las palmeras, los patinadores y el viaje a Disneylandia. La animada charla del hijo sirvió para tranquilizar a la madre. Julia le dejó encender el televisor, pero se negó en rotundo a que hiciera uso del teléfono. Al llegar a Beverly Hills, Brandon concluyó que el trabajo de chófer no estaba nada mal.

—Hay quien diría que tener una limusina propia es aún mejor.

—Qué va, entonces no la conducirías nunca.

Y era así, pensó Julia, así de sencillo. Después de trabajar con varias celebridades había comprobado que la fama se pagaba cara. Y uno de los sacrificios que exigía, razonó Julia mientras se quitaba un zapato para apoyar el pie en la alfombra mullida que cubría el suelo del vehículo, era tener un armario de chófer con pinta de guardaespaldas.

Otro de los sacrificios se hizo patente cuando rodearon un muro de piedra de gran altura hasta una gruesa verja de forja, donde un vigilante, también uniformado, se asomó por la ventana de una caseta de piedra. Tras un zumbido prolongado la verja se abrió lentamente, con aire majestuoso. Una vez que hubo pasado la limusina se oyó el chasquido de las cerraduras. Encerrados por dentro y por fuera, pensó Julia.

A derecha e izquierda se veían bellos jardines con árboles centenarios frondosos y arbustos primorosamente podados que no tardarían en florecer con aquel clima benigno. Un pavo real se paseaba ufano por el césped, y su hembra profirió un grito de mujer. Julia se rio entre dientes al ver a Brandon boquiabierto.

Había un estanque cubierto de nenúfares cruzado por un puente estrafalario. Atrás habían dejado la nieve y los gélidos vientos del nordeste del país, a solo unas horas de allí, para entrar en el paraíso. El edén de Eve. Julia tenía la sensación de haber salido de un grabado de Currier e Ivés para adentrarse en una pintura de Dalí.

Entonces apareció la casa, y Julia se quedó tan estupefacta como su hijo ante su vista. Al igual que la limusina, se trataba de una reluciente y elegante construcción blanca de tres pisos en forma de E, con preciosos patios sombreados entre las alas. Era una mansión tan femenina, intemporal e intrincada como su propietaria. Ventanas curvas y arcos suavizaban sus líneas arquitectónicas sin restar fuerza al halo de solidez que la envolvía. En los pisos superiores se veía una sucesión de balcones decorados con delicados trabajos de herrería. La refulgente blancura del enlucido contrastaba con los vivos tonos en escarlata, azul zafiro, violeta y azafrán de las flores del emparrado que trepaba con arrogancia por las paredes de la casa.

Cuando Lyle abrió la puerta de la limusina, a Julia le chocó el silencio reinante en el lugar. A aquel lado de los altos muros no llegaba el menor ruido del exterior. Ni motores de coche, ni tubos de escape de autobús, ni un chirriar de neumáticos… nada de eso habría osado profanar aquel silencio. Solo se oía el canto de los pájaros, el atrayente rumor de la brisa a través del follaje fragante y el tintineo del agua procedente de una fuente situada en el patio. El cielo, de un azul de ensueño, se veía recortado por unas cuantas nubes algodonosas.

Julia sintió de nuevo aquella sensación delirante de estar entrando en un cuadro.

—El equipaje se lo llevarán a la casa de invitados, señorita Summers —le comunicó Lyle. El chófer la había observado por el retrovisor durante el largo trayecto mientras meditaba sobre la mejor manera de persuadirla para que mantuvieran un breve encuentro en su habitación, situada encima del garaje—. La señorita Benedict me ha pedido que les trajera aquí primero.

Julia no hizo nada para avivar o apagar el brillo en los ojos del hombre.

—Gracias. —Miró el proscenio curvilíneo de blancos escalones de mármol y agarró la mano de su hijo.

En el interior de la casa Eve se apartó de la ventana. Lo había dispuesto todo para verlos llegar. Necesitaba hacerlo. Julia parecía más delicada en persona de lo que esperaba a juzgar por las fotografías que había visto de ella. La joven tenía un gusto exquisito para vestir. El elegante traje de color fresa y las discretas joyas que llevaba recibieron la aprobación de Eve. Al igual que su porte.

Y en cuanto al muchacho… el muchacho tenía un rostro encantador e irradiaba un halo de energía contenida. Le vendría bien, se dijo Eve, y cerró los ojos. Los dos le vendrían muy bien.

Eve abrió los ojos de nuevo y se acercó a la mesilla de noche. Dentro del cajón estaban las pastillas que solo ella y su médico sabían que necesitaba. También se hallaba la nota impresa en papel barato.

MEJOR NO MOVER EL AVISPERO

Tomada como amenaza, la frase le parecía de risa. Y muy alentadora. Aún no había empezado el libro y ya había para quien era motivo de preocupación. El hecho de que aquella nota pudiera provenir de fuentes diversas solo servía para hacer el juego más interesante. Un juego sujeto a sus normas, pensó Eve. Tenía el poder en sus manos, y ya era hora de que hiciera uso de él.

Eve se sirvió agua de la jarra de cristal de Baccarat y se tragó los comprimidos; odiaba la debilidad. Volvió a poner las pastillas en su sitio y se acercó a un espejo largo con un marco plateado. Tenía que dejar de preguntarse si estaba cometiendo un error. A Eve no le gustaba cuestionarse a posteriori una decisión ya tomada. Ni en aquella ocasión, ni nunca.

Con una mirada despiadadamente honesta, Eve se detuvo a contemplar su propia imagen. El mono de seda en tono esmeralda le favorecía. Se había maquillado y peinado hacía tan solo una hora. Lucía pendientes, collar y anillos de oro. Una vez segura de que parecía la estrella que era de pies a cabeza, comenzó a bajar la escalera. Haría toda una entrada, como siempre.

Un ama de llaves de brazos robustos y mirada impasible que se hacía llamar Travers había acompañado a Julia y Brandon hasta el salón, y una vez allí les había comunicado que en breves instantes les sería servido el té y les había pedido que se sintieran como en casa.

Julia se preguntó quién podía sentirse como en casa en una estancia como aquella, en semejante mansión. Las notas de color destacaban por doquier, rebotando en la prístina blancura de las paredes, la moqueta y el tapizado. Cojines y cuadros, flores y objetos de porcelana creaban un contraste espectacular sobre un fondo inmaculado. Los techos altos se veían adornados con molduras, y las ventanas estaban festoneadas con tafetán.

Pero el centro de atención era el cuadro, un retrato de mayor escala que el tamaño natural colgado sobre la chimenea de mármol blanca. A pesar de la espectacularidad del salón, el cuadro presidía la estancia, acaparando toda la atención.

Sin soltar la mano de Brandon, Julia se quedó mirándolo. Eve Benedict, casi cuarenta años atrás, con su belleza deslumbrante y su imponente magnetismo. De sus hombros desnudos caía una seda carmesí que cubría su cuerpo exuberante mientras posaba sonriendo al público que tenía a sus pies, más consciente que divertida ante la situación. Llevaba el cabello suelto, negro como el azabache. Y no lucía ninguna joya. No le hacía falta.

—¿Quién es? —quiso saber Brandon—. ¿Es como una reina?

—Sí. —Julia se inclinó para besarle la coronilla—. Es Eve Benedict, y sí, podría decirse que es como una reina.

—Carlotta —dijo Eve con su sonora voz de whisky al entrar en el salón—. En Sin mañanas.

Julia se volvió para encontrarse cara a cara con la mujer.

—MGM, mil novecientos cincuenta y uno —añadió Julia—. La protagonizó junto con Montgomery Clift, y le valió su primer Oscar.

—Muy bien. —Sin apartar la mirada de Julia, Eve cruzó el salón y le tendió la mano—. Bienvenida a California, señorita Summers.

—Gracias.

Julia notó que Eve la estudiaba mientras le estrechaba la mano con fuerza. Consciente de que los primeros instantes de aquella relación serían cruciales, le devolvió una mirada igualmente escrutadora, y vio que tanto su magnetismo como su belleza habían envejecido, aumentando con la edad.

Guardándose de exteriorizar sus propios pensamientos, Eve bajó la vista hacia Brandon.

—Y tú debes de ser el señor Summers.

Al oír aquel vocativo aplicado a su persona, Brandon soltó una risita y lanzó una mirada a su madre.

—Sí, supongo. Aunque puede llamarme Brandon.

—Gracias. —Eve sintió el impulso de tocarle el pelo, pero se contuvo—. Y tú puedes llamarme… señorita B., a falta de algo mejor. Ah, Travers, siempre tan rápida —dijo, asintiendo con la cabeza al ver aparecer al ama de llaves con el carrito del té—. Tomen asiento, por favor. No les entretendré mucho. Estoy segura de que querrán instalarse. —Eve ocupó una silla blanca de respaldo alto y aguardó a que Julia y el muchacho se sentaran en el sofá—. Cenaremos a las siete, pero como me consta que la comida del avión habrá sido espantosa, he pensado que querrían picar algo.

Brandon, al que no le había entusiasmado la idea del té, vio que con picar algo se refería a un amplio surtido de pastelillos glaseados, sándwiches diminutos y una jarra enorme de limonada. Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro.

—Es muy amable de su parte —le agradeció Julia.

—Pasaremos mucho tiempo juntas, así que tendrá ocasión de comprobar que la amabilidad no es una de mis cualidades. ¿No es así, Travers?

Travers se limitó a lanzar un gruñido al tiempo que dejaba los platos de porcelana fina encima de la mesa de centro antes de retirarse.

—No obstante, intentaré que se sienta cómoda en todo momento, pues me conviene que haga un buen trabajo.

—Haré un buen trabajo, me sienta cómoda o no. Uno —dijo Julia al ver que Brandon se disponía a coger un segundo pastelillo—. Pero le agradezco su hospitalidad, señorita Benedict.

—¿Pueden ser dos si me como dos sándwiches?

Julia lanzó una mirada rápida a Brandon. Eve observó que su rostro esbozó una sonrisa tierna y su mirada se dulcificó.

—Primero cómete los sándwiches. —Cuando Julia volvió la atención hacia Eve, su sonrisa adquirió de nuevo un aspecto formal—. Espero que no se sienta obligada a agasajarnos durante nuestra estancia en su casa. Nos hacemos cargo de la agenda tan apretada que debe de tener. En cuanto lo estime oportuno, podemos determinar el horario que mejor le convenga para que le haga las entrevistas.

—¿Tiene ganas de ponerse a trabajar?

—Por supuesto.

Así pues, no estaba errada en su juicio, pensó Eve. Aquella era una mujer acostumbrada a tirar adelante. Eve tomó un sorbo de té y meditó su respuesta.

—En tal caso, mi ayudante le facilitará un horario. Semana a semana.

—Necesito el lunes por la mañana para llevar a Brandon al colegio. También me gustaría alquilar un coche.

—Eso no será necesario —dijo Eve, desdeñando la idea con un ademán—. En el garaje hay media docena. Alguno habrá que le venga bien. Lyle, mi chófer, se encargará de llevar y traer al chico de la escuela.

—¿En el cochazo blanco? —preguntó Brandon con la boca llena y los ojos como platos.

Eve se rio antes de tomar otro sorbo de té.

—Me temo que no. Pero veremos si puedes darte una vuelta de vez en cuando en él. —Eve se percató de que el muchacho miraba de nuevo la bandeja con ojos de deseo—. Hubo un tiempo en que viví con un jovencito que debía de tener tu edad. Le encantaban los pastelillos.

—¿Y ahora hay algún niño aquí?

—No. —Una sombra cruzó su mirada un instante. Eve se apresuró entonces a levantarse del asiento para poner fin a aquel primer encuentro con toda naturalidad—. Estoy segura de que los dos querrán descansar un poco antes de la cena. Si salen por la puerta de la terraza y siguen el camino que conduce a la piscina, encontrarán la casa de invitados justo a la derecha. ¿Quieren que uno de los criados les acompañe?

—No hace falta. Ya la encontraremos. —Julia se levantó del sofá, poniendo una mano sobre el hombro de Brandon—. Gracias.

Eve se detuvo en el umbral del salón y se volvió hacia ellos.

—Brandon, yo en tu lugar me llevaría en una servilleta unos cuantos pastelillos de esos. Con el cambio de horario te notarás el estómago vacío.

Eve tenía razón. El primer vuelo de costa a costa que había realizado Brandon le había alterado el organismo. A las cinco de la tarde estaba lo bastante hambriento para que Julia le preparara una sopa frugal en la cocina pequeña pero bien surtida de la casa de invitados. A las seis, malhumorado por efecto del cansancio y la emoción, se quedó dormido delante de la televisión. Julia lo llevó a su dormitorio, donde uno de los eficientes criados de Eve le había sacado las cosas de la maleta.

Se disponía a meter a su hijo en una cama extraña en una habitación que no era la suya, pese a la presencia del Erector, de sus libros y de sus juguetes favoritos que habían traído con ellos. Y aun así Brandon seguía dormido como un tronco, como siempre, sin despertarse cuando Julia le quitó los zapatos y los pantalones. Cuando lo hubo metido en la cama, Julia llamó a la casa para disculparse ante Travers por no poder ir a cenar aquella noche.

También ella se encontraba lo bastante cansada para considerar la opción de meterse en la tentadora bañera de hidromasaje o directamente en la enorme cama de matrimonio que presidía la suite principal. Pero su mente se negaba a apagarse. La casa de invitados era una construcción de dos pisos, lujosa y decorada con gusto, en la que se mezclaba la calidez de las molduras en madera con la serenidad de las paredes en tonos pastel. La escalera curva y el balcón descubierto le conferían una sensación de amplitud e informalidad. Julia prefería los relucientes suelos de roble y las vistosas alfombras a los kilómetros cuadrados de moqueta blanca de la casa principal.

Julia se preguntó quién se habría alojado en aquel pabellón de huéspedes y habría disfrutado del cuidado jardín inglés con el que contaba y de aquella agradable brisa cargada de fragancias. Laurence Olivier había sido amigo de Eve. ¿Se habría preparado un té tan ilustre actor en aquella preciosa cocina de estilo rústico, con sus brillantes ollas de cobre y su pequeño hogar de ladrillo? ¿Habría paseado Katharine Hepburn por el jardín? ¿Se habría echado una siesta Gregory Peck o Henry Fonda en aquel sofá tan largo como cómodo?

Desde pequeña, Julia se había sentido fascinada por aquellos que se ganaban la vida en la pantalla o en el escenario. En su adolescencia había perseguido el sueño efímero de formar parte de ellos. Su extrema timidez le hacía sudar cuando se presentaba a las pruebas para participar en las obras de teatro del instituto. Pero gracias a su anhelo y su firme determinación consiguió varios papeles, lo que sirvió para alimentar su sueño… hasta que llegó Brandon. Convertirse en madre a los dieciocho años había cambiado el curso de su vida. Y había logrado superar la traición, el miedo y la desesperación. En este mundo había quien estaba llamado a crecer antes de tiempo y rápido, pensaba Julia.

Mientras se ponía un albornoz de toalla deshilachado, reflexionaba sobre cómo habían cambiado sus sueños. Ahora escribía acerca de los actores, pero nunca llegaría a ser uno de ellos. Sin embargo, no había cabida para el arrepentimiento sabiendo que su hijo dormía a pierna suelta en la habitación contigua, y que ella tenía la entereza y la profesionalidad necesarias para que su hijo disfrutara de una infancia feliz y duradera.

Estaba a punto de quitarse las horquillas del pelo cuando oyó que llamaban a la puerta. Julia echó un vistazo al albornoz y se encogió de hombros. Si aquella iba a ser su casa durante un tiempo, tenía que sentirse cómoda en ella.

Al abrir la puerta se encontró ante una joven atractiva de cabello rubio, ojos azul lago y una sonrisa radiante.

—Hola, me llamo CeeCee. Trabajo para la señorita Benedict. He venido a cuidar de su hijo mientras va a cenar.

Julia arqueó una ceja.

—Es muy amable de tu parte, pero ya he telefoneado a la casa para presentar mis disculpas.

—La señorita Benedict me ha dicho que el chico… Brandon, ¿verdad?… estaría agotado. Yo le haré de canguro mientras usted cena en la casa principal.

Julia abrió la boca para declinar la oferta, pero CeeCee ya estaba entrando por la puerta como Pedro por su casa. Llevaba unos vaqueros y una camiseta, su cabello rubio California suelto y largo hasta los hombros y los brazos cargados de revistas.

—¿A que es un sitio fantástico? —añadió CeeCee con su voz efervescente—. Me encanta limpiar esta casa, y me encargaré de ello durante su estancia aquí. Si quiere algo especial, solo tiene que decírmelo.

—Todo está perfecto. —Julia se vio obligada a sonreír. La joven bullía de energía y entusiasmo—. Pero no creo que sea una buena idea dejar a Brandon en su primera noche aquí con alguien que no conoce.

—No tiene por qué preocuparse. Tengo dos hermanos pequeños, y los he cuidado desde los doce años. Dustin, el menor de todos, nació cuando yo era ya mayor; tiene diez años, y está hecho un auténtico monstruo. —CeeCee le dedicó otra sonrisa radiante, mostrando una dentadura blanca y uniforme de anuncio de dentífrico—. Conmigo estará bien, señorita Summers. Si se despierta y la echa en falta, la llamaremos a la casa. Estará a solo dos minutos de aquí.

Julia vaciló. Sabía que Brandon dormiría toda la noche de un tirón. Y aquella rubia vivaracha era la clase de canguro que ella misma habría elegido para su hijo. Estaba siendo demasiado cauta y sobre protectora, dos actitudes que intentaba evitar por todos los medios.

—Está bien, CeeCee. Me cambio y bajo en un par de minutos.

Cuando Julia volvió cinco minutos más tarde encontró a CeeCee sentada en el sofá, hojeando una revista de moda. En la tele tenía puesta una de aquellas comedias famosas de los sábados por la noche. La joven levantó la vista y miró a Julia de arriba abajo.

—Ese color le sienta genial, señorita Summers. Quiero ser diseñadora, ¿sabe?, y me fijo mucho en los tonos, el corte de una prenda y el tejido. No todo el mundo puede llevar un color fuerte como ese rojo tomate.

Julia se alisó la chaqueta que se había puesto en combinación con unos pantalones de vestir negros. Se había decidido por ella porque le daba confianza.

—Gracias. La señorita Benedict me ha dicho que sería una cena informal.

—Va ideal. ¿Es de Armani?

—Tienes buen ojo.

CeeCee se echó hacia atrás con la mano la melena lisa.

—A lo mejor un día viste de McKenna. Es mi apellido. Eso si no me hago llamar simplemente por mi nombre de pila. Como Cher y Madonna.

Julia se sorprendió sonriendo antes de mirar de nuevo hacia el piso de arriba.

—Si Brandon se despierta…

—Todo irá bien —le tranquilizó CeeCee—. Y si se pone nervioso, la llamaré enseguida.

Julia asintió con la cabeza durante unos largos segundos mientras daba vueltas y más vueltas al bolso de noche negro que sostenía entre sus manos.

—No volveré tarde.

—Que lo pase bien. La señorita Benedict organiza unas veladas estupendas.

Julia se reprendió a sí misma durante el corto paseo de una casa a la otra. Brandon no era tímido ni extrañaba a nadie. Si se despertaba no solo aceptaría de buen grado la presencia de la canguro, sino que se lo pasaría bien con ella. Además, tenía un trabajo que hacer, se recordó a sí misma. Y parte de dicho trabajo, lo que más le costaba, consistía en hacer vida social. Cuanto antes empezara mejor.

La luz del día comenzaba a desvanecerse y le llegó un olor a rosas y jazmines y aquel aroma característico a verdor y humedad de las plantas recién regadas. La piscina era una media luna de aguas azul claro que brotaban de una fuente en forma de arco situada en un rincón. Julia confió en que los ocupantes de la casa de invitados tuvieran el privilegio de poder hacer uso de la piscina, de lo contrario la convivencia con Brandon sería un infierno.

Una vez en la terraza de la casa principal dudó si entrar por aquel acceso, y concluyó que sería más correcto rodear la mansión hasta la parte de delante. En el trayecto pasó junto a otra fuente borboteante y un seto de árboles del paraíso de perfume embriagador, y vio dos coches aparcados en el camino de entrada. Uno era un Porsche último modelo de un rojo encendido, el otro un antiguo Studebaker impecablemente reacondicionado de un color crema clásico. Los dos eran signo de opulencia.

El antiácido se le había disuelto en la lengua al llegar a la puerta principal y llamar al timbre. Travers acudió a abrir, saludó a Julia con un frío ademán y la acompañó hasta el salón. La hora del cóctel había dado comienzo. Debussy sonaba de fondo y la fragancia vespertina del jardín inundaba la estancia con la presencia de un enorme ramo de rosas escarlata. La tenue iluminación resultaba favorecedora. Era el decorado perfecto.

Desde la entrada, Julia examinó con una rápida mirada a los presentes en el salón. Había una pelirroja de pechos generosos embutida en un minúsculo vestido negro reluciente con una cara de aburrimiento mortal. A su lado, tenía a un bronceado Adonis de cabellos rubios con mechas aclaradas por el sol… el del Porsche.

Vestía un traje gris perla de alta costura muy apropiado para la ocasión, y estaba apoyado en la repisa de la chimenea mientras tomaba a sorbos su copa y comentaba algo al oído de la pelirroja. Una mujer esbelta con un vestido azul claro y un cabello ocre muy corto servía a Eve una copa de champán. La anfitriona, deslumbrante, lucía un pijama de dos piezas estilo oriental azul real ribeteado en verde limón. Y sonreía al hombre que tenía a su lado.

Julia reconoció a Paul Winthrop al instante. En primer lugar, por el parecido con su padre. Y, en segundo lugar, por la fotografía que aparecía en la tapa de sus libros. Al igual que su padre, Paul era siempre motivo de atención y de fantasías. Aunque su belleza no se veía tan refinada como la del otro hombre presente en el salón, resultaba mucho más peligrosa.

Tenía un aspecto más duro en persona, observó Julia. Parecía menos intelectual y más accesible. Al menos se había tomado en serio lo del carácter informal de la velada y llevaba unos pantalones de sport y unas Nike desgastadas con una americana. Estaba dando fuego a Eve con una amplia sonrisa en su rostro. Luego se volvió, miró a Julia y su sonrisa se desvaneció.

—Parece que ha llegado tu última invitada.

—Ah, señorita Summers. —Eve cruzó majestuosa el salón al son del suave frufrú de su atuendo—. Por lo que veo CeeCee lo tiene todo bajo control.

—Sí, es encantadora.

—Es agotadora, pero así es la juventud. ¿Qué desea tomar?

—Un agua mineral.

Un solo trago de algo más fuerte y sabía que caería en coma con el jet lag del viaje.

—Niña, querida —dijo Eve—, aquí tenemos una abstemia que necesita una Perrier. Julia, permítame que le presente a los demás. Mi sobrino, Drake Morrison.

—Tenía muchas ganas de conocerla. —Drake tomó la mano de Julia y sonrió. Tenía la palma de la mano suave y caliente, y sus ojos poseían la misma expresión persuasiva, aunque un tanto más dócil, que los brillantes ojos verdes de Eve—. Es usted la única persona capaz de sacar a la luz todos los secretos de Eve. Ni siquiera su familia lo ha logrado.

—Porque no es asunto de mi familia hasta que yo lo diga. —Eve exhaló una lenta bocanada de humo—. Y esta es… ¿cómo decías que te llamabas, querida? ¿Carla?

—Darla —le corrigió la pelirroja con un mohín—. Darla Rose.

—¡Qué bonito! —La voz de Eve destiló una tensa ironía que puso a Julia en guardia. De haber sido un poco más incisiva, le habría rasgado la piel—. Nuestra Darla es una modelo actriz. Qué expresión tan fascinante. Mucho más pegadiza que starlet, ese término desdeñoso que se empleaba antes. Y esta es Nina Soloman, mi brazo derecho y el izquierdo también.

—Aparte de mula de carga y chivo expiatorio —añadió la rubia esbelta al tiempo que ofrecía un vaso a Julia. Su voz irradiaba buen humor, y su porte, una serena confianza en sí misma. Al verla de cerca, Julia observó que la mujer era mayor de lo que le había parecido en un principio. Debía de rondar más los cincuenta que los cuarenta, pero su elegancia le restaba años—. Se lo advierto, necesitará algo más que agua mineral si piensa trabajar un tiempo con la señorita B.

—Si la señorita Summers se ha documentado como es debido, ya sabrá que soy una arpía profesional. Y este es mi único amor verdadero, Paul Winthrop —dijo Eve en un arrullo mientras acariciaba el brazo de Paul con sus dedos—. Qué lástima que me casara con el padre en vez de esperar al hijo.

—Cuando quieras puedes intentarlo, preciosa —sugirió Paul a Eve en un tono cariñoso, antes de lanzar a Julia la más fría de las miradas, sin dignarse ofrecerle la mano—. Y bien, señorita Summers, ¿se ha documentado usted como es debido?

—Sí. Pero siempre me tomo mi tiempo para formarme mis propias opiniones.

Paul alzó su copa y vio cómo Julia era invitada de inmediato a participar en una charla intrascendental. Era más pequeña de lo que la había imaginado, y de constitución más fina. Pese al atractivo despampanante de Darla y la elegancia de Nina, Julia era la única mujer presente en el salón que podía competir con la belleza de Eve. Con todo, Paul prefería la ostensible muestra de virtudes y carencias de la pelirroja a la compostura impasible de Julia. Un hombre no tendría que ahondar mucho para descubrir todo lo que había que saber sobre Darla Rose. Con la distante señorita Summers sería otra historia. Pero por el bien de Eve, Paul se propuso averiguar todo lo que fuera necesario acerca de Julia.

Esta no podía relajarse. Incluso cuando pasaron a la cena y aceptó una sola copa de vino, no consiguió destensar los músculos del cuello y el estómago. Se decía a sí misma que eran los propios nervios los que le hacían ver un clima hostil. Ninguno de los presentes tenía razón alguna para tratarla con rencor. De hecho, Drake se afanaba en mostrarse encantador. Darla había dejado de estar alicaída para dar buena cuenta de una trucha rellena acompañada de arroz salvaje. Eve había puesto la directa con el champán y Nina estaba riendo a raíz de un comentario que le había hecho Paul acerca de un conocido mutuo.

—¿Curt Dryfuss? —terció Eve, al oír el final de la conversación—. Sería mejor director si aprendiera a tener la bragueta cerrada. Si en su último proyecto no hubiera tenido a la protagonista revoloteando a su alrededor todo el día, habría sacado de ella una actuación decente. En la pantalla.

—Aunque hubiera sido un eunuco, le habría sido imposible sacar de ella una actuación decente —repuso Paul—. En la pantalla.

—Hoy en día todo es tetas y culo —dijo Eve, lanzando una mirada a Darla. Julia confió en no verse nunca como la destinataria de aquella mirada acerada—. Dígame, señorita Summers, ¿qué piensa usted de la nueva hornada de actrices?

—Diría que es igual a la de cualquier otra generación. La que es buena acaba llegando hasta la cima. Como usted.

—Si hubiera tenido que esperar para llegar a la cima, aún estaría haciendo películas de serie B con directores de tres al cuarto. —Eve hizo un ademán con la copa—. Para llegar hasta la cima tuve que luchar con uñas y dientes, y me he pasado la vida librando una sangrienta batalla para mantenerme en lo más alto.

—En tal caso, supongo que la pregunta sería si merece la pena.

Eve entrecerró sus ojos relucientes y curvó los labios.

—Ya lo creo que merece la pena.

Julia se inclinó hacia ella.

—Si tuviera que volver a hacerlo, ¿cambiaría algo?

—No. Nada. —Eve tomó un trago largo y rápido de champán. Comenzaba a dolerle la cabeza justo detrás de los ojos, y aquel dolor sordo le puso furiosa—. El hecho de cambiar una sola cosa lo cambiaría todo.

Paul posó una mano sobre el brazo de Eve, pero clavó su mirada en Julia, sin molestarse en disimular su malestar. Julia reconoció entonces la fuente de la hostilidad que llevaba sintiendo desde que había llegado.

—¿Por qué no dejamos la entrevista para las horas de trabajo?

—Vamos, Paul, no seas estirado —le reprochó Eve en tono suave. Con una sonrisa, le dio una palmadita en la mano y luego se volvió hacia Julia—. Paul desaprueba la idea. Estoy segura de que piensa que junto con mis secretos airearé los suyos.

—Pero si tú no conoces mis secretos.

Esta vez la risa de Eve adoptó un tono mordaz.

—Querido mío, no hay secreto, mentira o escándalo que yo no conozca. En otros tiempos se creía que Parsons y Hopper eran las dos lenguas viperinas de Hollywood de las que había que guardarse. Pero esas dos no sabían cómo manejar un secreto hasta que estaba maduro. —Eve echó otro trago, como si brindara en su fuero interno por un triunfo personal—. Nina, ¿cuántas llamadas has tenido que sortear en estas dos últimas semanas de lumbreras preocupados?

—Muchísimas —respondió Nina, dejando escapar un suspiro.

—Exacto. —Eve se recostó en su asiento, toda ufana. A la luz de las velas sus ojos relucían como las joyas que llevaba en las orejas y alrededor del cuello—. No hay nada más gratificante que tirar de la manta en el momento oportuno. Y tú, Drake, en calidad de mi encargado de prensa, ¿qué piensas de mi proyecto?

—Que va a generarte muchos enemigos. Y mucho dinero.

—Llevo cincuenta años acumulando ambas cosas. Y usted, señorita Summers, ¿qué espera sacar de todo esto?

Julia apartó su copa.

—Un buen libro. —Julia vio la expresión de desdén en el rostro de Paul y se puso tensa. De buena gana le habría vaciado encima el contenido de su copa, pero mantuvo la dignidad—. Naturalmente, estoy acostumbrada a que haya gente que considere que las biografías de famosos no son literatura. —Julia miró a Paul—. Igual que hay mucha gente que considera la narrativa popular un género literario espurio.

Eve soltó una carcajada, echando hacia atrás la cabeza; Paul cogió el tenedor para remover los restos de la trucha que quedaban en su plato. Sus claros ojos azules se habían oscurecido, pero su voz sonó suave cuando se dirigió a Julia para preguntarle:

—¿Y usted cómo considera su trabajo, señorita Summers?

—Lo considero entretenimiento —respondió Julia sin vacilar—. ¿Y usted el suyo?

Paul pasó por alto la pregunta para centrarse en la respuesta de Julia.

—¿Llama entretenimiento a explotar el nombre y la vida de un personaje público?

A Julia no le venían ganas ya de morderse las uñas, sino de remangarse.

—Dudo que Sandburg pensara eso cuando escribió su biografía de Lincoln. Y, desde luego, no creo que una biografía «autorizada» tenga como fin explotar a la persona sobre la que versa.

—¿No estará comparando su obra con la de Sandburg?

—La suya ha sido comparada con la de Steinbeck. —Julia sacudió los hombros con aire despreocupado, si bien notaba que estaba acalorándose por momentos—. Usted cuenta historias basadas en la imaginación… o en mentiras. Yo cuento historias basadas en hechos y recuerdos. El resultado de ambas técnicas es que la obra acabada es objeto de lectura y de disfrute.

—Yo, desde luego, he leído y disfrutado con libros de ambos —terció Nina, interviniendo en la conversación con afán conciliador—. Siempre me he sentido intimidada por los escritores. Lo único que escribo yo es correspondencia comercial. Y luego tenemos a Drake, claro está, con esos comunicados de prensa tan agudos.

—En los que se mezcla la verdad y la mentira —añadió Drake, antes de volverse hacia Julia con una sonrisa—. Supongo que entrevistará usted a más personas aparte de Eve, para formarse una visión de conjunto.

—Eso es lo habitual.

—En tal caso, estoy a su entera disposición. Siempre que usted quiera.

—Veo que Darla ya ha acabado, así que podemos pasar a los postres —anunció Eve con sequedad antes de hacer sonar la campanilla para que trajeran el último plato—. La cocinera ha preparado una crema inglesa de frambuesa. Ya se llevará un poco para Brandon.

—Ah sí, su hijo. —Contenta de que el tono de la conversación se hubiera calmado, Nina se sirvió un poco más de vino—. Creíamos que vendría a cenar.

—Estaba agotado. —Julia se miró con disimulo el reloj, gesto que solo sirvió para recordarle que su cuerpo insistía en comportarse como si pasara de la medianoche—. Supongo que a las cuatro de la madrugada estará despabiladísimo y extrañado de que no haya salido el sol.

—¿Tiene diez años? —preguntó Nina—. Parece usted muy joven para tener un hijo de diez años.

Julia le dedicó una sonrisa de cortesía como única respuesta, y esperó a que sirvieran el último plato de postre para dirigirse a Eve.

—Quería preguntarle qué zonas de la propiedad tienen el acceso prohibido.

—El chico puede campar a sus anchas por toda la finca. ¿Sabe nadar?

—Sí. Nada muy bien.

—Entonces puede utilizar la piscina sin problemas. Nina se encargará de avisarle cuando haya invitados.

Consciente de su deber, Julia se obligó a mantenerse despierta hasta que terminaron de cenar. No debería haber tomado ni una copa de vino, se lamentó. Desesperada por acostarse, se excusó, no sin antes dar las gracias a la anfitriona. No le hizo ninguna gracia que Paul insistiera en acompañarla hasta la casa de invitados.

—Conozco el camino.

—Esta noche no hay luna. —Paul la cogió por el codo y la llevó a la terraza—. Podría desorientarse en la oscuridad. O quedarse dormida de pie y caer a la piscina.

Julia se alejó de él instintivamente.

—Nado como pez en el agua.

—Es posible, pero el cloro causa estragos en la seda. —Paul sacó un purito del bolsillo, y, ahuecando las manos en torno al encendedor, acercó la llama al extremo. Aquella noche se había percatado de varias cosas acerca de Julia, y una de ellas era que no había querido hablar de su hijo durante la cena—. Podría haberle dicho a Eve que estaba tan cansada como su hijo.

—Estoy bien. —Julia ladeó la cabeza para estudiar el perfil de Paul mientras caminaban—. No le gusta nada mi profesión, ¿verdad, señor Winthrop?

—No. Pero, bueno, esta biografía no es asunto mío, sino de Eve.

—Le guste o no, espero entrevistarlo.

—¿Y siempre consigue lo que espera?

—No, pero siempre consigo lo que me propongo. —Julia se paró ante la puerta de la casa de invitados—. Gracias por acompañarme.

Qué aplomo, pensó Paul. Qué control, qué desenvoltura. La habría creído en el acto si no se hubiera fijado en que tenía la uña del pulgar derecho en carne viva de mordérsela. En un intento deliberado por ponerla a prueba, se acercó un poco más a ella. Julia no se apartó, pero alzó un muro invisible entre ambos. Sería interesante ver si hacía lo mismo con todos los hombres o solo con él, pensó Paul. Pero en aquel momento solo tenía una prioridad.

—Eve Benedict es la persona más importante de mi vida. —Su voz sonó grave, peligrosa—. Tenga cuidado, señorita Summers. Tenga mucho cuidado. No creo que le gustara tenerme como enemigo.

Julia se notó las palmas de las manos húmedas, y eso le puso furiosa, pero logró dominarse.

—Parece que ya es así. Y descuide, señor Winthrop, que tendré cuidado. Tendré cuidado de hacer mi trabajo a conciencia. Muy a conciencia. Buenas noches.