Brandon estaba sentado en la cama con dosel situada en el espacioso dormitorio que ocupaban en la casa principal mientras veía cómo su madre acababa de prepararse el equipaje.
—¿Cómo es que las mujeres, cuando os vais de fin de semana y eso, lleváis más cosas que los hombres?
—Eso, hijo mío, es uno de los grandes misterios del universo —respondió Julia al tiempo que añadía una blusa más a la bolsa de ropa con aire de culpabilidad—. ¿Seguro que no estás disgustado por no venir a Londres conmigo?
—Para nada. Me lo voy a pasar mucho mejor con los McKenna que tú hablando con un viejo actor. Ellos tienen Nintendo en casa.
—Bueno, Rory Winthrop no puede competir con eso.
Julia cerró la cremallera de la bolsa y revisó el contenido del neceser para comprobar que no faltara ningún cosmético ni artículo de perfumería. Al cogerlo meneó la cabeza de un lado a otro. No había ningún misterio, pensó. Era una cuestión de pura vanidad.
—CeeCee llegará de un momento a otro. ¿Llevas el cepillo de dientes?
—Sí, señora —respondió Brandon, poniendo los ojos en blanco—. Ya me has revisado la bolsa dos veces.
Julia procedió a revisarla una vez más, por lo que no pudo ver la mirada de Brandon.
—Quizá deberías llevarte otra chaqueta, por si llueve.
O por si Los Ángeles se viera azotada de repente por una tormenta de nieve, inundaciones, tornados o terremotos. Dios mío, ¿y si había un terremoto mientras ella estaba fuera? Invadida por el miedo y la culpa que siempre sentía cuando dejaba a Brandon, se volvió hacia él. Brandon estaba saltando con cuidado en la cama mientras tarareaba una melodía, con su preciada gorra de los Lakers bien calada en la cabeza.
—Voy a echarte de menos, cariño.
Brandon hizo una mueca de vergüenza, como habría hecho cualquier niño de diez años con amor propio al oír el apelativo de «cariño» aplicado a su persona. Al menos no estaban en público.
—Que estaré bien, mamá. No te preocupes.
—Sí que me preocupo. Es mi deber —respondió Julia, acercándose a él para abrazarlo, contenta cuando los brazos de su hijo la rodearon en un fuerte apretón—. Estaré de vuelta el martes.
—¿Vas a traerme algo?
Julia le echó la cabeza hacia atrás.
—Ya veremos —dijo Julia antes de besarlo en las mejillas—. No crezcas demasiado mientas estoy fuera.
—Ya veremos —respondió Brandon con una gran sonrisa.
—Aun así, seguiré siendo más grande que tú. Vamos, manos a la obra.
Julia cogió su maletín, tratando de recordar si había comprobado que había puesto el pasaporte y los billetes en el compartimento indicado, y se colgó el neceser de un hombro y la bolsa de ropa del otro. Brandon cargó con su bolsa de deporte, llena con todo lo que un niño de su época necesitaba para pasar unos días con unos amigos.
A ninguno de los dos se les ocurrió llamar a un criado para que les llevara el equipaje.
—Te llamaré todas las noches, a las siete de aquí. Eso será después de la cena. Tienes apuntado el nombre del hotel y el teléfono en tu bolsa.
—Ya lo sé, mamá.
Julia reconocía la impaciencia cuando la oía, pero le importaba un bledo. Una madre tenía derecho a comportarse de aquella manera.
—Puedes llamarme a la hora que sea si me necesitas. Y si no estoy, deja el recado al recepcionista.
—Sé qué tengo que hacer. Es como cuando te vas de gira.
—Exacto.
Solo que en aquella ocasión los separaría un océano.
—Julia —dijo Nina, corriendo por el pasillo mientras ellos se detenían al pie de la escalera—. No deberíais cargar con todo eso.
—Estoy acostumbrada. En serio.
—Está bien —respondió Nina, cogiendo la bolsa de ropa del hombro de Julia para ponerla a un lado—. Diré a Lyle que coloque las cosas en la limusina.
—Te lo agradezco. Pero no es necesario que me lleve al aeropuerto, de veras. —Además, su sola presencia le daba escalofríos—. Puedo…
—Eres la invitada de la señorita B. —repuso Nina con tono afectado—. Y vas a Londres por un asunto relacionado con la señorita B. —Dos razones más que suficientes para que Nina diera el tema por zanjado—. Esto va a estar muy tranquilo y aburrido durante los próximos días —dijo, dirigiéndose a Brandon—, pero estoy segura de que te lo pasarás genial con los McKenna.
—Será chulo —Brandon no creyó acertado añadir que Dustin McKenna le había prometido enseñarle a hacer pedorreras con el sobaco. Las mujeres no entendían esas cosas. En cuanto oyó el timbre, se lanzó a la carrera por el pasillo—. ¡Estás aquí! —exclamó al ver a CeeCee.
—Cómo no. Todo listo para tres días de diversión, emociones fuertes y cuartos de baño llenos de gente. Hola, señorita Soloman. Gracias por darme el día libre.
—Te lo mereces —dijo Nina con una sonrisa ausente mientras su mente pensaba ya en lo que había que hacer—. De todos modos, con todo el mundo yéndose de la casa, no hay mucho que puedas hacer aquí. Que te lo pases bien, Brandon. Buen viaje, Julia. Voy a avisar a Lyle que venga con el coche.
—Pórtate bien —dijo Julia a Brandon antes de acercarse a él para darle un último abrazo que lo dejó casi sin respiración—. Y no te pelees con Dustin.
—Vale. —Brandon se colgó del hombro la bolsa de deporte—. Adiós, mamá.
—Adiós.
Julia se mordió el labio al verlo partir.
—Cuidaremos bien de él, Julia.
—Lo sé —dijo Julia, esbozando una sonrisa forzada—. Eso no me preocupa. —A través de la puerta abierta vio la gran limusina negra avanzar poco a poco por detrás de la Sprint de CeeCee—. Supongo que ese es mi coche.
Mientras Julia se dirigía al aeropuerto bajo el radiante sol de Los Ángeles, Eve se desperezaba en la cama escuchando el fuerte repiqueteo de la lluvia sobre el tejado del bungalow. Aquel día no había habido ensayo, pensó, solo un montón de largas horas sin hacer nada dentro de la acogedora casita que los productores se habían encargado de alquilar durante el tiempo que se prolongara el rodaje de los exteriores.
No le importaba tener un día libre, dadas las circunstancias. Se desperezó de nuevo, ronroneando al notar que una mano grande y fuerte le acariciaba el cuerpo.
—No parece que vaya a escampar en breve —comentó Peter, cambiando de posición para que ella pudiera rodar sobre su cuerpo. Le maravillaba, y excitaba, el buen aspecto que tenía Eve por la mañana. Sin su esmerado maquillaje se le veía mayor, desde luego. Pero los huesos, los ojos y la piel blanca hacían de la edad una cuestión sin importancia—. A este paso puede que nos pasemos aquí metidos todo el día.
Al notar que Peter se estrechaba contra ella con dureza y ardor, Eve se deslizó hacia arriba y hacia abajo para alojarlo en su interior.
—Creo que podremos mantenernos ocupados.
—Sí. —Las manos de Peter la agarraron con fuerza de las caderas, animándola mientras Eve comenzaba a balancearse—. Seguro que sí.
Eve se arqueó hacia arriba y hacia atrás para disfrutar al máximo de las deliciosas ráfagas de placer que se propagaban por todo su cuerpo. Estaba en lo cierto al considerar a Peter un amante interesante. Era joven y fuerte, estaba lleno de energía y tenía una sensibilidad innata para detectar las necesidades de una mujer tanto como las suyas propias. Eve apreciaba la generosidad sexual en un hombre. Había sido una ventaja que en el momento de dar el último paso e invitarlo a su cama, la simpatía por él fuera en aumento.
Y en la cama… ¿A qué mujer de su edad no le produciría satisfacción ver que podía excitar tanto a un hombre que no tenía aún los cuarenta? Eve sabía que Peter estaba ensimismado con ella; lo notaba por el ritmo irregular de su respiración, el brillo del sudor en su pecho, los temblores que lo sacudían al acercarse al orgasmo.
Con una sonrisa en la cara, Eve echó la cabeza hacia atrás y cabalgó sobre él con fuerza para recorrer juntos con entusiasmo el camino hacia los límites del placer.
—¡Dios!
Exhausto, Peter cayó en la cama de espaldas. Su corazón palpitaba con la fuerza de un martillo neumático. Había estado con otras mujeres, mujeres más jóvenes, pero nunca con ninguna tan experimentada.
—Eres increíble.
Eve salió de la cama para tirar de la bata que reposaba en la silla.
—Y tú eres bueno, muy bueno. Con suerte serás increíble cuando tengas mi edad.
—Encanto, si me pasara el tiempo follando de este modo, estaría muerto antes de llegar a tu edad. —Peter se desperezó como un gato flaco cuan largo era—. Y habría sido una vida corta y feliz.
Eve rio, contenta con la compañía de Peter, y se acercó al tocador para cepillarse el pelo. Le gustaba que no tratara de evitar el tema de su edad, como muchos otros hombres jóvenes se veían obligados a hacer. Peter no condimentaba el sexo con todas aquellas mentiras y falsos halagos. Había llegado a darse cuenta de que lo que Peter Jackson decía, lo decía en serio.
—¿Por qué no me cuentas cómo ha sido tu corta y feliz vida hasta ahora?
—Hago lo que quiero hacer —respondió Peter, apoyándose los brazos cruzados en la nuca—. Supongo que he querido ser actor desde que tenía dieciséis años, cuando le cogí el gusto con las obras de teatro del instituto. Estudié arte dramático en la universidad y le rompí el corazón a mi madre. Ella quería que fuera médico.
Los ojos de Eve se encontraron con los de Peter en el espejo para luego recorrer su cuerpo con parsimonia.
—Desde luego tienes mano para ello.
Peter le dedicó una amplia sonrisa.
—Sí, pero odio la sangre. Y el golf se me da fatal.
Entretenida con la conversación, Eve dejó el cepillo a un lado y comenzó a ponerse crema bajo los ojos. El sonido de la lluvia y el arrullo de la voz de Peter eran como un bálsamo para ella.
—Así que, una vez descartada la medicina, viniste a Hollywood.
—Con veintidós años. Al principio me moría de hambre e hice unos cuantos anuncios. —Peter sintió que recobraba las fuerzas y se incorporó un poco para apoyarse en los codos—. Eh, ¿no me has visto nunca vendiendo crujientes copos de avena con arándanos?
Eve miró sus ojos risueños reflejados en el espejo.
—Me temo que no.
Peter cogió uno de los cigarrillos de Eve de la mesilla de noche.
—Pues te has perdido una actuación estelar… con agallas, con estilo, con pasión. Y eso que lo que tenía delante eran unos simples cereales.
Eve se acercó a la cama para compartir el cigarrillo con él.
—Seguro que se vendieron como rosquillas.
—Si quieres que te diga la verdad, saben como si uno se metiera en la boca un puñado de tierra del bosque. Y hablando de comida, ¿por qué no preparo el desayuno para los dos?
—¿Tú?
—Claro. —Peter le quitó el cigarrillo de entre los dedos y se lo llevó a los labios—. Antes de que empezara a hacer culebrones, trabajaba además como cocinero de comida rápida. En el turno de tarde.
—¿Así que te estás ofreciendo a hacerme unos huevos con beicon?
—Puede ser… si eso sirve para mantener tu interés.
Eve tomó otra calada con parsimonia. Se dio cuenta de que Peter comenzaba a estar un poco enamorado de ella, algo agradable y muy halagador. En otras circunstancias puede que se lo hubiera permitido, pero tal como estaban las cosas, no quería que la situación se complicara.
—Creo que ya te he mostrado mi interés.
—Pero…
Los labios de Eve rozaron levemente los de Peter.
—Pero… —repitió ella, sin añadir nada más.
A Peter le resultó más difícil de lo que esperaba aceptar aquellas limitaciones no expresadas. Difícil y sorprendente.
—Supongo que unos días en Georgia no está tan mal.
Eve le agradeció la deferencia con otro beso.
—Está muy bien. Para ambos. ¿Qué hay de ese desayuno?
—Se me ocurre una idea… —Peter se inclinó hacia delante para darle un beso en el hombro, deleitándose no solo con el aroma y la textura de su piel, sino también con su firmeza—. ¿Por qué no nos duchamos y luego ves cómo cocino? Después tengo una gran idea sobre lo que podríamos hacer esta tarde.
—¿Ah, sí?
—Sí —respondió Peter, sonriéndole mientras le dedicaba una caricia superficial—. Podemos ir al cine.
—¿Al cine?
—Sí, seguro que has oído hablar del cine. Es un sitio donde la gente se sienta a ver a otra gente que se hace pasar por otra gente. ¿Qué me dices, Eve? Iremos a la primera sesión y comeremos palomitas.
Eve lo pensó un instante antes de darse cuenta de que la propuesta le parecía divertida.
—Trato hecho.
Julia se quitó los zapatos y apoyó los pies en la mullida moqueta de su habitación del Savoy. Era una suite pequeña, elegante y decorada con gusto. El botones le había tratado con tan exquisita cortesía al dejarle el equipaje en la entrada que casi parecía arrepentido por esperar que le diera propina.
Julia se acercó a la ventana para contemplar el río y quitarse de encima parte del cansancio del viaje. El nerviosismo tardaría más en desaparecer. El vuelo de Los Ángeles a Nueva York no había estado tan mal, hablando en términos de tortura. Sin embargo el de Kennedy a Heathrow, con todas aquellas horas de travesía por el Atlántico, había sido un auténtico suplicio.
Pero lo había superado, y por fin estaba en Gran Bretaña. Y tuvo el placer de recordarse que Julia Summers estaba alojada en el Savoy.
Seguía sorprendiéndole que pudiera verse rodeada de tanto lujo. Pero le gustaba sentir aquella sensación, pues significaba que no había olvidado el valor del trabajo, del afán por ascender, de la necesidad.
Las luces de la ciudad titilaban bajo su mirada en aquella noche de marzo. Era como si estuviera en el sueño de otra persona, con aquella oscuridad aterciopelada dominada por la difusa silueta de la luna y las sombras del agua, y con aquel ambiente tan cálido que la rodeaba en medio de una calma absoluta. Tras dar un bostezo enorme, Julia se apartó de la ventana y de las luces del exterior. La aventura debería esperar hasta el día siguiente.
Julia se limitó a sacar del equipaje lo que necesitaba para la noche y se sumió en sus propios sueños durante veinte minutos.
A la mañana siguiente se bajó de un taxi en Knightsbridge y pagó al taxista, consciente de que le daba más propina de la cuenta. Sin embargo, estaba igualmente convencida de que no llegaría a aclararse con las libras. Recordó pedir factura —su contable echaba espuma por la boca cuando hablaba del sistema de contabilidad que utilizaba— y se la metió en el bolsillo de manera despreocupada.
La casa era tal y como la imaginaba. El enorme edificio Victoriano de ladrillo rojo estaba situado al abrigo de árboles inmensos de troncos retorcidos. Supuso que en verano darían una hermosa sombra, pero de momento el viento hacía crujir sus ramas desnudas en una melodía dickensiana que resultaba extrañamente atractiva. De las chimeneas salían densas volutas de humo gris que enseguida ascendían al cielo plomizo.
Aunque había coches que pasaban por la calle a toda velocidad a su espalda, podía imaginar fácilmente el sonido de los cascos de los caballos, el traqueteo de los carruajes y los gritos de los vendedores ambulantes.
Julia entró por la pequeña verja de hierro, avanzó por el camino adoquinado que atravesaba el césped amarilleado por el invierno y subió los relucientes escalones blancos que conducían a una puerta blanca igualmente reluciente. Antes de llamar se cambió el maletín de mano, notando con rabia un sudor frío en las palmas. De nada servía negarlo, se dijo, estaba pensando en Rory Winthrop no tanto como el que fuera marido de Eve, sino como padre de Paul.
Paul estaba a diez mil kilómetros de distancia, y furioso con ella. ¿Qué pensaría, se preguntó Julia, si supiera que ella estaba allí, no solo tirando adelante con el libro, sino a punto de entrevistar a su padre? No lo vería con buenos ojos, de eso estaba convencida, y se lamentó de que no hubiera un modo de hacer cuadrar las necesidades de él con las de ella.
Julia se recordó que el trabajo era lo primero, y llamó al timbre. Al cabo de unos instantes acudió a abrir la puerta una criada. Julia alcanzó a ver el enorme vestíbulo, de techos elevados y suelos embaldosados.
—Soy Julia Summers —anunció—. Tengo cita con el señor Winthrop.
—Adelante, señorita, la está esperando.
El suelo se veía compuesto por un damero en granate y color marfil y de los techos colgaban pesadas arañas de bronce y cristal. A la derecha había unas escalinatas que dibujaban una majestuosa curva. Julia entregó su abrigo a la criada y la siguió, pasando por delante de dos sillas Jorge III que flanqueaban una mesa de caoba adornada con un florero de hibisco y un guante de piel azul zafiro de mujer.
En un acto instintivo, Julia comparó el salón con el de Eve. La estancia que tenía ante sus ojos se veía a todas luces más formal y sumida en la tradición que la sala espaciosa y bañada por el sol de Eve. El salón de ella destilaba opulencia y estilo, mientras que aquel traslucía el peso de una fortuna y un linaje de rancio abolengo.
—Póngase cómoda, señorita Summers. El señor Winthrop la recibirá aquí.
—Gracias.
La criada se retiró del salón casi sin hacer ruido, cerrando las macizas puertas de caoba detrás de ella. Una vez sola, Julia se acercó a la chimenea para calentarse las manos frías frente a las llamas vivas. El humo desprendía un agradable olor a madera de manzano, propiciando un clima de acogida y bienestar. A Julia le recordó un tanto a su hogar de Connecticut y se relajó.
La repisa de la chimenea tallada se veía abarrotada de fotografías antiguas en marcos de plata ornamentados y pulidísimos. Julia estaba convencida de que las criadas debían de echar sapos y culebras por la boca cada vez que tuvieran que dejar relucientes todos aquellos recovecos.
Se entretuvo contemplándolas una por una, estudiando las imágenes de los antepasados de rostro adusto y espaldas firmes del hombre que estaba a punto de conocer en persona.
Entre ellas reconoció a Rory Winthrop y vislumbró un aspecto de su humor en una foto en blanco y negro en la que posaba con un gorro de piel de castor y un cuello almidonado. La película era Los crímenes de Delaney, recordó Julia, y él interpretaba el papel del asesino ultracorrecto y desquiciado hasta límites perversos con un placer que se reflejaba en el brillo de sus ojos.
Julia no se contentó con limitarse a contemplar la fotografía que había a continuación. Tuvo que cogerla, sostenerla entre sus manos, devorarla. Era Paul, no le cabía la menor duda, aunque el niño del retrato no tuviera más de once o doce años. Tenía el cabello más claro y enmarañado y, a juzgar por la expresión de su rostro, no debía de hacerle ninguna gracia verse embutido en un traje almidonado con una corbata ceñida al cuello.
La mirada era la misma. Qué extraño, pensó, que ya de niño tuviera una mirada de adulto tan intensa. Lejos de tener una expresión risueña, sus ojos se clavaban en los de Julia como diciendo que habían visto, oído y entendido más que una persona con el doble de su edad.
—El muy pillo daba miedo, ¿no le parece?
Julia se volvió, sujetando aún el retrato. Estaba tan abstraída en él que no había advertido la presencia de Rory Winthrop. Él estaba plantado en mitad del salón mirándola, con una encantadora medio sonrisa en su cara y una mano metida con aire informal en el bolsillo de unos pantalones de sport gris perla. Por su aspecto físico, podría haber pasado por hermano de Paul más que por su padre. Conservaba intacta su cabellera caoba, que llevaba peinada hacia atrás como la melena de un león. Rory solo dejaba que las canas asomaran en las sienes, donde añadían un toque de dignidad en lugar de edad. Su rostro se veía tan firme y en condiciones como su cuerpo. Rory tampoco era ajeno a la fuente de la juventud que le ofrecían los cirujanos plásticos. Además de las consabidas operaciones de estiramiento y reducción de diversas partes del cuerpo, Rory se sometía a tratamientos semanales varios que incluían mascarillas de algas y masajes faciales.
—Disculpe, señor Winthrop. Me ha cogido desprevenida.
—Es la mejor manera de coger a una mujer hermosa.
Rory se deleitó con el hecho de que Julia se lo quedara mirando. Un hombre podía mantener su rostro y su cuerpo en forma con cuidados, diligencia y dinero. Pero hacía falta una mujer, una mujer joven, para mantener el ego en forma.
—¿Le interesa mi pequeño fichero de delincuentes?
—Ah. —Julia recordó el retrato que sostenía en la mano y volvió a ponerlo sobre la repisa de la chimenea—. Sí, es muy entretenido.
—Esa foto de Paul se la hicieron justo después de que Eve y yo nos casáramos. Yo no sabía qué pensar de él más de lo que sé ahora. Me ha hablado de usted.
—¿Que le ha…? —Sorpresa, placer, vergüenza—. ¿En serio?
—Sí. No recuerdo que se haya referido nunca a una mujer por su nombre. Es uno de los motivos por los que me alegro de que haya podido desplazarse hasta aquí para verme. —Rory avanzó hacia ella para coger su mano entre las suyas. De cerca, la sonrisa que había seducido a generaciones enteras de mujeres poseía un potente magnetismo—. Venga, sentémonos junto al fuego. Ah, aquí está el té.
Una segunda criada entró con un carrito mientras ellos se acomodaban en dos sillas antiguas con respaldo ovalado delante del hogar.
—Quiero darle las gracias por acceder a recibirme, y más en fin de semana.
—No hay de qué. —Rory indicó a la criada que se retirara con un gesto de cabeza cordial y se dispuso a servir el té él mismo—. Tengo que estar en el teatro hacia el mediodía para la primera función de la tarde, así que me temo que no dispongo de mucho tiempo. ¿Limón o crema, querida?
—Limón, gracias.
—Tiene que probar estos bollitos. Créame, están deliciosos. —Rory cogió dos, que untó con una capa abundante de mermelada—. Así que Eve está haciendo diabluras con este libro, ¿no es así?
—Digamos que ha suscitado un gran interés y muchas especulaciones.
—Muy diplomática, Julia —dijo Rory, esbozando aquella sonrisa suya tan arrebatadora—. Espero que no le importe que nos llamemos por el nombre de pila. Así será más cómodo.
—Por supuesto.
—¿Y cómo está mi fascinante exmujer?
Aunque no era patente, Julia percibió el tono de afecto en su pregunta.
—Diría que sigue tan fascinante como siempre. Habla con mucho cariño de usted.
Rory tomó un sorbo de té con un murmullo de agradecimiento.
—Teníamos una de esas extrañas amistades que se volvió más afectuosa cuando se enfrió el deseo. —Rory se rio—. Por no decir que Eve estaba algo más que molesta conmigo hacia el final de nuestro matrimonio, y con razón.
—La infidelidad siempre «molesta» a una mujer.
Rory le dedicó una amplia sonrisa, tan parecida a la de Paul que Julia no pudo sino devolverle el gesto. Las mujeres directas siempre lo habían cautivado.
—Querida mía, soy todo un experto en las reacciones de las mujeres ante la infidelidad. Por suerte, la amistad sobrevivió… Siempre he pensado que ha sido así en gran parte por lo mucho que Eve quiere a Paul.
—¿No le parece extraño que su exmujer y su hijo estén tan unidos?
—En absoluto —respondió al tiempo que degustaba un bollito, comiéndolo poco a poco para saborear cada bocado. A Julia no le costó imaginar que había saboreado del mismo modo a todas las mujeres que había tenido—. Para ser sincero, yo no era un buen padre. Me temo que sencillamente no sabía qué hacer con un niño que crecía cada vez más. Mientras era pequeño, bastaba con acercarse a la cuna de vez en cuando y hacerle monadas, o llevarlo al parque en un cochecito con cara de orgullo e incluso de suficiencia. Teníamos una niñera que se hacía cargo de los aspectos menos agradables de su crianza.
Lejos de sentirse ofendido, Rory se rio ante la expresión de Julia y le dio una palmadita en la mano antes de soplar el té para que no estuviera tan caliente.
—Querida Julia, no me juzgue con dureza. Al menos reconozco mis defectos. Paul ha tenido la desgracia de ser el hijo de dos personas vergonzosamente egoístas y dotadas de un talento extraordinario que no tenían la menor idea de cómo criar a un niño. Y Paul era tan inteligente que daba miedo.
—Por cómo lo dice parece una ofensa más que un cumplido.
Ajá, pensó Rory al tiempo que ocultaba su sonrisa impenitente limpiándose la boca con la servilleta. La dama estaba enamorada.
—Yo diría que en aquel momento el chico era más bien un misterio que yo me veía incapaz de resolver. Eve, en cambio, lo trataba con toda naturalidad. Era atenta, paciente y se interesaba por él. Confieso que, gracias a ella, Paul y yo disfrutamos de nuestra mutua compañía más que nunca.
Ya estás juzgándolo otra vez, Jules, se advirtió a sí misma, y trató de encaminarse de nuevo por la vía de la objetividad.
—¿Le importa que ponga la grabadora? Así me resulta más fácil ser precisa.
Rory dudó tan solo un instante antes de hacer un gesto de asentimiento.
—No faltaba más. Ante todo hay que ser precisos.
Con el mínimo alboroto, Julia colocó la grabadora en el borde de la mesa del té y la encendió.
—Se escribió mucho sobre Eve, usted y Paul durante el primer año más o menos de su matrimonio. Uno se forma una imagen de familia.
—Familia. —Rory pronunció en voz alta la palabra y asintió mirando su taza de té—. Era un concepto extraño para mí, pero sí, éramos una familia. Eve anhelaba formar una familia. Quizá porque sentía que le faltaba madurar, o quizá porque había llegado a la edad en la que la química hace caer a una mujer en la trampa de ansiar verse entre pañales, cochecitos y pasitos de niño. Incluso llegó a convencerme de que tuviéramos un hijo propio.
Aquel nuevo y fascinante dato puso a Julia en alerta.
—¿Eve y usted tenían pensado tener un hijo?
—Querida mía, Eve es una mujer muy persuasiva. —Rory rio entre dientes y se recostó en el asiento—. Lo teníamos pensado y seguimos una estrategia como dos generales en el campo de batalla. Mes tras mes, mi semen se enfrentaba a su óvulo. Las batallas no estaban exentas de excitación, pero nunca llegamos a alzarnos con la victoria. Eve vino a Europa, a Francia creo, para ver a un especialista. Volvió con la noticia de que no podía concebir. —Rory dejó la taza sobre la mesa—. La verdad es que aquel fue un golpe que le dio donde más podía dolerle. Pero Eve lo encajó sin llorar, gemir ni maldecir una sola vez. Se consagró al trabajo. Me consta que lo pasó mal. Apenas dormía y perdió el apetito durante varias semanas.
¿Objetiva?, se preguntó Julia con la mirada fija en las llamas altas. Cómo iba a serlo. Lo que despertó el relato de Rory fue toda su compasión.
—¿Y nunca se plantearon la adopción?
—Qué raro que mencione lo de la adopción. —Rory entrecerró los ojos mientras hacía memoria—. Era una opción que se me pasó por la cabeza. No soportaba ver a Eve tratando de no dejarse vencer por la infelicidad. Y para ser sincero, me había hecho a la idea de tener otro hijo. Cuando le mencioné la posibilidad, se quedó callada. Incluso reaccionó con vergüenza, como si no se esperara eso de mí. Y al final me dijo… cómo fue… «Rory, hemos tenido nuestra oportunidad. Ya no podemos volver atrás, así que ¿por qué no nos centramos en tirar adelante?».
—¿Y eso qué significa?
—Supongo que pensé que lo que quería decir ella era que habíamos hecho todo lo posible por concebir un hijo, y no lo habíamos logrado, así que lo más acertado era seguir adelante con nuestras vidas. Y eso fue lo que hicimos. Pero resultó que seguir adelante con nuestras vidas significó a la larga que cada uno tirara por su lado. Quedamos como amigos, e incluso hablamos de la posibilidad de volver a trabajar juntos. —Rory esbozó una sonrisa nostálgica—. Quizá lo hagamos algún día.
Puede que Eve se mostrara tan interesada en la historia de la concepción de Brandon —es decir, del embarazo no deseado de una chica joven— por el hecho de ser una mujer que no había podido quedarse embarazada, reflexionó Julia. Pero aquello no era algo que Rory pudiera contestar, así que volvió a situar a su interlocutor en un terreno del que pudiera hablar.
—El matrimonio entre Eve y usted se tenía por sólido. A la mayoría de la gente le sorprendió que se separaran.
—La verdad es que duramos mucho, Eve y yo. Pero toda función se acaba y tarde o temprano hay que bajar el telón.
—¿No cree en lo de «hasta que la muerte nos separe»?
Rory sonrió con una picardía cautivadora.
—Querida mía, creo en ello y he creído con todo mi corazón cada vez que he pronunciado esas palabras. Y ahora me temo que tendrá que disculparme. El teatro es la amante más exigente que puede tener un hombre.
Julia apagó la grabadora y la guardó en el maletín.
—Le agradezco su tiempo, y su hospitalidad, señor Winthrop.
—Rory —le recordó, cogiéndole la mano mientras se levantaban—. Espero que esto no sea una despedida. Estaría encantado de volver a hablar con usted. El teatro cierra mañana. Tal vez podríamos cenar juntos para seguir con nuestra conversación.
—Con mucho gusto, mientras eso no interfiera en sus planes.
—Julia, un hombre siempre tiene que estar dispuesto a cambiar de planes por una mujer hermosa —le contestó Rory antes de llevarse su mano a los labios.
Julia estaba sonriéndole cuando las puertas del salón se abrieron.
—Veo que sigues tan seductor como siempre —comentó Paul.
Rory sostuvo la mano tensa de Julia en la suya al tiempo que se volvía hacia su hijo.
—Paul, qué deliciosa e intempestiva sorpresa. No hace falta que te pregunte qué te trae por aquí.
Paul mantuvo la mirada puesta en Julia.
—No, no hace falta. ¿No tienes función de tarde hoy?
—En efecto —contestó Rory con una fría sonrisa. Era la primera vez que veía aquel deseo temerario en la mirada de su hijo—. Me estaba despidiendo de esta encantadora dama. Creo que tendré que hacer valer mis privilegios para conseguir dos entradas para la función de esta noche. Me complacería mucho si pudierais venir.
—Gracias. Yo…
—Allí estaremos —interrumpió Paul.
—Excelente. Haré que se las manden al hotel, Julia. Y ahora le dejo en muy buenas manos, sin duda. —Rory se encaminó hacia la puerta y al pasar al lado de su hijo se detuvo junto a él—. Al menos me has dado la oportunidad de decirte que tienes un gusto exquisito. Si no fuera por Lily, amigo, te haría sudar tinta por ella.
Paul esbozó una sonrisa forzada, pero cuando su padre salió por la puerta la sonrisa de Paul desapareció con él.
—¿No te parece que viajar a Londres es una manera muy rebuscada de evitarme?
—Solo hago mi trabajo. —Movida por los nervios y la rabia, Julia cogió el maletín con gesto airado—. ¿Y a ti no te parece que seguirme hasta Londres es una manera muy rebuscada de tener una conversación como esta?
—Poco práctica, diría yo —respondió Paul al tiempo que cruzaba la estancia con aquella economía de movimientos que recordó a Julia la forma de desplazarse de un experto cazador que acababa de oler a su presa. Bordeando la silla, Paul se paró a su lado frente al fuego crepitante, donde ardía un leño del que saltaba una lluvia de chispas candentes—. ¿Por qué no me dijiste que ibas a venir a ver a mi padre?
Las palabras de Paul eran tan comedidas como los pasos que había dado, advirtió Julia. Lentas y pacientes. En consecuencia, las suyas salieron con demasiada rapidez.
—No me pareció necesario contarte mis planes.
—Te equivocas.
—No veo motivo alguno para hacerlo.
—Pues te daré uno.
Paul la atrajo hacia sí y aplastó su boca contra la de ella, turbando sus sentidos. La acción de Paul fue tan brusca e inesperada que Julia no tuvo tiempo de protestar. Como mucho logró respirar a duras penas.
—Ese no es un…
Paul volvió a taparle la boca con la suya, impidiendo que siguiera hablando al tiempo que ofuscaba sus ideas. Con un gemido gutural, Julia soltó el maletín para estrechar a Paul contra ella. En el instante en que el pensamiento racional se vio sobrepasado por los sentidos Julia se lo dio todo.
—¿Me he explicado con claridad?
—Cállate —masculló Julia, rodeándole el cuello con los brazos—. No digas nada.
Paul cerró los ojos, conmovido por el modo en que Julia apoyó la cabeza en su hombro. Aquel gesto y el suspiro contagioso que emitió Julia hicieron que Paul sintiera el deseo repentino de llevarla a un lugar tranquilo y seguro.
—Me preocupas, Julia.
—¿Por haber venido a Londres?
—No, porque yo he venido detrás de ti. —Paul la echó hacia atrás y le acarició la mejilla con la palma de la mano—. ¿Estás en el Savoy?
—Sí.
—Pues vámonos. No soportaría que uno de los criados de mi padre nos interrumpiera mientras hacemos el amor.
La cama transmitía seguridad. En la habitación reinaba la calma. Paul notaba el cuerpo de Julia bajo el suyo tan fluido y embriagador como el vino. Con cada escalofrío que le provocaba, con cada suspiro que le arrancaba, a él se le aceleraba el riego sanguíneo. Ella habría preferido correr las cortinas, pero él las había dejado descorridas para deleitarse con el placer de contemplar el rostro de ella iluminado bajo la débil luz del sol de invierno.
Paul no imaginaba que se pudiera sentir tanto placer, un placer que lo había envuelto mientras despojaba a Julia con sumo cuidado y parsimonia del pulcro traje de calle que llevaba puesto para encontrar una picardías de seda debajo, un placer que lo había invadido mientras le quitaba aquella prenda interior poco a poco, aumentando el erotismo del momento con cada centímetro de piel que descubría. Allí estaba ella, delicada, misteriosa, excitante, sucumbiendo con un suspiro cuando él la tumbó en la cama.
Ahora que yacían entrelazados notaba la piel húmeda de Julia resbalando sobre la suya, el aliento de ella temblando en su oído y el tacto de sus manos, que pasaron de acariciarlo con suavidad a agarrarlo con deseo e incluso con desesperación. Paul sentía el cúmulo de necesidades que brotaban del cuerpo de Julia y el desenfreno de su excitación al tiempo que las satisfacía una a una.
Fue ella quien alteró el ritmo, ella quien aceleró la marcha hasta que acabaron rodando por la cama en una turbulenta maraña de pasión titánica.
La cama ya no era un lugar seguro, sino un rincón de placeres llenos de peligro. En la habitación ya no reinaba la calma, sino que resonaban peticiones expresadas entre susurros y gemidos entrecortados. En el exterior el sol cada vez más débil quedó engullido por una cortina de agua. Mientras la penumbra irrumpía en la estancia, Paul tomó a Julia con una voracidad ciega que temió que jamás pudiera verse saciada.
E incluso cuando yacieron por fin en calma, abrazados el uno al otro mientras escuchaban la lluvia, Paul se sentía acosado aún por pequeños lametones de avidez.
—Tengo que llamar a Brandon —murmuró Julia.
—Humm. —Paul cambió de posición para encajar su cuerpo en las formas de ella, sosteniéndole los pechos entre sus manos ahuecadas—. Adelante.
—No, no puedo… es que no puedo llamarle mientras estamos…
Paul rio entre dientes, acariciándole la oreja con la nariz.
—Jules, el teléfono es un medio de comunicación auditivo, no visual.
Sin importarle si se sentía como una tonta, Julia negó con la cabeza y se soltó de Paul.
—No, en serio, no puedo.
Julia miró hacia la bata que había apoyada en el respaldo de una silla a tres palmos de distancia. Al ver su expresión, Paul sonrió.
—¿Quieres que cierre los ojos?
—Claro que no.
Sin embargo, no le fue fácil caminar hasta donde estaba la bata y ponérsela sabiendo que él la observaba.
—Eres un encanto, Julia.
Julia se ató el cinturón de la bata, sin despegar la vista de sus propias manos.
—Si esa es tu manera de decir que soy una ingenua…
—Eres un encanto —repitió—. Y tengo el suficiente amor propio para alegrarme de que no estés acostumbrada a verte en esta situación con un hombre. —Paul sintió el impulso de preguntarle a qué se debía aquella realidad que acababa de constatar, pero se contuvo y desvió la mirada hacia la lluvia que azotaba las ventanas—. Había pensado enseñarte algo de Londres, pero no parece que sea el día más indicado para ello. ¿Y si voy al cuarto de al lado y pido que nos suban algo de comer?
—Muy bien. ¿Puedes preguntarles de paso si tengo algún mensaje?
Julia aguardó a que Paul se hubiera puesto los pantalones para pedir la conferencia. Diez minutos más tarde entró en el salón, donde encontró a Paul junto a la ventana absorto en sus pensamientos. En lo que para ella era un gran paso, Julia se acercó a él y, rodeándole la cintura con los brazos, apoyó la mejilla en su espalda.
—En Los Ángeles están a veinticinco grados y luce el sol. Los Lakers han perdido contra los Pistons y Brandon ha ido al zoo. ¿Y tú, dónde estás?
Paul posó sus manos sobre las de Julia.
—Yo estaba aquí, preguntándome por qué me sentiré siempre como un extranjero en el lugar donde nací. En su día teníamos un piso en Eaton Square, y por lo que sé mi niñera me llevaba a pasear por Hyde Park. Yo no siento esta ciudad como mía. ¿Sabes que nunca he ambientado un solo libro mío aquí? Cada vez que vengo a Londres confío en sentir ese clic de reconocimiento.
—En el fondo tampoco tiene tanta importancia. Yo ni siquiera sé dónde nací.
—¿Y no te interesa saberlo?
—No. Bueno, a veces, por Brandon. —Julia sintió la necesidad repentina de notar su contacto y le acarició la espalda con la mejilla. La carne de Paul se había enfriado y la suya la calentó de nuevo—. Pero en la vida diaria rara vez pienso en ello. Yo adoraba a mis padres, y ellos a mí. Me querían. —El modo en que Paul se llevó sus dedos a los labios le arrancó una sonrisa—. Supongo que eso es lo más importante de ser un hijo adoptado, saber lo mucho que te querían tus padres adoptivos, con un amor sin reservas. Puede que sea el más fuerte de los vínculos afectivos que existen.
—Supongo que eso es lo que ocurre entre Eve y yo. Nunca supe lo que era sentirse querido de veras hasta los diez años, cuando ella entró en mi vida. —Paul se volvió, movido por la necesidad de ver el rostro de Julia—. No sé si me entenderás, pero yo nunca he sabido lo que era querer hasta que apareciste tú.
Las palabras de Paul provocaron que algo se removiera en el interior de Julia y aflorara un anhelo de lo más profundo de su ser. Más que con su tacto o con su deseo, Paul había conseguido con aquellas sencillas palabras derribar todos los muros.
—Yo… —empezó a decir, apartándose de él. Ver con claridad el interior de su propio corazón no disminuía su temor—. Yo pensaba… confiaba —se rectificó a sí misma—, después de darme cuenta de que podríamos acabar juntos como estamos ahora, en poder llevar la situación como imagino que hacen los hombres.
Presa de un nerviosismo repentino, Paul se metió las manos en los bolsillos.
—¿Y eso cómo es?
—Ya sabes, con tranquilidad, disfrutando del aspecto físico sin dejarse llevar por las emociones ni las expectativas.
—Ya. —Paul la vio moverse de un lado a otro, comprobando que él no era el único que estaba nervioso. Julia no podía quedarse quieta cuando se ponía tensa—. ¿Crees que es así como llevo esta situación?
—No lo sé. Solo puedo hablar por mí misma. —Julia se obligó a dejar de moverse para volverse y mirarlo de frente, algo que le resultó más fácil hacer con la anchura de la estancia de por medio—. Quería ser capaz de disfrutar de lo nuestro por lo que era: una buena relación sexual entre dos adultos que se sentían atraídos el uno por el otro. —Julia hizo un esfuerzo por respirar hondo y expulsar el aire lentamente—. Y quería estar segura de que cuando se acabara podría salir ilesa de ello. El problema es que no puedo. Cuando te he visto aparecer esta mañana lo único que he pensado era lo mucho que deseaba verte, lo mucho que te echaba de menos y lo mal que me sentía porque estuviéramos enfadados.
Julia hizo una pausa que aprovechó para enderezar la espalda. Paul la miraba con una amplia sonrisa en el rostro mientras se mecía sobre sus talones. Julia intuía que se pondría a silbar de un momento a otro.
—Te agradecería que borraras esa expresión de suficiencia de tu cara. Esto no es…
—Te amo, Julia.
Petrificada, Julia se sentó en el brazo de un sillón. Si Paul le hubiera asestado un puñetazo en el plexo solar no le habría cortado la respiración con más eficiencia.
—Se… se suponía que debías dejarme acabar, y luego decir algo sobre la idea de apreciar cada momento por lo que es.
—Lo siento. ¿En serio crees que he cogido el Concorde con poco más que una muda para poder pasar la tarde en la cama?
Julia contestó lo primero que se le ocurrió.
—Sí.
Paul prorrumpió en una risa rápida y grave.
—Eres buena, Jules, pero no tanto.
Julia ladeó la barbilla, sin saber muy bien cómo tomarse aquello.
—Hace unos minutos has dicho… más bien era un gemido… que yo era magnífica. Sí —afirmó Julia, cruzándose de brazos—. Esa ha sido la palabra. Magnífica.
—¿En serio?
—Pues claro que sí.
—Bueno, es muy posible. Pero ni siquiera la más magnífica de las relaciones sexuales habría conseguido separarme de una fase tan crítica como la que estoy atravesando en estos momentos con mi libro. Al menos no más de una hora o así.
Un comentario para bajarle los humos, supuso Julia.
—Y entonces ¿por qué has venido?
—Cuando te enfadas se te vuelven los ojos negros como el carbón. No es una descripción muy halagadora que digamos, pero es fiel a la realidad. He venido —prosiguió Paul antes de que Julia tuviera tiempo de pensar en una respuesta apropiada—, porque estaba preocupado por ti, porque me enfurecía el hecho de que te hubieras marchado sin mí, porque quiero estar contigo por si tienes algún problema. Y porque te quiero tanto que me cuesta hasta respirar cuando no estoy a tu lado.
—Ah. —Eso sí que le bajó los humos del todo, pensó Julia—. Esto no entraba en los planes —dijo, levantándose de nuevo para ponerse a caminar—. Lo tenía todo calculado, con lógica, con sensatez. No entraba dentro de los planes que me hicieras sentir así.
—¿Cómo?
—Como que no puedo vivir sin ti. Maldita sea, Paul, no sé qué hacer.
—¿Qué te parece esto?
Paul la agarró a media zancada, levantándola casi del suelo. El beso hizo el resto. Tras un breve forcejeo final, Julia se dio por vencida.
—Yo también te quiero —dijo Julia, aferrándose a sus palabras, y a él—. No sé cómo llevarlo, pero te quiero.
—Se acabó lo de llevarlo todo tú sola. —Paul la apartó de sí lo suficiente para que ella viera que hablaba totalmente en serio—. ¿Me entiendes, Julia?
—No entiendo nada. Tal vez, por ahora, tampoco lo necesite.
Contento con aquella respuesta, Paul se agachó para besarla. Al oír que llamaban a la puerta ambos suspiraron.
—Puedo decir al camarero que se vaya.
Julia se echó a reír, negando con la cabeza.
—No. De repente, me ha entrado un hambre canina.
—Al menos el champán que he pedido no se echará a perder.
Paul le dio un beso seguido de otro más largo e intenso, mientras que el camarero insistía una vez más.
Cuando Paul lo hizo pasar, Julia vio que también había pedido flores, una docena de delicadas rosas rosas que acababan de florecer. Cogió una del florero y se la acercó a la mejilla mientras les servían la comida.
—Tiene dos mensajes, señorita Summers —le informó el camarero, ofreciéndole los sobres mientras Paul firmaba el cheque.
—Gracias.
—Buen provecho —dijo el camarero, recibiendo la propina con una sonrisa de felicidad.
—Cuánto sibaritismo —comentó Julia cuando se quedaron solos—. Champán, flores y romanticismo en un hotel en pleno día. —Julia rio al descorcharse la botella—. Me gusta.
—Pues entonces tendremos que convertirlo en una costumbre. —Paul arqueó una ceja mientras servía el champán—. ¿Las entradas de esta noche?
—Sí. En primera fila, centro. Me pregunto cómo lo habrá conseguido.
—Mi padre puede conseguir casi todo lo que se propone.
—Me gusta —dijo Julia mientras abría el segundo sobre—. No es tan habitual encontrar a un hombre parecido a la imagen que proyecta de él. Encantador, cortés, refinado, sexy…
—Por favor.
Julia estalló en una risa queda de alegría.
—Eres demasiado parecido a él para entenderlo. Espero que podamos…
Julia se calló de golpe y se puso pálida como la cera. El sobre cayó revoloteando al suelo mientras Julia miraba fijamente el papel que tenía en la mano.
DOS ERRORES NO HACEN UN ACIERTO.