17

Drake saludó con efusividad al vigilante de la entrada. Al pasar con el coche, comenzó a hundir la mano entre sus muslos con un rechinar los dientes. Los nervios le habían provocado un sarpullido cada vez más extenso e irritante que no había logrado aliviar con ninguna de las lociones ni pomadas sin receta que se había aplicado. Cuando llegó a la casa de invitados, iba gimoteando y hablando para sí mismo.

—Todo va a ir bien. No hay por qué preocuparse. Será entrar y salir y en cinco minutos estará todo arreglado.

Las gotas de sudor que se deslizaban por sus piernas convertían en un martirio el escozor de sus muslos en carne viva.

Le quedaban cuarenta y ocho horas para que venciera el plazo. La imagen de lo que podría hacerle Joseph con aquellos puños de hormigón le bastó para salir del vehículo a toda prisa.

No corría peligro alguno, al menos de eso estaba seguro. Eve se hallaba en Burbank rodando, y Julia había ido a entrevistar a la bruja de Anna. Lo único que tenía que hacer era entrar en la casa, copiar las cintas y salir.

Estuvo casi un minuto entero enredando con el pomo de la puerta antes de darse cuenta de que el lugar estaba cerrado con llave. Resoplando entre dientes, dio la vuelta a la casa corriendo para comprobar el estado de todas las ventanas y puertas. Cuando llegó al punto de partida, estaba sudando a mares.

No podía irse de allí con las manos vacías. Por mucho que se engañara a sí mismo, sabía que no tendría valor para volver. Tenía que ser ahora o nunca. Rascándose los muslos escocidos con los dedos, logró llegar hasta la terraza corriendo a trompicones. Una vez allí cogió un pequeño tiesto de petunias, lanzando miradas furtivas por encima del hombro. El tintineo del vidrio al hacerse añicos le pareció tan estrepitoso como el estruendo de un rifle de asalto, pero los marines no acudieron corriendo al contraataque.

El tiesto cayó de sus dedos sin fuerza para estrellarse contra las piedras de la terraza. Sin dejar de mirar a su espalda, Drake metió la mano por el agujero que había hecho y quitó el seguro.

Al verse dentro de la casa vacía sintió un cosquilleo de satisfacción y se armó de valor. Drake se dirigió de la cocina al despacho con paso firme y confiado, y cuando se dispuso a abrir el cajón lo hizo con cara sonriente. Por un instante sus ojos se quedaron en blanco; luego rio para sus adentros y abrió otro cajón. Y otro más.

La sonrisa se tornó una mueca en su rostro mientras seguía abriendo los cajones vacíos uno a uno para volver a cerrarlos de golpe.

Julia no recordaba una sola entrevista que le hubiera agotado tanto en su vida como su cita con Anna. Aquella mujer era como un LP sonando a 78 revoluciones por minuto. Julia tenía la impresión de que podría encontrar más de un chisme jugoso y ameno en medio de la orgía de palabras que Anna le había soltado, una vez que tuviera energías para volver a escuchar la cinta con detenimiento.

Después de aparcar enfrente de la casa se quedó sentada dentro del coche, con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás. Al menos no había tenido que pecar de indiscreta ni presionar a Anna para que se abriera. Su interlocutora hablaba por los codos, sin dar un respiro a su cabeza ni un solo instante y sin dejar que su cuerpo de palo estuviera en un sitio quieto durante más de un par de intensos minutos. Lo único que había tenido que hacer Julia era preguntarle por su experiencia como diseñadora de Eve Benedict.

Anna se había explayado a sus anchas con respecto a las expectativas estrafalarias y a menudo poco realistas de Eve, a sus impacientes exigencias y a sus ocurrencias de última hora. Según Anna, fue ella quien hizo que Eve pareciera una reina en La bien amada, y ella quien la hizo resplandecer en El paraíso encontrado. En ningún momento mencionó, como ocurriera en las entrevistas con Kinsky y Marilyn Day, que había sido Eve quien le había brindado su primera oportunidad de verdad al insistir en que la cogieran como diseñadora del vestuario de La bien amada.

La falta de gratitud le hizo pensar en Drake.

Comenzaba a llover cuando Julia se decidió a salir del coche con un suspiro. Fuera caía una lluvia rápida y fina, de esas que podían prolongarse durante días. Como Anna, pensó al acercarse a la entrada de la casa a todo correr. Julia habría preferido dar puerta a aquella cinta como haría en cuestión de segundos con la fría lluvia que caía sin cesar.

Pero mientras buscaba las llaves sabía que, fueran cuales fuesen sus sentimientos personales, volvería a escuchar la cinta. Si Anna aparecía reflejada en el libro como una persona maliciosa, consentida e ingrata no tendría a quien reprochárselo más que a sí misma.

Preguntándose si sería mejor preparar chuletas de cerdo o pollo para cenar, Julia abrió la puerta y enseguida le llegó el olor a flores mojadas y aplastadas. El salón, que estaba limpio y ordenado cuando Julia había salido de casa, se veía ahora patas arriba, con mesas volcadas, lámparas rotas y cojines hechos trizas. Durante el momento que tardó su mente en procesar lo que veían sus ojos, Julia se quedó parada, con el maletín en una mano y las llaves en la otra. Luego soltó ambas cosas y se adentro en el caos que era ahora el espacio que había tratado de convertir en un hogar.

La destrucción reinaba en todas las estancias, con cristales rotos y muebles volcados por doquier. Los cuadros estaban arrancados de la pared, y los cajones rotos. En la cocina habían vaciado los armarios de mala manera, y el contenido de cajas y botellas yacía desparramado sobre las baldosas del suelo en un mejunje nada apetecible.

Julia dio media vuelta y fue corriendo al piso de arriba. En su dormitorio vio ropa suya tirada por el suelo; el colchón estaba medio salido de la cama, las sábanas rotas y hechas una maraña y el contenido de los cajones del tocador esparcidos por encima.

Pero fue al llegar a la habitación de Brandon cuando perdió el control que había intentado mantener desesperadamente. Alguien había invadido el cuarto de su hijo y había manoseado sus juguetes, su ropa, sus libros. Julia cogió la parte superior de su pijama de Batman y, haciéndolo un rebujo en sus manos, fue en busca del teléfono.

—Residencia de la señorita Benedict.

—Travers. Páseme con Eve.

Travers contestó a su petición con un bufido.

—La señorita Benedict está en los estudios. No llegará hacia las siete.

—Póngase en contacto con ella ahora mismo. Han entrado en la casa de invitados y lo han destrozado todo. Le doy una hora antes de llamar a la policía.

Julia colgó el teléfono entre las preguntas rezongonas de Travers.

Vio que le temblaban las manos, lo cual le pareció buena señal, pues era un signo de ira, y no le importaba temblar de ira. Quería retener aquella sensación, y cualquier otro sentimiento negativo que pudiera invadirla.

Con mucha parsimonia, bajó la escalera de nuevo y atravesó el salón sumido en el caos para agacharse frente a una zona revestida con paneles de madera y presionar el mecanismo oculto que le había mostrado Eve. El panel se deslizó automáticamente, dejando al descubierto la caja fuerte que había en su interior. Julia hizo girar la cerradura, recitando mentalmente la combinación. Cuando la caja se abrió, revisó su contenido para comprobar que estuvieran las cintas, sus notas de trabajo y los joyeros. Conforme con la inspección, volvió a cerrar la caja fuerte y se acercó a la ventana salpicada por la lluvia para esperar.

Al cabo de treinta minutos Julia vio el Studebaker de Paul detenerse frente a la casa. Al abrirle la puerta se encontró ante un rostro forzado e inexpresivo.

—¿Qué demonios pasa aquí?

—¿Te ha llamado Travers?

—Sí, me ha llamado… cosa que tú no has hecho.

—Ni se me ha ocurrido.

Paul guardó silencio hasta que se le hubo pasado el enfado que le provocó aquel comentario.

—Está claro. ¿Qué es eso de que han entrado aquí otra vez?

—Compruébalo tú mismo —contestó Julia, haciéndose a un lado para que Paul pudiera pasar.

Al ver de nuevo la escena, Julia se encendió con un nuevo arrebato de ira que le costó Dios y ayuda reprimir. En su afán de contención, entrelazó los dedos de las manos hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

—Lo primero que he pensado es que quien haya sido se ha cabreado al no poder encontrar las cintas y ha decidido destrozarlo todo hasta dar con ellas. —Julia apartó suavemente un fragmento roto de vajilla con el pie—. Cosa que no ha conseguido.

La rabia, sumada al regusto a cobre fruto del miedo que notaba en su garganta, llevó a Paul a girar alrededor de Julia como una exhalación. Sus ojos brillaban con un azul tan intenso que Julia retrocedió un paso antes de tensar la espalda.

—¿Es que solo puedes pensar en eso?

—Es el único motivo que se me ocurre —respondió Julia—. No conozco a nadie que pudiera hacer algo así por una rencilla personal.

Paul meneó la cabeza, tratando de no hacer caso al nudo que se le formó en el estómago al ver un cojín hecho trizas. ¿Y si la hubiera encontrado a ella así, destrozada y tirada en el suelo? Su voz sonó fría como el acero cuando consiguió volver a hablar.

—Así que las cintas están a salvo, ¿y no hay más que hablar?

—Sí, sí que hay más que hablar. —Julia separó los dedos, y como si ese hubiera sido su único freno, la rabia que llevaba conteniendo hasta entonces se desbocó—. Han entrado en la habitación de Brandon, y han tocado sus cosas. —En lugar de apartar con cuidado lo que iba encontrando a su paso, lo quitaba de en medio a patadas, con la mirada ensombrecida por un gris más plomizo que el de los nubarrones de tormenta que descargaban la persistente lluvia que fuera caía con fuerza—. Han ido demasiado lejos, y no pienso consentirlo. Cuando averigüe quién ha sido, me las pagará.

Paul prefería el arranque irrefrenable al frío control de las emociones. Pero no bastaba con eso ni mucho menos para que estuviera satisfecho.

—Me dijiste que me llamarías si tenías problemas.

—De esto ya me encargo yo.

—Y un cuerno. —Paul se fue directo hacia ella y, agarrándola por los brazos, la sacudió antes de que Julia pudiera prorrumpir en protestas—. Si lo que buscan con tanta desesperación son las cintas, la próxima vez irán a por ti. Por amor de Dios, Julia, ¿de veras crees que vale la pena? ¿Crees que merece la pena pasar por todo esto por un libro que estará unas semanas en la lista de best seller y al que le concederán cinco minutos de publicidad en la tele?

Con un sentimiento de rabia cada vez más igualado al de Paul, Julia se apartó de él de un tirón y comenzó a masajearse los brazos por donde la tenía cogida. La lluvia azotaba en los cristales como dedos impacientes por la fuerza del viento.

—Sabes que es mucho más que eso. Tú mejor que nadie deberías saberlo. Puedo hacer de ese libro algo de gran valor. Lo que escriba sobre Eve será más intenso, más conmovedor y más impactante que cualquier novela de ficción.

—¿Y si hubieran entrado estando tú en casa?

—Si yo hubiera estado aquí, no habrían entrado —replicó Julia—. Está claro que han esperado a que la casa estuviera vacía. Piensa con lógica.

—A la mierda la lógica. No dejaré que corras ningún riesgo.

—Que no dejarás…

—No, no señor —repuso Paul con una ira contenida que subió de tono cuando levantó una mesa con gran esfuerzo para dejarla a un lado. Al suelo cayeron más vidrios rotos, en una respuesta atronadora a la lluvia que golpeaba los cristales—. ¿Qué esperas, que me quede de brazos cruzados sin hacer nada? Quienquiera que haya estado aquí no venía a por las cintas sin más, sino que estaba desesperado por dar con ellas. —Paul cogió un cojín hecho trizas y se lo pasó con brusquedad—. Mira esto. Míralo, maldita sea. Podrías haber sido tú.

A Julia aquella posibilidad no se le había pasado por la cabeza, ni por un instante, y le molestó que las palabras de Paul suscitaran una imagen tan vivida en su cabeza. Reprimiendo un súbito escalofrío, dejó caer el cojín al suelo.

—No soy un mueble, Paul. Ni es cosa tuya tomar decisiones por mí. Que hayamos pasado una tarde juntos en la cama no te hace responsable de mi bienestar.

Paul la sujetó poco a poco por las solapas de la chaqueta. La rabia y el miedo formaron una fina hoja que lo laceró con un corte rápido y profundo.

—Fue algo más que una tarde en la cama, pero ese es otro problema con el que ya te las verás. Ahora mismo lo que importa es que estás en peligro por culpa de un puto libro.

—Y si en algún momento me hubiera planteado volverme atrás con este proyecto, esto solo habría servido para convencerme de no hacerlo. No saldré huyendo por un acto intimidatorio como este.

—Bien dicho —afirmó Eve desde el umbral de la puerta. Tenía el pelo mojado, al igual que el jersey de cachemir que se había puesto a toda prisa tras recibir la llamada de Travers. Su tez se veía sumamente pálida cuando entró en la casa, pero su voz sonó firme y segura.

—Vaya, Julia, parece que alguien ha salido de aquí despavorido.

—Pero ¿qué diablos te ocurre? —inquirió Paul, abordando a Eve con un arrebato de furia que nunca antes había mostrado hacia ella—. ¿Acaso disfrutas con todo esto? ¿Te deleitas pensando que alguien sería capaz de hacer algo así por ti? ¿Adónde has ido a parar, Eve, para que tu vanidad y tus ansias de inmortalidad merezcan cualquier precio?

Con mucha calma, Eve se sentó en el brazo del sofá destrozado, sacó un cigarrillo y lo encendió. Qué extraño, pensó. Estaba convencida de que Victor era el único hombre capaz de herir sus sentimientos. Cuánto más intenso y profundo era el dolor de una puñalada cuando esta se la asestaba un hombre al que consideraba su hijo.

—Disfrutar —dijo Eve lentamente—. ¿Que si disfruto viendo mi propiedad destrozada y la intimidad de mi invitada invadida? —Eve expulsó el humo con un suspiro—. No, en absoluto. ¿Que si disfruto sabiendo que alguien tiene tanto miedo de lo que pueda contar al mundo que se arriesgaría a dar un paso tan insensato e inútil como este? Sí, señor, ya lo creo que disfruto.

—No eres la única que está metida en esto.

—Julia y Brandon no tienen de qué preocuparse —respondió Eve, tirando la ceniza entre los escombros del suelo con aire despreocupado. Cada latido de su corazón retumbaba en su cabeza con un martilleo atroz—. Travers está arreglando ahora mismo las habitaciones de invitados de la casa principal. Julia, tanto tu hijo como tú podéis quedaros allí el tiempo que queráis, o bien regresar aquí cuando volvamos a hacer de este espacio un lugar habitable. —Eve alzó la vista, manteniendo con cuidado la neutralidad tanto de su voz como de su mirada—. Naturalmente, eres libre de abandonar el proyecto.

En un gesto de alianza espontáneo, Julia se puso del lado de Eve.

—No tengo intención alguna de abandonar el proyecto. Ni a usted.

—La integridad es un rasgo envidiable —dijo Eve con una sonrisa.

—Lo que no puede decirse de la ciega terquedad —repuso Paul antes de volver la mirada a Julia con brusquedad—. Está claro que ninguna de las dos queréis ni necesitáis mi ayuda.

Eve se levantó con rigidez cuando Paul salió de la casa con aire resuelto y observó en silencio cómo lo seguía Julia con la mirada.

—El ego masculino —murmuró Eve, cruzando el salón para poner un brazo sobre los hombros de Julia—. Es algo enorme y muy frágil. Yo siempre me lo imagino como un pene gigantesco hecho de cristal fino.

A pesar de los sentimientos que se arremolinaban en su interior, Julia se rio.

—Eso está mejor. —Eve se agachó para coger un fragmento de un jarrón roto que le sirvió de cenicero—. Volverá, querida. Entre bufidos y resoplidos lo más probable, pero está demasiado enganchado para no volver dando tumbos. —Con una sonrisa en su rostro, Eve apagó el cigarrillo y, encogiéndose de hombros, lo arrojó junto con el fragmento de porcelana a los escombros—. ¿Crees que no sé que habéis estado juntos?

—No creo que…

—No hay nada que creer. —Eve sintió la necesidad de respirar aire fresco y se acercó a la puerta abierta. Le gustaba la lluvia, la frescura de las gotas en su rostro. Había llegado a un punto en que apreciaba las pequeñas cosas de la vida—. He visto al instante lo que ha pasado entre vosotros. Y cómo has ido desbancándome poco a poco y sin esfuerzo del primer puesto que ocupaba yo en su lista de seres queridos.

—Estaba enfadado —comenzó a decir Julia. Y al darse cuenta de repente del martilleo que sentía en la cabeza, se quitó las horquillas del pelo.

—Sí, y con razón. He puesto a su mujer en una situación difícil, y quizá peligrosa.

—¿Quiere ponerse a cubierto de esa lluvia? Va a coger un resfriado. —Julia se irritó bajo la mirada divertida de Eve—. Y yo soy mi propia mujer.

—Como tiene que ser. —Para complacer a Julia, Eve volvió adentro y se sintió aliviada al verse frente a la estampa de la juventud. De la juventud, del valor y del carácter—. Aunque una pertenezca a un hombre, siempre tiene que ser su propia mujer. Por mucho que lo ames, o que llegues a amarlo, no dejes de tenerte a ti misma.

El dolor le sobrevino con tal rapidez e intensidad que no pudo sino gritar y ponerse el pulpejo de la mano sobre el ojo izquierdo.

—¿Qué le ocurre? —Julia se puso a su lado en un instante para aguantar el peso de su cuerpo. Profiriendo una maldición, ayudó a Eve a llegar hasta lo que quedaba del sofá—. Está enferma Llamaré a un medico.

—No, no. —Eve la detuvo con la mano antes de que Julia pudiera ir a buscar un teléfono—. No es más que estrés, agotamiento y el efecto retardado del shock. Estoy acostumbrada a los dolores de cabeza. —Eve estuvo a punto de sonreír ante el penoso eufemismo—. ¿Serías tan amable de traerme un vaso de agua?

—Cómo no. Ahora mismo vuelvo.

Cuando Julia se hubo ido a la cocina en busca de un vaso que no estuviera roto, Eve buscó las pastillas dentro de su bolso de lona. El dolor era cada vez más frecuente, tal como le habían dicho los médicos que ocurriría, y más intenso, lo que confirmaba también las predicciones. En un primer momento sacó dos comprimidos, pero se obligó a reponer uno en el frasco. No caería en la tentación de doblar la dosis. Aún no. Cuando Julia volvió con el agua, Eve ya había guardado el frasco y tenía una sola pastilla en la palma de la mano.

Julia había traído también un paño frío y, como habría hecho con Brandon, se lo pasó por la frente mientras Eve se tomaba la medicación.

—Gracias. Tienes unas manos balsámicas.

—Intente descansar hasta que se encuentre mejor.

¿De dónde salía todo aquel afecto?, se preguntó Julia mientras trataba pacientemente de aliviar el dolor de Eve. Julia le dedicó una sonrisa al ver que Eve posaba una mano sobre la suya En algún momento de su relación había nacido una amistad, un vínculo entre mujeres que ningún hombre podría entender.

—Eres un consuelo para mí, Julia. En más de un sentido. —El dolor se había vuelto casi tolerable. Aun así, se quedó sentada con los ojos cerrados, dejando que las manos frías y habilidosas de Julia la tranquilizaran—. Cuanto lamento que nuestros caminos no se hayan cruzado antes. Que pérdida de tiempo. Te aseguro que es lo único que lamento de veras.

—Me gusta pensar que no hay tiempo perdido, que las cosas pasan cuando han de pasar.

—Espero que tengas razón. —Eve se calló de nuevo para ordenar en su cabeza las cosas que tenía pendientes—. Le he dicho a Lyle que llevara a Brandon directamente a la casa principal. He pensado que lo preferirías así.

—Sí, gracias.

—Es lo menos que puedo hacer para compensar este trastorno en vuestra vida. —Ya con más fuerza y segundad, Eve volvió a abrir los ojos—. ¿Has comprobado si están las cintas?

—Siguen en su sitio.

Eve se limitó a asentir.

—Me voy a Georgia a finales de semana. Cuando vuelva, acabaremos esto, tú y yo.

—Aún me quedan varias entrevistas por hacer.

—Ya tendrás tiempo de hacerlas. —Eve se aseguraría de ello—. Mientras yo estoy fuera, no quiero que te preocupes por esto.

Julia lanzó una mirada a su alrededor.

—Resulta algo difícil no hacerlo.

—No es necesario. Sé quién lo ha hecho.

Julia se puso tensa y se echó hacia atrás.

—¿En serio? Entonces…

—Ha sido tan fácil como preguntar al vigilante de la entrada. —Sintiéndose ya recuperada, Eve se levantó del sofá y puso una mano en el hombro de Julia—. Confía en mí. Yo me ocuparé de este asunto.

Drake iba tirando ropa desesperadamente a una maleta, donde se mezclaban camisas limpias y perfectamente dobladas con zapatos, cinturones y pantalones arrugados.

Tenía que marcharse de allí, y rápido. Con menos de cinco mil dólares en su haber después de la nefasta sesión en Santa Anita, y a falta de cintas con las que negociar, no osaba presentarse a su cita con Delrickio. En lugar de ello se iría a alguna parte donde Delrickio no pudiera encontrarlo.

A Argentina quizá, o a Japón. Arrojó unos calcetines con diseños de rombos encima de unos bañadores. Puede que lo mejor fuera ir primero a Omaha y desaparecer del mapa un tiempo. ¿Quién demonios buscaría a Drake Morrison en Omaha?

Su madre ya no lo arrastraría hasta la parte trasera del granero para darle una paliza. No le obligaría a ir a reuniones de oración ni a ayunar a pan y agua para purificar su cuerpo y su alma. Podría quedarse en la granja un par de semanas hasta recobrar la compostura. Y quizá podría ingeniárselas para sacarle a la vieja unos cuantos de los grandes. Bien sabía Dios lo mucho que le había negado, al destinar el dinero que recibía de Eve a la granja o a la iglesia.

¿Acaso no merecía él algo? De su madre. De Eve. A fin de cuentas él era el único hijo de la familia. ¿No había vivido con la loca de Ada la primera parte de su vida, y trabajado para Eve la segunda?

Se lo debían.

—Drake.

Entre los brazos llevaba un montón de calcetines y ropa interior de seda que se le cayó al suelo con un aspaviento al ver entrar a Eve.

—Pero ¿cómo has…?

Eve sostuvo en alto las llaves, haciéndolas sonar.

—De las veces que abusas de la amabilidad de Nina para que te riegue las plantas cuando estás fuera de la ciudad.

Eve se metió la llave en el bolsillo, desafiándolo a que hiciera algún comentario, y se sentó en la cama.

—¿Te vas de viaje?

—Me ha surgido un asunto de negocios.

—¿Así, de repente?

Eve levantó las cejas al ver la ropa amontonada de cualquier manera en la maleta.

—Esa no es forma de tratar un traje de cinco mil dólares.

El escozor de los muslos hizo que a Paul le rechinaran los dientes.

—Ya haré que me lo planchen todo cuando llegue.

—¿Y adónde vas, querido?

—A Nueva York —respondió, pensando que había tenido una inspiración—. Tú eres mi clienta favorita, Eve, pero no la única. Tengo… eh… unos detalles que resolver con un canal de televisión.

Eve ladeó la cabeza para estudiar el rostro de Drake.

—Debes de estar muy alterado para mentir tan mal. Una de tus virtudes, y quizá la única, es tu capacidad para mentir ton total sinceridad.

Drake quiso mostrarse enfadado, pero lo que dejó traslucir fue pánico.

—Mira, Eve, lamento no haberte puesto al corriente de mis planes, pero tengo compromisos que nada tienen que ver contigo.

—Dejémonos de tonterías y hablemos claro. —La voz de Eve era afable, no así la expresión de su rostro—. Sé que esta mañana has forzado la entrada de la casa de invitados.

—¿Que he forzado la entrada? —exclamó Drake, con el sudor cayéndole por la cara. Al intentar reír, le salió una especie de graznido—. ¿Por qué diablos haría yo algo así?

—Eso es justamente lo que me gustaría saber. No me cabe la menor duda de que fuiste tú quien entraste la primera vez y me robaste. No te imaginas lo decepcionada que me siento, Drake, al ver que uno de los pocos familiares que tengo cree necesario robarme.

—No pienso consentir que me hables así —dijo Drake, cerrando la maleta de golpe. Sin darse cuenta, comenzó a rascarse los muslos—. Mira a tu alrededor, Eve. ¿Te da la sensación de que podría verme en la necesidad de tener que robarte unas cuantas baratijas?

—Sí. Cuando un hombre se empeña en vivir muy por encima de sus posibilidades, está abierto al robo. —Eve dejó escapar un suspiro de cansancio mientras se encendía un cigarrillo—. ¿Has vuelto a jugar?

—Ya te dije que lo había dejado —repuso Drake con un tono casi de indignación.

Eve exhaló el humo hacia arriba antes de volver a mirar a Drake a los ojos.

—Eres un mentiroso, Drake. Y a menos que quieras que acuda a la policía con mis sospechas, vas a dejar de mentirme a partir de este momento. ¿Cuánto debes?

Drake se derrumbó como un castillo de naipes bajo el soplido sibilante de un niño.

—Ochenta y tres mil dólares, más los intereses.

Los labios de Eve se estrecharon.

—Idiota. ¿A quién?

Drake se secó la boca con el dorso de la mano.

—A Delrickio.

Como movida por un resorte, Eve cogió un zapato de encima de la cama y se lo tiró. Drake se protegió la cara con los brazos en cruz entre gimoteos.

—Eres tonto de remate. Maldita sea, Drake, te lo advertí. Hace quince años te aparté de ese canalla. Y hace diez años volví a hacerlo.

—He tenido una mala racha.

—Serás cretino. Tú no has tenido una buena racha en tu vida. ¡Delrickio! ¡Será posible! A los peleles lloricas como tú Delrickio se los come para desayunar. —Presa de la ira, Eve tiró el cigarrillo a la moqueta y lo pisó antes de coger a Drake por la pechera—. Buscabas las cintas para dárselas a él, ¿verdad? Eres un maldito traidor; ibas a entregárselas para salvar el pellejo.

—Me matará —farfulló Drake entre mocos y lágrimas—. No dudará en hacerlo, Eve. Ya ha hecho que uno de sus matones me dé una paliza. Solo quiere escuchar las cintas, nada más. No pensé que eso pudiera hacer daño a nadie, y quizá así me perdonaría parte de la deuda. Yo solo…

Eve le dio una bofetada, lo bastante fuerte para girarle la cabeza hacia atrás.

—Compórtate como un hombre. Eres patético.

Eve lo dejó y comenzó a dar vueltas por la estancia mientras Drake se sacaba un pañuelo del bolsillo para secarse la cara.

—Me dejé llevar por el pánico. Tú no lo entiendes, Eve, no entiendes lo que es vivir con la angustia de saber lo que puede hacerte. Y todo por ochenta mil dólares.

—Ochenta mil puñeteros dólares que da la casualidad que tú no tienes. —Ya más calmada, Eve se volvió hacia él—. Me has traicionado, Drake, has traicionado mi confianza, mi afecto. Sé que tu infancia fue una mierda, pero eso no es excusa para volverte contra alguien que ha intentado darte una oportunidad.

—Tengo miedo —dijo Drake, rompiendo a llorar de nuevo—. Si no le doy el dinero en un plazo de dos días, me matará. Lo sé.

—Y con las cintas pensabas contener el dique. Pues, mala suerte, querido. Ni lo sueñes.

—No tienen por qué ser las de verdad. —Drake se levantó con gran dificultad—. Podemos grabar unas falsas y hacerlas pasar por las auténticas.

—Y luego te matará por mentirle. Las mentiras siempre se descubren, Drake. Créeme.

A Drake se le atragantó la verdad de aquella afirmación; incapaz de hablar, recorrió la sala rápidamente con la mirada, temeroso de quedarse quieto en cualquier parte.

—Me marcharé. Saldré del país…

—Vas a quedarte aquí y afrontar las consecuencias como un hombre. Por una vez en tu miserable vida vas a ser responsable de tus actos.

—Soy hombre muerto —dijo Drake con los labios temblorosos.

Eve abrió su bolso y sacó un talonario de cheques. Había ido preparada, pero eso no atenuaba su ira, ni su tristeza.

—Cien mil dólares —anunció mientras se sentaba a escribir—. Con eso bastará para que cubras la deuda, y los intereses.

—Oh, Dios mío, Eve. —Drake cayó a sus pies y hundió el rostro en sus rodillas—. No sé qué decir.

—No digas nada. Simplemente escucha. Coge este cheque, pero ni se te ocurra jugarte un solo centavo. Llévale el dinero a Delrickio.

—Así lo haré. —El rostro sudoroso de Drake se vio transfigurado por una expresión de euforia total que lo hizo relucir como a un santo convertido—. Lo juro.

—Y será la última vez que tengas tratos con ese hombre. Si alguna vez me entero de que vuelves a tener negocios con él, te mataré yo misma, de un modo que incluso el propio Delrickio respetaría y admiraría.

La cabeza de Drake rebotaba sobre su cuello en entusiastas gestos de asentimiento. Estaba dispuesto a prometer lo que fuera, y a cumplirlo… al menos de momento, con tal de conseguir su salvación.

—Te sugiero que busques ayuda terapéutica para tratar tu adicción.

—No te preocupes. Estoy en ello. Te lo juro.

—Como lo has jurado otras veces, pero eso es asunto tuyo. —Invadida por un sentimiento de repulsión hacia Drake, Eve lo apartó y se levantó. El afecto y la esperanza que había sentido un día por el hijo de su hermana desaparecieron. Sabía que nunca más a volvería a sentir algo así por él. Cuando la repulsión y la ira se disiparan, tal vez le inspirara lástima. Pero nada más—. Me importa un bledo lo que hagas con tu vida, Drake. Te la he salvado por última vez. Estás despedido.

—¿No hablarás en serio, Eve? —Drake se levantó con esfuerzo, esgrimiendo la más encantadora de sus sonrisas—. La he cagado, lo reconozco. Ha sido una estupidez por mi parte, pero no volverá a ocurrir.

—¿Cagarla? —dijo Eve casi divertida, tamborileando con los dedos sobre su bolso—. Expresión práctica donde las haya, cubre tantos aspectos. Has entrado en mi casa a la fuerza, me has robado, has destrozado cosas que apreciaba y has invadido la intimidad de una mujer a la que aprecio más aún, una mujer a la que respeto y admiro, y que está en mi casa como invitada. —Eve levantó una mano al ver que Drake hacía amago de hablar—. No te digo que no vayas a volver a trabajar en esta ciudad, Drake. Eso suena muy melodramático y estereotipado. Pero desde luego no volverás a trabajar para mí.

La sensación de alivio y euforia que sentía Drake se desvaneció por completo. Una cosa habría sido un sermón, unas cuantas amenazas que podría haber encajado de un modo u otro. Pero un castigo como aquel era peor, y dejaba más huella que unos cuantos azotes con un cinturón detrás del granero. No consentiría volver a verse azotado por una mujer.

—No tienes ningún derecho a tratarme así, a darme la patada como si yo no fuera nada.

—Tengo todo el derecho del mundo a despedir a un empleado que no me parece idóneo.

—He hecho cosas buenas por ti.

Eve arqueó una ceja ante aquel tímido atrevimiento.

—Entonces podríamos decir que la balanza está igualada. Ese cheque es todo el dinero que vas a recibir de mí. Considéralo tu herencia.

—¡No puedes hacerme eso! —Drake la cogió del brazo antes de que Eve pudiera salir de la sala—. Soy tu familia, la única que tienes. No puedes desheredarme.

—Ya lo creo que puedo. Me he ganado hasta el último centavo que tengo, algo que tú no podrías entender en tu vida. El destino de mi dinero lo decidiré yo —afirmó Eve, soltándose de Drake de un tirón—. La traición no es algo que recompense, y en este caso ni siquiera voy a castigarla. Acabo de devolverte la vida. Haz algo de provecho con ella.

Drake echó a correr detrás de ella mientras Eve salía por la puerta y comenzaba a bajar la escalera.

—No permitiré que se lo dejes todo a ese bastardo de Winthrop. Antes te veré en el infierno.

Eve se volvió de golpe al llegar al pie de la escalera. La expresión de su mirada hizo que Drake se quedara inmóvil a medio escalón.

—Ten por seguro que nos veremos allí. Pero hasta entonces, tú y yo hemos terminado.

Eso no podía ocurrir. Drake se sentó en la escalera y se sujetó la cabeza con las manos mientras retumbaba en ella el portazo que Eve dio al salir. No podía ocurrir. Le haría ver que no se dejaría sobornar con cien mil cochinos dólares.