La fiesta no decayó hasta pasadas las tres de la madrugada, aunque para entonces solo quedaban unos cuantos incombustibles, que se dedicaron a acabar con el champán mientras se chupaban los dedos con restos de beluga. Tal vez fueran los más sensatos al recibir el nuevo día con ojos ojerosos, la cabeza embotada y el estómago a punto de reventar. Muchos de los que se habían retirado a una hora más prudente pasaron una noche en vela sin llevarse nada más.
Con un batín de brocado que a duras penas cubría la enorme mole que coqueteaba alegre con un fallo cardíaco, Anthony Kincade estaba incorporado en la cama fumando uno de los puros que acabarían matándolo, según los médicos. El chico que se había buscado aquella noche yacía despatarrado entre las sábanas de seda y los cojines de plumas, roncando tras una sesión de sexo brutal con una dosis considerable de metanfetamina en el cuerpo. Su espalda, lisa y delgada, se veía cubierta de rosados verdugones inflamados.
Kincade no lamentaba habérselos causado —para eso había pagado tan bien al chico—, lo que lamentaba era haber tenido que conformarse con un sustituto. Cada vez que lo había azotado, empleándose con saña contra el muchacho, había soñado con castigar a Eve en su lugar.
Zorra. Puta arpía. Kincade resolló herrumbroso al mover sus carnes descomunales para coger la copa de oporto que tenía junto a la cama. ¿Acaso pensaba que podía amenazarlo? ¿Que podía jugar con él, tomarle el pelo e intimidarlo con la idea de ponerlo al descubierto delante de sus narices?
Eve no osaría revelar lo que sabía, pero si lo hacía… La mano de Kincade tembló mientras sorbía el vino. Sus ojos, hundidos casi bajo los pliegues de piel fláccida que los rodeaban, se le encendieron con un brillo venenoso. Si lo hacía, ¿cuántos más encontrarían el valor para pasar por la puerta que ella habría abierto? No podía permitirlo. No lo haría.
Podría acabar detenido, procesado e incluso encarcelado.
Eso no ocurriría. No dejaría que sucediera.
Mientras bebía y fumaba, urdió un plan en su cabeza. Junto a él, el joven prostituto murmuró algo en sueños.
En Long Beach, Delrickio se remojaba en su piscina de hidromasaje, dejando que el agua caliente con aroma a jazmín golpeara su cuerpo moreno y disciplinado. Había hecho el amor con su mujer al volver de la fiesta, con dulzura y ternura. Su preciosa María dormía ahora el sueño de los benditos.
Delrickio la bendecía como a lo más sagrado y odiaba el hecho de haber fantaseado con Eve mientras la penetraba a ella. De todos los pecados que había cometido, aquel era el único del que se arrepentía. Ni siquiera lo que estaba haciendo Eve, y lo que amenazaba con hacer, le servía para aplacar el deseo que sentía por ella. Y aquella era su penitencia.
Tratando de evitar que los músculos se le tensaran de nuevo, Delrickio contempló el vapor mientras este empañaba las ventanas inclinadas, tapando las estrellas. Ella había causado el mismo efecto sobre él que aquel vapor, empañando sus sentidos hasta nublar su sensatez. ¿No se daba cuenta de que podría haberla tenido como a una reina, lejos de todo peligro, feliz y colmada de cuanto una mujer podría desear? En lugar de ello, lo había rechazado y excluido de su vida con una irrevocabilidad y malevolencia similares a las de la muerte. Y todo por los negocios.
Delrickio se obligó a relajar la mano y aguardó a que el acceso de furia desapareciera de su corazón. Un hombre que pensaba con el corazón cometía errores, como le había ocurrido a él. Era culpa suya que Eve hubiera llegado a tener conocimiento de algunos de los aspectos menos convencionales del grupo empresarial Delrickio. Con su encaprichamiento se había vuelto descuidado. Aun así creyó, o quiso creer, que podría confiar en ella.
Pero Eve le tiró a Damien Priest a la cara, mirándolo con una expresión cargada de indignación.
El extenista era un cabo suelto que podría cortarse en cualquier momento. Aunque eso no arreglaría las cosas. Era Eve quien podía deshacer la capa de respetabilidad que había tejido con tanto esmero a su alrededor.
Tendría que poner las cosas en orden, y eso era algo que lamentaría. Pero por encima del amor estaba el honor.
Gloria DuBarry se abrazó a su marido dormido y se entregó al llanto. Tenía náuseas; el exceso de alcohol siempre le volvía el cuerpo del revés. Eve tenía la culpa de que ella se hubiera excedido con la bebida aquella noche hasta el punto casi de humillarse.
La culpa la tenía Eve. Ella y aquella metomentodo venida de la costa Este.
Entre las dos conseguirían que perdiera cuanto tenía: su reputación, su matrimonio y quizá hasta su carrera. Y todo por un solo desliz, un desliz de nada.
Gloria acarició entre gimoteos el hombro desnudo de su marido, un hombro tan sólido y firme como el cuarto de siglo que llevaban casados. Ella lo amaba con locura; Marcus la cuidaba mejor que nadie. ¿Cuántas veces le había dicho que ella era su ángel, su ángel puro e inmaculado?
¿Cómo iba a entender él, o nadie, que la mujer que se había forjado una carrera interpretando a vírgenes de rostro pecoso había tenido una aventura ilícita y tempestuosa con un hombre casado? ¿Y que se había sometido a un aborto ilegal para deshacerse del resultado de aquella aventura?
Pero ¿cómo iba ella a imaginarse que acabaría enamorándose de Michael Torrent? Y lo que era peor, mucho peor aún, era que mientras se veían a escondidas en moteles de mala muerte, él hacía de su padre en la pantalla. De su padre.
Y tener que encontrárselo aquella noche cara a cara y verlo tan viejo y decrépito… Le dio asco pensar que lo había tenido dentro en su día. Le aterró. Lo odiaba, y a Eve también. Deseó verlos muertos a los dos. Regodeándose en la autocompasión, lloró con el rostro hundido en la almohada.
Michael Torrent estaba acostumbrado a pasar malas noches. Su cuerpo se veía tan afectado por la artritis que rara vez se libraba del dolor. La edad y la enfermedad lo habían consumido hasta el punto que solo conservaba la carne y el coraje suficientes para hacer frente al sufrimiento que debía soportar. Pero aquella noche era su mente y no su cuerpo la que le impedía disfrutar del sueño.
Ya podía maldecir el paso del tiempo por acabar con su cuerpo, minar sus energías y privarle del consuelo del sexo. Ya podía llorar pensando que un día había sido un rey, y que ahora era menos que un hombre. Todos los recuerdos de lo que había sido se clavaron en su mente cual agujas calientes que no daban descanso a la carne cansada. Pero todo eso no era nada.
Eve amenazaba con quitarle lo poco que le quedaba: su orgullo, y su imagen.
Quizá ya no pudiera actuar, pero había sido capaz de saciar su sed de fama con el mito que representaba. Era un hombre venerado, respetado y visto por sus admiradores y compañeros de profesión como todo un veterano, el que fuera rey de la época romántica de Hollywood. Grant, Gable, Power y Flynn estaban muertos. Michael Torrent, que había puesto fin dignamente a su carrera de actor interpretando a sabios ancianos, estaba vivo. Estaba vivo y la gente se ponía en pie para ovacionarlo cuando se veía ante un público.
Detestaba la idea de que Eve pudiera decirle al mundo entero que él había engañado a su mejor amigo, Charlie Gray. Michael se había servido durante años de su influencia para asegurarse de que los estudios no le ofrecieran nunca más que papeles de segundón. Había hecho lo indecible por actuar a sus espaldas para ponerle los cuernos con todas y cada una de sus mujeres. ¿Cómo podría hacerle entender a nadie que para él había sido un juego, un juego infantil e insignificante, fruto de la juventud y la envidia? Charlie tenía más buena planta, más dotes y en definitiva más encanto personal de lo que Michael podría ansiar en su vida. En el fondo nunca quiso hacerle daño. Tras el suicidio de Charlie, la culpa le corroyó tanto que acabó confesándole todo a Eve.
Michael esperaba de ella consuelo, comprensión e interés. Pero Eve, lejos de ofrecerle nada de aquello, reaccionó con un distanciamiento cargado de furia. Aquella confesión condenó al fracaso el matrimonio. Y ahora Eve condenaría al fracaso lo que quedaba de su vida con la más amarga de las humillaciones.
A menos que alguien la detuviera.
Drake sudaba a mares mientras deambulaba por la casa, con la mirada de loco y sin estar lo bastante ebrio para poder conciliar el sueño. Aún le faltaban cincuenta mil, y se le estaba acabando el tiempo.
Tenía que calmarse, sabía que tenía que calmarse, pero se había asustado tanto al ver a Delrickio que se le había descompuesto el vientre.
Delrickio había hablado con él en un tono de lo más educado y afectuoso bajo la mirada impasible de Joseph. Era como si la paliza no hubiera tenido lugar, como si la amenaza que tenía sobre sí no existiera.
En cierto modo eso era peor, pues sabía que fuera lo que fuese lo que le hicieran lo harían sin pasión, con la mentalidad fría y decidida de quien realiza una operación comercial.
¿Cómo iba a convencer a Delrickio de que contaba con el favor de Julia cuando todo el mundo la había visto con Paul Winthrop?
Tenía que haber una manera de llegar hasta ella, hasta las cintas, hasta Eve.
Debía encontrar esa manera. Por muy arriesgado que fuera, no sería peor que el riesgo de no hacer nada.
Victor Flannigan pensó en Eve, y luego en su esposa. Se preguntó cómo podía haber llegado a estar con dos mujeres tan distintas. Ambas tenían el poder de destruir su vida, una mediante la debilidad, la otra mediante la fuerza.
Sabía que él tenía la culpa. Aun amándolas, las había utilizado. Con todo, les había dado lo mejor que tenía, y al hacerlo las había engañado a ambas tanto como a sí mismo.
Lo hecho, hecho estaba y ya no podía cambiarse. Lo único que podía hacer era tratar por todos los medios de que no trascendiera más de lo que ya lo había hecho.
Mientras daba vueltas inquieto en la cama grande y vacía, suspiró por Eve y la temió, tanto como había suspirado y temido una sola botella de whisky. Y es que nunca había sido capaz de prescindir ni de una ni de otra. Pese a la de veces que había intentado apartarse de ambas adicciones, siempre acababa volviendo a ellas. Y si bien había llegado a odiar la bebida aun estando sediento, a la mujer no podía sino amarla.
Su Iglesia no lo condenaría por beberse una botella, pero sí por una noche de amor. Y había habido cientos de noches. Sin embargo, ni siquiera el temor por su alma podría hacerle lamentar una sola de aquellas noches.
¿Por qué no entendería Eve que, a pesar de lo que sintiera él en su fuero interno, tenía que proteger a Muriel? ¿Después de todos aquellos años, por qué se empeñaría en sacar a relucir todas aquellas mentiras y secretos? ¿Acaso no sabía que ella sufriría tanto como él?
Victor se levantó de la cama y se encaminó hacia la ventana para contemplar el firmamento iluminado de estrellas. En cuestión de unas horas iría a ver a su esposa.
Tenía que encontrar la manera de proteger a Muriel, y de salvar a Eve de sí misma.
En su suite del Beverly Wilshire, Damien Priest esperaba a que amaneciera. No recurrió al alcohol ni a las drogas para intentar dormir. Quería tener la cabeza despejada para poder pensar con claridad.
¿Hasta dónde llegaría el relato de Eve? ¿Qué parte de su historia se atrevería a hacer pública? Quería pensar que Eve había organizado la fiesta de aquella noche para amedrentarlo, pero él no le había dado esa satisfacción. Se había dedicado a reír, intercambiar anécdotas y saludar caras conocidas con palmaditas en la espalda. Incluso había bailado con Eve.
Con qué sutilidad le había preguntado ella cómo le iba su cadena de tiendas de artículos deportivos. Y con qué malicia le había mirado cuando le comentó lo bien que veía a Delrickio.
Pero él se había limitado a sonreír. Si ella tenía la esperanza de intimidarlo, se habría visto defraudada.
Damien se quedó mirando la oscura ventana sentado… y muy asustado.
Eve se metió en la cama con un largo suspiro de satisfacción. Por lo que a ella respectaba, la noche había sido un éxito rotundo. Además del placer que había sentido al ver lo mal que lo estaba pasando más de uno, había disfrutado viendo a Julia y Paul juntos.
Había una especie de extraña y grata justicia en aquel hecho, pensó mientras se le cerraban los párpados por el cansancio. A fin de cuentas, ¿no estaba haciendo todo aquello por justicia? Bueno, por justicia y una dosis sustancial de venganza.
Sentía que Victor siguiera disgustado. Tendría que aceptar que ella estaba haciendo lo que debía. Tal vez no tardara mucho en aceptarlo.
Al notar la enorme cama vacía a su alrededor, deseó con toda su alma que él se hubiera quedado con ella toda la noche. Hacer el amor con él habría sido el broche de oro; luego podrían haberse quedado abrazados, hablando medio dormidos hasta el amanecer.
Aún habría tiempo para eso. Eve cerró los ojos con fuerza y se aferró a aquel único deseo.
Mientras se quedaba dormida, oyó a Nina avanzar por el pasillo para entrar en su habitación con paso nervioso antes de cerrar la puerta.
Pobrecilla, pensó Eve. Cuánta preocupación.
A las nueve de la mañana del lunes Julia ya se había sometido a una sesión de estiramientos, enroscamientos y vigorosos movimientos que le habían hecho sudar y crujir todos los huesos, y en la que su cuerpo había sido retorcido, golpeado y masajeado. Al terminar salió de la casa principal con la bolsa de deporte, donde llevaba la toalla y las mallas empapadas de sudor.
Vestía unos pantalones de chándal nada atractivos, y se tiró de la camiseta hacia abajo al pasar por delante de Lyle, que estaba encerando la limusina fuera del garaje con aire perezoso.
No le gustaba la forma en que la miraba, o el hecho de que siempre pareciera estar haciendo algo en algún punto del camino las mañanas que ella tenía sesión de gimnasia. Como de costumbre, lo saludó cortés pero fríamente.
—Buenos días, Lyle.
—Señorita —respondió él, tocándose el ala de la gorra con un movimiento que parecía más insinuante que servil—. Espero que no se haya cansado mucho. —Le gustaba imaginársela en el gimnasio, vestida con un maillot exiguo y sudando como una perra en celo—. Seguro que todo ese ejercicio no le hace ninguna falta.
—Me gusta —mintió Julia, y siguió su camino, sabiendo que él la miraba.
Se quitó el picor que notaba entre los omóplatos con una sacudida y se recordó no olvidar bajar los estores de su dormitorio.
Paul la esperaba en la terraza, con los pies apoyados encima de una silla. Al advertir su presencia, sonrió.
—Por tu aspecto, parece que no te vendría nada mal un trago bien frío.
—Es Fritz, que está empeñado en que trabaje los deltoides —explicó Julia mientras buscaba las llaves en la bolsa de deporte—. Me siento los brazos como si fueran dos tiras de goma estiradas al máximo. —Tras abrir la puerta y arrojar la bolsa y las llaves encima de la mesa de la cocina, Julia se fue directa a la nevera—. En la Inquisición habría causado furor. Hoy, mientras estaba pasándolas moradas en la tabla inclinada, me ha obligado a confesar que me gustaba la bollería industrial.
—Podrías haber mentido.
Julia dio un resoplido mientras se servía un zumo.
—Nadie puede mirar esos ojazos azules tan llenos de sinceridad y mentir. Irías directamente al infierno. ¿Quieres zumo?
—No, gracias.
Tras apurar el vaso de zumo comenzó a sentirse casi humana.
—Tengo poco más de una hora antes de ir a cambiarme para salir. —Ya como nueva y dispuesta a entrar en materia, Julia dejó el vaso vacío sobre la encimera—. ¿De qué tenías que hablar conmigo?
—De unas cuantas cosas —respondió Paul, pasando la mano por la coleta de Julia como sí tal cosa—. De las cintas, para empezar.
—No tienes por qué preocuparte.
—Cerrar la puerta con llave es una buena precaución, Jules, pero no basta.
—He hecho más que eso. Ven.
Julia lo llevó hasta su despacho. En el trayecto se dio cuenta de que había jarrones y macetas con flores por todos los rincones. Una buena parte de los arreglos florales en blanco de la fiesta habían ido a parar allí.
—Pasa —le invitó, señalando hacia el cajón de la mesa—. Echa un vistazo.
Paul abrió el cajón y lo encontró vacío.
—¿Dónde están?
Resultó un tanto chocante que Paul no pareciera sorprendido.
—Están a buen recaudo. El único momento en que saco alguna es cuando estoy trabajando. Así que… —Julia cerró el cajón—. Si a alguien se le ocurriera fisgonear otra vez por aquí, se encontraría con el cajón vacío.
—Si fuera tan inofensivo como eso…
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que hay quien podría sentir que le va mucho más en todo esto. —Sin apartar la mirada de ella, Paul se sentó en el borde de la mesa—. Mira, por ejemplo, la conducta que tenía Gloria DuBarry la otra noche.
Julia se encogió de hombros.
—Estaba borracha.
—Exacto, eso en sí es una anomalía. Nunca he visto a Gloria tan achispada, y mucho menos en semejante estado de embriaguez. —Paul cogió un pisapapeles, un cristal poliédrico en forma de globo terráqueo que estalló en multitud de colores al darle la vuelta con la mano. Se preguntó si con Julia sucedería lo mismo, si de ser fría y serena pasaría a ser ardiente y explosiva si la tocaban como era debido—. Gloria te advirtió que no siguieras adelante. ¿Por qué?
—No lo sé. No lo sé —repitió Julia al ver que Paul continuaba mirándola fijamente—. Su nombre no ha salido en mis sesiones con Eve, más que de pasada. Y hoy hemos hablado de otras cosas. —Del viaje que Eve debía hacer a Georgia, del culito de Peter Jackson, de la prueba de sociales que tenía Brandon y de las ganas que le entraban a Julia cada seis meses de cortarse el pelo. Eve la había convencido de que no lo hiciera.
Julia se desplomó en la silla, exhalando una larga bocanada de aire.
—Gloria parecía pensar que yo iba a escribir algo que amenazaba su reputación. Incluso llegó a ofrecerme dinero, aunque creo que habría preferido quitarme de en medio. —Al ver que Paul entrecerraba los ojos, Julia refunfuñó—. Por amor de Dios, Paul, solo intentaba ser sarcástica. —Julia se echó a reír y se recostó para balancearse en la silla—. Ya te imagino describiendo la escena. Gloria DuBarry, vestida con el hábito de monja que llevaba en Los diablillos de McReedy, se acerca sigilosamente por detrás de la intrépida biógrafa. Espero salir con algo exiguo y provocativo después de todas las horas que me he pasado poniendo a tono el cuerpo. Gloria levanta un cuchillo… uf, no, demasiada sangre. Saca una pistola del calibre veintidós… no, demasiado vulgar. Ah, ya lo tengo… se abalanza sobre su víctima y la estrangula con el rosario. —Julia juntó las manos con los dedos en forma de campanario y esgrimió una amplia sonrisa—. ¿Qué tal?
—No tan divertido como te gustaría que pareciera —respondió Paul, dejando el pisapapeles a un lado—. Julia, quiero que me dejes escuchar las cintas.
La silla volvió a su posición inicial de golpe.
—Sabes que no puedo hacer eso.
—Quiero ayudarte.
Había un tono de paciencia tan forzado en su voz que Julia no pudo evitar alargar la mano para ponerla encima de la suya.
—Te agradezco el ofrecimiento, Paul, pero no creo que necesite ayuda.
Paul bajó la vista hacia la mano de Julia, que reposaba fina y delicada sobre la suya.
—Si la necesitaras, ¿me lo dirías?
Julia se tomó un instante antes de contestar, pues quería ser realmente sincera tanto consigo como con Paul.
—Sí. —Y sonrió, dándose cuenta de que confiar en alguien no era tan difícil, ni tan arriesgado—. Sí, te lo diría.
—Al menos tengo una respuesta —dijo Paul, volviendo la mano para agarrar la de Julia antes de que pudiera apartarla—. ¿Y si creyeras que Eve necesita ayuda?
Esta vez Julia no vaciló.
—Serías el primero en saberlo.
Satisfecho con la respuesta, Paul dejó esa parte del problema a un lado como habría hecho con la trama de una historia que necesitaba su tiempo de reposo.
—Ahora me gustaría preguntarte otra cosa.
Creyendo que ya habría pasado lo peor, Julia se relajó.
—Y yo sigo pensando que ya es hora de hacerte esa entrevista que tengo pendiente contigo.
—Todo a su tiempo. ¿Crees que me importas?
Julia no podía decir que no esperara aquella pregunta, pero eso no hizo que le resultara más fácil contestarla.
—Ahora mismo sí.
Para Paul una afirmación como aquella significaba mucho más que un simple sí o no.
—¿Todo en tu vida ha sido tan pasajero?
Paul le apretaba la mano con firmeza, y Julia notó su palma más áspera de lo que cabía esperar de un hombre que tenía la palabra como herramienta de trabajo. Aunque podría haberse soltado de su mano, de lo que no podía escapar era de su mirada. Si le resultaba imposible mentir a Fritz, mentir a Paul no servía de nada. Aquellos ojos suyos habrían visto la verdad en su mirada.
—Supongo que, excepto Brandon, todo lo demás sí.
—¿Y eso es lo que quieres? —inquirió Paul, incomodándose al ver lo importante que era saberlo para él.
—La verdad es que no he pensado mucho en ello —contestó Julia, poniéndose en pie con la esperanza de alejarse así de un peligro que parecía ganar posiciones cuando ella se despistaba—. No he tenido la necesidad.
—Pues ahora la tienes —le dijo Paul, cogiéndole el rostro con la mano libre—. Y creo que ya es hora de que haga algo para que empieces a pensar en ello.
Paul la besó entonces como lo hiciera la última vez, con demasiada pasión, rastros de ira y un asomo de frustración. La estrechó contra su pecho para avanzar en el rápido y temerario ataque contra sus sentidos, y comprobó con placer que ante su contacto la piel de Julia se calentaba con la súbita afluencia de la sangre a la superficie. El indicio de pánico apenas imperceptible que notó en ella cuando separó los labios para recibir los suyos le provocó una ráfaga de excitación insoportable.
Con las caderas de Julia inmovilizadas entre sus muslos, Paul comenzó a mordisquearle los labios, pasando la lengua entre ellos con suavidad. Julia oyó su propio gemido de placer al notar las manos de Paul deslizándose bajo la sudadera que llevaba puesta para acariciarle la espalda.
Su piel se estremecía con escalofríos que le hacían temblar y sudar al mismo tiempo al contacto con los dedos de Paul. Pero el temor comenzaba a disiparse, vencido por la fuerza de las otras emociones que Paul le hacía sentir. El deseo, durante tanto tiempo ignorado, la invadió con el ímpetu de una ola gigantesca que lo anegó todo a su paso. Todo menos a él.
Julia se sentía flotar, aferrada a él mientras planeaba a unos centímetros del suelo, una sensación que imaginó que podría durar eternamente, haciéndole sentir lo bastante débil para dejarse guiar por otra persona.
Cuando Paul agachó la cabeza para cubrirle el cuello de ardientes besos, Julia vio que no estaba flotando, sino que estaban sacándola del despacho poco a poco para llevarla al salón, al pie de la escalera.
Aquello era la realidad. Y en el mundo real dejarse llevar equivalía en la mayoría de las ocasiones a dejarse vencer.
—¿Adónde vamos?
¿Sería aquella su voz, aquel susurro ronco y entrecortado?, se preguntó.
—Esta vez, por ser la primera, necesitas una cama.
—Pero… —Julia trató de despejarse la cabeza, pero la boca de Paul pasó rozando la suya—. Si estamos en mitad de la mañana.
Paul soltó una risa rápida y tan temblorosa como su pulso. Estaba medio desenfrenado ante la idea de tocarla, de notarla bajo su cuerpo, de sentirse dentro de ella.
—Eres un encanto. —Paul volvió a mirarla entonces con un brillo en los ojos—. Quiero más, Julia. Ahora tienes la oportunidad de decirme lo que tú quieres. —Paul le quitó la sudadera y la dejó caer en el último peldaño de la escalera. Julia no llevaba nada debajo más que el aroma a jabón y aceites perfumados que emanaba de su cuerpo—. ¿Quieres que espere hasta que sea de noche?
Julia dejó escapar un pequeño grito, fruto en parte de la inquietud que le suscitaba la situación y en parte del placer que sintió al notar la mano de él cerrarse sobre la suya.
—No.
Julia dejó que Paul la apoyara contra la pared y la sedujera con sus manos ásperas y hábiles, mientras sentía su respiración pesada —como si en lugar de una escalera hubiera subido una montaña— revoloteando con ardor sobre su cuello y su mejilla antes de encontrarse con su boca.
Paul notó su cuerpo pequeño y firme entre sus manos, y liso como las aguas de un lago en calma. Sabía que se volvería loco si no probaba aquella carne suave y temblorosa.
—¿Qué es lo quieres, Julia?
—Esto. —Su boca se movió con frenesí bajo la de Paul. Y fue ella entonces la que lo apartó de la pared para llevarlo a su dormitorio—. A ti. —Al intentar desabrocharle los botones de la camisa le temblaban tanto los dedos que no pudo sino maldecir su torpeza. Se moría por tocarlo. Saliera de donde saliera aquel deseo vehemente, la consumía por dentro y por fuera—. No puedo… hace tanto tiempo.
Al final dejó caer sus manos torpes y cerró los ojos de la humillación.
—Lo estás haciendo bien. —Paul había estado a punto de echarse a reír, pero había visto que Julia no tenía ni idea de lo que sus torpes y desesperados intentos hacían en él. Por él—. Relájate, Julia —murmuró mientras la tumbaba en la cama—. Hay cosas que nunca se olvidan.
Julia logró esbozar una sonrisa fruto del pánico. Sintió el cuerpo de Paul sobre el suyo duro como el acero.
—Eso dicen de montar en bici, pero yo a la primera de cambio pierdo el equilibrio y me caigo.
Paul le pasó la lengua por el mentón y se quedó atónito al sentir que un simple espasmo de ella le sacudía a él todo el cuerpo.
—Si veo que te tambaleas, ya te lo diré.
Julia alargó las manos de nuevo hacia su pecho, pero esta vez Paul le juntó las muñecas con una sola mano y estimuló sus dedos con la boca. Demasiado rápido, se reprochó Paul para sus adentros mientras contemplaba a Julia bajo la luz que se filtraba a través de los estores. La había atosigado, impulsado por su propio deseo. Lo que ella necesitaba eran mimos, paciencia y toda la ternura que pudiera darle.
Algo había cambiado de repente. Julia no sabía qué era exactamente, pero había otro clima. El hormigueo que notaba en el estómago se había acelerado hasta convertirse en algo cada vez más excitante, pero a la vez mucho más agradable. Los dedos de Paul ya no la tocaban con instinto de posesión, sino con afán experimental, recorriendo todos y cada uno de los recovecos de su cuerpo. Sus besos no le sabían ya a frustración, sino a persuasión, volviéndose irresistibles.
Paul sintió cómo Julia se relajaba, músculo a músculo, hasta notar que su cuerpo se derretía bajo el suyo como la cera caliente. Nunca había visto una entrega como aquella, y el grado de confianza que transmitía le hizo sentirse como un héroe. Por eso quería darle más, mostrarle más, prometerle más. Sin apartar la mirada de su rostro, Paul le quitó poco a poco la cinta del pelo para que sus cabellos rubios oscuros se extendieran sobre la colcha rosada. Al ver que Julia separaba los labios, Paul los rozó con los suyos, pero con suma suavidad, esperando que fuera ella quien intensificara el más básico y complejo de los contactos físicos. Cuando la lengua de Julia buscó la suya, Paul se adentró en su boca.
La excitación nubló la mente de Julia, entrecortando su respiración. Aunque todavía le temblaban los dedos, consiguió desabrochar los botones, dejando escapar un largo suspiro de satisfacción al notar el roce del cuerpo de Paul contra el suyo. Con los ojos cerrados, a Julia le pareció oír el latido de Paul compitiendo con el suyo en una carrera cada vez más acelerada.
Al abrigo de un cúmulo de sensaciones, Julia se vio envuelta en un halo de bruma que le permitía servirse de su boca y sus manos a su antojo, sin vacilación ni pesar. Así pues se dispuso a saciar su voraz apetito. Sí, lo haría. Para alguien que había sufrido el hambre en sus carnes durante tanto tiempo la avidez era algo tan comprensible como la abstinencia. Y ahora deseaba el festín que se le ofrecía.
Sus labios, movidos por la tentación, se lanzaron al rostro de Paul para recorrer su cuello mientras Julia se embriagaba con el intenso aroma animal a hombre. Paul dijo algo rápido en tono áspero y ella oyó su propia risa, una risa que terminó en un grito ahogado al apretarse él contra ella en un movimiento desesperado que unió sus cuerpos por el centro.
Cuando Paul le pasó la lengua sobre un pezón, el placer repentino que le provocó hizo que su cuerpo se arqueara bajo el de él, tensándose con cada vibración que lo recorría ante el rechinar de dientes de Paul, la súbita voracidad de su boca, la grandeza del eterno apetito por la carne. Con un gemido procedente de lo más hondo de su garganta, Julia pegó la cabeza de Paul a su cuerpo, reclamando y ofreciendo a la vez lo que él le había pedido.
Más.
Y con aquel gesto llegó la liberación, la entrega impulsiva al deseo más voraz al que durante tanto tiempo se había negado, y que incluso había desdeñado.
El aire que los envolvía estaba impregnado con la fragancia de las camelias que había en la mesilla de noche. Bajo sus cuerpos, la cama crujía mientras ambos se revolcaban sobre ella. El sol que se filtraba a través de los estores bañó la estancia con una cálida y seductora luz dorada. Cada vez que él la tocaba, aquella luz estallaba tras sus pesados párpados en arco iris de colores fracturados.
Allí era donde Paul quería que llegara, para ascender poco a poco hacia la cima de las pasiones. Refrenando con gran esfuerzo el deseo que lo consumía, inició un tira y afloja con un juego de provocaciones martirizadoras que finalmente le reportaron la satisfacción de oír su nombre brotar de los labios de Julia.
Paul acarició su piel suave como la seda, perfumada por todos los aceites que con tanta diligencia habían actuado en sus músculos. Movido por el deseo de poseerla toda, tiró de los pantalones de chándal para quitárselos, gimiendo de placer al ver que no llevaba nada debajo.
Aun así descubrió que podía esperar todavía más, contentándose con el tacto de aquellos largos y esbeltos muslos bajo sus manos, y del sabor que tenían en sus labios. Al cambiar de posición provocó con un levísimo roce que Julia traspasara los límites a los que Paul la había llevado, elevándose así a las alturas. El orgasmo se propagó por todo su cuerpo, dejándola aturdida y estupefacta. Tras unos prolegómenos tan tiernos, el tórrido placer del clímax se le antojó aterrador… y adictivo. Al ver que lo buscaba a tientas, Paul la hizo levitar de nuevo mientras veía cómo le brillaban los ojos de pasión, sentía cómo su cuerpo se estremecía de emoción y oía cómo se quedaba sin respiración de la impresión, fruto del mayor de los placeres.
Cuando los músculos de Julia se relajaron, Paul se colocó sobre ella con los brazos tensos. Con el cuerpo tembloroso, aguardó a que Julia abriera los ojos para que se encontraran con los suyos.
Paul se deslizó en su interior; Julia se irguió para darle cabida. Fundidos en una unión de acero y terciopelo, se movieron acompasados por un ritmo instintivo, atávico, hermoso. Cuando Julia cerró los párpados de nuevo, sus brazos se abrieron para atraer a Paul hacia sí. Esta vez, cuando traspasara los límites, lo llevaría consigo.
Paul yacía inmóvil, sumido aún en el interior de Julia. El aroma de su piel, intensificado al calor de la pasión, se mezcló con la delicada fragancia de las camelias, embriagando sus sentidos. La luz, ensombrecida por los estores, no parecía propia del día ni de la noche, sino de un espacio intemporal oculto entre ambos. Atrapado entre los brazos de Paul, el cuerpo de Julia se movió despacio y con cuidado, cambiando levemente de posición con cada bocanada de aire que respiraba. Al levantar la cabeza Paul vio su rostro, encendido aún por el brillo de la pasión. No tuvo más que besar su boca para saborear el rastro dulce y caliente del placer mutuo.
Paul creía hasta aquel momento conocer el romanticismo, comprenderlo y apreciarlo. ¿Cuántas veces se habría valido de él para seducir a una mujer? ¿Cuántas veces lo habría utilizado con habilidad para urdir una trama? Sin embargo, aquello era diferente. Aquella vez, o aquella mujer, lo había llevado todo a otro nivel. Y quería hacerle entender que irían juntos allí, una y otra vez.
—¿Ves cómo hay cosas que no se olvidan?
Julia abrió los ojos lentamente, unos ojos enormes, oscuros y soñolientos, y le sonrió. No tenía sentido decirle que no lo había olvidado pues nunca había sentido nada parecido a lo que acababan de compartir.
—¿Y tendría algo que ver con lo que entiendes tú por bueno?
Paul le dedicó una sonrisa radiante antes de mordisquearle el lóbulo de la oreja.
—Diría mucho más que eso. De hecho, estaba pensando que este podría ser un día muy productivo para ambos si ninguno de los dos se moviera de aquí.
—¿Productivo? —Julia dejó que sus dedos peinaran el pelo de Paul y bajaran por su espalda mientras él le acariciaba el cuello. No se sentía como el gato que había lamido a lengüetazos la nata de un pastel, sino como el que había descubierto que podía obtenerla directamente de la vaca—. Interesante, quizá. Placentero, sin duda. Pero productivo es otra cosa. —Julia echó un vistazo al reloj con aire perezoso y, soltando un grito repentino, trató de levantarse, luchando contra una fuerza que la retenía en el sitio—. Son las once y cuarto. Pero ¿cómo es posible? Si eran solo pasadas las nueve cuando nos…
—El tiempo vuela —murmuró Paul, sintiéndose más que halagado—. Ya no llegas.
—Pero…
—Vas a tardar una hora como mínimo en vestirte y llegar hasta allí. Lo mejor es que cambies la cita para otro día.
—Mierda. Esto no es nada profesional. —Julia se contoneó entre los brazos de Paul hasta lograr que la soltara y abrió de golpe el cajón de la mesilla de noche en busca del número de teléfono—. Si se niega a darme otra oportunidad, será culpa mía y con razón.
—Me gusta verte así —dijo Paul mientras Julia se arrastraba hasta el teléfono—. Toda fogosa y rendida.
—Calla y déjame pensar.
Tras apartarse el pelo de los ojos, marcó el número y dejó escapar un grito ahogado.
Paul se limitó a sonreír y siguió mordisqueándole los dedos de los pies.
—Lo siento. Es una fantasía personal que tengo que hacer realidad.
—Pues este no es el momento más indicado… —Una oleada de placer la sacudió de golpe, haciendo que echara la cabeza hacia atrás—. Paul, por favor. Tengo que… ¡ah, Dios! ¿Qué? —Julia se esforzó en contener la respiración mientras la recepcionista repetía el clásico saludo. Paul se había pasado a su otro pie y le estaba lamiendo el arco con la lengua. ¿Quién habría imaginado que una sensación como aquella podría tensarle todo el cuerpo hasta llegarle al nacimiento del pelo?—. Soy… Julia Summers. Tengo una cita a las once y media con la señora del Rio. —Paul había subido hasta sus tobillos. Julia notó el fuerte bombeo de la sangre en su cabeza—. Eh, tendría que cambiar la cita para otro día. Me ha… —Ahora sentía besos apasionados a lo largo de la pantorrilla—. Una urgencia inesperada. Ineludible. Por favor, dele mis disculpas a la señora…
—Del Rio —le apuntó Paul antes de rozarle la corva con los dientes.
Los dedos de Julia se enredaron entre las sábanas.
—Dele mis disculpas, y dígale… —Un reguero de besos húmedos y ardientes ascendió por la parte interior de su muslo—. Dígale que volveré a llamarla. Gracias.
El teléfono cayó al suelo con un ruido seco.