14

—Supongo que aún me resentía de mi desilusión con Tony… o conmigo misma —comenzó a explicar Eve—. Ya habían pasado dos años desde el divorcio, pero todavía estaba afectada. Había abandonado la casa donde Tony y yo habíamos vivido, la casa que le había obligado a poner a mi nombre. Pero aun así la conservaba. Me gustan las mansiones —dijo con una naturalidad que restaba importancia a los más de veinte millones de dólares que llevaba gastados en propiedades de lujo—. ¿Por qué no te sirves un poco de infusión? —sugirió a Julia—. Todavía está caliente y Nina ha traído dos tazas.

—Gracias.

—Acababa de comprar esta finca —continuó Eve mientras Julia se servía la tisana—. Estaba enfrascada en pleno proceso de reforma y redecoración, así que podría decirse que me encontraba en un estado de transición.

—No sería en el plano profesional.

—No —respondió Eve, sonriendo a través de una cortina de humo—. Pero las cosas habían cambiado. Eran principios de los años sesenta, y las caras habían cambiado por otras más jóvenes. La Garbo se había retirado y vivía recluida, James Dean estaba muerto y la Monroe lo estaría en cuestión de meses. Pero por encima de la pérdida de aquellas dos figuras jóvenes y de aquel talento desafiante y reprimido destacaba el relevo generacional. Fairbanks, Flynn, Power, Gable, Crawford, Hayworth, Garson, Turner… todos aquellos rostros hermosos y magníficos talentos se vieron sustituidos, o cuando menos retados por otros rostros y otros talentos, como Paul Newman con su estilo sin par, el joven y gallardo Peter O’Toole, la etérea Claire Bloom o Audrey Hepburn con su aspecto de muchachito. —Eve suspiró de nuevo, consciente de que a aquel le había sucedido un nuevo relevo generacional—. Hollywood es como una mujer, Julia, siempre en busca de la juventud.

—Pero aun así honra a los más veteranos.

—Desde luego que sí. Cuando conocí a Victor en el plato de la primera película que hicimos juntos, yo aún no había cumplido los cuarenta. Es decir, que estaba entre dos aguas: ya no era joven, pero tampoco tenía edad para ser considerada una veterana. Madre mía, pero si ni siquiera me había retocado los ojos.

Julia no pudo sino sonreír. ¿Dónde sino en Hollywood calcularía la gente el tiempo según las operaciones de cirugía estética a las que se sometían a lo largo de su vida?

—La película era Tablas, y le reportó el segundo Oscar de su carrera.

—Además de reportarme a Victor —añadió Eve, subiendo las piernas al sofá con aire perezoso—. Como te decía antes de que empezara a divagar, yo aún estaba tocada de mi último matrimonio. Desconfiaba de los hombres, aunque desde luego conocía sus utilidades y nunca me dio vergüenza servirme de ellas. Estaba encantada de hacer aquella película, sobre todo teniendo en cuenta que Charlotte Miller se moría por el papel y yo me adelanté a ella. Y también porque trabajaría con Victor, que tenía una reputación formidable como actor, tanto de cine como de teatro.

—¿No había coincidido nunca con él?

—La verdad es que no. Supongo que habríamos asistido en más de una ocasión a un mismo acto, pero nuestros caminos no se habían cruzado. Él se pasaba la mayor parte del tiempo en la costa Este, haciendo teatro, y cuando estaba por California no hacía mucha vida social, al margen de las juergas que solía correrse con su pandilla de amigotes. Nos conocimos en el plato. Ocurrió todo muy deprisa, a la velocidad de un rayo.

Absorta en sus pensamientos, Eve recorrió la solapa de su bata de arriba abajo con un dedo mientras entrecerraba los ojos, concentrando la mirada en un punto, como si tratara de combatir un dolor persistente.

—La gente habla de los flechazos como si tal cosa, con humor o con nostalgia. Yo no creo que un flechazo sea algo que ocurra muy a menudo, pero cuando se da es irresistible y peligroso. Nos tratábamos con la cortesía con la que dos desconocidos dedicados a una misma profesión se tratarían al inicio de un importante proyecto. Pero bajo todo aquello ardía la pasión. Sonará estereotipado, pero es la verdad.

Eve se masajeó la sien con gesto distraído.

—¿Le duele la cabeza? —le preguntó Julia—. ¿Quiere que le traiga algo?

—No, no es nada. —Eve dio una larga calada al cigarrillo y forzó la mente para ir más allá del dolor y recuperar el recuerdo de lo que estaba contando—. Al principio todo fue como la seda. El argumento de la película no tenía nada de especial: yo era una tía dura que había acabado mezclándome sin querer con la mafia, y Victor el poli que debía ocuparse de protegerme. El logro de la cinta estaba en la suma de sus partes. Unos diálogos descarnados, una escenografía e iluminación taciturnas, una dirección concienzuda, un reparto de lujo y, en efecto, la química entre la pareja protagonista.

—La de veces que habré visto esa película —dijo Julia sonriente, confiando en aliviar en cierta medida el dolor que veía en la mirada de Eve—. Y cada vez que la veo encuentro algo nuevo, algo distinto.

—Es una pequeña joya reluciente en mi corona —comentó Eve, haciendo un ademán con el cigarrillo—. ¿Recuerdas la escena en la que Richard y Susan se esconden en una habitación de hotel cochambrosa, él a la espera de recibir órdenes y ella en busca de una salida? No hacen más que discutir e insultarse mientras luchan contra la atracción que sienten el uno por el otro desde el principio. Él es el poli irlandés serio y responsable, que solo concibe el bien y el mal; ella es la chica de origen humilde que a lo largo de su vida ha conocido toda la escala de grises que hay del blanco al negro.

—La recuerdo muy bien. La pillé por casualidad en la tele una noche que estaba haciendo de canguro. Tendría quince o dieciséis años, y por entonces estaba chiflada por Robert Redford. Después de ver la película, le di la patada como a un zapato viejo y me enamoré locamente de Victor Flannigan.

—Qué halagado se sentiría. —Eve tomó un sorbo de agua para refrenar la emoción que reflejaba su voz—. Y qué chasco para el señor Redford.

—Creo que lo superó. —Julia hizo un gesto con la taza—. Siga, por favor. No debería haberla interrumpido.

—Me lo paso mejor cuando lo haces —musitó Eve antes de levantarse del sofá para empezar a dar vueltas por el salón mientras reanudaba el relato—. Lo que la mayoría no recuerda de aquella escena, ni siquiera los que participaron en su día en la realización de la película, es que no se interpretó según lo estipulado en el guión. Victor lo cambió, y con ello también cambió nuestras vidas.

—Silencio en el plato.

Eve ocupó su lugar, preparándose mentalmente.

—Se rueda.

Hizo caso omiso de las plataformas rodantes, de las jirafas y de los técnicos. Subió el mentón, apoyó el peso del cuerpo en un solo pie y sacó el labio inferior en un mohín que acabó de convertirla en Susan.

—Escena vigésimocuarta, toma tercera —anunció alguien antes de que se oyera el ruido seco de la claqueta.

—Y… acción.

—No sabes nada de mí.

—Lo sé todo de ti, encanto. —Victor se alzó sobre ella con una expresión de ira y frustración en la mirada, una mirada afable hasta hacía unos segundos—. Con doce años viste que con tu físico podrías llegar a donde te propusieras. Y eso hiciste, optando por el camino fácil y dejando a tu paso un reguero de hombres.

Los primeros planos vendrían después. Eve sabía que el plano medio no lograría captar la frialdad de su mirada ni la expresión desdeñosa de sus labios, pero no dejó por ello de emplearlas, como haría un buen carpintero con un martillo para clavar un clavo en su sitio.

—Si eso fuera cierto, yo no estaría ahora en este agujero de mala muerte con un desgraciado como tú.

—Te has metido en esto tú sólita —dijo Victor, introduciendo las manos en los bolsillos y balanceándose sobre los talones—. Sabías muy bien dónde te metías. Las mujeres como tú siempre lo saben. Y sabrás cómo salir. Va contigo.

Eve se volvió para servirse una copa de la botella que había encima de la cómoda cubierta de marcas.

—No va conmigo entregar a mis amigos a la policía.

—¿Amigos? —Victor sacó un cigarrillo entre risas—. ¿Cómo puedes hablar de amistad cuando hay alguien ahí fuera dispuesto a cortarte el pescuezo? Tú lo has querido, cielo. —El cigarrillo le colgaba de la comisura de la boca y sus ojos se entrecerraron para protegerse del humo que formaba volutas entre ellos—. Has tomado la decisión acertada… para ti. Y serás recompensada por ello. El fiscal del distrito te soltará unos cuantos por la información. Una mujer como tú… —Victor se sacó el cigarrillo de la boca para expulsar una nube de humo—. Estará acostumbrada a que te paguen por un favor.

Eve le dio una bofetada, olvidando andarse con miramientos en el último momento. La cabeza de Victor dio una sacudida hacia atrás y sus ojos se entrecerraron. Poco a poco, y sin perderla de vista, Victor se llevó de nuevo el cigarrillo a los labios. Eve volvió a alzar la mano contra él, e hizo un leve gesto de dolor cuando los dedos de Victor sujetaron su muñeca. Eve estaba preparada para el empujón que tenían ensayado, lista para acabar sentada de golpe en la silla que Victor tenía a su espalda.

Pero en lugar de ello Victor tiró el cigarrillo al suelo. La expresión de sorpresa, de comprensión y de pánico en el rostro de Eve quedó inmortalizada para siempre en la cinta mientras Victor la atraía a sus brazos. Cuando él pegó sus labios a los de Eve, ella se resistió, no tanto a la fuerza que la estrechaba contra su pecho sino al cúmulo de sentimientos que estallaron en su interior y que nada tenían que ver con Susan sino con Eve.

Si Victor no la hubiera sostenido en pie, habría perdido el equilibrio. Al notar que le fallaban las piernas y que el corazón le iba a mil, se sintió aterrada. Cuando Victor la soltó, le costó recobrar el aliento. Su cutis presentaba una palidez que no requería truco de luces ni maquillaje alguno. Sus labios se separaron temblorosos y sus ojos se iluminaron con un brillo lloroso que se tornó iracundo. Eve recordó la frase que debía decir solo porque se ajustaba a la perfección a lo que sentía en su fuero interno.

—Canalla. ¿Crees que eso es lo único que hace falta para que una mujer caiga a tus pies?

Victor esgrimió una amplia sonrisa que no logró disipar la pasión ni la violencia que flotaba en el ambiente.

—Sí —respondió antes de darle un empujón—. Y ahora siéntate y cierra el pico.

—Corten, es buena. Por Dios, Vic —exclamó el director, poniéndose en pie para acercarse con aire resuelto al plato—. Pero ¿dé dónde te has sacado eso?

Victor se agachó para coger el cigarrillo encendido del suelo y le dio una calada.

—Me ha parecido que era lo que tocaba.

—Pues ha funcionado. Caray, ya lo creo que ha funcionado. La próxima vez que se os ocurra algo así, decídmelo antes. ¿Vale? —El director se volvió hacia las cámaras—. Vamos a rodar los primeros planos.

A Eve le esperaban tres horas más de rodaje. Así era su trabajo. Y en ningún momento dejó ver ni con un leve parpadeo lo alterada que estaba. Así era su orgullo.

Ya en el camerino se despojó de la ropa y de los problemas de Susan para encontrarse de nuevo con los suyos. Se notó la garganta áspera, así que aceptó de buen grado el vaso de té helado que le ofreció su ayudante de plato.

—Susan fuma demasiado —dijo, esbozando una medio sonrisa—. Vete a casa. Voy a quedarme aquí un rato a descansar.

—Hoy ha estado increíble, señorita Benedict. Usted y el señor Flannigan hacen una pareja fantástica.

—Sí. —Que Dios la ayudara—. Gracias, querida. Buenas noches.

—Buenas noches, señorita Benedict. Ah, hola, señor Flannigan. Ahora mismo estaba diciendo lo bien que han salido hoy las cosas.

—Me alegro de oír eso. Joanie, ¿verdad?

—Ah… sí, señor.

—Buenas noches, Joanie. Hasta mañana.

Al verlo entrar, Eve se quedó inmóvil, apuntalada en el asiento mientras lo observaba a través del espejo del tocador, pero se relajó levemente cuando vio que dejaba la puerta abierta. Aquel encuentro no tenía visos de ser una repetición de su iniciación con Tony, pensó aliviada.

—He pensado que debía disculparme —dijo Victor, aunque no había el menor indicio de arrepentimiento en su voz.

Eve siguió mirándolo a través del espejo al tiempo que se preguntaba cuándo se libraría de aquella debilidad que sentía por los actores más bravucones. Sin pensarlo, cogió un cepillo y comenzó a cepillarse la larga melena que le llegaba hasta los hombros.

—¿Por tu ingeniosa idea?

—Por besarte cuando no constaba en el guión. Es algo que quería hacer desde el día en que te conocí.

—Pues ya lo has hecho.

—Y ahora es peor —dijo Victor, atusándose el cabello, cabello que por entonces se veía aún oscuro, con un toque gris casi imperceptible en las sienes—. Ya no tengo edad para andarme con juegos, Eve.

Eve dejó el cepillo encima del tocador y volvió a coger el vaso de té.

—Un hombre siempre tiene edad para eso.

—Estoy enamorado de ti.

Los cubitos de hielo tintinearon con el temblor de su mano. Eve dejó el vaso sobre el tocador con mucho cuidado.

—No seas ridículo.

—Tengo que serlo porque es la verdad. Desde el primer instante que estuvimos juntos.

—Hay diferencia entre el amor y el deseo, Victor. —Eve se levantó como movida por un resorte y cogió el bolso de lona que solía llevar a los rodajes—. En este momento no me interesa demasiado el deseo.

—¿Y una taza de café?

—¿Cómo?

—Una taza de café, Eve. En un lugar público. —Al verla dudar, Victor sonrió con una expresión burlona que rozaba casi el desdén—. No tendrás miedo de mí, ¿verdad, encanto?

Eve no pudo sino reír ante aquella escena improvisada, con Richard retando a Susan.

—Si tuviera miedo de algo —respondió Eve, metida en su personaje—, no sería de un hombre. Invitas tú.

Se pasaron sentados casi tres horas, y al final pidieron pastel de carne para acompañar el café. Victor había elegido una cafetería con una iluminación implacable, mesas de contrachapado y unos reservados de plástico duro que convertían las posaderas de cualquiera en una piedra pasados diez minutos. El suelo tenía un color gris sucio que nunca más volvería a ser blanco ni con lejía, y la camarera hablaba a gritos.

Estaba claro que Victor no tenía la intención de seducirla, dedujo Eve.

Por el contrario, habló de Muriel, de su matrimonio, de la pérdida sufrida y de sus obligaciones. En contra de lo que Eve medio esperaba, no comenzó con la típica frase de que su mujer no lo entendía, o de que el suyo era un matrimonio abierto. En lugar de ello Victor admitió que, a su manera, Muriel lo quería, aunque más que amor sentía una necesidad apremiante de fingir que su matrimonio se mantenía indemne.

—Muriel no está bien —afirmó Victor, jugueteando con la tarta de arándanos que había pedido como postre. Sabía como si la hubiera hecho su madre, siglos atrás en la cocina sofocante del piso del quinto de la calle Ciento treinta y dos Este. Su madre, pensó fugazmente, fue siempre una pésima cocinera—. Ni física ni emocionalmente. No sé si nunca llegará a estarlo, y no puedo dejarla hasta que así sea. No tiene a nadie más.

Como mujer que había escapado no hacía tanto de un matrimonio ruinoso, Eve trató de identificarse con la esposa de Muriel.

—Debe de ser duro para ella tu trabajo, los viajes y las horas que implica.

—No, en realidad le gusta. Le encanta la casa, y los criados están más que habituados a cuidar de ella. Si es que necesita que la cuiden. De hecho, podría valerse por sí misma pero muchas veces olvida tomarse la medicación, y entonces… —Victor se encogió de hombros—. Muriel pinta, y muy bien además, cuando está de humor. Así fue como la conocí. Yo era el típico actor joven muerto de hambre, y para ganarme las habichuelas me puse a trabajar de modelo en una escuela de bellas artes.

Eve pinchó un trozo de tarta con una sonrisa en su rostro.

—¿Desnudo?

—Sí. —La sonrisa de Eve le arrancó una a él—. Yo estaba más bien delgaducho por entonces. Después de una clase, Muriel me enseñó un boceto que había hecho de mí. Una cosa llevó a la otra. Ella era lo que habríamos llamado una bohemia, de ideas progresistas y espíritu libre. —Su sonrisa se desvaneció—. Pero ha cambiado. La enfermedad, el bebé… la vida la ha cambiado. Después de que nos casáramos le diagnosticaron que le quedaba menos de un año, y renunció por completo a su sueño de dedicarse al arte. En lugar de ello, se dedicó en cuerpo y alma a la religión contra la que ambos nos habíamos rebelado. Yo estaba convencido de que lograría hacerla salir de ese camino. Éramos jóvenes y no creía que pudiera ocurrimos nada horrible. Pero así fue. Comenzaron a ofrecerme papeles y empezamos a tener dinero. Muriel se convirtió en lo que es hoy: una mujer infeliz, asustada y la mayoría de las veces de mal humor.

—Todavía la amas.

—Amo los pocos, los poquísimos momentos fugaces en los que veo en ella a la joven bohemia que me encandiló. Si volviera a ser la misma, no creo que nuestro matrimonio durara mucho. Quedaríamos como amigos.

Eve se sintió de repente cansada, abrumada por el olor a cebolla asada, el sabor del café demasiado caliente y fuerte para su gusto y los colores chillones que tenían a su alrededor.

—No sé qué esperas que te diga, Victor.

—Puede que nada. Puede que solo necesite tu comprensión —dijo Victor, alargando la mano al otro lado de la mesa para coger la de Eve. Cuando ella bajó la mirada, vio que él la tenía totalmente envuelta en su halo, completamente arrobada—. La conocí con veintidós años. Ahora tengo cuarenta y dos. Puede que lo nuestro habría funcionado si el destino no se hubiera puesto en nuestra contra. Nunca lo sabré. Pero cuando te vi a ti lo supe. Supe que tú eras la mujer de mi vida.

Eve sintió la verdad de sus palabras, una verdad aterradora que le llegó al corazón. De repente el luminoso rincón donde estaban sentados quedó separado del resto del mundo con la rapidez y pulcritud con las que queda segada una flor de su tallo.

Su voz sonó temblorosa mientras apartaba su mano de la de Victor.

—Te has pasado un buen rato explicándome los motivos por lo que eso no es posible.

—Y no lo es, pero eso no me impide tener la certeza de que debería ser así. Soy demasiado irlandés para no creer en el destino, Eve. Eres mía. Aunque te levantes ahora mismo y me dejes aquí, eso no cambiará las cosas.

—¿Y si me quedo?

—Entonces te daré lo que pueda durante el tiempo que me sea posible. No se trata solo de sexo, Eve, aunque Dios sabe lo mucho que te deseo. Se trata de estar ahí cuando abras los ojos al despertar, de pasar horas juntos en un porche soleado escuchando el rumor del viento, de leer al calor de una chimenea, de compartir una cerveza en un partido de béisbol. —Victor hizo una pausa para respirar lentamente—. Muriel y yo llevamos muchos años casados, y nunca le he sido infiel, en todos los que llevamos juntos. No espero que me creas.

—Quizá sea por eso por lo que te creo. —Eve se puso en pie con gesto tembloroso, pero alzó la mano para dar a entender a Victor que no se levantara—. Necesito tiempo, Victor, y tú también. De momento, vamos a terminar la película y ya veremos lo que sentimos después.

—¿Y si sentimos lo mismo?

—Si sentimos lo mismo… veremos lo que nos depara el destino.

—Y al terminar la película sentíamos lo mismo —explicó Eve, con la taza aún en la mano y lágrimas cayéndole por las mejillas sin que se diera cuenta—. El destino nos ha deparado un largo y arduo camino que recorrer.

—¿Lo cambiaría? —inquirió Julia en voz baja.

—Hay partes que sí, desde luego. Pero, en general, no importaría mucho. Seguiría estando donde estoy y siendo como soy ahora mismo. Y Victor seguiría siendo el único hombre. —Eve se echó a reír al tiempo que se limpiaba una lágrima con el dedo índice—. El único hombre capaz de hacerme llegar hasta este punto.

—¿El amor lo merece?

—El amor lo merece todo —respondió Eve antes de cambiar el tono de su conversación—. Me estoy poniendo sensiblera. No me vendría nada mal un trago, pero ya lo he hecho otras veces y después la cámara no perdona —comentó antes de sentarse de nuevo. Reclinándose en el sofá, cerró los ojos y se quedó callada tanto rato que Julia se preguntó si se habría dormido—. Has logrado hacer de este lugar un hogar feliz, Julia.

—Es su hogar.

—Humm… mi casa. Eres tú quien pone flores en la regadera, quien deja los zapatos tirados en el suelo, quien enciende las velas que hay en la repisa de la chimenea y quien pone fotos de un niño risueño encima de la mesa que hay junto a la ventana. —Eve abrió los ojos con pereza—. Creo que hay que ser una mujer lista para hacer de una casa un hogar feliz.

—¿Y no una mujer feliz?

—Tú no lo eres. Estás contenta con tu vida, eso desde luego. Satisfecha con tu trabajo, realizada como madre, orgullosa de las aptitudes que tienes y deseosa de pulirlas. Pero ¿feliz? No mucho.

Julia se inclinó hacia delante para pulsar el botón de pausa de la grabadora. Algo le decía que aquella no sería una conversación que le gustaría volver a escuchar más adelante.

—¿Por qué no habría de ser feliz?

—Porque tienes una herida que nunca se ha cerrado, la herida que te dejó el hombre con el que concebiste a Brandon. El tono afable y lleno de interés que Julia había empleado hasta entonces se endureció como el hielo.

—Ya hemos hablado todo lo que teníamos que hablar del padre de Brandon. Espero no tener que arrepentirme de ello.

—No estoy hablando del padre de Brandon, sino de ti. Te usaron y te dejaron en la estacada siendo tú muy joven. Eso te ha impedido buscar otro tipo de relaciones con las que sentirte realizada.

—Puede que le cueste entenderlo, pero no todas las mujeres miden su grado de realización personal en función del número de hombres que hay en sus vidas.

Eve se limitó a arquear una ceja.

—Bueno, parece que he traspasado la piel. Tienes razón. Pero la mujer que se guía por un baremo de medición como ese es tan insensata como la que se niega a admitir que un hombre puede mejorar su vida. —Eve hizo una larga pausa para estirar las extremidades con agilidad—. Julia, querida, la grabadora está apagada. Solo estamos tú y yo. ¿Vas a decirme, hablando de mujer a mujer, que no te sientes atraída, intrigada o excitada por Paul?

Tras ladear la cabeza, Julia juntó las manos sobre su regazo.

—Y si me sintiera atraída por él, ¿acaso sería de su incumbencia?

—Claro que no. ¿Quién quiere saber solo lo que es de su incumbencia? Tú mejor que nadie deberías entender la necesidad apremiante que tenemos todos de estar al tanto de los asuntos de los demás.

Julia se echó a reír. Resultaba difícil mostrarse enfadada ante aquella muestra de franqueza tan afable.

—Como no soy ninguna estrella, mis secretos por suerte son solo míos. —Estaba disfrutando tanto del momento que apoyó los pies encima de la mesa de centro—. La verdad es que no son muy interesantes que digamos. ¿Por qué no me cuenta la razón por la que trata de emparejarnos a Paul y a mí?

—Porque cuando os veo juntos me parece que es así como tiene que ser. Y conociéndolo a él más de lo que te conozco a ti en estos momentos, estoy en disposición de valorar su reacción. Y la conclusión es que está fascinado contigo.

—Pues qué poco cuesta despertar su fascinación.

—Todo lo contrario. Que yo sepa, y te digo esto con la debida modestia, soy la única mujer que lo ha conseguido hasta que te conoció.

—Cuánta modestia —repuso Julia, frotándose la parte superior del empeine de un pie con la planta del otro en un gesto perezoso—. Usted no tiene un pelo de modestia en todo su cuerpo.

—Bingo.

Dejándose llevar por un antojo repentino de comer brownies, Julia se levantó y fue a la cocina a buscar la bandeja llena de cuadrados de chocolate negro. Cuando la dejó encima de la mesa de centro, ambas mujeres se quedaron mirándola con recelo antes de lanzarse al ataque.

—¿Sabe qué? —dijo Julia con la boca llena—. El otro día me dijo que yo le recordaba a usted.

—¿En serio? —Eve se lamió el chocolate que tenía en los dedos, saboreándolo—. ¿Imaginación de escritor? ¿O instinto? —Ante la mirada de desconcierto de Julia, Eve meneó la cabeza—. Tengo que salir de aquí antes de que acabe comiéndome otro trozo.

—Si usted lo hace, yo también. No sin pesar.

Eve resistió la tentación.

—Tú no tienes que embutirte mañana en un traje de época. Pero antes de irme déjame decirte algo en que pensar. Antes me has preguntado si cambiaría algo en mi relación con Victor. Lo primero que cambiaría, y lo más importante, sería algo muy sencillo. —Eve se inclinó hacia delante y le clavó una mirada penetrante—. No esperaría a que la película estuviera terminada. No perdería un solo día, una sola hora, un solo instante. Haz lo que te pide el cuerpo, Julia, y al infierno con la prudencia. Vive, pásatelo bien, come hasta no poder más. De lo contrario, lo que más lamentarás al final de tu vida es haber perdido el tiempo.

Lyle Johnson dio un sorbo a la botella de Bud y comenzó a pulsar mecánicamente el botón de cambio de canal del mando a distancia. Aquella noche no había nada interesante en la tele. Lyle estaba tumbado en la cama sin hacer de su habitación. Solo llevaba puesto un slip de malla azul celeste; de ese modo, si decidía levantarse para coger otra cerveza de la nevera, tendría la oportunidad de admirar su cuerpo al pasar por delante del espejo. Estaba más que orgulloso de su físico, y sentía una especial predilección por su pene, una imagen digna de contemplación al decir de las numerosas y afortunadas féminas que habían disfrutado de él.

En general, Lyle estaba satisfecho con su vida. Se dedicaba a conducir la monstruosa limusina de una estrella de cine. Puede que Eve Benedict no fuera Michelle Pfeiffer ni Kim Basinger, pero para la edad que tenía no se conservaba nada mal. De hecho, a Lyle no le habría importado compartir con la señora su asombroso pene de fama mundial. Pero prefería no traspasar los límites de su relación estrictamente laboral.

Aun así, se lo había montado bien. El apartamento que ocupaba encima del garaje era más grande y mejor que el cuchitril de Bakersfield donde había pasado su infancia y su adolescencia sembrada de insatisfacciones. Allí tenía microondas, televisión por cable y alguien que le cambiaba las sábanas y que le limpiaba el apartamento una vez por semana.

La estirada de la muchacha de servicio, CeeCee, había rehusado viajar al paraíso en aquella cama recién hecha con sábanas limpias. No sabía lo que se perdía. Otra salió ganando en su lugar, pues Lyle no había tenido problemas para llevarse a la cama a otras mujeres más simpáticas que ella.

Sin embargo, le cabreaba que le hubiera amenazado con ir a la jefa si se le volvía a insinuar.

Lyle puso la MTV y, como se moría de aburrimiento, decidió ir a por uno de aquellos porros que guardaba a buen recaudo. En total tenía diez canutos perfectamente liados, envueltos en plástico y escondidos en una caja de cereales de Quaker Oats. La jefa tenía una política muy estricta en cuestión de drogas. Quien consumía tenía las de perder. Y no se refería únicamente a las drogas duras, como le dejó bien claro cuando lo contrato.

En vista de que hacía una buena noche, decidió montárselo aún mejor. Se puso un pantalón de chándal y cogió la cerveza, el porro y unos prismáticos. En el último momento subió el volumen de la televisión para poder oírla desde el tejado.

Con los prismáticos colgados al cuello, el porro en la boca y la cerveza sujeta entre dos dedos no le fue muy difícil trepar hasta su objetivo.

Una vez instalado en su atalaya particular, se encendió el porro. Desde allí podía divisar gran parte del estado. En lo alto brillaba la bóveda celeste y un cuarto de luna. La suave brisa llevaba consigo una mezcla de fragancias procedentes del jardín, y el olor veraniego del césped que el jardinero había cortado aquella misma tarde.

La vieja vivía a todo tren, y eso merecía su respeto. Tenía de todo: piscina, pistas de tenis y toda clase de árboles exóticos. Lyle conservaba recuerdos memorables del campo de golf en el que la señorita B. había perdido ya todo interés. Una noche de lo más ajetreada consiguió meter de extranjis en la finca a una camarera a la que se follo encima de aquel césped recién cortado tan cojonudo. ¿Cómo le había dicho que se llamaba?, se preguntó mientras retenía el humo de la marihuana en los pulmones. ¿Terri, Sherri? Bah, se llamara como se llamase, aquella tía tenía una boca que parecía una ventosa. Quizá debería pasarse a verla otra vez.

Sin darse cuenta movió los prismáticos hacia la casa de invitados. Allí dentro sí que había una verdadera obra de arte, cosa fina. Lástima que aquel culito tan mono se hiciera tanto el estrecho. La muy bruja era más fría que un témpano de hielo.

Y cuidadosa, tanto que aún no había tenido la oportunidad de pillarla haciendo nada interesante con los estores subidos. Solo había podido verla pasando por delante de una ventana iluminada envuelta en un albornoz o tapada con una sudadera ancha. Pero cuando se desvestía siempre bajaba los estores. Después de semanas de una intensa actividad voyeurista, Lyle dudaba si la señorita Julia Summers se quitaría alguna vez la ropa.

La jefa no se andaba con tantos remilgos. Lyle la había visto quedarse en cueros en más de una ocasión, y habría sido el primero en felicitarla por lo bien que se conservaba.

Aquella noche había luces encendidas en la casa de invitados. Todavía quedaban esperanzas. En cualquier caso, Lyle se tomaba su faceta de mirón como un empleo. Un hombre en su posición y con sus ambiciones siempre podía ganarse un dinero extra. Quizá si Julia se hubiera mostrado un poco más amable, él habría rechazado la propuesta de espiarla. Lyle no para sus adentros al tiempo que comenzaba a hacerle efecto la combinación de cerveza y marihuana. O quizá no. La suma que le habían ofrecido no estaba nada mal, y el trabajo era pan comido.

Lo único que tenía que hacer era estar pendiente de quien entraba y salía de la casa y tomar nota de la rutina de Julia y de las veces que quedaba fuera con alguien. Ni siquiera eso entrañaba dificultad alguna, pues la mujer estaba tan ligada a su hijo que nunca abandonaba la finca sin dejar dicho donde estaría.

Un trabajo fácil y bien pagado. ¿Qué más podía pedirse?

Lyle se animo al encenderse la luz del dormitorio de Julia, lo que le permitió verla por un instante. Todavía iba vestida con una sudadera y un pantalón de chándal, y daba vueltas por la habitación, absorta en sus pensamientos. La esperanza afloró en el pecho excitado de Lyle. Tal vez estuviera lo bastante distraída para olvidar bajar los estores. De repente se quedó parada casi en mitad de la ventana mientras se quitaba la cinta con la que llevaba el cabello recogido.

—Ah, sí. Vamos, nena. Sigue. —Riendo para sus adentros, Lyle sostuvo los prismáticos con una mano y deslizó la otra bajo los pantalones, donde comenzaba a tener ya una agradable erección.

Siempre había oído que la paciencia tenía su recompensa, y así lo creyó al ver que Julia se quitaba la sudadera, debajo de la cual llevaba unas prendas finas como de encaje. Un conjunto de camiseta y culotte, para ser exactos. Lyle se enorgulleció de saber la denominación correcta de aquellas prendas propias de la lencería femenina.

La animó en voz baja mientras comenzaba a estimularse con la mano.

—Vamos, nena, no pares ahora. Así se hace. Quítate esas braguitas. ¡Pero qué piernas, Dios mío!

Lyle dejó escapar un quejido al ver bajar los estores, pero le quedaba la imaginación. Cuando las luces de la habitación de Julia se apagaron, Lyle ya se había puesto en órbita e iba directo a la luna.