Eve se alegraba de volver a estar en activo. Para ella no había nada como rodar para poner cuerpo y mente a pleno rendimiento. Incluso el trabajo de preproducción era, de algún modo, un motivo de excitación, unos largos e increíbles preliminares para el clímax que suponía actuar frente a una cámara.
En una relación sexual de aquel tipo se veían involucradas cientos de personas, y a Eve le gustó ver caras conocidas, de técnicos de iluminación y sonido, electricistas, accesoristas e incluso de ayudantes de ayudantes. Eve no los consideraba tanto una familia como participantes en una orgía de trabajo que, si se hacía bien, podía traducirse en una inmensa satisfacción.
Siempre se había mostrado paciente y dispuesta a colaborar con los técnicos con los que había trabajado… a menos que fueran lentos, ineptos o vagos. Su desenfado y falta de arrogancia le habían valido el afecto de los equipos técnicos que había conocido a lo largo de medio siglo.
Por orgullo profesional aguantaba sesiones interminables de maquillaje y peluquería sin rechistar; no soportaba a los quejicas. Nunca llegaba tarde a una prueba de vestuario o a un ensayo. Cuando era necesario, y a menudo lo había sido, se pasaba el tiempo que hiciera falta bajo un sol abrasador o temblando bajo la lluvia mientras volvía a rodarse una toma.
Había directores a los que les parecía difícil trabajar con ella, pues Eve no era una marioneta displicente que bailaba en cuanto uno tiraba del hilo. Eve cuestionaba, discutía, insultaba y ponía en entredicho a quien fuera. En su haber tenía tantos aciertos como errores. Pero no había un solo director que, hablando con franqueza, la tildara de poco profesional. Cuando llegaba el momento de la acción, Eve Benedict la clavaba. Solía ser la primera en prescindir del guión, tras memorizar su texto a la perfección… y en cuanto las luces se encendían y las cámaras se ponían a rodar, Eve se metía en su papel con la naturalidad con la que una mujer se metería en un baño de espuma.
Y por fin, después de casi una semana de reuniones de última hora, cambios en el guión, sesiones fotográficas y pruebas de todo tipo, estaba preparada para entrar en materia. Eve aguardó sentada, fumando en silencio, mientras le arreglaban la peluca. Aquel día ensayarían, con el vestuario al completo, la escena del baile donde el personaje de Eve, Marilou, conocía al de Peter Jackson, Robert.
Debido a un conflicto de fechas, las pruebas de rodaje previas y la coreografía se habían realizado con el doble de Jackson. Eve sabía que el actor se hallaba en aquel momento en los estudios, ya que varias de las mujeres presentes en el plato habían estado cuchicheando sobre él.
Cuando Jackson apareció, entendió la razón de tanto cuchicheo. La dinámica sexualidad que irradiaba en la pantalla era tan real en el hombre de carne y huesos como el color de sus ojos. El esmoquin que llevaba puesto realzaba a la perfección su complexión de espaldas anchas. Dado que debía pasar gran parte de la película descamisado, Eve supuso que bajo la seda y los gemelos tendría un torso digno de aquel lucimiento. Su abundante cabellera rubia sin peinar añadía un toque aniñado a su atractivo, mientras que sus ojos, de párpados pesados y un tono leonado, desprendían un gran magnetismo sexual.
Eve sabía que, según su biografía, tenía treinta y dos años, un dato que podía ser cierto, pensó mientras le dedicaba un primer repaso exhaustivo con la mirada.
—Señorita Benedict. —Jackson se detuvo a su lado para dirigirse a ella en un tono y con unos modales aterciopelados, dejando su sexualidad en punto muerto—. Es un placer conocerla, y un honor tener la oportunidad de trabajar con usted.
Eve le tendió una mano y no se vio defraudada cuando él la tomó con galantería para llevársela a los labios. Granuja, pensó Eve, sonriendo. Tal vez aquellas semanas en Georgia no fueran tan duras al fin y al cabo.
—Ha hecho usted trabajos interesantes, señor Jackson.
—Gracias —contestó Jackson con una amplia sonrisa que hizo que Eve se reafirmara en su impresión de que se hallaba ante un granuja de mucho cuidado, de los que toda mujer necesitaba conocer por lo menos una vez en su vida—. Señorita Benedict, debo confesarle que cuando supe que había aceptado el papel de Marilou me debatí entre el éxtasis y el pavor. Y sigo así.
—Siempre es grato tener a un hombre debatiéndose entre el éxtasis y el pavor. Y dígame, señor Jackson… —Eve se hizo con otro cigarrillo y le dio unos golpecitos contra el tocador—. ¿Es usted lo bastante bueno para convencer al público de que un hombre varonil y ambicioso podría verse seducido por completo por una mujer que casi le dobla la edad?
Jackson no apartó ni un instante los ojos de ella mientras cogía una caja de cerillas para encender una y dejar que creciera la llama antes de acercarse a Eve y aproximar la cerilla al extremo del cigarrillo.
—Señorita Benedict —comenzó a decir Jackson, sosteniéndole la mirada ante la pequeña llama que ardía entre ambos—, eso no me costará ningún esfuerzo.
Eve sintió aquella súbita sacudida, aquel escalofrío propio de la excitación animal.
—¿Y es usted un actor del método, querido?
—Por supuesto —respondió Jackson antes de apagar la cerilla.
Por muy cansado que pudiera estar su cuerpo, Eve tenía la mente muy despierta al volver a casa. Aquel estremecimiento que solía sentir ante la perspectiva de una aventura reactivó el riego sanguíneo en sus venas. Tenía la convicción de que Peter Jackson sería un amante de lo más interesante e imaginativo. Mientras subía la escalera se dirigió a Nina.
—Querida, di a la cocinera que me prepare algo de carne roja. Tengo un hambre carnívora.
—¿Quieres que te lo suban a la habitación?
—Ya te lo diré.
Eve arqueó una ceja al ver a Travers en el descansillo.
—El señor Flannigan te aguarda en el salón del fondo —le informó Travers—. No ha dejado de beber desde que ha llegado.
Tras un momento de vacilación Eve siguió subiendo la escalera.
—Nina, que la cocinera nos sirva dos platos de carne roja. Cenaremos en el salón. Y enciende la chimenea, querida.
—Muy bien.
—Di a Victor que me reuniré allí con él.
Eve se tomó cerca de una hora para arreglarse mientras se preparaba para lo que fuera que le esperaba. Victor siempre traía consigo alguna preocupación.
Victor Flannigan seguía tan casado como desde el primer día. No podía, o no quería, dejar a su esposa. A lo largo de los años Eve había batallado con encono e incluso con lágrimas por cambiar dicha situación, pero al final había aceptado que aquel matrimonio era una barrera infranqueable a los ojos de la Iglesia de Victor. No podía renunciar a aquel hombre, un hombre que le había hecho llorar más que cualquier otro en toda su vida. Y bien sabía Dios que lo había intentado, pensó Eve mientras se ponía una elegante bata de seda rojo escarlata… con un matrimonio tras otro y un sinfín de amantes. Pero de nada servía. Con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, se perfumó el cuello antes de ajustarse con parsimonia los ornamentados alamares dorados de la bata para que la piel transpirara la cálida fragancia a través de la seda.
Eve había sido la mujer de Victor Flannigan desde el día en que lo conoció, y moriría siendo su mujer. En la vida había destinos peores.
Lo encontró caminando de un lado a otro del salón, con un vaso de whisky en la mano. Victor llenaba la estancia del mismo modo que llenaba el traje, con arrogancia y estilo. Eve siempre había creído que solo los hombres que carecían de lo último hacían que lo primero resultara desagradable.
Victor podría haber subido a su dormitorio a exponerle la preocupación que tuviera, pero él siempre había respetado su trabajo sin cuestionarlo en ningún momento, y también su intimidad cuando ella se lo pedía.
—Tendría que haberme imaginado que volverías a beber y vendrías a llamar a mi puerta —dijo Eve en un tono suave, sin censura alguna.
—Ya lo pagaré mañana. —Incluso mientras tomaba otro trago se lamentó de no poder dejar el vaso a un lado—. Son los genes irlandeses, Eve. Todo irlandés ama a su madre y el buen whisky. Mi madre está muerta, Dios la tenga en su gloria. Pero siempre me quedará el whisky.
Victor sacó un cigarrillo para obligarse a dejar el vaso un momento.
—Siento haberte hecho esperar —dijo Eve, dirigiéndose al bar para abrir la nevera. Le costó tan solo un instante decidir abrir una botella grande de champán en lugar de una individual. Parecía que le esperaba una larga noche—. Necesitaba quitarme de encima el cansancio de la jornada laboral.
Victor la observó mientras Eve abría la botella con habilidad, descorchándola con un ruido sordo.
—Estás preciosa, Eve. Se te ve suave, sexy y segura de ti misma.
—Es que soy una mujer suave, sexy y segura de mí misma —dijo Eve sonriendo mientras se servía una primera copa de champaña—. ¿No son esas tres de las razones por las que me amas?
Con un movimiento repentino, Victor volvió la cabeza para plantarse frente al fuego que Nina había encendido en la chimenea. Entre las llamas y el alcohol imagino que podía ver su vida pasar ante sus ojos. Y en casi todos los fotogramas del extenso largometraje aparecía Eve.
—Y de qué manera te amo. Más de lo debería un hombre en su sano juicio. Si para tenerte tuviera que matar, no me su pondría ningún esfuerzo.
No era verlo beber lo que inquietó a Eve, sino el tono de desesperación que percibió en su voz y que sabía que no tenía nada que ver con el whisky o los genes irlandeses.
—¿Qué te ocurre, Victor? ¿Qué ha pasado?
—Han vuelto a ingresar a Muriel.
El mero hecho de pensar en su mujer lo llevó a coger de nuevo el vaso de whisky y la botella.
—Lo siento —dijo Eve, poniendo una mano sobre la de él, no para detenerlo sino para ofrecerle todo el consuelo que pudiera, como siempre había hecho y como siempre haría—. Sé el calvario que supone para ti, pero no puedes culparte constantemente.
—¿Ah, no?
Victor se sirvió otra copa y se lanzó a beber con desesperación, sin disfrutar lo más mínimo. Eve sabía que quería emborracharse. Lo necesitaba, sin importarle las consecuencias.
—Ella sigue culpándome a mí, Eve, ¿y por qué no habría de hacerlo? Si yo hubiera estado a su lado cuando se puso de parto en lugar de estar en Londres rodando una puta película, puede que ahora los tres fuéramos libres.
—De eso hace ya casi cuarenta años —repuso Eve con impaciencia—. ¿No es suficiente penitencia para todo Dios o toda Iglesia existente? Y aunque hubieras estado a su lado, no habrías podido hacer nada por salvar la vida del bebé.
—Nunca estaré seguro de ello.
—Por eso nunca podría aspirar a la absolución.
—Estuvo allí tendida durante horas antes de poder pedir auxilio. Maldita sea, Eve, para empezar no debería haberse quedado embarazada, no con los problemas físicos que tenía.
—Fue una decisión suya —espetó Eve—. Además, eso es agua pasada.
—Es el principio de todo o el final. La pérdida del bebe la destrozó hasta el punto de debilitar su mente tanto como ya lo estaba su cuerpo Muriel nunca lo ha superado.
—Ni ha dejado que tú lo superaras. Lo siento, Victor, pero me duele y me enfurece ver cómo te hace sufrir por algo que escapaba a tu control. Sé que Muriel no está bien, pero su enfermedad me parece una mala excusa para arruinarte la vida. Y arruinármela a mí —añadió Eve con amargura—. ¡A mí!
Victor la miró, y sus ojos grises llenos de preocupación vieron en los suyos el dolor y los años que habían perdido.
—A una mujer fuerte le cuesta compadecerse de una mujer débil.
—Te quiero, Victor. Y odio lo que te ha hecho. A ti y a mi —Eve hizo un gesto de negación con la cabeza antes de que Victor tuviera oportunidad de hablar y volvió a poner sus manos sobre las de él. Aquel era ya un camino más que trillado y no sacarían nada en claro recorriéndolo de nuevo—. Sobreviviré No me queda más remedio. Pero me gustaría creer que antes de morir te veré feliz. Feliz de verdad.
Incapaz de responder, Victor apretó los dedos de ella, sacando la entereza que necesitaba de su contacto. Tras obligarse a respirar hondo varias veces seguidas, se vio por fin capaz de revelarle el peor de sus temores.
—No sé si saldrá de esta. Ha tomado Seconal.
—Dios mío —Eve lo estrecho entre sus brazos, pensando únicamente en él y su desgracia—. Lo siento muchísimo, Victor.
Victor quería escarbar en el interior de Eve, en su tierno sentimiento de compasión… y aquel deseo lo desgarraba por dentro, pues no podía borrar de su mente el rostro pálido de su esposa.
—Le han hecho un lavado de estómago, pero está en coma. —Victor se pasó la mano por la cara; sin embargo, no pudo eliminar de ella la fatiga que reflejaba—. He hecho que la trasladen discretamente al centro de reposo de Oak Terrace.
Eve vio a Nina acercarse a la puerta y le hizo un gesto con la cabeza para que no entrara. La cena tendría que esperar.
—¿Cuándo ha ocurrido todo eso, Victor?
—La he encontrado esta mañana. —Victor no se resistió cuando Eve le cogió del brazo para llevarlo hasta un sillón, donde se sentó frente al fuego, con los sentidos embotados por el perfume de su amante y el sentimiento de culpa que lo atenazaba—. En su habitación. Llevaba puesto el salto de cama de encaje que le regalé por nuestras bodas de plata, cuando intentamos reconciliarnos una vez más. Se había maquillado. Era la primera vez en más de un año que la veía con los labios pintados. —Victor se inclinó hacia delante, hundiendo el rostro entre sus manos mientras Eve le masajeaba los hombros—. Tenía agarrados los patucos que había tejido para el bebé. Creía que me había deshecho de todas esas cosas, pero debía de tenerlos escondidos en alguna parte. El frasco de pastillas estaba al lado de la cama, junto con una nota.
A sus espaldas crepitaba el fuego de la chimenea, lleno de vida y calor.
—En ella ponía que estaba cansada, y que quería estar con su pequeña. —Victor se recostó de nuevo en el sillón, buscando a tientas la mano de Eve—. Lo peor de todo es que habíamos discutido la noche anterior. Había quedado con alguien, no me dijo con quién. Pero fuera quien fuese había estado calentándole la cabeza con tu libro. Cuando volvió a casa, estaba hecha una fiera, fuera de sí. Yo tenía que detenerte. No estaba dispuesta a ver publicadas sus humillaciones y sus tragedias. Lo único que me había pedido en todo el tiempo que llevábamos juntos era que mantuviera mi relación pecaminosa en privado y que le ahorrara el dolor de que saliera a la luz. ¿Acaso no había cumplido ella con sus votos? ¿No había estado a punto de morir por tratar de darme un hijo?
¿Y acaso no había encadenado a ella a un hombre con un matrimonio destructivo y sin amor durante cerca de cincuenta años?, pensó Eve. No podía sentir compasión, culpa o arrepentimiento alguno por Muriel Flannigan. Y bajo el amor que sentía por Victor guardaba el rencor que él debería sentir hacia ella.
—Fue una escena horrible —prosiguió Victor—. No dejaba de pedir a Dios que condenara mi alma y la tuya al infierno, y a la Virgen que le diera fuerzas.
—Santo cielo.
Victor logró esbozar una lánguida sonrisa.
—Hazte cargo, Eve, Muriel hablaba en serio. Si hay algo que la ha mantenido viva todos estos años, ha sido la fe. Le ha ayudado a mantener la calma la mayor parte del tiempo. Pero la idea del libro hizo que le diera casi un ataque.
Victor cerró los ojos un instante. La imagen de su mujer retorciéndose en el suelo con los ojos en blanco y su cuerpo sacudiéndose entre convulsiones le hizo sudar por todo el cuerpo.
—Llamé a la enfermera y entre los dos conseguimos dar a Muriel la medicación. Cuando por fin la metimos en la cama estaba calmada, llorosa y arrepentida. Estuvo aferrada a mí un rato, suplicándome que la protegiera. De ti. La enfermera se quedó con ella hasta el amanecer. En algún momento, después de que la dejara sola y antes de que yo fuera a verla a las diez, Muriel se tomó las pastillas.
—Lo siento muchísimo, Victor. —Eve estaba abrazada a él, con la mejilla pegada a la suya, y lo mecía suavemente como si fuera un niño pequeño—. Ojalá hubiera algo que pudiera hacer.
—Lo hay. —Victor puso las manos en sus hombros para echarla hacia atrás—. Puedes decirme que escribas lo que escribas en tu libro, no incluirás nuestra relación.
—¿Cómo puedes pedirme algo así? —repuso Eve, apartándose de él con un gesto brusco, sorprendida de que después de tantos años, y de tanto sufrimiento, aquel hombre aún pudiera hacerle daño.
—Debo hacerlo, Eve. No por mí. Bien sabe Dios que no es por mí, sino por Muriel. Ya le he hecho sufrir bastante. Los dos le hemos hecho sufrir. Si vive, sería más de lo que podría soportar.
—Durante prácticamente la mitad de mi vida ha sido Muriel quien ha llevado la batuta.
—Eve…
—No, maldita sea. —Eve se acercó a la barra de nuevo para servirse otra copa de champán. Le temblaban las manos. Sería posible, renegó para sus adentros. No había otro hombre en la faz de la tierra capaz de hacerle temblar, y se lamentó de no poder odiarle por ello—. ¿Que yo le he hecho sufrir? —Su voz cortaba el aire que había entre ellos con la precisión de un bisturí, separándolo en dos partes iguales que nunca podrían estar unidas—. Pero qué estupidez. Ella es tu esposa, la mujer con la que te has sentido obligado a pasar las Navidades, la mujer que tenías en casa noche tras noche mientras yo he tenido que conformarme con las sobras.
—Ella es mi esposa —dijo Victor con calma mientras le remordía la vergüenza—. Tú eres la mujer a la que he amado.
—¿Y crees que eso lo hace más fácil? —¿Cuanto más fácil era tragarse un puñado de barbitúricos? ¿Acabar con todo el sufrimiento y borrar todos los errores en lugar de enfrentarse a ellos?, se preguntó Eve con resquemor—. Ella adoptó tu apellido y llevó a tu hijo en su seno frente a todo el mundo. Lo que me quedan a mí son tus secretos, tus necesidades.
Victor se sentía avergonzado de no haber podido darle más, y le mortificaba no haber podido recibir más de ella.
—Si pudiera cambiar las cosas…
—Pero no puedes —le interrumpió Eve—. Ni yo tampoco. Ese libro es de vital importancia para mí. Es algo a lo que no puedo ni quiero renunciar. Pedirme eso es como pedirme que renuncie a mi propia vida.
—Solo te pido que lo nuestro siga siendo nuestro y de nadie más.
—¿Nuestro? —repitió Eve con una risa—. Querrás decir tuyo, mío y de Muriel. Además de las otras personas en las que hemos confiado a lo largo de los años, como criados y amigos leales y curas farisaicos que después de sermonear a uno le dan la absolución. —Eve hizo un esfuerzo por reprimir el lado más negativo de su ira—. ¿No conoces el dicho de que para que tres personas guarden un secreto dos de ellas tienen que estar muertas?
—No hay necesidad de hacerlo público —repuso Victor, poniéndose en pie para coger su vaso—. No tienes por qué escribirlo en un libro y venderlo en las librerías… ¡O en los supermercados!
—Mi vida es pública, y tú formas parte prácticamente de la mitad de ella. No la censuraré ni por ti ni por nadie.
—Nos destruirás, Eve.
—No. Hubo un tiempo, hace mucho, en que así lo creí. —El último resquicio de ira que quedaba en su interior afloró mientras bajaba la vista hacia las burbujas que danzaban dentro de su copa y evocaba el pasado—. Pero he llegado a la conclusión de que estaba equivocada, y de que tomé la decisión… incorrecta. Podría habernos liberado.
—No sé de qué hablas.
Eve sonrió con secretismo.
—Ahora mismo solo importa que yo sí lo sé.
—Eve —comenzó a decir Victor, tratando de contener su propia ira mientras se dirigía a ella—. Ya no somos unos niños. La mayor parte de nuestras vidas ya es historia. El libro no cambiará en nada tu vida ni la mía. Pero para Muriel puede marcar la diferencia entre unos años en paz o el infierno.
¿Y qué hay del infierno que supone para mí?, fue la pregunta que acudió rápidamente a su mente, pero que se abstuvo de expresar.
—Ella no es la única que ha tenido que vivir con el sufrimiento y el dolor de la pérdida, Victor.
Victor se levantó del sillón de golpe, con la cara encendida de emoción.
—Está debatiéndose entre la vida y la muerte.
—Todos lo estamos.
Victor tensó los músculos de la mandíbula y, con los brazos caídos a los lados, cerró sus manos enormes en puños.
—Había olvidado lo fría que puedes llegar a ser.
—Pues será mejor que lo recuerdes. —Aun así, Eve puso una mano sobre la de él con un gesto lleno de ternura y cariño—. Deberías ir con tu esposa, Victor. Seguiré estando aquí cuando me necesites.
Victor volvió la mano y sostuvo con fuerza la de Eve durante un instante antes de marcharse.
Eve se quedó durante un rato plantada en mitad de una sala que olía a leña quemada, whisky y sueños aparcados. Pero cuando tomó la decisión actuó con rapidez.
—¡Nina! Nina, que alguien me traiga la cena a la casa de invitados.
Eve ya estaba saliendo por la puerta de la terraza antes de que Nina entrara a toda prisa en el salón.
—¿A la casa de invitados?
—Sí, y rápido. Me muero de hambre.
Brandon estaba enfrascado construyendo una estación espacial sumamente intrincada. Frente a él parpadeaba el televisor encendido, pero la serie que estaban dando había dejado de atraer su interés. Se le acababa de ocurrir la idea de construir una pasarela flotante entre la zona de acoplamiento y el laboratorio.
Estaba sentado encima de la alfombra del salón de estilo indio, con su pijama de Batman desgastado que tanto le gustaba. Esparcidos a su alrededor, había varios muñecos articulados.
Al oír que llamaban levantó la vista y vio a Eve a través de la cristalera de la terraza. Su madre le había dado la orden reiterada de que no abriera a nadie, pero sin duda sabía que eso no incluía a la anfitriona.
Se apresuró a levantarse del suelo para descorrer el pestillo.
—Hola. ¿Quiere ver a mi madre?
—Sí, más tarde. —Eve había olvidado lo atractivo que podía resultar un niño recién aseado y con el pijama puesto. Bajo el aroma a jabón, acechaba aquel olor a selva propio de una criatura de la edad de Brandon. De repente, y para su sorpresa, sintió el impulso de alborotarle el pelo—. ¿Y cómo está usted, señor Summers?
A Brandon le entró la risa y le dedicó una amplia sonrisa. Eve lo llamaba así a menudo cuando se veían por la finca. En las últimas semanas se había ganado su simpatía de una forma distante. Mandaba a la cocinera que le llevara dulces y pasteles glaseados cuyo consumo Julia le tenía restringido, y cuando lo veía en la piscina bajo la vigilancia de su madre o de CeeCee siempre lo llamaba o le hacía señas para que se acercara.
—Estoy bien. Puede pasar.
—Vaya, gracias.
Eve entró en la casa, con la bata de seda arremolinándose a su paso.
—Mamá está hablando por teléfono en su despacho. ¿Quiere que vaya a avisarla?
—Esperaremos a que acabe.
Sin saber muy bien qué hacer con Eve, Brandon se quedó parado frente a ella y se encogió de hombros.
—¿Quiere que le traiga algo… algo de comer o de beber? Tenemos brownies.
—Seguro que están riquísimos, pero no he cenado todavía. Ahora me traerán la cena. —Eve se dejó caer en el sofá y sacó un cigarrillo. De repente cayó en la cuenta de que era la primera vez que tenía la oportunidad de hablar con el muchacho a solas en la que podía considerarse como su casa—. Supongo que debería preguntarte lo típico sobre el colegio y los deportes, pero me temo que ninguna de las cosas me interesan mucho. —Eve bajó la vista al suelo—. ¿Qué estás haciendo?
—Estoy construyendo una estación espacial.
—Una estación espacial. —Intrigada, dejó el cigarrillo a un lado sin encenderlo y se inclinó hacia delante—. ¿Y cómo hace uno para construir una estación espacial?
—No es tan difícil si tienes una idea clara. —Dispuesto a compartir con ella los entresijos de su obra, Brandon se sentó de nuevo en la alfombra—. Mire, estas piezas se enganchan unas con otras, y las hay de toda clase para poder montarlas por capas, en forma de curvas o de torres. Ahora voy a poner este puente entre la zona de acoplamiento y el laboratorio.
—Sabia decisión, estoy segura. A ver cómo lo haces.
Cuando Nina llegó cinco minutos después con una bandeja, se encontró a Eve sentada en el suelo con Brandon, tratando de montar unas piezas de plástico.
—Tendrías que haber mandado a uno de los criados que la trajera —dijo Eve, señalando la mesa de centro—. Anda, déjala ahí.
—Quería recordarte que mañana tienes que levantarte a las seis y media.
—No te preocupes, querida. —Eve dejó escapar un gritito triunfal al ver que las piezas encajaban—. Dormiré las horas necesarias para levantarme guapa y fresca.
Nina vaciló, indecisa.
—No dejarás que se te enfríe la cena, ¿verdad?
Eve emitió unos cuantos sonidos de asentimiento y siguió montando piezas. Brandon aguardó a que la puerta de la terraza estuviera cerrada para decir en voz baja:
—Parece una madre.
Eve alzó la vista con las cejas arqueadas y dejó escapar una carcajada.
—Tienes toda la razón, muchacho. Un día tienes que hablarme de la tuya.
—La mía casi nunca grita. —Brandon frunció la boca mientras ideaba la obra de ingeniería del puente—. Pero se pasa el día preocupada por todo. Por ejemplo, por si salgo corriendo a la calle y me atropella un coche, por si como más dulces de la cuenta o por si se me olvida hacer los deberes. Y eso que no me pasa casi nunca.
—¿Que te atropelle un coche?
Brandon estalló en una risa llena de agradecimiento.
—Que se me olvide hacer los deberes.
—Supongo que una buena madre tiene que preocuparse por su hijo. —Eve levantó la cabeza y sonrió—. Hola, Julia.
Julia se quedó perpleja ante aquella estampa, preguntándose cómo debía tomarse el hecho de que Eve Benedict estuviera sentada en el suelo con su hijo hablando sobre maternidad.
En un gesto automático y distraído, Julia apagó el televisor.
—Siento haberla hecho esperar.
—No tienes por qué disculparte. —Esta vez Eve cedió a su impulso de acariciar la cabeza de Brandon—. He estado la mar de entretenida —dijo mientras se ponía en pie, sintiendo apenas un leve dolor en las articulaciones por estar sentada en cuclillas en el suelo—. Espero que no te importe que coma mientras charlamos —le comentó, señalando la bandeja tapada—. Aún no he tenido tiempo de cenar desde que he vuelto de los estudios, y tengo algo que contarte.
—Cómo me va a importar, por favor. Adelante. Brandon, mañana hay que ir al colegio.
Era su forma de decirle que tenía que acostarse, y Brandon suspiró.
—Iba a construir este puente.
—Ya lo construirás mañana. —Una vez que su hijo se levantó del suelo a regañadientes, Julia se llevó las manos a la cara—. ¡Menuda estación espacial! Anda, déjalo todo como está —le dijo antes de darle un beso en la frente, seguido de otro en la nariz—. Y no olvides…
—Cepillarte los dientes —acabó de decir Brandon, poniendo los ojos en blanco—. Venga, mamá.
—Venga, Brandon —dijo Julia entre risas, dando un achuchón a su hijo—. Quiero las luces apagadas a las diez.
—Sí, señora. Buenas noches, señorita B.
—Buenas noches, Brandon. —Eve lo siguió con la mirada mientras el pequeño subía la escalera, luego se volvió hacia Julia—. ¿Siempre es tan obediente?
—¿Quién, Brandon? Supongo que sí —respondió Julia sonriendo mientras se frotaba la nuca para aliviar la tensión acumulada después de un duro día de trabajo—. Pero también sabe que solo hay unas cuantas reglas con las que me muestro inflexible.
—Tiene suerte. —Eve levantó la tapa de la bandeja e inspeccionó el bistec Diana que le habían preparado—. Recuerdo cuando muchos de mis amigos y compañeros de profesión tenían a los hijos pequeños. Como invitada, una solía verse expuesta a los lloriqueos, los mohines, los berrinches y los llantos. Viendo el panorama, se me quitaron las ganas de tener hijos.
—¿Por eso nunca tuvo uno?
Eve sacó la servilleta del servilletero de porcelana y extendió el cuadrado de hilo rosado sobre su regazo.
—Podría decirse que por eso me pasé mucho tiempo preguntándome por qué tendría nadie hijos. Pero no he venido aquí esta noche para hablar de los misterios de la educación de los hijos —dijo, pinchando un delicado espárrago—. Espero que te venga bien que hablemos un rato. Y que lo hagamos aquí.
—Sí, cómo no. Si me permite un momento para que vaya a ver a Brandon y a por mi grabadora.
—Adelante.
Eve se sirvió la infusión de hierbas de la tetera que había en la bandeja y aguardó.
Aunque apreciaba los diferentes sabores y texturas, comía de forma mecánica. Necesitaba combustible para dar lo mejor de sí misma en el plato a la mañana siguiente. Nunca daba menos de lo mejor de sí misma. Cuando Julia se acomodó en el sillón que había enfrente de ella, Eve ya se había comido la mitad del plato.
—Debo informarte de que esta noche ha venido a verme Victor, razón por la cual he decidido hablar contigo ahora que todo me bulle aún en la cabeza. Su mujer ha intentado suicidarse esta mañana.
—Dios mío.
Eve levantó los hombros mientras cortaba otro trozo de carne.
—No es la primera vez. Si la ciencia médica consigue que Muriel salga de esta, habrá sido su último intento. Dios parece proteger a los tontos y a los neuróticos. —Eve se metió el trozo de carne en la boca—. Te pareceré insensible.
—Impasible —repuso Julia al cabo de un momento—. Existe una diferencia.
—Desde luego que sí. Yo siento, Julia. Ya lo creo que siento. —Eve se pasó de nuevo a la tisana, preguntándose cuánto tardaría en aliviarle el dolor de garganta—. ¿Qué otro motivo tendría para darle tantos años de mi vida a un hombre que nunca podría ser mío?
—Victor Flannigan.
—Victor Flannigan. —Con un suspiro, Eve tapó la bandeja y se recostó en el sofá con un vaso de agua fría en la mano—. Lo he amado, y he sido su amante, desde hace treinta años. Es el único hombre por el que me he sacrificado en mi vida, el único que me ha hecho pasar noches solitarias, de esas en las que una mujer se debate entre la desesperación y la esperanza bañada en lágrimas.
—Aun así se ha casado dos veces en los últimos treinta años.
—Así es. Y he tenido todos los amantes que he querido. Estar enamorada de Victor no significaba que tuviera que dejar de vivir. Esa era, o es, la visión de Muriel, no la mía.
—No le he pedido que se justificara, Eve.
—¿No? —Eve se atusó el cabello con los dedos y luego tamborileó con ellos sobre el brazo del sofá. Puede que Julia no se lo hubiera pedido, pensó Eve, pero su mirada sí—. Nunca trataría de retenerlo haciéndome la mártir. Y sí, lo reconozco, he intentado olvidarlo llenando mi vida de otros hombres.
—Y él le ama.
—Ya lo creo. Lo que sentimos el uno por el otro es mutuo. De ahí que resulte trágico pero también maravilloso.
—Si eso es cierto, Eve, ¿por qué está casado con otra persona?
—Excelente pregunta. —Tras encenderse un cigarrillo, Eve se hundió en los cojines del sofá—. Una pregunta que me he hecho infinidad de veces a lo largo de los años, y que seguí haciéndome incluso cuando supe la respuesta. Su matrimonio con Muriel ya se tambaleaba cuando nos conocimos, y no lo digo por quitar importancia al adulterio. Lo digo porque es verdad. —Eve expelió una rápida bocanada de humo—. Me importaría un bledo que yo fuera la causante de que Victor se hubiera desenamorado de su esposa, pero eso ya había sucedido antes de que yo apareciera en escena. Él se quedó con ella porque se sentía responsable, porque ella no le habría concebido el divorcio dada su fe… y porque perdieron un hijo, una niña, en el parto, una pérdida a la que Muriel nunca se sobrepuso, o nunca se permitió sobreponerse.
»Muriel siempre ha tenido una salud delicada. Pero de epilepsia, nada —aseguró Eve, sonriendo—. Nunca se ha dado el más mínimo rumor o indicio de que la esposa de Victor fuera epiléptica. Claro que dicha enfermedad no comporta ningún estigma en la actualidad.
—Pero hace una generación sí —añadió Julia.
—Y Muriel Flannigan es de esas mujeres que se aferran a ese tipo de cosas y se deleitan con ello.
Julia frunció el ceño.
—¿Está diciendo que se vale de la enfermedad para inspirar compasión?
—Querida mía, se vale de ella con la sagacidad y la mente fría y calculadora con las que un general se valdría de sus tropas. La enfermedad la protege de la realidad, y se ha pasado la vida arrastrando a Victor con ella tras ese escudo protector.
—Es difícil arrastrar a un hombre allí donde no quiere ir.
Tras apretar los labios un instante, Eve esbozó una sonrisa crispada.
—Touché, querida.
—Lo siento. Estoy juzgando sin saber. Es que… —Me preocupo por usted, pensó Julia para sus adentros, espirando con impaciencia. Si había alguien capaz de arreglárselas por su cuenta era Eve—. No debería haberlo hecho —concluyó—. Usted conoce a los actores mejor que yo.
—Bien dicho —musitó Eve—. Los tres hemos estado interpretando un guión sin fin. La otra mujer, la sufrida esposa, y el hombre dividido entre su corazón y su conciencia —explicó, blandiendo un cigarrillo en el aire para luego quedarse con la mirada absorta en el infinito, sin encenderlo—. Yo le ofrecía sexo; ella responsabilidad, e interpretaba su papel con gran astucia. Cuántas veces habrá dejado de tomar la medicación que mantiene bajo control la enfermedad cuando le ha convenido, normalmente cuando había que hacer frente a una crisis, o había una decisión que tomar.
Julia alzó una mano.
—Disculpe, Eve, pero ¿por qué toleraría eso Victor? ¿Qué motivo tendría nadie para dejar que lo utilizaran año tras año?
—¿Qué sentimiento tiene más fuerza, Julia? Respóndeme utilizando el sentido común. ¿El amor o la culpa?
Julia tardó tan solo un instante en verlo claro.
—La combinación de ambos tendría más peso que cualquier otro sentimiento.
—Y una mujer tan desesperada como Muriel sabe cómo hacer uso de dicha combinación. —Eve espiró con impaciencia para eliminar el resentimiento de su voz—. Victor se ha encargado de mantener la enfermedad de Muriel en secreto. Ella insiste en ello… hasta límites obsesivos. Desde la pérdida del bebé, su salud mental se ha vuelto inestable en el mejor de los casos. Ambos sabíamos y teníamos asumido que, mientras Muriel viviera, Victor no podría ser mío.
Julia vio que no era el momento de censurar ni criticar la conducta de nadie. Al igual que cuando habían coincidido en la piscina, era el momento de la comprensión.
—Lo siento muchísimo. Sé que yo solo creía estar enamorada de un hombre que nunca me pertenecería, pero aun así fue terrible. No me imagino cómo debe de ser amar a alguien durante tanto tiempo y sin esperanzas.
—Sin ningún tipo de esperanza —le rectificó Eve, que no consiguió encender la cerilla hasta el tercer intento—. Siempre hay esperanza —dijo, exhalando lentamente una larga bocanada de humo—. Yo era mayor que tú cuando lo conocí, pero seguía siendo joven. Lo suficiente para creer en que los milagros existían, y que el amor todo lo vencía. Ahora ya no soy joven y, pese a la experiencia, no cambiaría mi vida. Cuando recuerdo aquellos primeros meses de vértigo junto a Victor doy las gracias por lo que he vivido. En serio.
—Cuénteme —dijo Julia.