12

Michael Delrickio cultivaba orquídeas en un invernadero de ciento cincuenta metros cuadrados, anexo a su fortaleza de Long Beach por medio de un amplio pasadizo exterior techado. Se tomaba su afición muy en serio y pertenecía a un club de jardinería de la zona, con el que colaboraba no solo con sus aportaciones económicas, sino también ofreciendo charlas tan amenas como instructivas sobre la familia de las orquidáceas. Uno de sus mayores logros era la creación de un híbrido que había bautizado con el nombre de Madonna.

Era una afición cara, pero Delrickio era un hombre muy rico. Una parte importante de sus actividades empresariales se desarrollaban dentro del marco de la legalidad, y él pagaba sus impuestos… más quizá que muchos de los que tenían un nivel de ingresos similar al suyo. Delrickio no quería tener problemas con Hacienda, una institución que le merecía todos sus respetos.

Entre sus negocios se incluían los transportes, servicios de catering y de provisión de establecimientos dedicados al teatro y la hostelería, el sector inmobiliario, la prostitución, el juego, la electrónica y la extorsión informática. Era dueño o socio de varias licorerías, clubes, tiendas de ropa… e incluso financiaba en parte a un peso pesado del mundo del boxeo. En los años setenta el grupo empresarial Delrickio metió cabeza en el narcotráfico, pese a la resistencia inicial del propio Delrickio dada su aversión personal a las drogas. Delrickio veía como un lamentable indicio de los tiempos que corrían que aquel sector de su conglomerado fuera tan lucrativo.

Era un marido afectuoso que llevaba sus aventuras extraconyugales con clase y discreción, un padre cariñoso que había criado a una prole de ocho hijos con mano dura e imparcialidad y un abuelo indulgente al que le costaba negar nada a sus nietos.

No era un hombre dado a cometer errores, y cuando los cometía, lo reconocía. Eve Benedict había sido uno de ellos. La había amado con tal pasión y desenfreno que llegó a caer en la indiscreción y la insensatez. Incluso entonces, después de quince años, recordaba lo que había sentido al tenerla entre sus brazos, un recuerdo que seguía excitándolo.

Y ahora esperaba la llegada del sobrino de Eve mientras se entretenía prodigando toda clase de atenciones a sus orquídeas. A pesar de todos sus defectos, Drake era un buen chico. Por eso Delrickio le había dejado salir incluso con una de sus hijas. Naturalmente, nunca habría permitido que llegaran a nada serio. Los híbridos estaban bien, incluso resultaban convenientes en horticultura… pero no para perpetuar el clan familiar.

Michael Delrickio creía en las relaciones entre personas de igual condición, lo cual constituía uno de los motivos por los que nunca se había perdonado el hecho de sentirse cautivado por Eve, o de que esta lo cautivara.

Y como reconocía dicho defecto en sí mismo se mostraba más paciente con el inepto del sobrino de Eve de lo que dictaba el negocio.

—Padrino.

Delrickio, que estaba agachado sobre un trío de orquídeas araña, se enderezó. Joseph estaba en la puerta del invernadero. Era un joven apuesto y robusto, con aspecto de bruto, que se pasaba el día levantando pesas y entrenando en el gimnasio. Joseph, hijo de una prima de la esposa de Delrickio, llevaba cerca de cinco años en el negocio familiar. Tras hacer que se formara con su primer lugarteniente, Delrickio lo puso a su servicio, consciente de que aunque el chico no fuera muy espabilado, era leal y solícito.

Un gorila no tenía necesidad de ser inteligente, solo maleable.

—Sí, Joseph.

—Morrison está aquí.

—Bien, bien.

Delrickio se limpió las manos en el peto blanco que se ponía cuando trabajaba con sus flores. Se lo había hecho su hija menor, quien había pintado sobre el tejido níveo una sagaz caricatura de su padre sonriente con una pala de jardín en una mano y una orquídea del tamaño de una mujer de formas exuberantes con unas piernas largas y femeninas enroscadas a él.

—Tráelo aquí. Parece que estás mejor del resfriado.

Como un buen jefe, Delrickio se preocupaba por sus empleados.

Joseph se encogió de hombros, sin poder disimular lo mucho que le avergonzaba aquella muestra de debilidad física.

—Estoy bien.

—Aún se te nota congestionado. Di a Teresa que te infle a sopa, Joseph. Los líquidos son ideales para eliminar toxinas. La salud lo es todo.

—Sí, padrino.

—Y no te vayas muy lejos. Puede que Drake necesite un estímulo.

Joseph asintió con una amplia sonrisa en su rostro y se retiró con sigilo.

En el espacioso salón, Drake aguardaba sentado en un mullido sillón de orejas, tamborileando los dedos sobre sus rodillas. Al ver que con el ritmo no conseguía calmarse, comenzó a hacerse crujir los nudillos. De momento no sudaba, o al menos no demasiado. A sus pies tenía un maletín que contenía siete mil dólares, una suma inferior a la acordada, por lo que Drake no dejaba de maldecirse. Se había sacado quince mil con los objetos robados de Eve. Aunque sabía que lo habían timado con el dinero que le habían dado por la mercancía, ya tenía suficiente. Por lo menos hasta que llegó al hipódromo.

Estaba convencidísimo de que conseguiría convertir los quince en treinta, o incluso en cuarenta mil. Enfrascado en el boleto de las carreras, logró quitarse por un momento la presión de encima mientras calculaba las apuestas con sumo cuidado. Incluso tenía una botella de Dom Pérignon bien fría esperándole en casa, y a una morenita despampanante calentándole la cama.

Y en lugar de volver a casa triunfante, había perdido la mitad de la inversión.

Pero no pasaría nada, pensó haciéndose crujir los nudillos uno tras otro. Iría todo bien. Junto con los siete mil dólares llevaba la copia de tres grabaciones.

Qué fácil había sido, recordó. Se había hecho con unos cuantos objetos de valor que Eve no echaría en falta. La vieja nunca se pasaba por la casa de invitados más de una o dos veces al año. Además, con lo que tenía, seguro que nadie recordaría dónde estaba cada cosa. A Drake le pareció que había tenido una gran idea al llevar consigo unas cuantas cintas vírgenes. Habría logrado grabar más de tres copias… pero oyó entrar a alguien por la puerta de atrás.

Drake sonrió para sus adentros. Así se guardaría un poco más las espaldas. Había logrado esconderse en un armario y desde allí observar a una persona revisar las cintas y escucharlas. Puede que aquello en el fondo le viniera bien.

—Ya puede pasar —anunció Joseph antes de acompañarlo al invernadero.

Drake lo siguió, sintiéndose superior. Matones, pensó con petulancia. El viejo siempre se rodeaba de matones, cabezas huecas y cuerpos musculosos, embutidos en trajes italianos bajo los que quedaba disimulado el bulto de una pistolera. Un hombre inteligente siempre podía burlar a un matón.

Maldita sea, se dirigían al invernadero. Drake hizo una mueca de fastidio a las espaldas de Joseph. Odiaba el lugar, con aquel calor húmedo, aquella luz tamizada y aquella jungla de flores por las que se esperaba que mostrara interés. Sabiendo lo que debía hacer, puso su mejor sonrisa al entrar.

—Espero no interrumpirle.

—En absoluto —dijo Delrickio mientras examinaba un puñado de tierra con el pulgar—. Solo estaba cuidando de mis damas. Me alegro de verte, Drake. —Delrickio hizo un gesto a Joseph con la cabeza, y el hombre se esfumó—. Y de que hayas venido tan pronto.

—Y yo le agradezco que me haya recibido un sábado.

Delrickio le quitó importancia a aquella muestra de deferencia con un ademán. Pese a disponer del mejor sistema de control de temperatura del mercado, revisó uno de los seis termómetros que había en aquel largo espacio cerrado.

—En mi casa siempre eres bienvenido. ¿Qué me has traído?

Drake colocó el maletín sobre una mesa de trabajo con aire de suficiencia. Tras abrirlo dio un paso atrás para que Delrickio pudiera revisar el contenido.

—Ya veo.

—Me he quedado un poco corto en el pago —dijo Drake, sonriendo como un niño que confesara haber despilfarrado su asignación semanal—. Pero creo que las cintas compensarán la diferencia.

—¿Eso crees? —se limitó a decir Delrickio, sin molestarse en contar el dinero. En lugar de ello, se acercó a un hermoso ejemplar de Odontoglossum triumphans para examinarlo con detenimiento—. ¿De cuánto es la diferencia?

—Hay siete mil.

Drake notó que sus axilas comenzaban a gotear y se dijo que era por la humedad.

—Así que crees que esas cintas valen mil dólares cada una.

—La verdad es que… fue difícil copiarlas, muy arriesgado. Pero sabía lo mucho que le interesaban.

—Sí que me interesan. —Delrickio se tomó su tiempo, pasando de una planta a otra—. Así que, después de semanas de trabajo, ¿la señorita Summers solo tiene tres cintas?

—Bueno, no. Esas son las únicas que pude copiar.

Delrickio siguió examinando sus amadas flores, repartiendo mimos y reprimendas entre ellas.

—¿Y cuántas más hay?

—No estoy seguro. —Drake se aflojó el nudo de la corbata y se humedeció los labios—. Puede que seis o siete. —Supuso que era hora de improvisar—. Ha tenido una agenda tan apretada que no hemos podido pasar mucho tiempo juntos, pero vamos a…

—Seis o siete —le interrumpió Delrickio—. Tantas y solo me has traído tres, y parte del pago —dijo Delrickio, bajando cada vez más el tono de voz, lo que solo podía interpretarse como una mala señal—. Me decepcionas, Drake.

—Conseguir esas cintas ha sido muy peligroso. Estuvieron a punto de pillarme.

—Ese no es mi problema. —Delrickio dio un suspiro—. La iniciativa tiene su mérito. Sin embargo, tendrás que traerme el resto de las cintas.

—¿Quiere que vuelva a entrar en aquella casa a escondidas?

—Quiero las cintas, Drake. Cómo las consigas es cosa tuya.

—Pero no puedo hacerlo. Si me cogieran, Eve me cortaría el cuello.

—Pues te sugiero que no dejes que te cojan. No vuelvas a decepcionarme. Joseph.

El hombre se apostó en la entrada, llenando todo el espacio.

—Joseph te acompañará hasta la salida. Espero verte pronto, Drake.

Drake solo pudo asentir, aliviado por salir al pasadizo exterior, donde la temperatura era bastante más baja. A Delrickio le bastó tan solo un instante para dar la orden, haciendo un gesto con el dedo para que Joseph entrara un momento en el invernadero.

—Dale una pequeña lección —le dijo—. Pero en la cara no, que le tengo cariño.

Drake fue ganando confianza con cada paso que daba hacia la salida. En el fondo tampoco había ido tan mal. Tenía al viejo en el bolsillo, y ya se las ingeniaría de algún modo para copiar las otras cintas. Puede que Delrickio le perdonara el resto de la deuda si se daba prisa en conseguirlas. Qué listo había sido, concluyó Drake para sus adentros.

Le sorprendió que Joseph le cogiera del brazo y lo metiera a empujones entre unos perales que había junto al camino.

—Pero ¿qué coño…?

Aquello fue lo único que le dio tiempo a decir antes de que un puño del tamaño y el peso de un bolo se hundiera en su barriga con una fuerza imparable. El aire salió de golpe de sus pulmones, y el desayuno que llevaba en el estómago amenazó con hacer lo propio, mientras Drake se doblaba en dos.

Fue una paliza desapasionada, metódica y eficaz. Joseph tenía a Drake en pie con una de sus manazas mientras con la otra lo molía a golpes, centrándose en todo momento en la zona de los órganos internos más sensibles, es decir, los riñones, el hígado y los intestinos. En menos de dos minutos, y con el ruido sordo de cada puñetazo interrumpido tan solo por los gruñidos jadeantes de Drake, Joseph dio por cumplido su trabajo y dejó a Drake arrastrándose en el suelo. Consciente de que no hacía falta nada más para que captara el mensaje, se marchó en silencio.

Drake intentó respirar a duras penas mientras un llanto caliente mojaba su rostro. Cada respiración era un suplicio para él. No le cabía en la cabeza que pudiera sentir un dolor tan intenso, un dolor que le llegaba hasta la yema de los dedos. Drake vomitó al pie de los perales en flor, y solo el terror a que volviera alguien para darle otra paliza lo llevó a ir renqueando hasta su coche.

Paul no volvería a plantearse en la vida poner en práctica sus dotes paternales. No había labor más dura, agotadora y complicada que aquella. Aunque solo hubiera hecho de padre una noche, a mitad de partido sentía como si hubiera corrido la maratón de Boston a la pata coja.

—¿Puedo…?

Paul se limitó a levantar una ceja antes de que Dustin pudiera acabar la frase.

—Chaval, como te metas una sola cosa más en el cuerpo vas a explotar.

Dustin sorbió la Coca-Cola gigante que tenía en la mano haciendo ruido y sonrió.

—Aún no hemos comido palomitas.

Era lo único que les faltaba por comer, pensó Paul. Aquellos críos tenían un estómago de hierro. Paul miró a Brandon, que sostenía su gorra de los Lakers entre las manos mientras observaba con detenimiento los autógrafos que le habían firmado en la visera antes del partido. El muchacho alzó la vista hacia él, se ruborizó y, con una amplia sonrisa, se volvió a calar la gorra en la cabeza.

—Esta es la mejor noche de toda mi vida —dijo Brandon con una sencillez y una convicción que los hombres no tardan en perder, y que solo tienen en la infancia.

¿Desde cuándo tenía una patata por corazón?, se preguntó Paul.

—Venga. Nos saltaremos a la torera las normas una vez más.

La segunda mitad del partido la vieron con los dedos grasientos y los ojos puestos en la cancha. El marcador oscilaba a favor de uno y otro equipo, provocando arrebatos de emoción entre el público y los jugadores. Uno de ellos falló una canasta, los contrarios se hicieron con el rebote y el nivel de ruido aumentó como el de las aguas de un río en una crecida repentina. Bajo el aro se libró una batalla que se saldó con un gancho de derecha y una expulsión.

—¡Pero si le ha hecho un placaje! —gritó Brandon, tirando las palomitas al suelo—. ¿Lo habéis visto? —Movido por la pasión del momento, se puso en pie a duras penas encima del asiento entre los abucheos que resonaban en el auditorio—. Han echado al que no era.

Paul se lo estaba pasando tan bien viendo la reacción de Brandon que se perdió parte de la bronca que tenía lugar en la cancha. El muchacho se puso a saltar encima de la silla, blandiendo en el aire el banderín de los Lakers cual hacha. Su rostro se veía perlado con el sudor de los justos.

—¡Joder! —exclamó Brandon, que enseguida se contuvo, lanzando una mirada avergonzada a Paul.

—Eh, que no te voy a lavar la boca con jabón. Yo no lo habría dicho mejor.

Mientras volvían a acomodarse en sus asientos para ver la ejecución del tiro libre, Brandon se guardó la pequeña victoria para sí mismo. Había dicho una palabrota y lo habían tratado como a un hombre. Cuánto se alegraba de que su madre no estuviera allí.

Julia se quedó trabajando hasta tarde. A través de las cintas y las transcripciones de las entrevistas se retrotrajo a los años cuarenta, una época de posguerra en la que Hollywood había brillado con sus estrellas más relucientes en un firmamento en el que Eve había destacado cual cometa centelleante. O, en palabras de Charlotte Miller, cual piraña ambiciosa y despiadada que disfrutaba devorando a sus contrincantes.

No se podían ni ver, pensó Julia mientras se recostaba en la silla para descansar del teclado. Durante años Charlotte y Eve habían rivalizado por los mismos papeles, habían tenido a los mismos hombres como amantes y en dos ocasiones habían sido candidatas al Oscar al mismo tiempo.

Solo un director armado de valentía se había atrevido a trabajar con las dos juntas en una película, un filme histórico ambientado en la Francia prerevolucionaria. La prensa se había afanado en airear las riñas que tenían por los primeros planos, el vestuario, los peinados e incluso por la cantidad de escote que enseñaba cada una. La llamada «batalla de las pechugas» había tenido entretenido al público durante semanas… y la película había sido todo un éxito.

La broma que corría por la ciudad era que desde entonces el director había tenido que asistir a terapia. Y, naturalmente, las actrices no se hablaban entre ellas, pero sí lo hacían la una de la otra.

Era una interesante tradición extendida en Hollywood, sobre todo teniendo en cuenta que cuando la presionaban Charlotte no era capaz de encontrar un solo defecto a las dotes profesionales de Eve. Y lo que suscitaba más aún el interés de Julia era la breve relación sentimental que Charlotte Miller había mantenido con Charlie Gray.

Para refrescar su memoria, Julia escuchó de nuevo un fragmento de la cinta de Charlotte.

—Charlie era un hombre encantador, divertido y lleno de entusiasmo. —La voz seca y casi entrecortada de Charlotte se volvió más afectuosa al hablar de él. Con el paso del tiempo se había endurecido, al igual que su belleza, pero aún conservaba la clase y distinción que tenía en el pasado—. Era mucho mejor actor de lo que se le llegó a reconocer. Lo que le faltaba era presencia, ese toque de protagonismo que exigían los estudios y el público en aquella época. Y, claro, con Eve se echó a perder.

De repente, se oyó un coro de ladridos cortos y agudos que hizo sonreír a Julia. Charlotte tenía tres pomeranos malhumorados que campaban a sus anchas por su mansión de Bel Air.

—Son mis hijitas, ¿a que sí, bonitas? —les decía Charlotte en un susurro, chasqueando la lengua.

Julia recordaba que Charlotte les había puesto de comer caviar en un cuenco de cristal de Baccarat colocado justo sobre la alfombra Aubusson para dejarlo al alcance de aquellas irritantes bolas de pelo.

—No seas glotona, Lulu. Deja comer también a tus hermanas. Ay, qué mona y qué buena que es mi chica… eres la niñita de mamá. ¿Por dónde iba?

—Me estaba hablando de Charlie y Eve.

Julia oyó su risa sofocada en la grabación. Por suerte, Charlotte no se había dado cuenta.

—Ah sí, es verdad. Bueno, él se enamoró locamente de ella. El pobre Charlie no tenía muy buen criterio con las mujeres, y Eve no tenía escrúpulos. Lo utilizó para conseguir una prueba y lo tuvo detrás de ella hasta que le cayó aquel papel en Vidas desesperadas con Michael Torrent. No sé si recordará que hacía de fulana, un papel que le venía que ni pintado —dijo Charlotte, dando un resoplido mientras daba de comer trocitos de salmón a sus insaciables mascotas—. Charlie se quedó deshecho cuando Eve y Michael se hicieron amantes.

—¿No fue entonces cuando su nombre comenzó a relacionarse con el de él?

—Éramos amigos —respondió Charlotte con afectación—. Me complace poder decir que le ofrecí un hombro en el que llorar, y le ayudé a guardar las apariencias asistiendo a determinadas ceremonias y fiestas con él. Eso no quiere decir que Charlie estuviera enamorado de mí ni mucho menos, pero me temo que creía que Eve y yo éramos tal para cual, cuando no cabe duda de que ni lo éramos ni lo somos ahora. Yo me lo pasaba bien con él y lo consolaba. Por aquel entonces él tenía otros problemas, problemas económicos por culpa de una de sus exesposas. Resulta que habían tenido un hijo juntos y la exmujer se empeñó en que Charlie le pasara una fortuna para que la criatura tuviera una educación de postín. Y Charlie, siendo como era, le pasó el dinero que ella reclamaba.

—¿Sabe lo que pasó con el hijo?

—La verdad es que no lo sé. En cualquier caso, hice lo que pude por él, pero cuando Eve se casó con Michael Charlie se desquició del todo. —Tras una larga pausa, Charlotte dio un suspiro—. Incluso con su muerte, Charlie fomentó la carrera de Eve. El hecho de que se hubiera suicidado por amor a ella fue una bomba que la catapultó a la categoría de mito. Eve, la mujer por la que los hombres se suicidaban.

El mito, pensó Julia. El halo de misterio que la envolvía. La estrella. Sin embargo, el libro no trataba de nada de aquello, sino de una visión mucho más personal, íntima y sincera de su existencia. Julia cogió un boli y escribió en un bloc de notas:

EVE

LA MUJER

Ya tenía el título del libro, decidió Julia.

Acto seguido, se puso a teclear y enseguida se vio enfrascada en una historia que aún no tenía final. Transcurrió una hora larga antes de que Julia dejara de escribir para coger una Pepsi aguada con una mano mientras abría un cajón de la mesa con la otra. Quería revisar un detalle menor del borrador que llevaba ya escrito, así que lo sacó para hojearlo. Entonces un trozo de papel cuadrado cayó de entre los folios y fue a parar sobre su regazo; se lo quedó mirando sin poder hacer nada más.

El destino quiso que el papel cayera boca arriba, dejando a la vista un texto escrito en letra de imprenta negrita y concebido para provocarla.

MÁS VALE PREVENIR QUE CURAR.

Julia se quedó inmóvil, obligándose a no dejarse llevar por el miedo. Aquellos aforismos estereotipados solo podían calificarse de ridículos, cuando no de risibles, y desde luego eran fruto de una persona con un sentido del humor pésimo.

Pero ¿quién sería aquella persona? ¿Y acaso no había hojeado el borrador hacía tan solo unos días, después de que entraran a robar?

En un esfuerzo por mantener la calma, cerró los ojos y se pasó el vidrio frío empañado de vapor por la mejilla. No lo habría visto… esa sería la única explicación. Quienquiera que hubiera revuelto las cintas lo habría metido allí.

No quería ni podía creer que alguien hubiera vuelto a entrar en la casa después de que se hubieran tomado medidas de seguridad más estrictas. Tras el robo, había adoptado la costumbre de cerrar puertas y ventanas cada vez que salía de la casa.

No. Julia cogió la nota y la arrugó en su mano. Llevaba allí varios días, esperando a que ella la encontrara. Y el mero hecho de que no le hubiera provocado reacción alguna, seguro que disuadiría a quien la hubiera escrito.

Aun así se veía incapaz de quedarse allí dentro sola, con el silencio que reinaba en la casa y la oscuridad que parecía querer invadirla a través de las ventanas. Sin darse tiempo para pensar, subió corriendo al piso de arriba y se puso el bañador. El agua de la piscina estaba climatizada, recordó. Se daría un baño rápido, estiraría los músculos y relajaría la mente. Se echó el albornoz deshilachado por encima de los hombros y una toalla al cuello.

Salía vapor del agua azul intenso cuando se quitó el albornoz. Le entró un escalofrío, aguantó la respiración y se zambulló. Ya en el agua comenzó a nadar sin parar, imaginando que toda la tensión acumulada en su cuerpo quedaba flotando en la superficie para convertirse en algo tan etéreo como el vapor que se elevaba en el aire.

Quince minutos después Julia emergió del agua por el extremo de la piscina que menos cubría, silbando entre dientes al notar el contacto del aire frío en su piel mojada. Se sentía como nueva. Riendo para sus adentros mientras se frotaba los brazos, comenzó a salir del agua, sobresaltándose cuando una toalla cayó sobre su cabeza.

—Sécate —le sugirió Eve, que estaba sentada en la mesa redonda situada en la zona embaldosada. Enfrente de ella tenía una botella con dos copas, y en su mano un enorme geranio blanco que había arrancado de sus propios parterres—. Vamos a tomar una copa.

Julia se restregó la toalla por el pelo con un gesto instintivo.

—No la he oído salir.

—Estabas ocupada intentando batir el récord olímpico —dijo Eve, oliendo el geranio antes de dejarlo a un lado—. ¿No sabes que también se puede nadar despacio?

Con una amplia sonrisa, Julia se puso derecha y cogió el albornoz.

—Estaba en el equipo de natación cuando iba al instituto. Siempre hacía el último tramo en la carrera de relevos. Y siempre ganaba.

—Qué competitiva —dijo Eve con un brillo de aprobación en su mirada mientras llenaba dos copas de champán—. Brindemos, pues, por la vencedora.

Julia aceptó la copa al tiempo que se sentaba.

—¿Es que ya tenemos una?

El comentario provocó las carcajadas de Eve.

—Me caes bien, Julia.

Dejándose llevar por el trato afable de su interlocutora, Julia chocó su copa con la de Eve.

—Usted también me cae bien.

Hubo una pausa mientras Eve se encendía un cigarrillo.

—Y, cuéntame —empezó a decir, exhalando una bocanada de humo que se disipó en la oscuridad—, ¿qué te trae por aquí para darte esa paliza que te has dado nadando?

Julia pensó por un momento en la nota, pero enseguida descartó la idea de hablar del tema. Reinaba un clima demasiado distendido para estropearlo. Y, a decir verdad, la nota no era la única razón por la que había ido allí afuera. También estaba la soledad, el peso aplastante de una casa vacía.

—La casa está demasiado tranquila. Brandon no volverá hasta tarde.

Eve sonrió al tiempo que alzaba la copa brindando por ambas.

—Eso he oído. Ayer me encontré con tu hijo en las pistas de tenis. Y a juzgar por la mano que tenía con los saques, promete mucho.

—¿Jugó al tenis con Brandon?

—Fue todo muy espontáneo —explicó Eve, cruzando sus pies descalzos por los tobillos—. Y la verdad es que prefiero mil veces su compañía a esa máquina que me dispara pelotas de tenis como si fuera un cañón sin control. El caso es que me contó que los hombres habían quedado para ir a ver el partido de baloncesto de la temporada. No tienes por qué preocuparte —añadió—. Puede que Paul sea un poco imprudente de vez en cuando, pero no dejará que el chico se emborrache ni vaya con mujeres.

Julia se habría echado a reír de no haberse sentido tan transparente.

—No estoy acostumbrada a que salga de noche. A que pase la noche fuera en casa de un amigo sí, claro, pero…

—Pero no a que salga con un hombre —dijo Eve, sacudiendo la ceniza del cigarrillo en un cenicero en forma de cisne—. ¿Tanto daño te han hecho?

Julia dejó de mirar el interior de la copa y enderezó la espalda.

—No.

Eve se limitó a arquear una ceja.

—Cuando una mujer ha dicho tantas mentiras como yo, las caza al vuelo. ¿No te parece que fingir es destructivo?

Tras una breve pausa, Julia tomó un trago largo.

—Me parece que olvidar es constructivo.

—Si puedes. Pero tú vives con el recuerdo día a día.

Julia se sirvió otra copa con mucha parsimonia y rellenó la de Eve hasta el borde.

—Brandon no me recuerda a su padre.

—Es un niño encantador. Te envidio.

El enfado que había comenzado a crecer en su interior se desvaneció al instante.

—La creo, en serio.

—No lo dudes —dijo Eve y, poniéndose en pie rápidamente, comenzó a quitarse el pijama de dos piezas verde esmeralda que llevaba puesto, dejando caer con despreocupación las prendas de seda sobre el embaldosado—. Voy a darme un chapuzón. —Eve apagó el cigarrillo mientras su piel desnuda y blanca como la leche resplandecía a la luz de las estrellas—. Anda, Julia, sé buena y tráeme un albornoz de la caseta.

Y, dicho esto, se zambulló de cabeza en el agua oscura.

Sintiendo una mezcla de intriga y diversión, Julia la obedeció. Eligió un albornoz largo de un velvetón grueso azul marino y se lo ofreció, junto con una toalla a juego mientras Eve salía de la piscina, sacudiéndose como un perro, un perro con más pedigrí que cualquier otro.

—No hay nada como bañarse desnuda bajo las estrellas. —Tonificada y fresca después del baño, Eve se arropó con el albornoz—. Aparte de bañarse desnuda bajo las estrellas en compañía de un hombre.

—En esa prueba no puntúo.

Con un largo suspiro de satisfacción, Eve se desplomó en su asiento y levantó la copa.

—Por los hombres, Julia. Créeme, algunos casi merecen la pena.

—Algo merecen —asintió Julia.

—¿Por qué no llamas nunca al padre de Brandon por su nombre?

A Julia la pregunta le pareció un ataque sorpresa, pero más que molestarla le cansaba retomar el tema.

—No crea que lo hago por proteger al padre de Brandon. Ese hombre nunca fue digno de lealtad ni de protección. Pero mis padres sí.

—Y los querías mucho.

—Lo suficiente para tratar de no hacerles más daño del que ya les hice. Entonces no podía llegar a entender cómo debieron de sentirse cuando su hija de diecisiete años les contó que estaba embarazada. Pero nunca me echaron la bronca, ni me juzgaron ni me culparon de nada… en todo caso se culparían ellos. Cuando me preguntaron quién era el padre, yo sabía que nunca les revelaría su identidad porque solo habría servido para abrir más la herida en vez de dejar que cicatrizara.

Eve aguardó un momento.

—¿Nunca has podido hablarlo con nadie?

—No.

—Hablar de ello ya no puede hacerles daño, Julia. Si hay alguien en este mundo que no está en situación de juzgar el comportamiento de otra mujer, soy yo.

Julia no esperaba aquel ofrecimiento por parte de Eve, ni tampoco esperaba sentir la necesidad imperiosa de aceptarlo. Era él momento y el lugar adecuados con la mujer indicada, reconoció finalmente.

—Era abogado —comenzó Julia—. No es tan extraño. Mi padre lo contrató para que trabajara en el bufete, recién salido de la universidad. Pensaba que Lincoln tenía un potencial formidable para el derecho penal. Y aunque mi padre nunca lo habría dicho, y ni siquiera habría pensado en ello conscientemente, siempre había deseado tener un hijo… un hijo que perpetuara el apellido Summers en el mundo de la abogacía.

—Y el tal Lincoln reunía las condiciones.

—A la perfección. Era ambicioso e idealista al mismo tiempo, trabajador y entusiasta. Mi padre estaba más que encantado con el hecho de que su protegido fuera ascendiendo en el escalafón.

—¿Y tú? —inquirió Eve—. ¿Te sentías atraída por la ambición y el idealismo?

Tras un instante de reflexión, Julia sonrió.

—Me sentía atraída sin más. Durante mi último año en el instituto le eché una mano a mi padre con el trabajo de oficina… Iba cuando tenía tiempo, después de clase, por las noches y los sábados. Después del divorcio lo echaba de menos, y era una forma de pasar más tiempo con él. Pero al final con quien pasaba más tiempo era con Lincoln.

Julia sonrió para sus adentros. Cuando echaba la vista atrás, le resultaba difícil condenar a aquella joven tan ávida de amor.

—Era un hombre que llamaba la atención. Tenía muy buena planta alto, rubio, siempre tan elegante y con aquel asomo de tristeza en su mirada.

Eve dejó escapar una risa corta.

—Nada seduce más a una mujer que un asomo de tristeza en la mirada de un hombre.

Julia se oyó reír no sin asombro. Resultaba extraño que no se hubiera dado cuenta hasta entonces de que algo que le había parecido tan trágico pudiera tener su lado frívolo con el paso del tiempo.

—Me pareció byroniano —dijo Julia, y volvió a reír—. Y además tenía la emoción añadida de que él era mayor que yo. Catorce años mayor.

Eve se quedó boquiabierta y antes de hablar dejó escapar una larga bocanada de aire.

—Por Dios, Julia, debería haberte dado vergüenza seducir a ese pobre desgraciado. Una chica de diecisiete años es mortal.

—Y en cuanto vea a una rondando a Brandon le pegaré un tiro en la frente. Pero es que estaba enamorada —dijo Julia con ligereza, y enseguida se dio cuenta de lo absurdo de sus palabras—. Era el típico hombre maduro y apuesto, dedicado a su trabajo, luchador y casado —añadió—. Aunque su matrimonio se había acabado, naturalmente.

—Naturalmente —repitió Eve con ironía.

—Comenzó a pedirme que le echara una mano con su trabajo. Mi padre le había dado su primer caso realmente importante, y él quería estar bien preparado, lo que dio pie a todas aquellas sesiones entre libros de derecho y pizzas frías, con miradas interminables que lo decían todo, el roce fortuito de una mano de vez en cuando y suspiros silenciosos cargados de deseo.

—Uf, qué calor me está entrando —dijo Eve, apoyándose una mano en la barbilla—. Sigue, sigue, no pares ahora.

—Me besó en la biblioteca de derecho, mientras repasábamos el caso del Estado contra Wheelwright.

—Qué romántico.

—Mejor que las mansiones de Tara y Manderley juntas. El caso es que de allí me llevó directamente al sofá, a aquel sofá enorme y mullidísimo en piel de color burdeos. Mientras yo le decía que lo amaba, él me decía que era preciosa. Hasta más tarde no caí en la importancia de aquel tipo de diferencias. Yo lo amaba, mientras que para él yo era preciosa. En fin —dijo Julia mientras bebía de su copa—, hay cosas que se hacen por motivos nada elevados.

—Y quien ama es quien suele salir mal parado.

—Él también lo pasó mal, a su manera. —Julia no puso objeción alguna cuando Eve rellenó las copas. Se sentía bien, o mejor que bien, sentada allí fuera en mitad de la noche, bebiendo quizá un poco más de la cuenta y conversando con una mujer comprensiva—. Fuimos amantes durante una semana en aquel horrendo sofá. Una semana es poquísimo en la vida de una persona. Luego me dijo, con palabras muy sinceras y amables, que su mujer y él iban a salir adelante. Yo le hice una escena de mucho cuidado y le metí el miedo en el cuerpo.

—Bien hecho.

—Fue agradable, pero duró poco. Las dos semanas siguientes se las paso fuera del despacho, ocupado con el juicio. Al final ganó el caso, y ahí empezó su gloriosa carrera con mi papá todo ufano repartiendo puros por doquier, como un padre orgulloso de su hijo. Así que cuando descubrí que no tenía un simple retraso, ni un principio de gripe ni nada parecido, sino que estaba embarazada, no fui a hablar con mi padre, ni con mi madre, sino con Lincoln, a quien su mujer, con la que acababa de reconciliarse, le había dicho que también esperaba un retoño.

A Eve se le encogió el corazón, pero logró decir con toda naturalidad:

—Sí que había estado ocupado.

—Ya lo creo. Me ofreció pagarme el aborto, o gestionar una posible adopción del bebé. En ningún momento se le pasó por la cabeza que yo quisiera quedármelo. De hecho, a mí tampoco se me pasó por la cabeza. Y al verlo encargarse de un problemilla tan espinoso como aquel con sus grandes dotes de organización y dedicación, me di cuenta de que en el fondo nunca lo había amado. Cuando por fin tomé una decisión y conté a mis padres que estaba embarazada, Lincoln tuvo que vivir durante meses con la incertidumbre de no saber si lo delataría o no. Eso ya fue suficiente castigo para un hombre que había llevado a una chica, una chica soñadora pero muy servicial, a convertirse en una mujer.

—Dudo que fuera suficiente —repuso Eve—. Pero ahora tienes a Brandon. Eso es lo justo, pienso yo.

Julia sonrió. Sí, pensó. Había sido el momento y el lugar adecuados con la mujer indicada.

—¿Sabe qué, Eve?, creo que voy a experimentar qué se siente al bañarse una en cueros antes de meterme en casa.

Eve aguardó hasta que Julia se hubo quitado el bañador y zambullido en el agua caliente para dejar que unas lágrimas silenciosas corrieran por sus mejillas antes de secárselas con las manos para que nadie pudiera verlas con el destello de la luz de las estrellas.

Una vez seca y con el cuerpo templado, Julia se relajó frente a la última edición del telediario. La casa estaba tan vacía como cuando se había marchado corriendo para ir a la piscina, pero ya no se sentía tan a disgusto en ella. Surgiera lo que surgiese del libro, sabía que siempre estaría agradecida a Eve por aquella hora que habían compartido junto al agua.

El hormigueo de tensión que le recorría desde la nuca hasta el final de la columna vertebral había desaparecido. Se sentía tan relajada y purificada que estuvo a punto de cerrar los ojos y quedarse dormida.

Pero al oír aproximarse un coche se levantó del sofá de un salto, con el corazón a cien. Las luces de los faros atravesaron la ventana e iluminaron el interior del salón. Julia puso la mano encima del teléfono en cuanto oyó que la puerta del coche se abría y se cerraba de golpe. Con los dedos preparados para marcar el teléfono de emergencias, se asomó a través de los esteres. Al reconocer el Studebaker de Paul, dejó escapar una risa nerviosa. Cuando lo recibió en la puerta de entrada, ya había recobrado la calma.

Brandon estaba durmiendo acurrucado contra su hombro. Por un instante, al ver a Paul bajo el brillo de la luz del porche de la entrada, con su hijo a salvo entre los brazos de él, Julia sintió una necesidad acuciante que no podía permitirse el lujo de reconocer, una necesidad que enseguida apartó de su mente para disponerse a coger a su hijo.

—Está roque —dijo Paul innecesariamente, cambiando de posición lo suficiente para evitar que Julia le cogiera al niño—. En el coche quedan más cosas. Lo llevaré arriba mientras vas a por ellas.

—Vale. Es la primera puerta a la izquierda.

Con un leve escalofrío, Julia salió corriendo hacia el coche. Las «cosas» que quedaban eran tres pósters enrollados, un banderín, una camiseta oficial de la NBA, un programa a todo color y una taza de recuerdo llena de insignias, bolis y llaveros. Mientras lo recogía todo, Julia percibió el tufillo a vómito rancio y a chicle. Meneando la cabeza de un lado a otro, volvió a entrar en la casa al tiempo que Paul bajaba por la escalera.

—Hay que armarse de voluntad, ¿eh?

Paul se metió las manos en los bolsillos y se encogió de hombros.

—Se han confabulado los dos contra mí. Ah, por si te interesa hemos ganado, ciento cuarenta y tres a ciento treinta y nueve.

—Felicidades —dijo Julia, dejando los trofeos de Brandon en el sofá—. ¿Quién ha vomitado?

—Vaya, a una madre no se le escapa nada. Dustin. Al verme abrir el coche, dijo algo así como «Qué pasada de partido» y vomitó en sus zapatos. Cuando lo he dejado en casa estaba casi recuperado.

—¿Y Brandon?

—Está hecho de hierro.

—¿Y tú?

Paul se dejó caer en la escalera con un breve y sincero gemido.

—No me vendría nada mal un trago.

—Sírvete tú mismo. Voy arriba a ver cómo está Brandon.

Paul cogió de la muñeca a Julia cuando esta pasó por su lado.

—Está bien.

—Voy a ver —repuso Julia y siguió subiendo la escalera.

Una vez en el cuarto de su hijo, lo encontró arropado en la cama, con la gorra aún puesta. Al mirar bajo las mantas, vio que Paul se había tomado la molestia de quitarle los zapatos y los vaqueros. Julia lo dejó durmiendo y bajó al salón, donde encontró a Paul con dos copas de vino en las manos.

—He pensado que no me harías beber solo. —Paul le pasó una copa y chocó la suya contra la de ella—. Por la maternidad. Tienes mi eterno respeto.

—Te han puesto a prueba, ¿verdad?

—Ocho veces —contestó Paul antes de tomar un sorbo—. Esa es la frecuencia con la que dos niños de diez años necesitan ir al baño durante un partido de baloncesto.

Julia se echó a reír y se sentó en el sofá.

—No puedo decir que lamente habérmelo perdido.

—Brandon dice que el béisbol se te da bastante bien.

Paul apartó el botín de Brandon a un lado del sofá y se sentó junto a Julia.

—Es cierto.

—Quizá podáis venir a ver a los Dodgers.

—Ya lo pensaré, si aún estamos aquí.

—No queda tanto para abril —dijo Paul, echando un brazo por encima del respaldo del sofá para juguetear con los cabellos de Julia—. Y la de Eve es una vida larga y rica en experiencias.

—Ya lo estoy viendo. Y hablando del libro, me gustaría hacer esa entrevista que tenemos pendiente lo antes posible.

Los dedos de Paul se enredaron entre los cabellos de ella antes de deslizarse por su nuca.

—¿Por qué no vienes a casa, digamos, mañana por la noche? Podremos cenar en un ambiente íntimo y… hablar de lo que se tercie.

Los retortijones de estómago que tenía Julia se debían en parte al miedo y en parte a la tentación.

—Siempre he creído que las cuestiones de trabajo debían desarrollarse en un entorno laboral.

—Entre nosotros hay algo más que una cuestión de trabajo, Julia. —Paul le quitó la copa de la mano y la puso junto a la suya—. Deja que te lo demuestre.

Antes de que Paul pudiera demostrarlo, Julia lo frenó poniendo ambas manos sobre su pecho.

—Se está haciendo tarde, Paul.

—Lo sé. —Paul le cogió una mano por la muñeca y se la llevó a la boca para mordisquearle los dedos—. Me encanta ver cómo te pones nerviosa, Julia —le dijo antes de acariciarle la palma de la mano con la lengua—. Con esa lucha interna que refleja tu mirada entre lo que quieres y lo que crees que es mejor para ti.

—Sé lo que es mejor para mí.

Cuando Julia cerró la mano en un puño, Paul se contentó con rozarle los nudillos con los dientes.

—¿Y sabes lo que quieres? —le preguntó Paul, sonriendo.

Esto, pensó Julia. No podía negarlo.

—No soy un niño dispuesto a entregarme al primer placer que se me antoje. Conozco las consecuencias.

—Hay ciertos placeres cuyas consecuencias merecen la pena. —Paul le cogió la cara entre sus manos y la sostuvo sin moverla. La tensión e impaciencia que Julia notó en sus manos solo sirvió para que la sedujera aún más—. ¿Crees que persigo a toda mujer que me atrae con tanto ahínco?

—No tengo ni idea.

—Pues déjame que te lo explique. —Paul le tiró de la cabeza hacia atrás con una brusquedad que la sorprendió tanto como la excitó—. Has provocado algo en mí, Julia, algo que no sé en qué consiste ni cómo cambiarlo. Así que he desistido de entenderlo y me limito a tomarme las cosas como vienen.

Julia notaba el aliento de él en su boca y se sentía atraída hacia un lugar al que temía ir, sin poder hacer nada para evitarlo.

—Para eso hacen falta dos personas.

—Tienes razón. —Paul siguió la forma de la boca de Julia con la lengua, provocándole un escalofrío que recorrió todo su cuerpo—. Los dos sabemos que si ahora mismo forzara un poco más la situación acabaríamos haciendo el amor el resto de la noche.

Julia habría negado con la cabeza de haber podido, pero Paul pegó los labios a los suyos. Tenía razón, tenía toda la razón del mundo. Y sus labios también la tenían.

—Te deseo, Julia, y te tendré, por las buenas o por las malas. Prefiero que sea por las buenas.

A Julia se le aceleró la respiración y sintió como si la necesidad que la embargaba fuera a salirle por la boca.

—Y lo que yo prefiero no cuenta.

—Si eso fuera así, ya seríamos amantes. Siento algo por ti, Julia, algo peligroso, imprevisible. Quién sabe lo que puede pasar cuando le dé rienda suelta.

—Y lo que yo siento ¿acaso te interesa?

—Eso es algo en lo que he pensado mucho, demasiado quizá, en estas últimas semanas.

Julia sintió la necesidad imperiosa de tomar distancia y dio las gracias porque Paul no le impidiera levantarse.

—Yo también he pensado mucho en esta situación, y veo que debería ser sincera desde el principio. Me gusta mi vida tal como es, Paul. He trabajado muy duro para establecer la clase de rutina y de entorno adecuados para mi hijo. No estoy dispuesta a poner eso en peligro, ni por nada ni por nadie.

—No veo qué peligro podría suponer para Brandon que tuvieras una relación conmigo.

—Puede que ninguno. Eso es algo de lo que debería estar completamente segura. En mi vida lo sopeso todo con sumo cuidado. Una relación sexual accidental no se cuenta entre mis expectativas.

Paul se puso en pie como impulsado por un resorte y tiró de ella para estrecharla entre sus brazos con tal ímpetu que al echarla hacia atrás Julia estaba estupefacta y sin fuerzas.

—¿Te parece que esto es accidental, Julia? —le preguntó, dándole una breve sacudida—. ¿Te parece que es algo que puedes poner en una balanza o añadir a una lista de expectativas?

Presa de la ira, Paul la soltó y cogió su copa con gesto airado. No era así como había imaginado que empezaría, o acabaría, la noche con ella. Nunca había tenido problemas para llevar el control de la situación, pero temía que dejara de ser así… al menos teniendo cerca a Julia.

—No permitiré que me obliguen a sentir o a tener una relación a la fuerza.

—Tienes toda la razón. Y esta vez, por lo menos, te pido disculpas. —Paul le sonrió, ya más calmado—. No te esperabas eso de mí, ¿verdad? Puede que esa sea la mejor forma de tratarte, Jules. Lo inesperado te desarma —dijo, pasándole un dedo por la mejilla, que se veía palidísima—. No pretendía asustarte.

—No me has asustado.

—Te he dado un susto de muerte, y no es mi proceder habitual con las mujeres. Pero tú eres distinta —musitó Paul—. Quizá sea eso a lo que intento enfrentarme. —Cogiéndole la mano, le besó los dedos con dulzura—. Al menos me iré a casa con la seguridad de que pensarás en mí.

—Voy a quedarme a trabajar una hora más, así que no creo que sea así.

—Seguro que lo harás —le dijo Paul mientras se encaminaba hacia la puerta—. Y me echarás de menos.

Julia estuvo a punto de sonreír cuando Paul cerró la puerta a su paso. Cuánta razón tenía.