Julia se quitó los zapatos y se dirigió descalza a su despacho. La fresia que el jardinero había sido tan amable de darle aquella tarde impregnaba con la delicadeza de los primeros brotes de la primavera la estancia abarrotada de cosas. Al golpearse el pie desnudo contra una pila de obras de referencia amontonadas en el suelo renegó con desgana, prometiéndose a sí misma que lo ordenaría todo. Pronto.
Como de costumbre, sacó del maletín las cintas que había grabado durante el día para archivarlas en el cajón de la mesa de trabajo. Tenía la mente puesta en una copa de vino bien frío y quizá una zambullida en la piscina antes de que Brandon volviera del colegio. Pero enseguida se puso en alerta al tiempo que miraba el interior del cajón y se sentaba en la silla.
Alguien había estado allí.
Julia pasó lentamente los dedos por encima de las cintas. No faltaba ninguna, pero estaban desordenadas. Una de las pocas cosas en las que no podía evitar ser extremadamente organizada era en las entrevistas. Siempre las tenía ordenadas por orden alfabético, etiquetadas y fechadas. Sin embargo, ahora estaban cambiadas de orden.
De un tirón abrió otro cajón del que sacó el borrador escrito a máquina. Tras echarle un vistazo por encima comprobó que no faltaba ninguna página, pero tuvo la sensación, o mejor dicho la certeza, de que alguien lo había leído. Cerró el cajón de golpe y abrió otro. Habían registrado todas sus cosas, no le cabía la menor duda. Pero ¿por qué?
Una ráfaga de pavor le hizo subir al piso de arriba a toda prisa. Poseía muy poco de valor, pero las pocas joyas que había heredado de su madre eran importantes para ella. Mientras entraba en el dormitorio a trancas y barrancas, se maldijo por no haber pedido a Eve que le guardara las joyas en su caja fuerte. Seguro que tenía una. Pero también tenía un sistema de seguridad. ¿Por qué demonios entrarían en la casa de invitados para robar un puñado de reliquias?
Naturalmente, no había sido así. Mientras la invadía una sensación de alivio, Julia se recriminó su estupidez. El sencillo collar de perlas con los pendientes largos a juego, los pendientes de diamantes, el broche de oro en forma de balanza… todo estaba allí, intacto.
Al notar que le fallaban las piernas, Julia se sentó en el borde de la cama, estrechando los viejos joyeros contra su pecho. Era ridículo sentir un apego tan desesperado por algo material, se dijo. Rara vez lucía alguna de aquellas alhajas, y las sacaba de su sitio solo de cuando en cuando para contemplarlas.
Pero tenía doce años cuando su padre le regaló el broche a su madre por su cumpleaños. Y recordaba lo mucho que se alegró su madre. Se lo ponía siempre que tenía ocasión, incluso después del divorcio.
Julia se obligó a levantarse y guardar los joyeros en su sitio. Puede que ella misma hubiera desordenado las cintas sin darse cuenta. Una explicación posible, pero poco probable, aunque no dejaba de ser tan poco probable como el hecho de que alguien hubiera logrado burlar el sistema de seguridad de Eve a plena luz del día y entrar en la casa de invitados sin ser visto.
Eve, pensó Julia con una risa breve. La propia Eve era la candidata con más posibilidades. Llevaban tres días sin verse, y tal vez la curiosidad y la arrogancia la hubieran incitado a husmear en su trabajo.
Un proceder que sin duda habría que corregir.
Julia comenzó a bajar la escalera con la intención de revisar las cintas una vez más antes de telefonear a Eve. Antes de llegar abajo oyó que Paul llamaba a la puerta.
—Hola —dijo este abriendo la puerta y entrando sin esperar a que lo invitaran.
—Pasa, pasa, como si estuvieras en tu casa.
El tono que percibió Paul en su voz hizo que ladeara la cabeza.
—¿Problemas?
—Qué va. —Julia se quedó donde estaba, con los pies apuntalados en el suelo y la barbilla en posición desafiante—. ¿Acaso supone un problema que la gente entre aquí como Pedro por su casa? A fin de cuentas, no es mi casa. Da la casualidad de que vivo aquí, nada más.
Paul levantó las manos, con las palmas a la vista.
—Perdona. Supongo que llevo demasiado tiempo conviviendo con la informalidad californiana. ¿Quieres que salga y lo intente de nuevo?
—No —le espetó Julia en la cara. No pensaba dejar que le hiciera sentir como una idiota—. ¿Qué quieres? Me has pillado en mal momento, así que ve al grano.
No hacía falta que dijera que le había pillado en mal momento. Su expresión parecía serena —era algo que se le daba bien—, pero no dejaba de retorcerse los dedos, lo que solo sirvió para que Paul se reafirmara en su intención de quedarse.
—De hecho, no he venido a verte a ti, sino a Brandon.
—¿A Brandon? —Las señales de alarma que sonaron al instante en su interior la llevaron a poner los brazos rígidos a los costados—. ¿Por qué? ¿Para qué quieres a Brandon?
—Relájate, Jules —dijo Paul, sentándose en el brazo del sofá.
Le gustaba estar allí, le gustaba mucho, reconoció para sus adentros. Le atraía la facilidad con la que Julia había habitado la fría comodidad de la casa de invitados y la había hecho suya, con aquella especie de desorden acogedor que iba sembrando a su paso. Un pendiente suelto encima de la mesa estilo Hepplewhite, los bonitos zapatos de tacón apoyados el uno sobre el otro en precario equilibrio en el lugar donde se había descalzado, una nota escrita, un cuenco de porcelana lleno de pétalos de rosa y romero.
De haber ido a la cocina, también habría encontrado más indicios de su presencia, así como arriba, en el baño, en el cuarto del niño y en la habitación donde dormía. ¿Y qué encontraría de Julia en su rincón más íntimo?
Paul volvió de nuevo la vista hacia ella y sonrió.
—Lo siento. ¿Has dicho algo?
—Pues sí —respondió Julia, dejando escapar un resoplido de impaciencia—. He dicho que para qué quieres a Brandon.
—No tengo planeado secuestrarlo ni llevármelo para enseñarle el último número de Penthouse. Es cosa de hombres. —Cuando Julia acabó de bajar los últimos peldaños de la escalera con paso fuerte, Paul le dedicó una amplia sonrisa—. ¿Un día duro?
—Más bien largo —contestó Julia—. Brandon no ha vuelto aún del colegio.
—Puedo esperar. —Paul pasó la mirada de arriba abajo en un leve parpadeo para posarse de nuevo en el rostro de Julia—. Veo que vas descalza otra vez. No sabes cuánto me alegro de que no me falles.
Julia se metió las manos nerviosas en los bolsillos de la chaqueta del traje. Aquella voz suya debería estar tipificada por la ley, pensó Julia inquieta, o quizá por la ciencia médica. Con solo oírla una mujer podía entrar en coma… o en un estado de excitación terminal.
—Estoy muy ocupada, Paul, de veras. ¿Por qué no me dices de qué quieres hablar con Brandon y acabamos antes?
—Realmente te tomas en serio tu papel de madre. Es admirable. De lo que quiero hablar con él es de baloncesto —le explicó—. Los Lakers juegan aquí el sábado por la noche, y he pensado que le gustaría ir a verlos.
—Ah. —El rostro de Julia era un poema de contradicciones en el que se mezclaba la ilusión por su hijo, la preocupación, la incertidumbre y la alegría—. Seguro que le gustaría. Pero…
—Puedes consultar con la policía, Jules. Nunca me han fichado por secuestro. —Sin darse cuenta cogió uno de los pétalos de rosa del cuenco y lo frotó con el pulgar y el índice—. De hecho, tengo tres entradas, por si quieres apuntarte.
Así que era eso, pensó Julia decepcionada. No era la primera vez que un hombre había intentado utilizar a Brandon para llegar a ella. Pues quien se llevaría el chasco sería Paul Winthrop, decidió Julia. Había sido él quien se había ofrecido a pasar una noche con un niño de diez años, y con eso se quedaría.
—El baloncesto no es lo mío —dijo Julia con voz suave—. Estoy segura de que Brandon y tú os lo pasaréis mejor sin mí.
—Vale —respondió Paul con tal naturalidad que Julia se quedó pasmada—. No le des de comer. Ya picaremos algo en el estadio.
—Dudo que…
Julia se interrumpió al oír un coche.
—Parece que el colé se ha acabado —comentó Paul, metiéndose el pétalo en el bolsillo—. No quiero entretenerte. Seguro que Brandon y yo podemos ultimar los detalles.
Julia se quedó en el sitio mientras su hijo entraba de golpe por la puerta de casa con la mochila moviéndose de un lado a otro.
—No he fallado ni una en la prueba de ortografía.
—Bien hecho, campeón.
—Y Millie ha tenido hijos, cinco en total. —Brandon miró a Paul—. Millie es la cobaya del colé.
—Me alegro por Millie.
—Estaba gordísima. —Brandon no podía evitar disfrutar con ello—. Parecía que estaba enferma, allí tendida respirando rápido. Y entonces empezaron a salir aquellos canijos todo mojados. Y se llenó todo de sangre. —Brandon arrugó la nariz—. Si yo fuera mujer, no lo haría.
Paul no pudo sino sonreír y, alargando el brazo, le tiró de la visera de la gorra para taparle los ojos.
—Tenemos suerte de que estén hechas de una pasta más dura.
—Estoy seguro de que tenía que doler. —Brandon miró a su madre—. ¿Verdad?
—Ya lo creo —respondió Julia y se echó a reír, pasándole un brazo por encima del hombro—. Pero algunas veces tenemos suerte, y vale la pena. Yo estoy casi convencida de que tú has merecido la pena. —En vista de que no parecía el momento oportuno para tener una charla sobre educación sexual y parto, Julia le dio un rápido apretón—. El señor Winthrop ha venido a verte.
—¿En serio?
Por lo que Brandon recordaba, era la primera vez que un adulto hacía algo así. En especial un hombre.
—Da la casualidad —comenzó a explicar Paul—, de que los Lakers vienen a la ciudad el sábado.
—Ya, a jugar con los Celtics. Puede que sea el partido más importante de la temporada, y…
De repente cruzó por su mente un pensamiento tan alucinante que se quedó boquiabierto.
Los labios de Paul se curvaron en una amplia sonrisa ante la mirada ilusionada del muchacho.
—Y da la casualidad de que me sobran dos entradas. ¿Te apetece ir a verlos?
—¡Ah! —exclamó Brandon con los ojos desorbitados—. Mamá, por favor. —Mientras se volvía para agarrar a su madre por la cintura, su rostro entero se tornaba una súplica apremiante—. Por favor.
—¿Cómo voy a decirte que no después de lucirte como te has lucido en la prueba de ortografía?
Brandon se abrazó a ella dejando escapar un grito de alegría. Luego, para asombro de Paul, se volvió y se lanzó a sus brazos.
—Gracias, señor Winthrop. Esto es lo mejor que me podía pasar, de verdad.
Sacudido ante tan espontánea muestra de afecto, Paul dio unas palmaditas a Brandon en la espalda, apartando con el codo la mochila que le estaba aplastando los riñones. Si no le había costado nada, pensó. Aparte de los dos abonos de temporada que se compraba por norma cada año, se las había arreglado para conseguir un tercero de un amigo que aquel día no estaría en la ciudad. Ante la amplia sonrisa que le dedicó Brandon en aquel momento, con su rostro radiante lleno de emoción y gratitud, Paul deseó haber tenido que matar cuando menos a unos cuantos dragones para conseguir aquellas entradas.
—De nada. Mira, tengo una entrada de sobra. ¿Hay alguien que conozcas a quien le gustaría venir con nosotros?
Aquello era demasiado, como acostarse en agosto y amanecer el día de Navidad. Brandon dio un paso atrás, dudando de repente de si estaría bien visto que un hombre abrazara a otro hombre. No lo sabía.
—Mamá quizá.
—Ya he declinado la invitación, gracias —repuso Julia.
—Ostras, Dustin se volvería loco.
—Pues que se prepare para volverse loco —dijo Paul—. ¿Por qué no lo llamas por teléfono a ver si puede?
—¿En serio? ¡Genial! —exclamó Brandon antes de salir disparado hacia la cocina.
—No me gustaría entrometerme en una cosa de hombres. —Julia se interrumpió para desabotonarse la chaqueta del traje—. Pero ¿sabes dónde te metes?
—¿En una salida de chicos?
—Paul. —Julia no podía evitar tratarlo con amabilidad, después de ver la cara de Brandon—. Si no me equivoco, eres hijo único y nunca has estado casado ni tienes hijos.
La mirada de Paul descendió hasta los dedos de Julia, que seguían jugueteando con los botones de la chaqueta.
—Hasta ahora.
—¿Has hecho alguna vez de canguro?
—¿Cómo dices?
—Me lo imaginaba —dijo Julia, dejando escapar un suspiro al tiempo que se quitaba la chaqueta y la tiraba sobre el respaldo de una silla. Llevaba un maillot sin mangas de color teja y Paul se alegró de ver que, además de unas piernas estupendas, tenía unos hombros fabulosos, tersos y atléticos—. Y ahora te vas a estrenar llevando a dos chavales de diez años a un partido de baloncesto profesional. Tú solo.
—Ni que me fuera con ellos de expedición al Amazonas, Jules. Soy un hombre bastante competente.
—Seguro… en circunstancias normales. Pero con un crío de diez años las circunstancias nunca son normales. Es un estadio enorme, ¿verdad?
—¿Y?
—Pues que me lo voy a pasar en grande imaginándote con dos niños fuera de sí.
—Y si lo hago bien, ¿después del partido me… invitarás a una copa?
Julia tenía las manos apoyadas en los hombros de Paul y le entraron unas ganas terribles de acariciarle el cabello con los dedos.
—Ya veremos —musitó Julia.
De repente, su mirada se oscureció y, dejándose llevar por aquel impulso, comenzó a agachar la cabeza.
—¡Puede venir! —gritó Brandon desde la puerta de la cocina—. Su madre dice que vale, pero que tiene que hablar contigo para asegurarse de que no es una trola.
—Está bien.
Paul siguió a Julia con la mirada. Aunque hubiera estado en la otra punta de la sala, habría visto el deseo convertirse en una mezcla de vergüenza y estupefacción en sus ojos.
—Ahora vuelvo.
Julia dejó escapar el aire en una corta espiración. Pero ¿en qué demonios pensaba? Pregunta equivocada, concluyó. No pensaba en nada, solo sentía. Y eso siempre era peligroso.
Tenía delante a un hombre atractivo, sexy y encantador, es decir, un hombre que reunía todas las cualidades que inducían a una mujer a cometer errores. Por suerte Julia conocía los riesgos que eso comportaba.
Sonrió al oír la voz aflautada y llena de emoción de Brandon en contraste con el tono más grave e irónico de la voz de Paul. Fuera prudente o no, no podía evitar que le gustara. Se preguntó si él sería consciente de la cara que había puesto al lanzarse Brandon a sus brazos, momento en el que tras una reacción inicial de perplejidad su rostro pasó poco a poco a adoptar una expresión de placer. Puede que ella lo hubiera juzgado mal, y que no hubiera ningún motivo oculto en su intención de invitar al chico a aquel partido.
Esperaría a ver qué pasaba.
De momento, sería mejor que comenzara a pensar en la cena. Julia miró hacia la chimenea para consultar la hora en el antiguo reloj francés situado en la repisa, pero vio que no estaba. Presa del desconcierto, se quedó mirando el hueco y palideció.
No habían sido imaginaciones suyas; alguien había entrado en la casa. Tratando de no dejarse llevar de nuevo por el pánico, inspeccionó con detenimiento el salón. Junto al reloj faltaba una figura de porcelana de Dresde, un par de candelabros de jade y tres de las cajitas de rapé de coleccionista que había en la vitrina.
Reteniendo mentalmente aquella información, entró corriendo en el comedor, donde comprobó también que faltaban varios objetos pequeños de valor. Había desaparecido una mariposa de amatista que cabía en la palma de la mano y que debía de costar varios miles de dólares, así como un juego de saleros de la época georgiana.
Julia intentó recordar cuándo había sido la última vez que había visto todos aquellos objetos. Brandon y ella siempre comían en la cocina o en la terraza. ¿Hacía un día, una semana? Sintió un nudo en el estómago y se puso la mano encima.
Puede que todo aquello tuviera una explicación muy sencilla. Quizá Eve hubiera decidido quitar aquellos adornos de allí. Aferrándose a aquella posibilidad, regresó al salón, donde encontró a Brandon y a Paul sentados, haciendo planes para la gran noche.
—Nos iremos pronto —le dijo Brandon—. Así podremos saludar a los jugadores que haya en el vestuario.
—Genial —respondió Julia, obligándose a sonreír—. Oye una cosa, ¿por qué no coges algo de comer y nos ponemos dentro de un rato con los deberes?
—Vale. —Brandon se puso en pie de un salto y dedicó a Paul otra gran sonrisa—. Hasta luego.
—Será mejor que te sientes —le aconsejó Paul cuando se quedaron solos—. Estás más blanca que el papel.
Julia se limitó a asentir.
—Faltan cosas de la casa. Tengo que llamar a Eve ahora mismo.
Paul se levantó enseguida y la cogió del brazo.
—¿Qué cosas?
—El reloj de la chimenea, las cajitas de coleccionista. Cosas —espetó, temiendo balbucear—. Cosas de valor. Las cintas…
—¿Qué pasa con ellas?
—Que están desordenadas. Alguien… —Julia se obligó a respirar hondo antes de acabar la frase—. Alguien ha estado aquí.
—Enséñame las cintas.
Julia lo llevó hasta el despacho.
—Están mezcladas —le explicó al abrir el cajón—. Siempre las tengo archivadas por orden alfabético.
Tras obligar a Julia a que se sentara, Paul inspeccionó las cintas.
—Veo que has estado ocupada —dijo entre dientes, fijándose en los nombres y fechas de las etiquetas—. ¿No te habrás quedado trabajando hasta tarde y las habrás mezclado sin querer?
—Eso es casi imposible. —Julia reparó en la mirada de duda con la que Paul recorría la habitación desordenada—. Mira, ya sé cómo está todo, pero con lo único que soy maniática es con guardar las entrevistas en un orden estricto. Forma parte de mi método de trabajo.
Paul asintió, aceptando su explicación.
—¿Y es posible que Brandon haya jugado con ellas?
—En absoluto.
—Ya me lo imaginaba —dijo Paul con voz suave, aunque al mirarla de nuevo, Julia vio un destello de peligro en sus ojos—. Está bien, Julia, ¿hay algo en esas cintas que no quieras que sea escuchado antes de dar a conocer su contenido?
Julia vaciló un instante antes de responder, encogiéndose de hombros.
—Sí.
Paul apretó los labios antes de cerrar el cajón.
—Está claro que no vas a extenderte más al respecto. ¿Falta alguna de las cintas?
—Están todas.
Julia pensó de repente en algo que le hizo palidecer aún más. Sacó la grabadora del maletín a toda prisa y cogió una cinta al azar. Al cabo de un instante una voz débil y nasal invadió la estancia.
—¿Que qué opino de Eve Benedict? Que es una actriz con un talento como la copa de un pino y un coñazo de mucho cuidado.
Julia dejó escapar un suspiro al tiempo que presionaba el botón de pausa.
—Es Alfred Kinsky —explicó Julia—. Lo entrevisté el lunes por la tarde. Dirigió a Eve en tres de sus primeras películas.
—Ya sé quién es —respondió Paul con sequedad. Asintiendo con la cabeza, Julia metió de nuevo la cinta en su caja de plástico, pero se quedó con ella en la mano.
—Tenía miedo de que pudieran haberlas borrado. Tendré que revisarlas todas, pero… —Julia se pasó una mano por el pelo para quitarse las horquillas—. No tendría sentido. Siempre podría volver a hacer las entrevistas. Tengo que pararme a pensar un momento —dijo para sí misma antes de dejar la cinta y pasarse los dedos por los ojos—. Alguien ha entrado aquí a robar. Tengo que llamar a Eve. Y a la policía.
Paul la cogió de la muñeca al ver que Julia se disponía a descolgar el teléfono.
—Ya la llamo yo. Tú cálmate y ve a ponerte un brandy.
Julia negó con la cabeza. Paul marcó el número de la casa principal.
—Pues ponme uno a mí… y deja fuera la botella para Eve.
Por mucho que le contrariara aquella orden, le serviría al menos para estar entretenida. Julia estaba tapando de nuevo la licorera cuando Paul entró en el salón con paso firme.
—Ahora viene. ¿Has mirado tus cosas?
—Mis joyas. Unas cuantas alhajas que tengo de mi madre —dijo Julia, pasándole la copa de brandy—. No falta nada.
Paul dio vueltas al brandy antes de tomar un sorbo sin despegar la vista de Julia.
—Es absurdo que te sientas responsable.
Julia estaba caminando de un lado a otro, sin poder evitarlo.
—Qué sabrás tú cómo me siento.
—Si casi puedo leerte el pensamiento, Julia. En estos momentos piensas que eres responsable de lo ocurrido. Debería haberlo impedido. —Paul tomó otro sorbo de brandy—. ¿No están cansados esos hombros tuyos tan preciosos de cargar ellos solos con los problemas del mundo entero?
—Déjame en paz.
—Ah, lo olvidaba. Julia se enfrenta ella sola a la cólera del mundo.
Julia dio media vuelta y se dirigió a la cocina. Paul le oyó decir algo a Brandon en voz baja y luego la puerta mosquitera se cerró de un portazo, de lo que dedujo que había mandado al niño a jugar fuera. Por muy nerviosa que estuviera, lo primero para ella era proteger a su hijo. Cuando Paul entró en la cocina, la vio de pie con las manos apoyadas en el fregadero, mirando por la ventana.
—Si te preocupa el valor de los objetos desaparecidos, te prometo que estás asegurada.
—No se trata de eso, ¿no te parece?
—Ya. —Paul dejó a un lado el brandy y se situó detrás de ella para masajear sus hombros rígidos—. Se trata de que alguien ha invadido tu espacio, ya que al fin de cuentas este es tu espacio mientras estés aquí.
—No me gusta saber que alguien puede entrar aquí así como así, hurgar en mis cosas, llevarse unas cuantas fruslerías caras y marcharse tan campante. —Julia se apartó del fregadero con un movimiento brusco—. Ahí viene Eve.
Eve irrumpió en la cocina con Nina pegada a sus talones.
—¿Qué diablos es todo esto? —inquirió.
Julia se había preparado mentalmente para contarle con la mayor brevedad y claridad posibles lo que había descubierto.
—¡Qué hijos de su madre! —fue el único comentario que hizo Eve mientras pasaba de la cocina al salón. Su mirada se agudizó mientras recorría lentamente cada rincón de la estancia, fijándose en los espacios que habían dejado vacíos los objetos desaparecidos—. Le tenía mucho cariño a ese reloj.
—Eve, siento tanto…
Eve interrumpió la disculpa de Julia con un gesto impaciente de la mano.
—Nina, registra el resto de la casa y comprueba qué más falta del inventario. Paul, por amor de Dios, sírveme un brandy.
En vista de que ya se lo estaba sirviendo, se limitó a arquear una ceja. Eve cogió la copa de su mano y bebió un trago largo.
—¿Dónde está el chico?
—Lo he mandado afuera a jugar.
—Bien. —Eve bebió otro trago—. ¿Dónde tienes instalado tu despacho?
—En el estudio, por ahí.
Eve ya estaba dentro de la sala, abriendo cajones con ímpetu antes de que Julia tuviera tiempo de abrir la boca.
—Así que crees que alguien ha mirado las cintas.
—No lo creo —repuso Julia sin alterarse—. Lo afirmo.
Los labios de Eve dejaron entrever un indicio de diversión casi imperceptible.
—Menos humos, cielo. —Tras recorrer el canto de las cintas con el dedo, Eve dejó escapar una risa breve—. Vaya, vaya. Veo que has trabajado como una hormiguita, ¿eh? Kinsky, Drake, Greenburg, Marilyn Day. Madre mía, pero si has entrevistado hasta a Charlotte Miller.
—¿No es para eso para lo que me contrató?
—Desde luego. Viejos amigos, viejos enemigos —murmuró Eve—. Todo perfectamente ordenado. Seguro que Charlotte te estuvo dando la lata.
—Le inspira casi tanto respeto como antipatía.
Eve alzó la vista de golpe y luego dejó escapar una risa gutural mientras se desplomaba en la silla.
—Estás hecha una arpía fría y soberbia, Julia. Y eso me gusta.
—Ya le devolveré ambos cumplidos, Eve. Pero ahora de lo que se trata es de ver qué hacemos.
—Humm. No tienes tabaco, ¿verdad? Me he dejado el mío en casa.
—Lo siento.
—No importa. ¿Se puede saber dónde está mi brandy? Ah, Paul. —Eve sonrió y le dio una palmadita en la mejilla cuando Paul se acercó a ella para pasarle la copa—. Qué bien nos ha venido que estuvieras aquí en un momento de crisis como este.
Paul hizo caso omiso de tan ladina insinuación.
—Como es lógico, Julia está preocupada por el hecho de que hayan entrado en la casa y hurgado en su trabajo. Lo que ya no es tan lógico es que se sienta responsable del allanamiento de tu propiedad.
—Eso es ridículo —repuso Eve, desechando la idea con un ademán despreocupado antes de recostarse en el asiento y cerrar los ojos para pensar—. Hablaremos con el vigilante de la entrada. Puede que haya venido algún repartidor o algún técnico…
—¿Y la policía? —le interrumpió Julia—. Deberíamos haberles avisado.
—No, no. —Eve, que ya lo tenía todo planeado, dio vueltas al brandy—. Creo que podemos ocuparnos de este incidente con más delicadeza que la policía.
—¿Eve? —dijo Nina, entrando por la puerta con una tablilla con sujetapapeles en la mano—. Creo que ya tengo el grueso de lo que falta.
—¿Cálculo aproximado?
—Treinta o quizá cuarenta mil dólares. Incluyendo la mariposa de amatista. —Los ojos de Nina se llenaron de preocupación—. Lo siento. Sé que le tenías mucho cariño.
—Sí, así es. Victor me la regaló hace casi veinte años. Bueno, creo que lo que deberíamos hacer es revisar el inventario de la casa principal. Me gustaría saber si también ha pasado por allí alguien con las manos muy largas. —Eve apuró el brandy y se levantó de la silla—. Lo siento mucho, Julia. Paul ha estado de lo más acertado al emplear ese tono reprobatorio para informarme de tu preocupación por todo este asunto. No dudes que hablaré con los empleados de seguridad personalmente. No me gusta nada que molesten a mis invitados.
—¿Puedo hablar con usted un momento en privado?
Eve se limitó a asentir con la cabeza mientras se sentaba en el borde de la mesa. Julia cerró la puerta detrás de Paul y Nina.
—Siento que estés disgustada, Julia —comenzó a decir Eve. Mientras tamborileaba los dedos de una mano sobre la mesa, con los de la otra se masajeaba la sien en pequeños círculos—. Si ha parecido que pretendía quitarle importancia es porque me enfurece pensar que alguien haya osado hacer algo así.
—Creo que debería reconsiderar la opción de llamar a la policía.
—Los personajes públicos tenemos muy poca privacidad. Por un pequeño hurto de cuarenta mil dólares no vale la pena ver mi cara publicada en todos los periódicos. Es mucho más interesante ser noticia por haber tenido un lío con un culturista de treinta años.
Julia abrió el cajón y sacó una cinta.
—En esta cinta están sus recuerdos sobre su matrimonio con Anthony Kincade. Puede que alguien haya hecho una copia, Eve. Y ese alguien puede pasarle la información a él.
—¿Y?
—Ese hombre me da miedo. Y me da miedo pensar en lo que sería capaz de hacer por impedir que esta historia salga a la luz.
—De Tony ya me encargo yo, Julia. A mí no puede hacerme daño, ni permitiré que te lo haga a ti. ¿No te convence? —Eve sostuvo un dedo en alto y elevó ligeramente el tono de voz—. ¿Nina? ¿Puedes venir, querida?
La puerta se abrió en menos de diez segundos.
—Dime, Eve.
—Quiero escribir una carta. A Anthony Kincade… ¿darás con su dirección actual?
—Sí, no te preocupes —respondió Nina, poniendo un folio en blanco en el sujetapapeles para ponerse a escribir en taquigrafía.
—Querido Tony. —Eve entrelazó los dedos con calma, casi en posición de plegaria. Su mirada retomó la expresión de maldad habitual en ella—. Espero que te encuentres en un estado de salud lamentable. Te escribo estas breves líneas para informarte de que estoy avanzando con el libro a pasos agigantados. Sé lo interesado que estás en este proyecto. Tal vez sepas también que hay varias personas a las que preocupa mucho su contenido, tanto que han tratado por activa y por pasiva de ponerle fin. Tony, tú más que nadie deberías saber lo poco que me afecta que me presionen. Y para evitarte problemas, por si habías pensado recurrir a esa opción, te escribo para informarte de que estoy contemplando seriamente la invitación de Oprah para acudir a su programa a contar chismes de mi vida. Si se produce alguna intromisión por parte de tu círculo, querido, aceptaré su invitación y despertaré la curiosidad del público con un par de episodios de los fascinantes años que pasamos juntos. Creo que con ese pequeño adelanto prepromocional por televisión me aseguraré ya un buen número de ventas. Como siempre. Eve. —Eve levantó una mano, sonriente—. Espero que al muy cabrón le dé una apoplejía al leer esto.
Sin saber si echarse a reír o a gritar, Julia se sentó también en la mesa.
—Admiro sus agallas, por no decir su estrategia.
—Eso es porque no entiendes del todo mi estrategia. —Eve apretó la mano de Julia—. Pero ya la entenderás. Ahora date un baño caliente lleno de burbujas, tómate un vino tranquilamente y deja que Paul te lleve a la cama. Créeme, la combinación de esas tres cosas te vendrá de maravilla.
Julia se echó a reír, haciendo un gesto de negación con la cabeza.
—Las dos primeras puede que sí.
Eve rodeó entonces los hombros de Julia con el brazo en un gesto de consuelo, apoyo y, sin duda, de afecto que sorprendió a ambas.
—Mi querida Jules… ¿acaso no es eso lo que te pide el cuerpo? Cualquier mujer tiene al alcance los otros dos placeres. Ven a casa mañana a las diez y hablaremos.
—¿Eve? —le interrumpió Nina—. Tienes la primera prueba de vestuario para la miniserie mañana por la mañana.
—Pues que Nina te diga a la hora que podemos quedar —dijo Eve mientras se encaminaba hacia la puerta—. Conoce mi vida mejor que yo.
Nina aguardó a que Eve saliera del estudio con su aire majestuoso.
—Me hago cargo de lo espantoso que debe de ser esto para usted. Si quiere que los traslademos a usted y a Brandon a la casa principal no tiene más que decirlo.
—No, no, de veras. Aquí estamos bien.
Nina frunció su pequeño ceño con una expresión de incertidumbre.
—Si cambia de idea, el traslado puede hacerse en un santiamén y sin armar alboroto. Mientras tanto, ¿hay algo que pueda hacer por usted?
—No. Le agradezco el ofrecimiento, pero a decir verdad ya me siento mejor.
—Si está intranquila durante la noche, o simplemente necesita hablar con alguien, no dude en llamar a la casa —le sugirió Nina, tendiendo la mano a Julia.
—Gracias, pero no creo que me sienta intranquila sabiendo que están ustedes ahí.
—A dos minutos —añadió Nina, estrechando la mano de Julia a modo de despedida.
Una vez sola, Julia se dedicó a reordenar las cintas. Era un gesto insignificante que no servía de nada en aquel momento, pero le ayudó a tranquilizarse. Cuando terminó, cogió la copa vacía de brandy de Eve y se dirigió a la cocina. El olor a comida le hizo pararse en seco con gesto vacilante y olfatear el aire antes de seguir caminando. Al llegar a la entrada de la cocina, se quedó atónita al ver a Paul Winthrop atareado entre fogones.
—¿Qué haces?
—La cena. Rotini con tomate y albahaca.
—¿Por qué?
—Porque la pasta fortalece el espíritu… y si yo cocino te será imposible no invitarme a cenar. —Paul cogió una botella de Borgoña que había dejado respirando sobre la encimera y vertió un poco en una copa—. Toma.
Julia aceptó la copa, sosteniéndola con ambas manos sin llegar a beber.
—¿Se te da bien?
Paul le sonrió y, al ver que tenía las manos ocupadas, aprovechó para estrechar la cintura de Julia entre sus brazos.
—¿El qué en particular?
Su tacto era fantástico, demasiado para resistirse en aquel momento.
—El hacer rotini con tomate y albahaca.
—Se me da de maravilla. —Paul se agachó sobre el rostro de Julia y dio un suspiro—. No te muevas o lo pondrás todo perdido de vino. —Dicho esto, comenzó a deslizar una mano por la espalda de Julia hasta sostenerle la nuca, lo que sirvió tanto para inmovilizarla como para estimular varias terminaciones nerviosas de su cuerpo—. Relájate, Jules. Un beso no es terminal.
—Es cómo lo haces.
Los labios de Paul dibujaban una sonrisa cuando se posaron sobre los de Julia.
—Cada vez mejor —musitó Paul, acariciándole con la nariz—. Dime una cosa, ¿desencadeno en ti la misma clase de explosiones que tú en mí cuando hago esto?
Paul le rozó la oreja con los dientes antes de tirarle del lóbulo.
—No lo sé —respondió Julia, pero sintió que las rodillas le flaqueaban—. Me falta práctica por lo que se refiere a explosiones.
Paul agarró la nuca de Julia con más fuerza antes de obligarse a relajar la tensión de sus dedos.
—Eso es precisamente lo que hay que decir para hacerme sufrir. —Paul se echó hacia atrás para observar el rostro de Julia con detenimiento. El color del iris de sus ojos se había vuelto más oscuro, tornándose de un gris humo al verse avivado por el fuego que ardía contenido tras ellos. ¿Serían imaginaciones suyas, o Julia desprendía un aroma más intenso, potenciado por la sangre que corría con fuerza bajo su piel? Paul se maldijo por tener escrúpulos. Era una verdadera lástima—. Ya vuelves a tener algo de color en la cara. Cuando te alteras por algo, te quedas blanca como la cera. Y eso hace que a uno le entren ganas de arreglar las cosas por ti.
La espalda de Julia, que con tanta habilidad había logrado relajar Paul, se tensó de nuevo.
—No necesito que nadie arregle las cosas por mí.
—Lo que hace que un tipo determinado de hombres persevere en su empeño. Vulnerabilidad e independencia. No me había dado cuenta de la irresistible combinación que podían formar.
Tratando de dar a su voz un tono desenfadado, Julia se llevó el vino a los labios.
—Bueno, en ese caso te dejo que me prepares la cena.
Sin dejar de mirarla, Paul le quitó la copa de las manos y la puso a un lado.
—Podríamos llegar mucho más lejos.
—Quizá —respondió Julia, mirándole a los ojos, aquellos ojos de un azul oscuro y radiante que tenía tan cerca, tanto que no le costaría nada verse reflejada en ellos y dejarse llevar por la imaginación—. Pero no estoy segura de poder soportar ni un poco más.
Fuera cierto o no, Paul vio que Julia creía en aquella afirmación.
—Entonces tendremos que ir paso a paso.
En vista de que aquella perspectiva le parecía más segura que la agitación que acababa de sacudir todo su cuerpo, Julia asintió con cautela.
—Supongo que sí.
—El siguiente paso sería que tú me besaras a mí.
—Creía que ya lo había hecho.
Paul negó con la cabeza, un gesto que tenía algo de desafiante, cuando no de hostil.
—He sido yo quien te ha besado.
Tras reflexionar unos instantes, Julia concluyó que debía comportarse como una adulta. Y como tal no tenía por qué aceptar todo reto que le saliera al paso. Luego suspiró.
Julia rozó los labios de Paul con los suyos con suavidad. Tardó tan solo un instante en darse cuenta de que el paso que acababa de dar podía ser turbulento. Aun así se concedió otro instante para seguir con sus labios calientes pegados a los de Paul, impregnándose de la emoción del riesgo.
—Tengo que ir a llamar a Brandon —dijo, dando un paso atrás.
Julia quería disponer de tiempo para pensar antes de dar el siguiente paso.