Era una leyenda. Un producto de su época, del talento que poseía y de su ambición implacable. Eve Benedict. Los hombres treinta años más jóvenes que ella la deseaban. Las mujeres la envidiaban. Los directores de los estudios la cortejaban. Conscientes de que en los tiempos que corrían, en los que el cine estaba a cargo de los contables, su nombre pesaba más que el oro puro. A lo largo de una dilatada carrera de casi cincuenta años Eve Benedict había llegado a lo más alto, y también había tocado fondo, y se valía de ambas cosas para forjar la imagen de sí misma que deseaba.
Eve hacía lo que quería, tanto en el terreno profesional como en su vida privada. Si le atraía un papel, iba tras él con el mismo ahínco e ímpetu con el que había conseguido el primero de su carrera. Si deseaba a un hombre, lo cazaba y no lo dejaba escapar hasta que ella no daba por terminada la relación, sin obrar en ningún caso con mala intención, según le gustaba alardear. Todos los amantes que había tenido a lo largo de su vida, una legión entera, seguían siendo amigos suyos. O al menos tenían la sensatez de aparentarlo.
A sus sesenta y siete años Eve conservaba un cuerpo espléndido gracias a la disciplina y el arte de la cirugía. A lo largo de medio siglo había hecho de sí misma una daga afilada, sirviéndose de la decepción y el triunfo para templar su hoja y convertirse así en un arma temida y respetada en el reino de Hollywood.
Había sido una diosa. Ahora era una reina de mente aguda y lengua afilada. Pocos conocían los entresijos de su corazón. Sus secretos no los conocía nadie.
—Esto es una mierda. —Eve tiró el guión al suelo embaldosado del solárium, le dio un fuerte puntapié y se puso a caminar de un lado a otro. Se movía como siempre lo había hecho, con aquel derroche de sensualidad cubierta por una pátina de dignidad—. Todo lo que he leído en los dos últimos meses no es más que mierda.
Su agente, una mujer de formas blandas y rellenas con una voluntad de hierro, se encogió de hombros y tomó un sorbo de su cóctel vespertino.
—Ya te dije que era una basura, Eve, pero tú te empeñaste en leerlo.
—Dijiste que era una basura.
Eve cogió un cigarrillo de una fuente de cristal de Lalique y se metió las manos en los bolsillos de los pantalones en busca de cerillas.
—En la basura siempre hay algo que puede salvarse. Yo he hecho un montón de basura y he logrado que brillara. Pero esto —dijo, dando al guión otro puntapié con ganas—, es una mierda.
Margaret Castle tomó otro sorbo de mosto con un chorro de vodka.
—Tienes toda la razón. La miniserie…
Un súbito movimiento de cabeza, una mirada fugaz y lacerante como un bisturí.
—Ya sabes lo mucho que detesto esa palabra.
Maggie alargó la mano para coger un mazapán y se lo metió entero en la boca.
—Llámala como quieras, pero el papel de Marilou es perfecto para ti. No ha habido una belleza sureña con más fuerza y más fascinante desde Scarlett.
Eve lo sabía, y ya tenía decidido aceptar la oferta. Pero no quería ceder tan pronto. No era solo una cuestión de orgullo, sino de imagen.
—Tres semanas de rodaje en Georgia —masculló—. Con los putos caimanes y mosquitos.
—Piensa en tus compañeros de cama, querida. —El comentario de Maggie le valió una breve risotada—. El papel de Robert se lo han dado a Peter Jackson.
Los brillantes ojos verdes de Eve se entrecerraron.
—¿Cuándo has oído eso?
—Durante el desayuno. —Maggie sonrió y se arrellanó aún más en los cojines pastel del sofá de mimbre blanco—. He pensado que te interesaría saberlo.
En actitud reflexiva, y sin dejar de moverse, Eve exhaló una larga bocanada de humo.
—Parece el típico cachas, pero trabaja muy bien. Por un tipo así casi merecería la pena rodar en un pantano.
Al ver que su presa había mordido el anzuelo, Maggie tiró del hilo.
—Están pensando en Justine Hunter para el papel de Marilou.
—¿Esa barbie? —Eve comenzó a dar caladas al cigarrillo y a moverse más rápido aún—. Echaría a perder la película. No tiene el talento ni la inteligencia para ser Marilou. ¿No la viste en Medianoche? Lo único que destacaba de su interpretación era su busto. Por Dios.
La reacción de Eve fue exactamente la que Maggie esperaba.
—Pues en Cuestión de preferencias estaba muy bien.
—Eso es porque hacía de sí misma, una cualquiera con la cabeza hueca. Pero si es un desastre…
—El público televisivo está familiarizado con su nombre, y… —Maggie cogió otro mazapán, lo observó con detenimiento y sonrió—. Tiene la edad perfecta para el papel. Se supone que Marilou ronda los cuarenta y cinco años.
Eve dio media vuelta rápidamente y se quedó plantada en un punto iluminado por la luz del sol, con el cigarrillo sobresaliendo entre sus dedos cual arma afilada. Espléndida, pensó Maggie mientras esperaba a que explotara. Eve Benedict se veía espléndida, con sus facciones angulosas, aquellos labios rojos y carnosos y aquel elegante corte de pelo, con su cabello negro azabache, tan lacio y brillante. Su cuerpo era el sueño de cualquier hombre: esbelto, ágil y de pechos grandes. Lo cubría un vestido de seda en tono rubí, su sello característico.
Luego sonrió, con aquella famosa sonrisa relampagueante que dejaba sin aliento a su destinatario. Echando la cabeza hacia atrás, soltó una larga carcajada de admiración.
—Has dado en el centro de la diana, Maggie. Caray, qué bien me conoces.
Maggie cruzó sus piernas rollizas.
—Qué menos, después de veinticinco años.
Eve se acercó al bar para servirse un vaso largo de zumo hecho con naranjas recién cogidas de sus propios árboles, al cual añadió un chorro generoso de champán.
—Ponte a trabajar en ello.
—Ya lo he hecho. Con este proyecto te vas a hacer rica.
—Ya soy rica. —Eve apagó el cigarrillo, encogiéndose de hombros—. Las dos lo somos.
—Pues lo seremos aún más. —Maggie alzó su copa para brindar con Eve, tomó un trago e hizo sonar los cubitos de hielo—. Y ahora, ¿por qué no me dices para qué me has hecho venir hoy aquí realmente?
Apoyándose de espaldas contra la barra del bar, Eve tomó un sorbo de zumo. Los brillantes que llevaba de pendientes relucieron con el sol; iba descalza.
—Me conoces muy bien. Tengo otro proyecto en mente. Algo en lo que llevo pensando desde hace tiempo. Necesito tu ayuda.
Maggie arqueó una de sus finas cejas rubias.
—¿Mi ayuda, no mi opinión?
—Tu opinión es siempre bienvenida, Maggie. Es una de las pocas que lo es.
Eve tomó asiento en una silla de mimbre de respaldo alto con cojines rojo escarlata. Desde allí veía sus jardines, las flores cuidadas con esmero y los setos podados con meticulosidad. De una fuente de mármol brotaba un agua cristalina que refulgía en la pila. Más allá se encontraba la piscina y la casa de invitados, una réplica exacta de una construcción estilo Tudor sacada de una de sus películas de mayor éxito. Detrás de un pequeño palmeral se hallaban las pistas de tenis que utilizaba al menos dos veces por semana, un campo de golf por el que había perdido el interés y un campo de tiro que había mandado instalar hacía veinte años tras los asesinatos de Manson. Por último, había un naranjal, un garaje con capacidad para diez vehículos, una laguna artificial y un muro de piedra de seis metros de altura que rodeaba toda la finca.
Eve se había ganado a pulso cada centímetro cuadrado de su propiedad situada en Beverly Hills. Como se había ganado a pulso el logro de pasar de ser un sex symbol de voz ronca a convertirse en una actriz respetada. Llegar hasta allí le había costado sus sacrificios, pero rara vez pensaba en ello. También había habido sufrimiento, algo que nunca olvidaría. En su arduo ascenso por una escalera resbaladiza había dejado en el camino sangre, sudor y lágrimas, y después de tantos años seguía manteniéndose en lo más alto. Pero estaba sola.
—Háblame del proyecto —estaba diciéndole Maggie—. Primero te daré mi opinión, y luego mi ayuda.
—¿Qué proyecto?
Ambas mujeres miraron hacia la entrada del solárium al oír la voz de un hombre, una voz con un levísimo acento británico, como un delicado barniz sobre una madera noble, si bien el hombre llevaba más de diez de sus treinta y cinco años sin vivir en Inglaterra. La residencia de Paul Winthrop se hallaba en el sur de California.
—Llegas tarde.
Pero Eve sonreía sin esfuerzo, tendiendo las manos hacia él.
—¿De veras? —El hombre le besó primero las manos y luego la mejilla, notando en ambos casos un tacto suave de pétalos de rosa—. Hola, preciosa. —Paul le cogió el vaso, tomó un sorbo y sonrió—. Las mejores naranjas de todo el país. Hola, Maggie.
—Madre mía, Paul, cada día te pareces más a tu padre. Podría conseguirte una prueba en un abrir y cerrar de ojos.
Paul bebió otro sorbo antes de devolver la copa a Eve.
—Cualquier día de estos te tomo la palabra… —cuando el infierno se congele, pensó.
Se encaminó hacia el bar, paseando su figura alta y enjuta con un torso levemente musculado que se dejaba entrever bajo la camisa holgada. Su cabello, de un color caoba deslucido, se veía alborotado después de conducir a toda velocidad con el techo del descapotable bajado. Su rostro, de una belleza casi excesiva cuando era niño, se había ido curtiendo con el tiempo, por suerte para él. Eve lo observó rasgo a rasgo, la nariz larga y recta, los pómulos marcados, los ojos azul intenso con aquellas arrugas incipientes que tanto maldecían las mujeres y tanto carácter imprimían en los hombres. Su boca, firme y bien delineada, dibujaba una sonrisa peculiar. Era la misma boca de la que ella se había enamorado hacía veinticinco años. La boca del padre de Paul.
—¿Cómo está el cabrón de tu padre? —preguntó Eve en tono afectuoso.
—Disfrutando de su quinta mujer, y de los casinos de Monte Carlo.
—Nunca aprenderá. Las mujeres y el juego han sido siempre los puntos débiles de Rory.
Paul tenía pensado trabajar aquella noche, así que se tomó el zumo solo. Había interrumpido sus quehaceres por Eve, algo que no habría hecho por nadie más.
—Por suerte, siempre ha tenido una suerte asombrosa en ambos sentidos.
Eve tamborileó los dedos sobre el brazo de la silla. Había estado casada con Rory Winthrop durante un breve y tumultuoso período de dos años hacía un cuarto de siglo, y no estaba segura de coincidir con la opinión de su hijo.
—¿Qué edad tiene esta, treinta?
—Eso dicen las notas de prensa. —Divertido ante la reacción de Eve, Paul ladeó la cabeza mientras ella se acercaba a los labios otro cigarrillo—. Vamos, querida, no irás a decirme que estás celosa.
Si eso lo hubiera insinuado cualquier otra persona, Eve la habría hecho trizas. En aquel caso se limitó a encogerse de hombros.
—No soporto ver cómo hace el ridículo. Además, cada vez que se casa sacan una lista con todas sus ex. —Una nube de humo envolvió su rostro por un instante para disiparse después en la corriente de aire que generaba el ventilador del techo—. Detesto ver mi nombre junto al de otros fichajes suyos de baja estofa.
—Bueno, pero el tuyo es el que más reluce. —Paul levantó su vaso a modo de brindis—. Como tiene que ser.
—Siempre dices las palabras apropiadas en el momento indicado. —Complacida, Eve se recostó en su asiento. Sin embargo, sus dedos seguían repiqueteando sin cesar en el brazo de la silla—. Eso es lo que distingue a un novelista de éxito. Una de las razones por las que te he hecho venir hoy aquí.
—¿Una de las razones?
—La otra es que apenas tengo ocasión de verte cuando estás enfrascado en uno de tus libros. —Eve tendió de nuevo una mano hacia él—. Aunque no me hayas tenido mucho tiempo de madrastra, sigues siendo mi único hijo.
Conmovido por sus palabras, Paul se llevó la mano de Eve a los labios.
—Y tú sigues siendo la única mujer que quiero.
—Eso es porque eres un exigente de mucho cuidado. —No obstante, Eve le apretó los dedos antes de soltarle la mano—. Pero no os he hecho venir por sentimentalismo. Necesito vuestro asesoramiento profesional. —Dio una calada al cigarrillo, consciente del valor del tiempo para dotar la escena de mayor dramatismo—. He decidido escribir mis memorias.
—¡Ay, Dios! —fue la primera reacción de Maggie.
Paul, en cambio, se limitó a arquear una ceja.
—¿Por qué?
Solo un oído finísimo habría percibido una leve vacilación en su reacción. Eve siempre tenía respuesta para todo.
—Eso de que me endilgaran un premio de reconocimiento a mi carrera me dio que pensar.
—Fue un honor, Eve —comentó Maggie—, no una patada en el culo.
—Fue ambas cosas —sentenció Eve—. Ya me parece oportuno que honren mi trayectoria profesional, pero mi vida y mi trabajo distan mucho de haber llegado a su fin. La cuestión es que me sirvió para reflexionar sobre el hecho de que mis cincuenta años de experiencia en este mundo han sido de todo menos aburridos. No creo que ni siquiera alguien con la imaginación de Paul pudiera inventar una historia más interesante, con personajes tan dispares. —Sus labios se curvaron hacia arriba lentamente, con una expresión que destilaba tanto malicia como humor—. Habrá más de uno que no se alegre mucho de ver su nombre y sus pequeños secretos en letra impresa.
—Y nada te gusta más que avivar el fuego.
—Nada —asintió Eve—. ¿Y por qué no? Si no se aviva el fuego un poco de vez en cuando, acaba por apagarse y deja de dar calor. Pienso contar la verdad, pura y dura. No estoy dispuesta a perder el tiempo con la típica biografía del famoso de marras que suena igual que un comunicado de prensa o la carta de un fan. Necesito alguien que no suavice mis palabras ni las explote. Alguien que ponga mi historia por escrito tal cual es, no como a algunos les gustaría que fuera. —Eve reparó en la expresión del rostro de Paul y se echó a reír—. No te preocupes, cariño, no voy a pedirte que te encargues tú.
—Deduzco que ya tienes a alguien en mente. —Paul le cogió la copa para ponerle más hielo—. ¿Por eso me enviaste la biografía de Robert Chambers la semana pasada?
Eve le aceptó la copa y sonrió.
—¿Qué te pareció?
Paul se encogió de hombros.
—Estaba bien escrita, dentro de su género.
—No seas esnob, querido. —Eve hizo gestos con el cigarrillo, visiblemente divertida por la situación—. Como seguro que ya sabrás, el libro recibió excelentes críticas y permaneció en la lista del New York Times durante veinte semanas.
—Veintidós —le rectificó Paul, dedicándole una amplia sonrisa.
—Es un trabajo muy interesante, si a uno le van las bravuconadas y el machismo de Robert. Pero lo que más me fascinó fue que la autora logró sonsacarle unas cuantas verdades entre una sarta de mentiras muy bien elaboradas.
—Julia Summers —añadió Maggie, debatiéndose largo rato entre coger o no otra pasta—. La vi la primavera pasada en Today durante la campaña de promoción. Muy tranquila, y muy atractiva. Se rumoreaba que ella y Robert eran amantes.
—Si lo eran, no perdió la objetividad. —Eve dibujó un círculo en el aire con el cigarrillo antes de apagarlo—. En cualquier caso, no estamos hablando de su vida privada.
—Pero sí de la tuya —le recordó Paul. Tras dejar el vaso a un lado se acercó a Eve—. No me gusta la idea de que saques a la luz tu vida entera. Por mucho que digan que a palabras necias, oídos sordos, las palabras dejan huella, sobre todo cuando salen de la pluma de una escritora inteligente.
—Tienes toda la razón, por eso quiero que la mayoría de ellas sean de mi propia cosecha. —Eve desestimó su protesta con gesto impaciente, dando a entender a Paul que no cambiaría de idea—. Paul, dime lo que piensas de Julia Summers como profesional. Y no me salgas como siempre con la literatura de altos vuelos.
—Lo que hace lo hace bien. Demasiado bien, diría yo. —La idea lo inquietó—. No tienes por qué exponerte a la curiosidad de la opinión pública de esta manera. No hace falta que lo hagas, Eve, ni por dinero ni por publicidad.
—Querido mío, no voy a hacerlo por dinero ni por publicidad. Lo haré por lo que hago casi todo en mi vida, por satisfacción. —Eve volvió la mirada hacia su agente. Conocía a Maggie lo bastante bien para saber que ya estaba poniendo en marcha la maquinaria dentro de su cabeza—. Llama a su agente —se limitó a decir Eve—. Convéncele para que acepte el trabajo. Te pasaré una lista con mis condiciones. —Acto seguido, se levantó para plantar un beso en la mejilla de Paul—. No pongas esa mala cara. Confía en mí, sé lo que me hago.
Eve se dirigió al bar con porte majestuoso para añadir más champán a su copa, confiando en no haber puesto algo en movimiento que a la larga acabara arrollándola.
Julia no estaba segura de sí acababa de recibir el regalo de Navidad más fascinante del mundo o un enorme pedazo de carbón. Plantada frente al ventanal en saliente de su casa de Connecticut, observaba cómo el viento arremolinaba la nieve en una danza de blancura cegadora. Al otro lado de la estancia los troncos crepitaban en la amplia chimenea de piedra. De cada extremo de la repisa colgaba un calcetín de un rojo vivo. Con gesto despreocupado, cogió una estrella plateada y la hizo girar en la rama del abeto azul de la que pendía.
El árbol estaba colocado en medio de la ventana, justo donde Brandon quería. Habían elegido aquel abeto de metro ochenta juntos, y entre los dos lo habían llevado a rastras hasta el salón, entre resoplidos y golpazos, y se habían pasado la tarde entera decorándolo. Brandon tenía clara de antemano la colocación de cada adorno. A la hora de dar el toque final con las cintitas doradas, Julia las habría lanzado sobre las ramas en manojos, pero Brandon insistió en cubrir el árbol con cada hebra por separado.
Incluso tenía pensado el lugar exacto donde lo plantarían el día de Año Nuevo, estableciendo con ello una nueva tradición en un nuevo año en su nueva casa.
A sus diez años Brandon era un fanático de la tradición. Quizá, se dijo Julia, porque nunca había conocido un hogar tradicional. Pensando en su hijo, Julia miró los regalos apilados bajo el árbol. Allí también reinaba el orden. Como todo muchacho de su edad, Brandon sentía la necesidad de oler y agitar las cajas envueltas en vistosos papeles de regalo. Tenía la curiosidad, y la perspicacia, para obtener pistas de lo que escondían en su interior. Pero después de inspeccionar una caja volvía a colocarla con cuidado en su sitio.
En cuestión de unas horas Brandon comenzaría a suplicar a su madre que le dejara abrir un regalo, uno solo, aquella misma noche, en Nochebuena, lo que se había convertido en otra tradición. Julia siempre se negaba, y Brandon la engatusaba. Ella fingía mostrarse reacia, y él insistía. Y aquel año, pensó Julia, celebrarían por fin la Navidad en una casa de verdad. No en un apartamento en el centro de Manhattan, sino en una casa, un hogar, con un jardín donde plantar un muñeco de nieve y una cocina grande pensada para hacer galletas al horno. Se había desvivido por poder darle todo aquello. Confiaba en que sirviera para compensar el hecho de no poder darle un padre.
Julia se volvió de espaldas a la ventana y comenzó a dar vueltas por el salón. Su apariencia de mujer menuda y delicada contrastaba con la camisa de franela extra grande y los tejanos anchos que llevaba, indumentaria que respondía a su costumbre de ir siempre cómoda en casa para descansar del aspecto impecable y circunspecto que la caracterizaba como profesional con proyección pública. Julia Summers se enorgullecía de la imagen que ofrecía a editores, espectadores de televisión y a los famosos que entrevistaba. Le complacía su capacidad para averiguar lo que necesitaba saber de los demás sin que ellos llegaran a saber mucho de ella.
En la nota de prensa que destinaba a los medios con su perfil biográfico informaba a quien pudiera interesarle de que se había criado en Filadelfia y era hija única de una pareja de abogados de prestigio. Como datos adicionales, incluía su paso por la Universidad de Brown y su condición de madre soltera. Asimismo, enumeraba sus logros profesionales y los premios recibidos hasta la fecha. Sin embargo, no comentaba nada sobre el infierno que había vivido durante los tres años anteriores al divorcio de sus padres, ni sobre el hecho de haber traído al mundo a su hijo sola a los dieciocho años. No hacía mención alguna del dolor que había sentido ante la muerte de su madre, a quien le seguiría su padre en menos de dos años cuando ella rondaba los veinticinco.
Aunque nunca lo había ocultado, muy pocos sabían que sus padres la habían adoptado cuando contaba apenas con seis semanas de vida, y que casi dieciocho años después había dado a luz a un hijo cuyo padre constaba en la partida de nacimiento como desconocido.
Julia no contemplaba las mentiras por omisión, aunque naturalmente conocía el nombre del padre de Brandon. El hecho era que se tenía por una entrevistadora demasiado hábil para caer en la trampa de descubrir algún detalle de su vida que no deseaba revelar.
Y si se lo pasaba bien con su habilidad para desmontar la fachada de las celebridades, no se divertía menos representando ante la opinión pública el papel de la señorita Summers, con su cabello rubio oscuro, lacio y brillante, recogido en un elegante moño barquillo y sus trajes de corte exquisito, que aparecía esporádicamente en los programas de Donahue, Carson u Oprah para promocionar un nuevo libro sin dejar entrever un ápice que se le alteraban los nervios cuando se veía hablando en público.
Cuando llegaba a casa no quería ser más que Julia. La madre de Brandon. Una mujer a la que le gustaba preparar la cena a su hijo, limpiar el polvo de los muebles y pensar en el diseño de su futuro jardín. Tener un hogar era su gran proyecto vital y los libros que escribía lo hacían posible.
Y ahora, mientras esperaba a que su hijo irrumpiera en el salón para explicarle que se había deslizado en trineo con los vecinos, Julia meditó sobre la oferta de trabajo por la que su agente le acababa de llamar. Una oferta que le venía como caída del cielo.
Eve Benedict.
Sin dejar de caminar inquieta de un lado a otro del salón, Julia se dedicó a recoger y reponer los dulces navideños, ahuecar los cojines del sofá y cambiar la disposición de las revistas. El desorden reinante en el salón se debía más a ella que a Brandon. Mientras dudaba sobre la posición de un jarrón de flores secas o el ángulo de una fuente de porcelana, tropezaba con zapatos tirados por en medio o ignoraba la presencia de un cesto de ropa limpia por doblar. Y meditaba.
Eve Benedict. El nombre daba vueltas en su cabeza como si tuviera poderes mágicos. No se trataba de una celebridad más, sino de una mujer que se había ganado el título de estrella. Su talento y su temperamento eran tan conocidos y respetados como su rostro. Un rostro, pensó Julia, que había ocupado las pantallas de cine durante casi cincuenta años con más de un centenar de películas. Dos Oscars, un Tony, cuatro maridos… esos eran tan solo algunos de los premios que exhibía en su vitrina de trofeos. Había conocido el Hollywood de Bogart y Gable, y había logrado sobrevivir, e incluso triunfar, en una época en la que los estudios se rendían a los contables.
Tras casi cincuenta años en el candelero, aquella sería la primera biografía autorizada de la Benedict. Sin duda, era la primera vez que la estrella cinematográfica se había puesto en contacto con un escritor y le había prestado su entera colaboración. No sin condiciones, se recordó Julia, arrellanándose en el sofá. Y eran precisamente dichas condiciones las que le habían obligado a decir a su agente que le diera tiempo para pensar.
Al oír la puerta de la cocina cerrarse de un portazo sonrió. No, en realidad solo tenía una razón para dudar si aceptaba una propuesta que le venía como anillo al dedo. Y dicha razón acababa de llegar a casa.
—¡Mamá!
—Voy.
Julia enfiló el pasillo, preguntándose si debía hablarle de la oferta de trabajo en aquel mismo instante o esperar hasta después de las vacaciones. En ningún momento se le pasó por la cabeza hablar con Brandon habiendo tomado ya una decisión. Julia entró en la cocina y se quedó de pie con una amplia sonrisa en la cara. A un paso del umbral de la puerta había un montículo de nieve con unos ojos oscuros rebosantes de entusiasmo.
—¿Has venido andando o rodando?
—Ha sido fantástico. —Brandon intentaba con gran esfuerzo quitarse la bufanda a cuadros mojada que llevaba anudada al cuello—. Nos hemos montado en el trineo y el hermano mayor de Will nos ha empujado con todas sus fuerzas. Lisa Cohen no hacía más que gritar, y cuando nos hemos caído se ha puesto a llorar. Y se le han congelado los mocos.
—Qué bien.
Julia se agachó para deshacer el nudo de la bufanda.
—Y yo me he dado de bruces con una bola de nieve. ¡Pam! —De sus manos enguantadas salieron volando trozos de nieve helada al juntarlas Brandon con una sonora palmada—. Ha sido genial.
Julia no podía ofenderle preguntándole si se había hecho daño. Era evidente que estaba bien. Pero no quería imaginárselo saliendo disparado de un trineo o estampándose contra una bola de nieve. La certeza de que a ella misma le habría encantado la experiencia le impedía exteriorizar la preocupación maternal que albergaba en su fuero interno. Cuando por fin logró relajarse se dispuso a preparar un cazo de chocolate caliente mientras Brandon intentaba quitarse la parka.
Al volverse hacia él vio que Brandon ya había colgado la parka empapada —para aquellas cosas él era mucho más rápido que ella— y estaba a punto de coger una galleta de la cesta de mimbre colocada sobre la encimera de la cocina. Brandon tenía el cabello mojado, un cabello del mismo color que el de ella, rubio oscuro, como el pelaje de un ciervo. Otro rasgo que había heredado de ella era su baja estatura, algo que Julia sabía que a su hijo le preocupaba mucho. Brandon tenía un rostro chupado en el que no quedaba ya vestigio alguno de los mofletes de su más tierna infancia, acabado en un mentón tenaz, también como el de su madre. Pero sus ojos, a diferencia del gris frío de Julia, eran de un marrón brandy cálido e intenso, único legado patente de su padre.
—Dos —le advirtió Julia automáticamente—. La cena estará lista en un par de horas.
Brandon mordisqueó la cabeza de una galleta en forma de reno y se preguntó cuánto tiempo debería esperar para pedir a su madre que le dejara abrir un regalo. Le llegaba el olor de la salsa de los espaguetis que borboteaba en el fuego. Le gustaba aquel aroma penetrante, tanto casi como el sabor del azúcar coloreado en sus labios. Siempre comían espaguetis en Nochebuena. Era el plato favorito de Brandon, y se había convertido en una tradición.
Aquel año celebrarían la Navidad en su nueva casa, pero Brandon sabía perfectamente lo que ocurriría, y cuándo. Primero cenarían —en el comedor, por ser una noche especial—, y luego fregarían los platos. Su madre pondría música y jugarían a algo delante de la chimenea. Más tarde se turnarían para rellenar los calcetines de Navidad.
Brandon sabía que Papá Noel en verdad no existía, pero no le importaba. Le parecía divertido hacerse pasar por Santa Claus. Una vez rellenos los calcetines, pediría a su madre que le dejara abrir un regalo. Tenía pensado ya cuál sería, el que estaba envuelto con el papel verde y plateado y que al moverlo había hecho ruido. Deseaba con todas sus fuerzas que fuera un Erector, el juego de construcción que tanto quería.
Comenzó a soñar despierto con la mañana siguiente, cuando despertaría a su madre antes de que saliera el sol. Luego bajarían al salón, encenderían las luces del árbol, pondrían música y abrirían los regalos.
—Hasta mañana queda mucho tiempo —comenzó a decir Brandon cuando Julia dejó la taza de chocolate en la encimera—. A lo mejor podríamos abrir los regalos esta noche. Mucha gente lo hace, y así no hay que madrugar tanto.
—A mí no me importa madrugar. —Julia apoyó los codos en la encimera y sonrió a su hijo, con una sonrisa perspicaz y desafiante. Había comenzado el juego, un juego que ambos conocían—. Pero si lo prefieres, puedes acostarte tarde y abrir los regalos a mediodía.
—Es mejor abrirlos de noche. Y ahora se está haciendo de noche.
—Así es. —Julia acercó la mano al rostro de su hijo y le retiró el pelo de los ojos—. Te quiero, Brandon.
El muchacho se revolvió en su asiento. Así no se jugaba a aquel juego.
—Vale.
A Julia se le escapó la risa. Bordeó la encimera, se sentó en el taburete que había junto al de su hijo y enredó sus pies cubiertos con medias en los travesaños del asiento.
—Hay algo que tengo que comentarte. Hace un rato me ha llamado Ann.
Brandon sabía que Ann era la agente de su madre, y que la conversación iría de trabajo.
—¿Te vas otra vez de gira?
—No. Ahora mismo no. Se trata de un nuevo libro. Hay una mujer en California, una gran estrella del cine, que quiere que escriba su biografía oficial.
Brandon se encogió de hombros. Su madre había escrito ya dos libros sobre estrellas cinematográficas. Gente mayor, no actores de los que molaban, como Arnold Schwarzenegger o Harrison Ford.
—Vale.
—Pero es un poco complicado. La mujer en cuestión, Eve Benedict, es una superestrella. Tengo unas cuantas películas suyas en cinta.
A Brandon aquel nombre no le decía nada. Sorbió el chocolate de la taza y le quedó un cerco marrón espumoso alrededor del labio superior. El primer bigote de un hombrecito.
—¿Esas mudas en blanco y negro?
—Hay algunas en blanco y negro, pero no todas. La cuestión es que para escribir el libro tendríamos que ir a California.
Brandon alzó entonces la vista y miró a su madre con recelo.
—¿Tenemos que mudarnos?
—No. —Lo miró con expresión grave, poniendo las manos sobre sus hombros. Julia era consciente de lo mucho que significaba para él tener un hogar. A sus diez años Brandon sabía de sobra lo que era el desarraigo, y Julia jamás volvería a hacerle pasar por ello—. No, no nos mudaríamos, pero tendríamos que quedarnos allí unos meses.
—¿Cómo una visita?
—Una larga visita. Por eso tenemos que recapacitar antes de tomar una decisión. Durante un tiempo tendrías que ir al colé allí, justo ahora que empiezas a habituarte a estar aquí. Por eso es algo que los dos tenemos que pensar muy bien.
—¿Y por qué no viene ella aquí?
Julia sonrió.
—Porque la estrella es ella, no yo, colega. Una de sus condiciones es que yo vaya allí y me quede hasta que esté acabado el primer borrador. No sé cómo tomarme eso. —Julia desvió la mirada hacia la ventana de la cocina. Había dejado de nevar y estaba anocheciendo—. California está muy lejos de aquí.
—Pero ¿volveríamos?
Cómo le gustaba a Brandon ir al grano.
—Sí, volveríamos. Esta es nuestra casa, y aquí nos quedaremos.
—¿Podríamos ir a Disneylandia?
Julia volvió la mirada hacia su hijo, con una mezcla de sorpresa y diversión en su rostro.
—Pues claro.
—¿Y podré conocer a Arnold Schwarzenegger?
Julia soltó una carcajada y bajó la vista hacia él.
—No lo sé. Podríamos preguntarlo.
—Vale.
Con cara de satisfacción, Brandon se terminó la taza de chocolate caliente.