Una mujer amarilla por las fiebres y cargada con su hijo arrastró los pies hasta la puerta y permaneció allí resollando levemente y mirando a Boone con los ojos brillantes por la enfermedad.
—No tengo comida —dijo con una voz aguda y monótona mientras sacudía la cabeza.
—No soy un indio. ¿Está Dick Summers aquí?
—Pareces uno, lo suficiente como para engañarme.
—¿Está Dick Summers aquí?
—Está y no está. Si te refieres en la casa, no está. Está más allá, en el campo, por algún lugar.
—Puedo esperar, o buscarlo.
—Siéntate en el escalón, entonces. Regresará aquí directamente.
Boone apoyó el rifle contra la cabaña y se sentó. La mujer le lanzó una larga mirada y luego regresó a la cabaña, andando con las piernas zambas como un pato.
La cabaña era tal como Boone se la había imaginado, conociendo a Summers; bien construida y sólida, con las grietas perfectamente tapadas y cristal de verdad en las ventanas. Arrojaba una sombra, alzándose allí contra el sol ya bajo en el horizonte, y la tenía a tiro de piedra. Blue se movió lentamente hacia la sombra, dio dos vueltas y se tumbó, con su vieja cabeza apuntando hacia Boone. Al otro lado de la cabaña, a la derecha de Boone, había un granero y más allá un campo con maíz con cañas altas hasta la cintura. En el establo junto al granero se oía gruñir un cerdo. Un perro que era una bola de pelo salió corriendo de detrás de la casa y comenzó a ladrar a Blue. Blue pestañeó un ojo y dejó escapar un profundo gruñido de su ronca garganta, y el perro pequeño reculó, aunque sin dejar de ladrar. Luego levantó la pata junto a un matorral, arañó el suelo después y se marchó trotando con la cabeza en alto, como si hubiera hecho un buen trabajo.
Un poco después Boone vio a un hombre que venía del campo y que llevaba una mula. El hombre llevaba puesto un viejo sombrero negro y una camisa azul desvaído y un par de jeans que parecían a punto de caerse en pedazos; andaba encorvado, arrastrando un poco los pies, pero Boone supo que era Summers.
Boone se quedó sentado mirando y esperando mientras Summers entró en el granero. La mula salió y se tumbó y rodó formando una polvareda, y Summers apareció y comenzó a andar hacia la cabaña, secándose la frente con la manga de la camisa.
—How, Dick.
Summers se paró y miró con los ojos entornados de debajo de su polvoriento sombrero y luego continuó andando, con los ojos aún entrecerrados.
—¡Que me aspen —con la mano dio una palmada en sus pantalones provocando una nube de tierra— si no es Boone Caudill! ¿Cómo va, chico?
—Tenía que pasar por aquí, de todas formas —Boone estrechó la mano que le ofrecía. Sintió extrañeza al notar la sonrisa en su rostro, como si su cara casi se hubiera olvidado de sonreír—. El calor me deja tirado.
Summers se limpió otra vez la frente.
—Uno termina por acostumbrarse. Te has agenciado un perro con aspecto de espabilado, pero viejo y agotado como yo. Ven y siéntate. ¿Adónde te diriges, Boone? —alzó la voz—. Mujer, trae la jarra.
—En el suelo se está bien, ¿no crees?
Summers se detuvo.
—Este desgraciado casi ha olvidado cómo se siente un mountain man. Pues en el suelo nos quedamos.
Se sentaron con las piernas cruzadas. Summers lanzó su sombrero hacia el escalón levantando una pequeña nube donde cayó. Con el pelo tan corto, a uno casi le parecía que a Summers le hubieran arrancado la cabellera. Su cabeza era blanca como la de un águila, y había arrugas en su rostro que Boone no recordaba. Tampoco recordaba que los hombros de Summers se descolgaran hacia delante, ni que arrastrara los pies o que su barriga rebosara por encima del cinturón. A excepción de los ojos grises que miraban tan directamente como siempre y que todavía conservaban un brillo, era como si Summers nunca hubiera sido un hombre de la montaña. Era como si hubiera vivido toda su vida empujando un arado y mirando el trasero de una mula.
La mujer salió de la cabaña. Sostenía con un dedo en forma de gancho el asa de una jarra de un galón y llevaba dos copas de hojalata en la otra mano. A pesar de ser viejo y estar cambiado, Summers debía ser aún lo suficientemente hombre para hacer que a su mujer le sobresaliera un enorme bulto bajo el delantal.
—Este es Boone Caudill —le dijo Summers—. Ha estado conmigo en muchas juergas.
—Espero que no estés planeando una velada de fiebre de botella —dijo la mujer—, no con el montón de cosas que hay por hacer. Pensé que era un indio.
—Se quedará para cenar.
—La cena está casi hecha.
—No tengo hambre —dijo Boone—. Sólo tengo el gaznate terriblemente seco.
Summers sirvió licor en las copas.
—Pues remójalo, entonces —volvió a mirar a la mujer—. Podemos comer en cualquier momento, si nos dejas en paz.
—El licor ya no le sienta bien —dijo la mujer a Boone—. Es demasiado viejo para beber, eso es lo que le digo, y además tiene reuma. Espero que no le tientes para que se emborrache.
Boone miró al suelo, sintiendo que le hervía la sangre. Una mujer no tenía derecho a acosar a un hombre, menos aún a un hombre honesto como Dick. Ella debía dejarlo tranquilo, como sabría hacer una mujer pies negros, como Ojos de Cerceta sabría hacer, mirándole con sus enormes ojos, sin decir nada, dejándole que tomara su camino, sin pensar si estaba haciendo lo correcto o lo incorrecto, o si estaba borracho o sobrio, sino sólo que era él mismo, sólo que era su hombre.
—Pues sí que pareces un indio —dijo la mujer mientras anadeaba hacia la cabaña, tras lo cual cerró la puerta.
—Es una buena mujer, a pesar de no ser un encanto —explicó Summers. Sus ojos, todavía clavados en la puerta como si aún pudiera verla, parecían amables.
Boone llenó su pipa y la encendió y ofreció la boquilla a Summers después de haber soplado humo hacia la tierra y hacia el cielo y en las cuatro direcciones. Summers exhaló el humo y levantó su copa y saboreó el whisky en su boca. Entonces, se quedó sentado en silencio, dejando la charla para cuando hiciera efecto el licor. Boone se bebió su copa de un trago. Summers volvió a llenar la copa hasta arriba.
Las ranas comenzaron a croar mientras el día iba transformándose en oscuridad. El aire estaba húmedo y pegajoso como una camisa mojada. Boone sintió que una gota de sudor le caía por las costillas. Arriba en las Teton ahora haría frío, y un clima seco, y las squaws estarían jugando frente a las tiendas, jugando y riendo, y en ocasiones gritando mientras el sol bajaba y el viento del oeste barría la hierba. Más tarde las estrellas saldrían, nítidas como chispas, y los coyotes aullarían, y los lobos, y uno en la cama junto a su squaw podría oír el susurro del río.
—Hace ya siete años, Boone —dijo Summers—. ¿Qué tal te ha ido?
—Voy a regresar.
—¿Dónde has estado?
—En el Estado de Kentucky, visitando a la familia.
—¿Y antes?
—Principalmente, con los pies negros, en el río Marias y el Teton, y por todo aquel territorio.
—¿Ojos de Cerceta? —preguntó Summers.
—Nos unimos —tras un silencio Boone añadió—: No fue ella la que puso a los pies negros en contra del Mandan. Los que nos atacaron no empleaban métodos de los pies negros, sino de los big belly.
—La misma raza de gatos.
—No.
—¿Dónde está Deakins?
Un hombre se acercaba por el camino hacia ellos, y con cada paso sus pesadas botas levantaban un remolino de polvo. Llevaba los pantalones tejidos a mano metidos en sus botas. Dijo hola con una leve señal de la mano.
—¿No tendrán por un casual unos animales de tiro para vender, o usted, señor, bueyes o mulas?
—Creo que no —respondió Summers.
—Tengo que encontrar animales de tiro.
—¿Y eso?
—No planifiqué demasiado bien la ruta hacia Oregón.
—No eres el único.
—Tengo una mujer y un montón de muebles y otras cosas que he traído hasta Independence. Me dicen que nunca lo lograré con el equipaje que llevo.
—Llega demasiado tarde, de todas formas. Todo el mundo se ha ido ya.
El hombre asintió.
—La mujer vomitó encima de mí. Que me aspen si las mujeres no vomitan en los momentos más inoportunos. Además, un eje se ha roto y el barro se mete por los bujes. Cuando llegué a Independence ya no quedaba nadie allí. Estoy preparándome para ir el año que viene.
—Habrá un montón de animales en Independence para entonces.
—Ajá. Mulas con cuarenta demonios en el cuerpo y bueyes recién llegados del infierno, y todos ellos de magnífica estampa.
El rostro del hombre estaba girado hacia Summers, esperando a que asintiera. Era un rostro redondo y abierto, un rostro, pensó Boone, que nunca guardaba un secreto.
—Deshágase de sus muebles antes de partir —dijo Summers.
—¿Que me deshaga de mis muebles?
—Lo hará poco a poco de todas formas. Cuanto antes lo haga, antes lo solucionará.
—¡Dios mío! —dijo el hombre, y añadió una pregunta—: ¿Alguna vez ha intentado tirar los trastos de una mujer?
—De todas formas su esposa no tendrá mucho que arreglar, a excepción de lo que uno mismo construya y pueda construir otra vez. ¿Quiere un trago?
El hombre sacudió la cabeza lentamente mientras sacaba la lengua y la pasaba por los labios.
—Supongo que será mejor que no. El licor nunca ha sentado bien en mi familia.
—Su esposa —dijo Boone— tiene toda la pinta de ser una mujer de carácter. Seguro que fue idea suya lo de ir a Oregón.
—Pues ahora que lo pienso —dijo el hombre como lo habría dicho un niño—, tal vez sí lo fue.
—¿Para qué van allá?
—¡Para qué voy allá! Dios mío, amigo ¿dónde ha estado metido? Voy en busca de tierra rica como el oro y cosechas que nunca verán sus ojos, y un clima bueno para el hombre, ya sea invierno o verano, y nada de fiebres, o temblores, o huesos sueltos. Por eso me voy. ¿No ha oído hablar de Oregón?
—¿Ha estado allí?
—Me han contado muchas cosas.
—Nosotros casi nos congelamos en Oregón —dijo Boone volviéndose hacia Summers—. ¿Verdad? Y hemos tenido que pasar días con el estómago retorcido, alimentándonos de brotes de rosas silvestres y tampoco es que hubiera muchos. ¿No es así, Dick?
—Muchas veces, sí señor.
Los ojos del hombre se llenaron de dudas mientras los miraba.
—No es eso lo que he oído.
—Además —añadió Summers—, tendrá que luchar contra británicos antes de que se dé cuenta. Contra británicos y contra indios.
—¡Esta es nuestra tierra, por Dios! Es nuestra vieja América, hasta el paralelo cincuenta y cuatro cuarenta, o lo será, de todas formas.
—Se congelarán y se morirán de hambre —dijo Boone—, o tal vez les quiten de en medio, si es que logran llegar allí.
—¿Qué quiere decir que «nos quiten de en medio»?
—Que estirarán la pata, eso es lo que quiere decir.
—¿Estirar la pata?
—Les matarán. ¿Es que no conoce la lengua del hombre blanco?
—Supongo que tendrán sus motivos para querer asustarle a uno.
Boone dio otro trago de whisky y se limpió la boca con los nudillos.
—No es su tierra, ni la tierra de ningún novato. ¿Por qué no se queda en casa?
—Supongo que hay sitio para todo el mundo en ese territorio.
Boone se levantó.
—No lo hay. Está ya tan lleno que uno no puede ni respirar. Pertenece a los que lo encontraron y vivieron en él. ¿Me oye?
—¿Es indio?
—¡Yo, piegan! —gritó Boone, y dejó escapar un grito de guerra y saltó hacia el rifle que estaba apoyado en la cabaña.
El hombre dio unos pasos hacia atrás con los ojos como platos y blancos como cebollas.
—En todo caso —dijo mientras una mirada testaruda cubría su primera expresión sorprendida—, uno tiene derecho a ir donde quiera.
Dio media vuelta y se marchó por el camino con los hombros rectos bajo su camisa de cuadros.
Boone apoyó el rifle de nuevo en la cabaña y se volvió a sentar.
—Dame otro trago, Dick. ¡Malditos novatos!
Un destello brilló en los ojos de Summers y luego se apagó.
—Un montón de ellos ya se han ido, y hay más de camino.
—No les irá bien en Oregón. Volverán aquí arrastrándose, los que no estiren la pata.
—No sé, Boone. Están decididos a hacerlo, algunos de ellos, como acabas de ver —Summers se quedó en silencio durante unos instantes y luego continuó—: Supongo que patearán las sendas que nosotros abrimos y subirán por los pasos que tú y yo vimos por primera vez y meterán el arado en los cauces de los ríos donde solíamos acampar. Tienen hambre, sí señor. De todas formas, este que te habla no desea que los viejos tiempos regresen.
Se quedaron sentados en silencio, bebiendo, mientras la noche iba cerrándose a su alrededor. Un autillo comenzó a ulular en un árbol detrás de la cabaña. Ma diría que alguien iba a morir. El viejo Blue se levantó, se estiró, miró a Boone como si le estuviera pidiendo permiso para alejarse, y se marchó a olfatear por ahí.
—Los cambios llegan, en cualquier caso —dijo Summers mientras servía más whisky—. No hay dinero en los castores… no desde que los londinenses empezaron a usar la seda.
—Los castores escasean.
—Ni siquiera ya se celebran rendezvous.
—Bridger ha levantado un fuerte en Black’s Fork donde los tramperos libres planean ir.
—¿Y tú qué planeas hacer, Boone?
Boone dejó que la copa vacía colgara de su dedo. Pasó mucho tiempo antes de que se sintiera con ganas de responder. Luego dijo:
—Hay muchos búfalos.
—¡Tú, un verdadero mountain man, cazando pieles de búfalo!
—Tal vez.
En su mente Boone pudo ver a Zeb Calloway, sentado allí en la oscuridad junto a Fort Union. Escuchó su voz, que le llegaba a través del tiempo: «Otros cinco años más y ya no se podrá cazar nada más que pieles de búfalo, y esas también se están acabando rápido».
Fue como si Summers también viera y escuchara a Zeb, porque preguntó:
—¿Cuánto hace desde que vimos a tu tío?
—Hace trece años, más o menos.
—Trece. No parece que haya pasado tanto tiempo, en cierta manera, pero por otro lado parece tan lejos en el pasado que es como si ni siquiera nosotros lo hubiéramos oído.
—Se equivocó, se equivocó en ocho o diez años.
—Lo suficientemente cerca para considerar que acertó. ¿Qué fue de él?
—Estiró la pata en Union; murió feliz, con la tripa tan llena de whisky que murió.
—Es una buena manera, si a uno no le queda más remedio que morirse.
—Tan buena como cualquier otra.
—No me has dicho nada sobre Deakins y Ojos de Cerceta. ¿Vas a regresar con Ojos de Cerceta?
Summers examinó a Boone. Estaba más corpulento que antes e incluso más fuerte, tan fuerte como un búfalo por su apariencia. Los músculos de sus brazos se marcaban bajo la camisa, y la gruesa columna de su cuello se ramificaba hacia los hombros y por el montículo de su pecho.
—Toma otra.
A pesar de toda su fuerza, parecía atormentarle algo. Summers podía verlo en sus ojos y alrededor de su boca y por la manera en la que bebía licor, como si tuviera el propósito claro de quedarse con la mente en blanco. Era un hombre atormentado por alguna pena que le corroía… una pena profunda que afloraría poco a poco, si seguía tragando whisky. Por algún motivo a Summers le recordaba a una presa acorralada y sin espacio para escapar. El whisky ya iba haciendo efecto en Boone. Sus ojos se entrecerraron plácidamente y su boca articulaba las palabras vocalizando cuidadosamente como si quisiera asegurarse de pronunciarlas bien antes de dejarlas escapar de los labios.
—Hemos pasado buenos tiempos, Boone.
—¿Alguna vez has contemplado el alto Teton, o lo que llamaban el Tansy?
—Sólo he llegado hasta donde se encuentra con el Marias. Ha tenido más nombres que ninguno. Rose era uno de ellos.
—Más arriba hay dos cerros y el gran valle y, donde el río parte de las montañas, un pico que parece una oreja torcida a un lado.
—Nunca lo he visto.
—¡Jesús, pues es una tierra hermosísima, Dick! Montañas al oeste, y el valle y las llanuras perdiéndose a lo lejos. ¡Y búfalos! Caray, he visto manadas de búfalos más densas que un enjambre de mosquitos. He visto cómo los perseguían hacia los pishkuns y caían por los barrancos a cientos, y los piegan con palos y cuchillos y flechas corriendo entre ellos, cazando carne.
Todavía no había oscurecido tanto como para que Summers no pudiera ver. Boone se llevó la copa a los labios. Sus ojos estaban dirigidos a la lejanía, contemplando el Teton, imaginó Summers, y las montañas y los búfalos, y viendo también a Ojos de Cerceta, aunque no hablase de ella. Durante unos segundos Summers también lo vio todo, y sintió que se le encogía el estómago, con el deseo de vivir solo de nuevo, y libre, con el deseo de ver indios con plumas en el pelo y squaws con capas escarlata. Y luego el sentimiento se apagó, dejando una pequeña herida que no le molestaba demasiado si no la apretaba. Ahora estaba demasiado viejo, tenía una mujer blanca y pronto también un bebé, y el ayer ya se había perdido, de alguna manera. Trabajar el campo era la forma de vida más adecuada para él cuando se paró a pensar en ello fríamente.
—Lo sé —dijo mirando a Boone—. ¿Te apetece comer?
Boone se puso en pie y estiró las piernas.
—Voy a seguir viajando, Dick.
—Será mejor que te quedes a pasar la noche.
Summers se levantó. Boone se balanceaba hacia delante y hacia atrás como si estuviera sobre la cubierta del viejo Mandan durante una tormenta.
—Tengo que continuar.
—No haces bien en irte, Boone. Has tomado mucho alcohol.
—Quizás nos volvamos a ver.
—Necesitarás más whisky en cuanto llegue la mañana —dijo Summers, pensando que tal vez eso haría cambiar de idea a Boone—. Entra y te pondré más. —Atravesó la puerta y encendió la lámpara de aceite con una astilla encendida en las brasas de la chimenea. Encontró una botella en el estante—. Quédate un poco más.
Boone no pareció oírle. Se quedó de pie balanceándose, con los ojos distantes y fijos y una expresión en su rostro que Summers nunca antes había visto.
—El mundo viene hacia mí como un mar —dijo—, una colina y luego un grito retumbando bajo mis pies, intentando asustarme. He bebido mucho, Dick, pero tengo que irme. Tengo que seguir adelante.
Con la mano se sujetó en el pestillo de la puerta entreabierta.
—No te vayas tan rápido. Todavía no tengo lista esta botella.
Boone bajó la mirada hacia sus palmas, y hacia el pestillo que había roto con la mano.
—Creo que todo se ha echado a perder, Dick. Todo el tinglado.
—Supongo que no pudimos evitarlo —respondió Summers, asintiendo—. Había castores para nosotros y campo abierto y una excelente forma de vida, y todo lo que hemos hecho es como si fuera contra nosotros mismos y no hubiéramos podido hacer nada distinto incluso si lo hubiéramos sabido. Fuimos para alejarnos de todo y divertirnos, libres y despreocupados, pero estaba claro que la gente finalmente llegaría y que los castores se agotarían y los indios serían aniquilados o amaestrados, y durante todo ese tiempo la tierra ha ido haciéndose más firme y más conocida. Boone, nosotros todavía no hemos visto el final de cómo el mountain man se tira piedras sobre su propio tejado. Lo próximo es que se alquilen como guías y lleven partidas de colonos de un lado a otro y echen a perder la tierra aún más. Debes de haber oído que el viejo Tom Fitzpatrick guió a los colonos a Oregón el año pasado, ¡maldito sea! Es como si hubiéramos heredado dinero y tuviéramos que gastarlo y ahora ya casi se hubiese agotado.
—Esta misma mano de aquí lo ha hecho —dijo Boone, sosteniendo la mano en alto delante de él—. Este dedo de aquí apretó el gatillo. Supongo que yo lo eché a perder todo, Dick —miró a Summers, y sus ojos estaban tan oscuros y atribulados que mirarlos era como una rápida y profunda punzada de dolor—. Maté a Jim.
—¡Mataste a Jim!
—Me he estado diciendo a mí mismo que hice lo correcto, Dick. Pero no lo sé. No estoy seguro. Tal vez no estoy siendo honesto.
—¡Mataste a Jim! —repitió Summers.
—Es como si todo se hubiera echado a perder para mí ahora, Dick… Ojos de Cerceta y el Teton y todo lo demás. No sé si podré regresar algún día, Dick. ¡Maldita sea! ¡Maldita sea!
Había empujado la puerta de par en par y sus pies se arrastraron y encontraron el escalón y lo condujeron fuera de la casa. Summers lo siguió, olvidando darle la botella que sujetaba en la mano. Un perro ladró, desde el pueblo, y otro tomó el relevo y otro más, hasta que finalmente el sabueso de pintas azules de Boone llegó a grandes zancadas de detrás de la cabaña, se paró y señaló con el hocico al cielo y dejó escapar un profundo aullido. Durante un rato Summers pudo ver a Boone, mezclándose enorme y negro con la penumbra, y luego ya dejó de verlo, se dio media vuelta y se dirigió a la cabaña. Allí dentro había pan de maíz frío en la mesa, y unas verduras frías de acompañamiento y un codillo de cerdo y una jarra con suero de leche. Su mujer se había acostado ya, se cansaba con tanta facilidad últimamente.