CAPÍTULO XLVII

Ella se encontró con él en la esquina de la cerca que subía por la colina, como le dijo que haría.

Se escabulló de la casa y avanzó bajo las sombras para que Dan o Cora o los chicos no lo vieran. Boone la vio allí de pie, bajo la luz de la luna que acababa de desenmarañarse de entre las colinas boscosas y comenzaba a brillar. Ella estaba observando la luna, contemplándola con las manos bajadas y la barbilla en alto, y las líneas de su cuerpo se dibujaban suaves y oscuras contra la ladera. Se paró para mirar mientras el corazón le latía fuerte, y la excitación por un objetivo concreto hizo que todo lo demás pareciera insignificante y lejano. Mientras estuvo parado, escuchó al pájaro bobo cantando, cantando a ciegas, o a la luna o a la noche o al nido que tenía en algún sitio, con un canto fuerte y constante, como si tuviera la necesidad de cantar. Al escalar la ladera, mantuvo los ojos en la joven, pero continuó avanzando tan sigilosamente que fue Blue, olisqueando el rastro de alguna alimaña, el que la alertó.

—Un día vas a matar a alguien del susto —dijo después de reconocerle—. No se te ve ni se te oye y, de repente, estás ahí al lado.

—No tenía intención de asustarte.

—Supongo que no puedes evitarlo. Tras haber estado luchando contra los indios, ¿verdad? ¿Es eso lo que hace que pises tan suavemente?

—Eso y cazar.

—Los animales son todos mansos aquí, o eso dice Mose Napier. ¿Conoces a los Napier?

—Antes sí.

—Claro, vivían muy cerca. Estaban todavía aquí cuando Pa vino para sustituirle. Mose tenía un aspecto raro, tenía la mandíbula torcida.

Boone buscó un lugar donde sentarse y lo limpió con una rama seca que había caído de un cerezo silvestre.

—Será mejor que nos sentemos.

Pero en lugar de sentarse, ella se subió a la cerca y se sentó mirando hacia la luna.

—Has viajado a casi todos los lugares, eso dice tu madre —dijo, mientras él se apoyaba en la cerca.

—A bastantes.

—Mi padre ha visto muchas cosas. Ha estado en territorio indio dos veces. Dice que la mayoría de los que hay en territorio indio son ladrones y ese tipo de personas.

—Yo robé un caballo allí, en Paoli.

—¡Lo robaste!

—Para vengarme, sólo por eso.

—Oh —tras un silencio, dijo—: No puedo quedarme mucho rato. Ma o Pa me despellejarán si se enteran.

La luna iba haciéndose más pequeña a medida que escalaba el cielo, más pequeña y más brillante, y un rayo se reflejaba en su cabello y Boone pudo ver sus labios moviéndose mientras hablaba. Un poco más allá, el viejo Blue olisqueaba entre los matorrales, y los grillos comenzaban su tenue griterío. Las cigarras no tardarían en unirse, lamentándose por el fin del verano. Pero lo que más claramente escuchaba Boone era el pájaro bobo, que cantaba como si no pudiera parar.

—Estos pájaros bobos no dan la tabarra allá en las montañas —dijo Boone mientras examinaba el rostro de ella.

—Oh, a mí no me molestan. A mí me suenan bien, y valientes, cantando durante toda la noche.

—Prefiero un puma, o un lobo.

—En ocasiones me despierto por la noche y ahí está cantando el pájaro bobo, y es como si me dijera que todo está bien.

—Un pájaro no sabe esas cosas.

Ella lo ignoró, como si hubiera estado hablando a la luna en lugar de a él.

—En esas ocasiones, pienso que algún día iré a lugares lejanos y llevaré ropa confeccionada y comeré de platos decorados con flores pintadas.

—El oeste es mejor, donde no hay tanta gente —dijo Boone, y se echó sobre el trozo de tierra que había limpiado—. Será mejor que nos sentemos aquí.

—Me da mucho miedo que haya niguas. La sal y la grasa no me alivian, ni nada, sólo puedo dejarlas morir y evitar rascarme.

—Es demasiado pronto para que haya niguas —respondió él, pero ella siguió sentada allí en la cerca con el rostro vuelto hacia la luna con expresión soñadora.

Eso es lo que pasaba con una mujer blanca. Ponía palabras en el camino y realizaba ridículas fintas, fingiendo todo el tiempo desconocer la cosa primordial que juntaba a un hombre y una mujer. En cambio, una squaw reconocía lo que un hombre tenía en mente. Era o un sí o un no directo, pero sin teatro de por medio.

—¿Por qué no bajas de ahí?

Ella bajó de la cerca entonces, como si las palabras de él tirasen de ella lentamente, y se dejó llevar y se sentó un poco separada de él. Volvió la cabeza hacia la cabeza girada de él, se echó un poco hacia atrás y dibujó en sus labios una rápida e insegura sonrisa, y Boone pudo ver los dientes blancos y la leve vibración de las aletas de la nariz.

—Eres un hombre solemne —dijo en un susurro—. No sé qué pensar de ti —se apoyó hacia atrás, dejando los brazos rectos a sus espaldas y las manos apoyadas para sujetarla. En esa postura, la luna brillaba en su rostro, sobre la delicada nariz y los labios y sobre el cabello color trigo peinado hacia atrás dejando al aire la frente—. ¿Crees que puede haber gente viviendo allí arriba, Boone? —preguntó.

Con una mano, Boone rozó una de las de ella y la notó pequeña y tensa y firme sobre la hierba. Ella no la apartó, pero tampoco se la dio. Tal vez las manos se tocaron accidentalmente y nada surgió de ello. Él apartó la suya y se quedó sentado haciéndose preguntas, un tanto enfadado pensando en las tonterías que tenía que soportar un hombre para seducir a una mujer blanca. Se arrimó a ella, acorralándola un poquito, y ella se giró y dijo:

—¡Señor Caudill! —lo dijo con tono fingido y se volvió a girar—. No sé qué pensar de ti.

—No soy muy distinto a otros hombres, supongo, no en las cosas que deseo.

Boone escuchó el leve chasquido en la respiración de ella, pero cuando habló, todavía sonaba a falsete:

—El señor Caudill quiere tener toda la colina para tumbarse, con sus ojos negros y tan tieso como el agujero de un cañón de rifle, y jamás sonríe. Supongo que debe dolerle sonreír.

Ella giró totalmente la cara y le ofreció su propia sonrisa.

Con el brazo la echó hacia atrás y con el brazo libre la presionó hacia él y la sujetó allí abajo mientras con su boca buscaba los labios en el rostro de ella.

—¡No! ¡Boone! —el falsete había desaparecido—. ¡No! ¡No! —jadeó las palabras. Él notó la mejilla caliente de ella sobre su boca—. ¡No! —la espalda de ella se tensó ante el empuje de Boone, se tensó y a un mismo tiempo se rindió a él, poco a poco, mientras el jadeo crecía y las manos que habían estado intentando alejarle de ella ahora descansaban débiles sobre sus hombros—. No, Boone.

La boca de él encontró finalmente los labios de ella y estos volvieron a la vida y su espalda se apoyó totalmente en el suelo. Sentía el rápido y caliente aliento de ella en su oreja y los brazos que le apretaban y su cuerpo respondiendo y, en la distancia, el idiota pájaro bobo cantaba, hasta que la explosión de sangre en su cabeza lo hizo callar.

Luego se levantó, se estiró, mirando hacia abajo mientras ella se bajaba la falda y se enroscaba hacia un lado y se quedaba allí echada en la hierba, con los labios todavía levemente rotos por los sentimientos que la embargaban y los hombros moviéndose al ritmo de su agitada respiración.

—¿Cuándo nos casaremos, Boone? —su voz sonó débil y entrecortada, pero segura.

Él había deseado a esa mujer y ahora que la había tenido ya no la quería más. En él sólo había inercia, la insensible inercia de un hombre lo suficientemente seguro sobre la muerte. Se hundió en la hierba.

—¿Cuándo, Boone? —era su mano ahora la que buscaba la de Boone y la acunaba en su cálida palma como si fuera suya por siempre jamás.

—No he pensado en eso.

—Tenemos que casarnos —dijo ella, y Boone creyó detectar un fugaz miedo en su voz—. Tenemos que casarnos.

Ahora en él ya ni siquiera quedaba la excitación, sólo quedaba el vacío mortal y, lentamente, el sentimiento de que tenía que marcharse. Ya no podía soportar Kentucky por más tiempo, no podía soportar la vida mediocre y aburrida, no podía soportar a Ma o a Dan o a esa chica que pensaba que él le pertenecía. Las cosas comenzaron a revelarse en su mente y a salir de la oscuridad en la que las tenía enterradas. Había tenido sexo con la tal Nancy, y ahora no podía pensar en ella por el oscuro y delgado rostro y los enormes ojos de otra que él mismo había jurado que jamás volvería a recordar.

—No has dicho cuándo, Boone.

Tenía que irse. Sus pies se movieron y lo pusieron en pie.

—Tengo una mujer.

La dejó sollozando en la hierba. En una ocasión la oyó que le llamaba. Boone echó la mirada hacia atrás y la vio sentada y con la cabeza bajada. Era una pena que se lo tomara tan mal, pero tenía que irse. Sus pies corrían bajo su cuerpo.

No se veía ninguna luz en la cabaña. Abrió la puerta y buscó en la oscuridad su ropa de ante y el rifle detrás de esta y la cerró, se puso su camisa de caza y sus pantalones. Viejo Blue olisqueó la piel y el rifle y levantó la cabeza pensando que ya se habían acabado estos días de tranquilidad. Bajo la luz de la luna Boone pudo ver el lento movimiento del muñón que le quedaba por cola.

A Boone le venían constantemente cosas a la cabeza, desde la profundidad de sus vísceras hasta su mente, sin consideración alguna por el daño que estas pudieran causar. No podía reprimirlas, no podía evitar que la gente y los lugares y los sucesos recordados aparecieran en su cabeza, ¡maldita sea! ¡Maldita sea! Ojos oscuros y ojos ciegos y brillantes ojos azules. Pelo negro, pelo rojo. «Supongo que se nos ha colado uno en la familia». ¡Maldita sea! Las llanuras pardas, el viento del oeste, el amplio cielo, y la pistola sonando atronadora dentro del tipi.

Debía marcharse. Al oeste de nuevo. A algún lugar en el oeste, como en aquel tiempo ya lejano. Tal vez para ver a Dick Summers de camino. Tal vez para contárselo a Dick.

No se dio cuenta de que estaba corriendo hasta que vio a Blue trotando junto a él para mantener el paso.