CAPÍTULO XLVI

—Cuéntanos batallas con indios, tío Boone —le suplicó Punk.

—Yo prefiero que cuente algo sobre osos —interrumpió Andy—. Cuéntanos una lucha con un oso.

—¡No! ¡Indios! ¡Indios!

—Seguro que yo podré matar un oso algún día.

—No podrás, tampoco —dijo Punk—. Bah, ni siquiera yo mismo podré, y tengo dos años más que tú.

—No te hará daño contarles algunas cosas —dijo Dan a Boone; había un leve tono a reprimenda en su voz y en su semblante—. Apenas les has contado nada sobre el oeste.

—No se me da bien contar historias.

Boone intentó ponerse cómodo en su silla. Era una silla de respaldo recto hecho de palos y corteza entrelazada de nogal. Ma estaba sentada en otra igual, aunque la suya era de balancín, y Dan estaba sentado en cuclillas sobre un taburete de tres patas que Boone recordaba de la época de Pa. Los dos niños estaban en el suelo. Cora salió por la puerta con una olla de agua sucia. Cuando regresó, dijo:

—Es casi la hora de irse a la cama, niños.

—¡No, Ma! El tío Boone va a contar una historia.

—No tenemos sueño.

—Estáis despiertos como pulgas, ¿eh, chicos? —preguntó Dan, sonriendo a los dos.

Cora inspiró aire con fuerza y comenzó a pasar la bayeta por la mesa.

—El gato se ha comido la lengua del tío Boone —dijo Ma, mientras sus manos se movían con sus agujas de hacer punto—. Apenas parece que pasa el tiempo con una criatura tan bonita como esa Nancy. Me da igual cómo muriese su padre.

Fuera, el día se desvanecía hacia la noche, aunque aún faltaba una hora para que cayera la oscuridad. A través de la puerta Boone pudo ver el viejo establo y un pájaro bobo revoloteando sobre el tejado, y posándose y luego revoloteando de nuevo, y todo el tiempo cantando como si quisiera reventarse el gaznate.

Las caras de los chicos estaban giradas hacia él, esperando a que comenzara. Con su dedo corazón, Punk se ensortijaba un mechón rojizo del flequillo.

—No les hará daño a los chicos quedarse un poco más —dijo Dan a Cora—. Parece ser que Boone podría estar casi convencido.

Cora dejó a un lado la bayeta y se sentó en el borde de una silla con la espalda rígida, como si tan sólo esperara a que acabara toda aquella tontería. Fue esa manera de sentarse de ella lo que decidió finalmente a Boone.

—Supongo que nunca habéis visto un oso blanco —dijo dirigiéndose a los chicos. Punk tenía las rodillas recogidas entre sus brazos y se balanceaba adelante y atrás sobre el trasero, escuchando.

—Nunca he visto ninguna clase de oso —dijo Andy.

—Un oso de diez pies de altura, así era este, y pesado como un buey.

—¿Cómo tenía de largos los dientes?

—Tan largos como este dedo, casi.

—¿Y eran puntiagudos como la aguja de tejer de la abuela?

—Más puntiagudos.

—Déjale que continúe, Andy —dijo Punk.

—Estaba comiendo bayas cuando Tom Quinn se tropezó con él, inesperadamente, arriba en el Little Bighorn. Buena tierra aquella, Dan. Nunca has visto nada igual por aquí.

—¿Y qué pasó con el oso? —preguntó Punk.

—El oso se levantó sobre sus patas traseras de repente y le lanzó la zarpa a Tom y le arrancó el brazo. Los músculos estaban desgarrados, eso es seguro, y se veía el hueso. Tom gritó y yo levanté la vista un trecho río abajo y vi lo que pasaba.

Al hablar sobre ellos, el tiempo y el lugar regresaron a su mente, y el agudo grito de Tom Quinn sonó de nuevo en su oído y el oso allí de pie, alto, y el sol reflejando rayos blancos sobre su pelaje.

—¡Continúa, tío Boone! —dijo Andy—. No te pares todo el rato.

—Levanté mi viejo Hawken y le disparé rápidamente; el oso se dejó caer sobre las cuatro patas, los arbustos se agitaron como si una manada de toros estuviera allí dentro y se abalanzó hacia mí. Y yo no tenía tiempo de volver a cargar el rifle y sólo tenía la pistola.

—¿Lo mataste? —preguntó Punk.

—Uno tiene que mantener la cabeza fría. Tiene que calmarse y no disparar antes de tiempo.

Boone volvía a calmarse de nuevo mientras el oso se acercaba. Lo veía grande y negro cargando contra él y recortándose contra la orilla de gravilla, y alzándose finalmente con una gota roja de bayas cayendo por la boca con la zarpa y las largas garras listas para soltar un golpe capaz de arrancarle a uno la cara. Escuchó la respiración y gruñidos del animal y oyó a Tom gritar.

—Seguro que lo mataste —dijo Andy. El repiqueteo de las agujas de Ma acalló a Tom.

—Un oso blanco, cuando carga, siempre se levanta al final para lanzarte un zarpazo. Ese es el momento justo para dispararle, cuando aparece su cara delante de la tuya y la bala no rebota en su cabeza.

—¿Es cierto que esperaste tanto tiempo? —preguntó Dan.

—Apunté entre los ojos y disparé.

—¿Y qué más, tío Boone?

—Nada más. Se derrumbó, más muerto que un hueso y le clavé el cuchillo.

Cora se arrimó aún más al borde de la silla.

—Hora de ir a la cama. ¿Me escucháis, Punk, Andy?

—Supongo que habrás comido oso —dijo Dan.

—A menos que haya algo mejor.

—No creo que a uno le falte comida allá en las montañas, con toda esa caza brincando por todos lados.

—Incluso la carne de lobo resulta sabrosa. Recuerdo en una ocasión cuando nos topamos con unos británicos en Oregón y a nosotros se nos había agotado la pólvora, pero uno de los británicos tenía unos anzuelos muy resistentes, anzuelos para bacalao los llamaba, y atamos tres juntos y los colgamos de un árbol, y pusimos de cebo un conejo que habíamos atrapado. El señor lobo saltaba a por el conejo y se quedaba enganchado, y se quedaba allí hasta que llegábamos nosotros, apenas apoyado en el suelo sobre sus patas traseras. La mayoría de las veces ya estaban muertos cuando íbamos a por ellos.

—Va en contra de las Escrituras —dijo Cora.

—¿Qué va en contra?

—Comer carne ahogada en su propia sangre. La Biblia dice que hay que mantenerse alejado de la carne ofrecida a ídolos y de la sangre y las criaturas estranguladas.

—Un estómago vacío no se guía por un libro.

—Pues sería mejor si lo hiciera —respondió Cora—. A la cama, niños.

—¿Alguna vez pasaste hambre durante un tiempo? —preguntó Dan.

Antes de pensarlo, Boone mencionó lo primero que le vino a la mente.

—Unas cabras salvajes nos salvaron en una ocasión.

—¿Qué es una cabra salvaje? —preguntó Punk, acurrucándose aún más.

—Nada, estaba hablando con tu padre.

—¿No nos lo vas a contar, tío Boone? —preguntó Andy mirándole con los labios fruncidos.

—No es nada.

—He dicho que es hora de ir a dormir —interrumpió Cora levantándose de la silla.

—¡Venga, por favor! Podemos quedarnos a oír la historia, ¿verdad, Pa?

—No, ya os lo he dicho —dijo Boone.

—Parece que vuestro tío Boone ya ha hablado suficiente por hoy —sonó la voz suave de Dan. Mientras Punk se levantaba, Dan alargó la mano y frotó los nudillos en su cabeza—. Venga, a dormir, Cabeza de Calabaza. Y tú también, Andy.

—¿De dónde ha sacado ese pelo rojizo? ¿De la familia materna?

Fue Cora la que contestó a Boone.

—No ha habido ningún pelirrojo en nuestra familia.

Ma levantó la mirada de su labor.

—Tu abuelo era un poco rojizo, el que murió por una indigestión de leche antes de que nacieras, Boone. ¿O fue después? Vaya, todo se mezcla en mi cabeza. De todas formas, murió de indigestión láctea, pero tu padre murió de tisis.

La sonrisa plácida apareció en el rostro de Dan.

—Se nos coló en la familia, supongo.

—Estabas hablando de esas cabras salvajes —dijo Punk.

Boone se levantó.

—Esta silla hace que me duela el trasero —dijo, y se dirigió a la puerta.