CAPÍTULO XLV

—Fue la tisis lo que mató a Pa —dijo Ma. Su cuerpo se desbordaba por la silla en la que estaba sentada; tenía las caderas enormes, como una vieja squaw, pero marchita de cintura para arriba y ni fuerte ni rápida de movimientos, como sí lo sería una squaw.

—Ya me lo contaste.

—Fueron sus pecados los que lo mataron —interrumpió Cora mientras secaba una olla—. Fue el Señor en Su ira quien se lo llevó.

—No es apropiado que hables de esa manera, no sobre el padre de tu hombre.

—De todos modos, eso es lo que pasó.

Boone se sentó en la entrada, oyendo sólo a medias lo que las dos mujeres decían. Sin embargo, de nuevo, se le ocurrió que la mujer de Dan era una idiota, que otorgaba toda la responsabilidad a Dios o al diablo.

—Si fue el Señor —replicó Boone mientras observaba a los dos chicos de Dan escalando un roble negro—, tardó demasiado tiempo en hacerlo. Debió de matarlo mucho antes.

—Tu papá está muerto, Boone —dijo Ma.

—Eso es lo que he oído.

—Fue la tisis la que se lo llevó.

Boone no respondió nada a eso. Ma estaba haciéndose vieja y mezclaba cosas en su mente, de manera que no recordaba un segundo después lo que acababa de decir.

—No nos corresponde a nosotros juzgar a los muertos —continuó ella—. Pa tenía bondad en él.

—No lo dudo. Nunca dejaba que se le escapara ni una pizca.

—De alguna manera, me recuerdas a él, Boone. Era taciturno, como tú mismo, y de genio rápido. Pa se quedó en los huesos por la tisis, con lo fuerte y alto que había sido, y apenas podía levantar la mano para limpiarse la boca después de un ataque de tos. Sólo huesos, así se quedó, y la piel le colgaba suelta, y sus ojos brillaban como el cristal por la fiebre. Preguntó por ti, Boone, más de una vez. No deberías pensar mal de él.

Con un dedo, se limpió las lágrimas que habían brotado en sus ojos.

Boone no se molestó en responderle. Le fastidiaba que Ma pudiera sentir pena por alguien como Pa y no fuera capaz de hablar de él sin esa expresión triste de roedor y derramando todas esas lágrimas. Ella retomó torpemente su costura para esconder las lágrimas.

Punk había escalado casi a las ramas más altas del roble. Se sujetó con una mano y saludó con la otra hacia la entrada mientras el sol brillaba en su mata salvaje de pelo rojizo.

—¡Mírame, tío Boone, mírame!

Andy, al ser más pequeño, no podía escalar tan alto, pero saludó desde más abajo y gritó:

—¡Mira! ¡Mírame también!

—Dile a esos chicos que se bajen del árbol y vayan a por algo de leña —le pidió Cora a Boone.

El viejo Blue estaba tumbado en la tierra, bajo una sombra junto a un arbusto. Tenía apoyado el hocico sobre sus patas. Un pequeño círculo de mosquitos volaba alrededor de sus párpados, haciéndole pestañear. Cuando abría sus enormes y tristes ojos, siempre los dirigía a Boone.

—Nancy Litsey debe de estar al caer —dijo Ma—, si es que va a venir. Dijo que traería algunas semillas de flor tardía de los repollos que le regalé a su madre.

—Vendrá trotando —dijo Cora—, habiendo como hay un par extra de pantalones en la casa.

—¡En serio, Cora!

—Seguro que llegará con su cabeza estirada y con esa diminuta nariz abriéndose y cerrándose y el pelo suelto y con ojos sólo para Boone.

Cora se puso la mano tras el trapo con el que se había recogido el pelo.

—Es guapa, para mi gusto —respondió Ma—, y pronto cumplirá dieciocho años. ¿No es bonita, Boone?

—Lo suficiente, supongo.

—No entiendo por qué no prestas atención a una chica tan buena como ella.

—Ya he visto a chicas buenas antes.

—Pieles rojas, seguro —dijo Cora—. Bárbaros, eso es lo que son.

Era una mujer testaruda que jamás hablaba con tono amigable, pero no lo suficientemente hostil para armar un alboroto por ello, a menos que uno ya no aguantara más. De todas formas, probablemente las palabras no la domarían, lo que necesitaba era una buena azotaina.

—Tú mismo pareces un bárbaro —le dijo a Boone—, con esa melena y todo lo demás.

—No parece tanto un indio sin la ropa de ante y con algo de lino puesto —apostilló Ma.

—Hace demasiado calor para llevar cuero —dijo Boone—. Demasiado calor para nada.

Apoyó la espalda contra el vano de la puerta para detener una gota de sudor que le bajaba por la espalda. Era una tierra baja, blanda y asfixiante, eso era Kentucky, donde el calor se posaba en la piel como una mano húmeda. Incluso al final del día, cuando el sol ya bajaba y las sombras crecían, uno seguía empapado.

Cora puso lechuga en un cuenco de madera, añadió unos rábanos, se dirigió al fuego y puso unos trozos de carne de cerdo en una parrilla para tener algo de grasa para la pasta verde. Ella hacía casi todo el trabajo de la casa, ya que las articulaciones de Ma se habían entumecido. Ma decía que el sasafrás hervido y frotado aún caliente no le calmaba nada, ni el licor de frambuesa silvestre que Cora guardaba. Sin embargo, a su lenta y achacosa manera, Ma hacía bastante trabajo. Siempre tenía las manos ocupadas, con las agujas de tejer o cosiendo o cardando lana de las pocas ovejas que criaba Dan y todos los días bajaba lentamente hasta el huerto y se ocupaba de las lechugas y las alubias, los nabos y demás.

Boone apartó la mirada del interior de la casa y vio a Nancy Litsey aproximándose por el camino. Su cabello brillaba como trigo nuevo bajo el ardiente sol, y llevaba un lazo rojo en el cuello de su traje castaño claro de lino y lana. La tela casera tejida a mano en la mayoría de mujeres quedaba como un saco, pero con Nancy un hombre se preguntaba qué habría debajo. Ella dijo «Buenas tardes», pasó a su lado y se metió en la cabaña.

Boone oyó a Ma y a Cora hablándole y escuchó su respuesta sin prestar mucha atención a lo que decían. Uno podía ir por ahí como si estuviera muerto y guardarse las cosas tan profundamente enterradas en su interior que jamás pensaba en ellas y, entonces, un día, al ver tal vez un cabello del color del trigo, sentía una excitación en su interior, como un dedo moviéndose. Podía vivir como un muerto excepto en algunas ocasiones, de noche, cuando la soledad le invadía y escuchaba los leves sonidos de Kentucky, el chirrido de los grillos, un ratón corriendo sobre la hierba y un pájaro bobo cantando a la oscuridad, mientras le crecía el deseo de aullar como un lobo y sentir sobre su cuerpo la corriente del agua de montaña.

Punk tiró de la manga de Boone.

—Coge tu rifle, tío Boone, y ven a cazar un águila para nosotros.

—Hay dos águilas —dijo Andy—, en un nido en el gran sicomoro donde duerme el viejo cerdo.

—¿Lo harás, tío Boone? ¿Lo harás? Son negros y enormes.

—Déjalos que tomen el aire un poco.

—¿Lo prometes? —preguntó Punk—. ¿Lo prometes?

Cuando Boone asintió los dos echaron a correr.

Las palabras de Cora se oyeron desde el interior.

—Ojalá tuviera un pepino. Esto estaría delicioso con sólo un poco. Nunca me creí demasiado eso de que los pepinos crean mala bilis, y escalofríos e ictericia.

La voz de Nancy sonó como una campanilla de cristal.

—Pa dice que allí donde hay un fuego fatuo, hay fiebres.

A los lados de las piedras que Dan había colocado en el camino las caléndulas estaban a punto de florecer. Ma también se ocupaba de ellas, y de las malvarrosas y los acianos que ya brotaban. Una mata de calabaza escalaba por el emparrado de la valla, mezclándose con unos arbustos de flores de trompeta. La mirada de Boone se posó en las flores y luego en Blue y recorrió las parras y miró por encima de las estacas y el campo de tabaco de Dan y, más allá, los árboles y colinas. Podía ver sin ver realmente y dejar la mente en blanco. Podía mirar más allá o mirar dentro donde las mujeres estaban y descubrir, en un estante, las pequeñas calabazas en las que Ma guardaba sus semillas y ver colgando de una viga del tejado las tiras de calabaza seca que habían sobrado del invierno, y era como si otros ojos las contemplaran y otra cabeza las reconociera. Sólo sentía como real la excitación en su interior, el pequeño dedo de hambre moviéndose.

Dan se acercó andando desde el establo, moviendo las piernas lenta y perezosamente.

—El calor me mata —dijo, dejándose caer sobre un bloque de madera y pasándose la manga de la camisa por la frente—. El maíz está marchitándose por el calor y la sequedad que hay.

Dan se había convertido en un hombre alto de lentos movimientos y lenta conversación, con una nuez en su pescuezo como el extremo de un hueso presionando contra la piel. Había una plácida sonrisa en su rostro la mayor parte del tiempo, como si la mayoría de cosas le produjeran una secreta y triste diversión, incluso Cora y su larga lengua. Pero a Dan no le gustaba mucho trabajar. No hacía más de lo que debía.

—Dejé lo que estaba haciendo hace un rato —replicó Boone—. El sol es como un infierno en la tierra.

—Has estado trabajando demasiado, de todas formas. Has quitado tocones y rocas y has aplanado el terreno. Trabajas como un loco, en serio —Dan golpeó la tierra con un palo—. Como ya te he dicho, ojalá quisieras unirte a mí. Aquí hay un montón de trabajo para dos, y tierra suficiente.

—Me parece que no me apetece.

Las mujeres dentro habían dejado de hablar para escuchar.

—No vas a sacar nada en claro viajando por ahí. Ya has tenido más que suficiente de esa vida, Boone.

Y, entonces, Ma dijo lo suficientemente alto para que todos la oyeran:

—Los seres humanos no deberían andar vagando todas sus vidas.

—¿Qué es lo que has sacado de esa vida, después de todo? —preguntó Dan—. No veo que lleves colgando oro, ni ropas caras, ni nada parecido.

—No buscaba oro.

—¿Has visto alguna vez algo de oro, Boone? ¿Lo buscaste? Debe de haber algo en todo ese enorme territorio.

—Teníamos castores.

—¿Me quieres decir que nunca echaste la vista atrás para ver si habías golpeado alguna esquirla de oro?

—Teníamos castores.

Dan miró a Boone como podría mirar a un loco. Boone le dejó que mirase. No había ninguna palabra que fuera capaz de hacer entender a Dan cómo era aquello. Un rato después Dan asintió y dijo:

—Castores, ¿eh? —como si pronunciara algo que no lograba entender—. Habrá un montón de gente en el oeste antes de que te des cuenta, Boone. Será exactamente como aquí, sólo que con más trabajo para establecerse.

—No tienes ni idea, Dan, maldita sea.

—Pero sé que a duras penas puedo llevar yo solo este lugar —le ofreció a Boone una plácida sonrisa mientras la nuez subió por la piel del cuello y luego volvió a bajar.

—El trabajo en el campo es demasiado duro —dijo Boone.

—Tal vez podríamos comprar un negro. ¿Qué piensas sobre los esclavos, Boone? Hay algo de lío sobre sus derechos.

—No sé.

—Cualquiera pensaría que jamás has usado tu cabeza para pensar. Sin duda debes tener alguna opinión.

—Ser libre significa luchar contra cualquier cosa.

—¿Y los negros no se lo merecen?

—Si luchas lo suficiente, la libertad llega.

—Tal vez tengas razón, pero volviendo al tema del trabajo en el campo, ¿qué es poner trampas sino un trabajo? ¿Y pasar hambre y frío y que tus pies estén mojados la mitad del tiempo y la espalda agarrotada de montar a caballo y por el miedo a los pieles rojas a diario? ¿Qué es eso?

Blue abrió la boca para atrapar una mosca y luego volvió a apoyar el hocico entre sus patas.

Boone no respondió inmediatamente, y cuando lo hizo fue para responder:

—Nunca pensamos en ello como un trabajo.

—Pues no puedo ver dónde está la diversión.

—Tienes que tener sangre india para sentir ese placer —dijo Cora desde el interior de la cocina, y a continuación pasó junto a Boone atareada acarreando un cubo lleno de cenizas que luego volcó en la tolva exterior. La tolva estaba repleta. Cualquier día echaría agua sucia en las cenizas y se haría jabón.

—Entonces, tal vez yo tenga sangre india —dijo Nancy—. Creo que me gustaría.

Boone intentó imaginársela en un tipi, intentó imaginarse el cabello color trigo y el pálido rostro y la enhiesta cabeza y las finas aletas de su nariz, que tendían a dilatarse de vez en cuando. Era como una potra joven, eso era… una potra nerviosa mirando a todos lados y retando a la brisa.

—Supongo que me apunto, Nancy, si tú vas a ir —dijo Dan entre risas.

—No hagas caso, Nancy —se escuchó la voz de Ma—. No son más que tonterías. Hay algo que comparten todos los Caudill: son todos hombres de una sola mujer. El propio Pa lo era, hasta que la tisis se lo llevó.

Cora clavó los ojos en Boone cuando pasó a su lado para entrar en la cabaña. Eran unos duros ojos castaños en un rostro tenso, que siempre parecía buscar cosas para culpabilizarle a uno. Y no estaba tan en contra del pecado; Boone suponía que ella misma debía de haber estado un tiempo practicándolo. De regreso a la mesa ella aspiró aire sonoramente.

—¡Pero qué dices, Nancy! El oeste no es lugar para la gente decente.

—Pues tú pareces conocer un montón de cosas que no lo son —le dijo Boone.

Cora continuó hablando con Nancy.

—No consigo que Boone se quede dentro de casa casi nunca. Nunca duerme en una cama. Tiene que quedarse fuera como una bestia salvaje.

Sin duda, una casa asfixiaba a alguien que ya había olido y visto y sentido las montañas en su interior. Una casa era un lugar cerrado y pequeño y lleno de pequeños hedores, y alguien con un techo sobre la cabeza y paredes a su alrededor no podía ver el cielo o sentir el viento, ni tan siquiera saber la hora de la noche mirando a las estrellas.

—A Boone tampoco le gusta la mantequilla, ni el pan —continuó Cora—. Le gusta más el tuétano que la mantequilla. Si le pones sal a alguna comida ya no se la come. Sólo carne sin condimentos y agua del río, eso es lo que quiere.

Dan lanzó un guiño a Boone y en voz baja le dijo:

—No le hagas caso, Boone. El predicador dice que tiene tan metida dentro la virtud que necesita constantemente meterse con alguien.

—¿Nunca la haces callar?

El rostro de Dan se puso solemne y pareció exhausto durante unos segundos, y luego recuperó la plácida sonrisa.

—No me preocupa mucho, ya no. Se ve que yo aguanto mejor las cosas que tú, como con Pa. La mitad de la vida es saber contenerse.

La voz de la joven llegó de dentro de la cabaña:

—Pues no me parece que le haya sentado mal.

Boone tuvo la sensación de que la mirada de ella se deslizaba sobre él, admirando su cuerpo y complexión. Boone se revolvió ligeramente bajo la camisa, un tanto incómodo.

Dan volvió a guiñar un ojo.

—Al menos, tienes a una a tu favor, Boone —dijo en voz baja.

—Si no fuera por ti, haría que Cora cerrara la boca.

—No lo hagas, Boone. A mí no me importa, y tú vas a estar aquí sólo temporalmente.

Boone escuchó entonces a Nancy.

—Será mejor que me vaya.

Y la vio salir por la puerta. Cuando pasó por su lado, giró totalmente el rostro hacia él y con la boca dibujó una rápida sonrisa, mostrándole unos pequeños y blancos dientes. Y, a continuación, desapareció bajando por el camino como una joven yegua pura sangre. Boone la observó mientras se alejaba, y sabía que Dan también la miraba. Incluso Blue levantó su vieja testa. Esa mirada que ella le había lanzado era una mirada tierna. Tal vez podría considerarse como una invitación. El mundo y todo le había parecido falso, sin ningún sentimiento real en él, y ahora sentía esta aguda e incipiente excitación.