CAPÍTULO XLIV

—¡Jesús! —dijo el viejo Mefford—. Menudo trajín. ¿Alguna vez viste algo igual, Caudill?

En el puerto de Independence un barco de vapor estaba amarrado con las chimeneas frías, y algunos hombres empujaban barriles y sacaban sacos del barco. Había un par de esquifes flotando cerca, balanceándose al ritmo del río. En la orilla otros hombres andaban ajetreados con blancos carromatos en la pendiente tirados por mulas de orejas caídas o bueyes que se movían perezosamente bajo el sol. Los hombres empujaban, arrastraban y subían bultos. Se arrimaban al borde del agua y regresaban lentamente arrastrando sus cargas y apilándolas sobre los carromatos. Maldecían a los animales de tiro, con voces roncas y resueltas.

—¡Arre, Bess! ¡Arre, Jack! ¡Te reventaré a golpes, maldito cabeza de alcornoque!

A un trecho río abajo, como si fueran demasiado refinadas para estar cerca de tantos improperios, dos mujeres miraban. Un niño pequeño tiraba de una de ellas, pidiéndole algo.

—¡Hurra por Conestoga! No había visto nunca cargueros hasta ahora.

—¡Locos hijos de perra!

—Probablemente lo sean, pero eso no cambia nada. Echaremos un vistazo —Mefford puso la piragua rumbo a la orilla. Sam saltó a tierra y ató la amarra, y Antoine y Mefford bajaron tras él—. Vamos, Caudill —luego, levantó la voz y se dirigió a un hombre que regresaba al barco de vapor—. ¿Para qué os preparáis?

El hombre paró y escupió en el polvo.

—¿Dónde habéis estado últimamente?

—Río arriba.

—Pues debéis de haber tenido metida la cabeza en un agujero si no lo sabéis.

—Oímos alguna que otra cosa, pero uno no puede enterarse de todo.

El hombre volvió a escupir mientras examinaba a Mefford.

—Nos vamos a Oregón, eso es lo que vamos a hacer —continuó caminando, como si lo que había dicho fuera suficiente para callar las bocas.

Sam y Antoine y Mefford le siguieron, mirando a todos lados y parándose a hablar cuando alguien se prestaba a hacerlo.

Los carros se arqueaban por encima de Boone, sentado en la piragua. Se alzaban altos y grandes sobre la tierra y se recortaban contra el cielo, y a un hombre sentado al nivel del agua le parecían lo suficientemente fuertes para allanar todo el territorio. Sin embargo, desde una loma, o en las llanuras, no parecerían más grandes que chinches sobre un pellejo.

Boone se preguntó si Dick Summers los habría visto. Se preguntó si Dick veía todo esto ahora desde algún lugar, con su leve sonrisa en la boca y las arrugas alrededor de sus ojos grises. Tenía intención de hablar con Dick, pero no en breve. No quería verle ahora, ni a nadie en particular.

—Un montón de ellos. Cientos. Tal vez miles se dirigen a la ciudad —habló de nuevo el hombre que se había arrimado a la orilla sin mirar directamente a Boone, sólo por el rabillo del ojo, mientras recorría lentamente con la mirada los mocasines de Boone, sus pantalones, la camisa roja de algodón que llevaba en verano y el pañuelo en la cabeza.

—Están comprando, comerciando, contactando y contratando a gente y todo eso.

—¿Y?

—Hay muchísimos. Sólo Dios sabe cuántos, y todos andan como locos por ir a Oregón —el hombre metió las manos en sus pantalones de tejido casero—. La mayoría de ellos no tiene ni idea de viajar. Yo les aconsejo. «Llevad fusil de chispa mejor que de percusión», les digo. Y tengo razón, ¿verdad? —buscó con sus ojos una respuesta en Boone y, finalmente, al no obtener ninguna, volvió a la carga—. Porque, veamos ¿para qué sirve un arma de percusión sin pistón, y dónde puede encontrar uno pistones en Oregón? «Coged mucha carne curada y harina y melaza», les digo, «y cargad la melaza entre la harina para evitar así que se rompan los tarros del cristal». Uno necesita prever muchas cosas al viajar: ollas, teteras, cuchillos, sal y hierbas y comida seca y alubias. No se puede sobrevivir sólo con una pequeña bolsa de viaje llena. ¿Verdad? Supongo que podrían aprovecharme, si pudiera ir con ellos. He viajado bastante en mis buenos tiempos, tal vez no tanto como tú, por tu aspecto, pero lo suficiente igualmente.

Una tachuela de bota se soltó y rodó por la tierra delante de él.

—Ojalá yo pudiera ir, pero un hombre con diez bocas que alimentar no puede echar el vuelo como un pájaro. He pasado demasiado tiempo en la cama, supongo. Uno no puede hacer de todo —sus ojos, enmarcados en un rostro que había envejecido sin crecer, se dirigieron a Boone otra vez, esperando una sonrisa o un movimiento de cabeza o un sí de su boca. Tenía una mirada débil y vana que apartó rápidamente—. Tengo que quedarme por aquí, atado a un arado como una mula, por mi familia. No se saca nada con la granja en esta tierra, sólo trabajo y sudor, pero ni dinero ni diversión. No es como en Oregón, donde las plantas crecen fuertes y grandes sin casi esfuerzo —sus ojos se iluminaron, pensando en Oregón—. ¿Qué piensas? Un hombre con diez hijos y una mujer marchitada, ¿piensas que podría lograrlo?

—No se te ha perdido nada en Oregón.

—¿No?

—No más que a estos otros, ¡malditos idiotas! Deberían quedarse en sus casas y no arruinar una tierra que no pertenece a la gente como tú.

La mandíbula del hombre se hundió, como la de un chico al que le acabara de caer una buena bronca, y sus ojos turbios se abrieron de par en par.

—Quédate en tu cama y con tus hijos. Hace falta estar lo bastante seguro para ir hasta Oregón —Boone desvió de nuevo la mirada.

El rostro del hombre no mostró expresión alguna y permaneció impasible, como si estuviera esperando que le llegara alguna idea. Lo volvió hacia el suelo y se observó una bota y luego la otra. Movió la boca como si fuera a hablar, pero no se oyó nada. Se movió torpemente hacia un lado y se escabulló con los hombros caídos bajo su vieja camisa. Tal vez uno podría sentir pena por él, si no fuera un idiota. Podría sentir pena por él, pero, por Dios, era bueno que alguien se lo dijera.

—Ahí está, amigos, la vieja San Luis, esperándonos. Estoy más seco que una boñiga de vaca de hace un año, y me apetece estar con mujeres y jugar y todo lo demás. ¡Sube, río! ¡Sube, piragua! Este desgraciado no puede esperar a clavar su lanza.

—Yo me bajaré más allá —Boone señaló con el pulgar.

—¡Qué!

—En la otra orilla.

—¡No vas a divertirte en San Luis!

—Te he dicho en la otra orilla.

—¡Por Dios! —Mefford meneó la cabeza mientras cambiaba de rumbo.

—Caudill —interrumpió Antoine—, tenemos algo mejor, peutêtre, por allá.

—Tal vez, pero después de esto ya nada puede sorprenderme.

—Date prisa para que desembarque, Sam —dijo Antoine, mientras remaba. Su voz sonaba feliz por lo que ya veía tan cerca—. Un solo minuto de espera ya es demasiado tiempo.

La piragua se deslizó sobre la orilla.

—Buena suerte, Caudill, y espero que no te vuelvas más loco, ni más gruñón.

Cuando Boone pasó junto a él, el negro Sam levantó la mirada, con un repentino brillo suave y profundo en sus soñolientos ojos.

—Adiós —dijo—. Adiós, hombre triste.

La diligencia se había detenido a un lado de la carretera, como un huevo negro enorme con ruedas, los caballos estaban sueltos junto a unos árboles. Dos pasajeros se encontraban en tierra, observando, mientras otros dos ayudaban al conductor a dar forma a un poste para reemplazar la lanza que se había partido al pasar un eje por encima de un bache.

Sin mediar palabra, Boone pasó junto a la diligencia, notando las caras de los pasajeros siguiéndole y escuchando sus labios murmurando a sus espaldas. De entre los murmullos, distinguió unas cuantas palabras:

—Lleva el pelo en trenzas, ¿lo ves? Como un indio salvaje.

Un poco más adelante un sacerdote descansaba sentado en un tocón con las manos apoyadas sobre un libro en su regazo, mientras sus ojos dormitaban dirigidos hacia los árboles. Cuando Boone se acercó, levantó el libro y volvió una o dos páginas y luego lo volvió a apoyar en su regazo y dejó que las manos volvieran a reposar en él mientras movía los labios silenciosamente. Sus ojos despertaron del todo cuando Boone llegó a su altura.

—Buenos días —dijo; era un hombre de estatura mediana, de rostro ovalado, rechoncho y de un color rosa lozano por la buena vida, y todavía parecía más rosado en contraste con el alzacuello blanco y la sotana negra que le cubría.

How.

—¿Prefiere andar a cabalgar?

—Es más rápido si uno está acostumbrado.

—Los árboles son hermosos. ¡Menudo bosque!

—Demasiado espeso para mi gusto.

—Siéntese, ¿quiere?

—¿Qué tiene en mente? —Boone se sentó en un tocón.

—¿Eres lo que llaman un mountain man? ¿Un cazador de pieles?

—He cazado algunas, sí señor.

—¿Dónde?

—En casi cualquier lugar que pueda mencionar.

—¿Missouri? ¿Yellowstone? ¿Columbia? ¿Colorado Oeste?

—Todos esos y más.

—Por favor, disculpe mis preguntas. Mire, quiero estar entre los indios. Estoy de camino a Bardstown, y desde allí, espero, hacia el lejano oeste —bajó la mirada hacia sus manos cruzadas sobre el libro—. Usted ha tenido muchas experiencias con los indios, estoy seguro.

—Alguna.

—Dígame, si estuviera en mi lugar, ¿dónde querría ir si pudiera elegir? Quiero decir, ¿a qué tribu?

—Ellos no quieren las costumbres del hombre blanco, ninguno de ellos.

—¿No ha oído hablar de nuestra misión entre los flathead?

—Son un puñado de squaws. Son tribus de squaws, los flathead y los nepercy, las dos.

—Quizás las otras tribus crean que no quieren las costumbres blancas, pero necesitan a Dios.

—Ellos tienen a su propio dios.

Una leve sonrisa, cordial pero no excesivamente empalagosa, apareció en el rostro sobre la sotana negra.

—Un dios, pero no Dios.

—Los que ellos tienen ya reparten el bien… tan bien como cualquier otro, supongo.

El sacerdote sacudió la cabeza al tiempo que conservaba la leve sonrisa.

—Ningún dios hace el bien, sólo Dios.

—No veo mucha diferencia, si le digo la verdad.

—No es lo que uno ve —el sacerdote sacó un dedo regordete y lo colocó sobre el corazón—. Es lo que percibe su corazón.

—Usted piensa de una manera, y yo de otra.

El rostro sobre el alzacuello enrojeció, pero la voz siguió sonando suave.

—Ese es un privilegio de este país, aunque se abuse de él —tenía unos ojos penetrantes y astutos; tras un corto silencio, añadió—: Los hombres son más felices si conocen a Dios —y esperó la réplica que no tenía duda que iba a provocar.

—A mí me va bien.

—Ya veo.

Boone se levantó del tocón que le había señalado el sacerdote.

—No sirve de nada hablar. Ojalá sus curas y predicadores se mantuvieran alejados de las montañas.

—¿Por qué?

—Bueno, maldita sea, sólo porque sí.

Boone no esperó a escuchar más. Tomó su rifle y continuó su camino, alejándose por la carretera hacia Paoli.

Siempre se había sentido en casa al aire libre. Era como si la tierra y el cielo y el viento fueran amigos y no le hiciera falta un grupo de gente a su alrededor para estar a gusto. El viento tenía voz, y la tierra yacía lista para él, y el cielo le daba espacio para sus ojos y su mente. Pero ahora él se sentía diferente, asfixiado por el bosque que crecía espeso como la hierba a su alrededor, ocultándole el sol y dejándole atisbar sólo un trozo de cielo de vez en cuando, y se desvanecía y se cerraba como un tejado. El viento no soplaba allí; ni siquiera temblaban las hojas de los grandes chopos, que se erguían altos sobre el resto de los árboles. Era un mundo en silencio, cerrado y taciturno, y un hombre allí dentro se sentía vacío y perdido por dentro, como si todo en lo que había confiado hubiera desaparecido, y él sin un amigo, ni un objetivo ni un lugar suyo propio en ningún sitio.

Sin embargo, cuando iba a alguna ciudad no se sentía mejor, con tantos tontos mirando y haciendo muecas y sacando la lengua y pensando que todos los hombres deberían tener el mismo aspecto, y todos sometidos a reglas y costumbres y un trabajo y sheriffs y jueces, y aun así creyéndose libres. Y todos viviendo ahogados entre paredes y techos, respirando aire viciado, respirando los hedores de los otros y los hedores de los cerdos en las porqueras construidas en la parte trasera de las casas. Incluso el bosque era mejor.

Cerca de un camino cerrado junto a la ruta, un enorme sabueso de pintas azules acostado junto a la puerta de una cabaña se levantó y salió, con las patas entumecidas, para echar un vistazo a Boone. Su nariz se dilató para olerle, y un suave gruñido sonó en su garganta. Levantó unos ojos tristes y viejos hacia el rostro de Boone. Alguien le había cortado el rabo. El muñón que quedaba se agitó lento y expectante.

Boone pasó junto a él y, después, sonó una voz.

—¡Eh, tú, ese es mi perro!

Boone se giró y vio al perro olisqueando sus talones y un hombre con la cara roja en el vano de la puerta.

—No se comporta como si lo fuera.

—Pues es exactamente como el mío.

—¿Y quién está diciendo que no lo sea?

—Has estado silbándole.

—Estás mintiendo.

—Debe de ser eso. Nunca antes había seguido a un extraño. ¡Ven, Blue! ¡Ven aquí, Blue!

El perro se sentó con el morro gris apuntando a Boone, y sus tristes ojos parecían zozobrar con las preguntas que los inundaban.

—Son esos pantalones de piel los que hacen que te siga. Tal vez piensa que estás cazando. Tráelo aquí, ¿quieres? Lo meteré dentro.

—Atrápalo tú mismo.

—De acuerdo, entonces, si prefieres tomártelo por la tremenda, señor, pero yo no voy a ir a cogerlo.

—¡Vuelve a casa, chico! ¡Fuera!

El perro no se movió, sólo dibujó lentamente sobre el polvo un cuarto de círculo con su trozo de rabo.

—Es un buen perro —dijo el hombre, acercándose con un palo—, pero va a la suya siempre que puede. Se cree que puede pensar y hacer las cosas solo. Le he apaleado y lo he dejado atado y le he dejado pasar hambre y todo, pero como digo es testarudo como una mula. Si quiere correr, corre, y ningún grito ni cuerno le hará regresar. Si le dices que se tumbe, se levanta, si le dices que se levante, se tumba.

—¿Qué le ocurrió a su cola?

—Me puso tan furioso que se la corté, pensando que así aprendería a tener más cabeza. Míralo, que me aspen. Nunca le vi mirar a nadie de esa manera, como si fueras Dios Todopoderoso —el hombre levantó el palo—. ¡Atrás, Blue, gruñón chupa platos! ¡Atrás!

El perro se levantó, los belfos colgaban lacios y sus enormes ojos se perdían en Boone.

—¡Atrás, maldito seas! —el palo golpeó sus cuartos traseros. Le golpeó por la parte superior. Sonó a golpe sordo sobre las costillas. Boone vio las costillas haciendo esfuerzos por respirar.

—¡Ya es suficiente!

—¿Qué dice? —el hombre paró con el palo en alto.

—No sirves para tener un perro.

—Esto es asunto mío.

—El perro se viene conmigo.

El hombre dejó caer el palo.

—Escucha, amigo. Eso es lo mismo que robar. Te echaré a la ley encima.

—No si sólo me sigue, no lo es. Y voy a andar hacia delante y tú vas a retirarte hacia atrás, y que el perro haga lo que le plazca.

—¡No, por Dios!

El perro se había levantado de nuevo.

—Entonces habrá pelea.

—Es un perro excelente. Vale mucho dinero, sí señor. No ha nacido aún el mapache gigante que pueda vencerle. No es justo.

—¡Venga! No vas a pelear y yo no tengo ganas de hablar.

Boone alargó una mano y agarró al hombre por el hombro y le hizo girarse.

—¡Repito que no es justo! ¡No es justo! ¡Te denunciaré a la ley! —el hombre se marchó arrastrando los pies hacia la cabaña, con la cara enrojecida, vuelta hacia atrás y la boca farfullando las palabras.

Boone lo empujó con la mirada hacia la cabaña. Luego se dio la vuelta y se dispuso a continuar el camino, y entonces escuchó al hombre susurrar a sus espaldas: «¡Aquí, Blue! ¡Aquí, viejo amigo!».

El sendero discurría como un estrecho y profundo cañón a través de los árboles. El bosque se apiñaba, oscuro y taciturno. No se escuchaba ni un solo ruido, ni siquiera el susurro del viento o el crujido de una rama bajo una pezuña o el trino de un pájaro o cualquier otra cosa, a menos que uno prestara mucha atención. Entonces escuchó unos pasos de almohadillas suaves a su espalda.

El tabernero estaba sentado en una silla de nogal fuera de la taberna.

—¿Bedwell? —dijo mientras elevaba el ojo bueno hacia el cielo; el otro era sólo una hendidura en su rostro—. No, señor —respondió—. No recuerdo ese nombre —volvió a dirigir su ojo bueno hacia Boone—. ¿Bedwell? ¿Seguro que no quiere decir Bedwet o Bedwetters[3]? Hay un montón de esos por aquí, sin duda.

Cuando sonrió, su ojo bueno también se cerró. Se balanceó sobre las patas traseras de la silla.

—Lo conocí hace tiempo —dijo Boone—, a él y a un hombre llamado Test, que era juez.

—Ahora ya vas afinando la puntería. Pero tendrás que andar un buen trecho para encontrar a Test. Ha soltado ya la carga que llevaba, como dice el refrán. No sé cuál era su carga, a menos que se refiera a su enorme barriga, pero bueno, ha estirado la pata —el tabernero sostuvo en alto una mano y contó los dedos con la otra—. Hace ya cuatro años, se levantó y murió mientras estaba celebrando un juicio. Tenía un tumor que no lograron curar en ninguna clínica. Se fueron a Corydon y a Tare Holt y a todos los sitios donde hubiera personas que supieran medicina, pero ningún hombre ni ninguna medicina pudo ayudarle.

—¿Y quién es el sheriff principal ahora?

—Tuvo un funeral bastante concurrido. Vino gente que había ido y venido del mismísimo infierno, algunos a llorar su muerte y otros a regodearse. Fue un buen día para beber, a pesar de que hacía frío. El mejor día de todos los que haya tenido, si descontamos el de las elecciones. Nunca aprecié mucho a Test, pero declaro que siempre me sentiré agradecido a él por morir el día que lo hizo. Sí señor —el hombre se dio una palmada en la pierna y dirigió la vista de nuevo al espacio—. Era como ahora, una muerte no significa tanto, incluso la muerte de muchos, cuando el tiempo cálido llega —apartó su ojo del cielo y lo fijó en una vaca que pasó chasqueando ramitas por delante de su hogar, abanicándose con la cola para apartar las moscas—. Uno no enciende el fuego dentro cuando luce el sol. Al menos, algunos no lo hacen. En cuanto a mí, un trago o dos me hacen olvidar el miserable calor. El problema con los que sueñan con el frío es que nunca toman el suficiente alcohol.

Boone apoyó el rifle. Blue le rozó en el muslo, se sentó junto a él y observó al tabernero sin pestañear. Al otro lado de la carretera había un juzgado, más pequeño de lo que Boone había imaginado, y desvaído por el tiempo. No se movía ninguna multitud alrededor, pero su mente imaginó una, a él mismo y a Bedwell y al sheriff y la gente siguiéndole, aguijoneándole con las miradas y picoteándole con sus labios. Más allá del juzgado pudo ver la prisión. Vio la alta y oscura figura del sheriff en la penumbra y la mano levantada con el látigo.

—Buen perro ese que lleva —dijo el hombre—, sólo ese par de ojos grandes ya saben más de lo que debieran.

—¿Mark York es todavía el sheriff?

—Aquí no, ya no lo es.

—¿A qué se refiere?

—No hay sheriff aquí, porque es un cadáver.

—¿Está muerto?

—Los cadáveres normalmente lo están, sí.

—Asesinado, supongo.

—No.

—¿Cómo, entonces?

—Murió de repente. Murió de repente y repleto, como alguien dijo. Se había metido en el buche una gran cantidad de licor y murió en la cama más tranquilo que un bebé, y me apuesto lo que sea a que con su sangre se hubiera podido mover un vapor de cuatro ruedas por la llamarada que hubiera lanzado al arder. ¿Cuánto tiempo hace que no está aquí?

—Bastante.

—Eso podría ser mucho o poco.

—Podría ser.

—No le gusta malgastar el aliento, ¿eh? De acuerdo. De acuerdo. No hay ninguna ley sobre hablar o sonreír o ese tipo de cosas. ¿Puedo hacer alguna cosa por usted, le saco una botella o algo?

—Quería ver a York, eso era todo.

—¿Es amigo suyo?

—Tengo intención de matarlo.

A sus espaldas, cuando Boone se dispuso a salir del local, escuchó las patas delanteras de la silla caer sobre el suelo.

La cabaña estaba embutida en una hondonada, una cabaña de dos secciones con una pasarela cubierta entre ambas y la jicoria ovada detrás, donde siempre había estado, aunque un rayo la había alcanzado dejándole una cicatriz en la parte superior del tronco. Una ráfaga de humo salió de la chimenea y se quedó flotando sobre el techo como si no tuviera adonde ir. Un cerdo gruñó en la porquera y, fuera, en el prado y cerrada por una cerca de postes, una vieja vaca colocó la cabeza alineada con el cuello y dejó escapar un largo mugido.

El sol languidecía en el oeste; no bajaba provocando una explosión de fuego en las nubes, ni dejando un crepúsculo sobre la tierra, sino simplemente desapareciendo de la vista y dejando que la oscuridad cayera.

Un hombre alto y delgado salió de la cabaña con dos cubos y se dirigió a la porquera, y después su voz salió de dentro en forma de gemido llamando a la vaca. La vaca se quedó escuchando, intentando procesar el gemido en su lenta mollera, y dio un paso y luego otro hasta avanzar con paso tedioso.

La pila de madera estaba ya casi totalmente agotada. Alguien que corriera e intentara coger un palo no hubiera podido pillar nada más que astillas.

Durante mucho tiempo Boone se sentó en la ladera de una colina con la mente en blanco, pero sintiendo cosas antiguas y profundas en su interior. El sabueso de pintas azules dormitaba a su lado, despertándose de vez en cuando para oler el aire y rodar sus tristes ojos y clavarlos en Boone como para asegurarse de que todavía estaba allí antes de volver a cerrarlos.

Hasta que de una ventana salió luz amarilla y la oscuridad se apiñó densa en los árboles, Boone no se movió. Entonces, se levantó y sus pies le condujeron a los pies de la ladera.