CAPÍTULO XLIII

El invierno se había marchado del valle del Missouri, pero la primavera se resistía a llegar. El clima era el de un entretiempo de lluvias grises, furiosas ráfagas de aire y un frío húmedo que dejaba la ropa empapada. Al despertarse por las mañanas, Boone sentía la piel erizada y entumecida al rozar con el ante. Los búfalos seguían refugiados entre los matorrales, esperando a que saliera el sol, revolcándose en el barro de las orillas antes de que la piragua los sobresaltara y se quedaran mirando con ojos estúpidos y malhumorados tras el pelaje de invierno. Sobre su cabeza, los ánades reales volaban en parejas, produciendo un silbido con las alas, y aterrizaban deslizándose en el agua y nadaban con las cabezas altas como si estuvieran vigilando la llegada del tiempo de anidar. En los márgenes, los sauces desnudos de hojas zarandeaban sus ramas y los álamos de troncos grises sostenían sus desnudos miembros hacia arriba a la espera.

—Jesús, es el clima más miserable de todos —dijo el Viejo Mefford mientras manejaba el timón y miraba el río con los ojos entornados y el rostro escarchado de barba blanca—. No es ni invierno, ni verano, ni primavera, ni otoño, ni malo ni bueno, no es nada, válgame el cielo. Salvo alguna que otra mata de hierba, todo está muerto y pelado como un toro recién despellejado. Puedo soportar el frío y el calor y la nieve y el polvo y todo lo demás, pero este clima se me clava en las entrañas. Hace que uno tenga mala suerte, sí señor. Casi me arrepiento de no haber vendido estas pieles en Union, en lugar de haberlas embarcado hasta San Luis para sacar más por ellas. De todas formas, por algún motivo el castor se paga más bajo que una tripa de serpiente. ¿Qué tal te ha ido a ti, Caudill? Supongo que habrás vendido las tuyas.

Boone estaba sentado con la espalda apoyada en el fardo de Mefford que contenía las pieles que este había cazado durante dos años. Estaban cubiertas con piel de búfalo y atadas fuertemente con correas. Boone miró a Mefford y luego al río y al barquero a la derecha de la proa. El barquero levantó la mirada, esperando una respuesta.

—Esos crow —dijo el viejo Mefford después de esperar un tiempo a que Boone respondiera—, imagino que deben de ser los desgraciados más ladrones a esta parte del infierno. No sé cómo logré salir con los pellejos que me llevé. Y también pueden ver a largas distancias. Pueden detectar unas provisiones escondidas donde un águila sería incapaz de verlas. Ocurrió hace cinco estaciones, yo y otro atrapamos la piel más hermosa que jamás hayas visto, escarbamos en la tierra con cuidado, lo cubrimos de nuevo con la tierra y la hierba, recogimos la tierra restante y la llevamos al río. Después provocamos una estampida de búfalos de los alrededores y nos alejamos al galope seguros de que no había nariz ni ojo humano o animal que pudiera saber que había un castor enterrado allá abajo. Pero ¡válgame el cielo, los crow lo encontraron! No quedaba ya ni un pelo allí cuando llegó la primavera. Tú has tratado con los crow, Caudill. ¿Nunca viste la habilidad con la que robaban?

El remero intervino entonces.

—Los assiniboine, esos también son buenos ladrones.

—¡Y los rock! Son la gente más despreciable que haya visto jamás. Pero no son tan buenos como los negros, ¿verdad, Sam?

—Los negros son buenos ladrones. Eso es así. Pueden trincar una gallina de un gallinero sin que cacaree ni una sola vez.

Boone se volvió y vio a Sam en el remo izquierdo, con los dientes brillando blancos en su negro rostro. La mitad del tiempo Sam estaba sentado con una sonrisa perezosa en los labios y el remo olvidado a un lado, soñando con la carne de cerdo, probablemente, y con las batatas y el pan de maíz, y tal vez con la mujer negra que le esperaba. Sam era un negro libre al que la compañía dejó marchar cuando estaba a punto de cumplir sus cinco años en Fort Union, a él y al otro remero, un francés que decía llamarse Antoine. Se ofrecieron como tripulación en cuanto supieron que Mefford planeaba zarpar desde Fort Union y que necesitaba hombres para las dos pequeñas canoas que había enganchado juntas y sobre las que había colocado una plataforma para convertirlas en una piragua; el ansia de ambos hombres por regresar a los asentamientos era tan grande como para enfrentarse a la amenaza de los indios.

—Despreciables, sí señor, ¿eh, Caudill?

Las cosas habían cambiado los últimos doce años. Las orillas estaban erosionadas y diques e islas enteros habían desaparecido; el río había excavado nuevos lechos, de manera que cuando uno regresaba no sabía dónde había estado anteriormente, tan sólo podía guiarse por las colinas que seguían en su lugar de siempre y los riachuelos que partían de ellas. Uno buscaba un punto de referencia o unos matorrales que su mente recordase por algún hecho que hubiera tenido lugar allí, pero nunca podía estar totalmente seguro por la forma en la que discurrían las corrientes. Nunca se podía señalar el lugar exacto donde tal cosa tuvo lugar.

—Una pena que tu Ma no te enseñara a hablar, Caudill, así el día se nos haría más llevadero. Hablar reconforta, en serio —los ojos descoloridos de Mefford miraron risueños a Boone y continuó hablando al francés—. Apenas me escucha. Necesita estar con gente. Ha estado en las montañas tanto tiempo que se ha vuelto mudo, y su lengua no le sirve de nada, sólo para lamer con ella.

El viejo Mefford hablaba de día y de noche, hablaba sólo para oír su propia voz, hablaba como si quisiera asegurarse de que estaba vivo y no estaba loco, hablaba porque por fin tenía unos oídos dispuestos a escucharle; el viejo Mefford hablaba y, en ocasiones, los barqueros se unían a la conversación, y contaban lo que harían en los Estados con un brillo en los ojos, y, a veces, el negro Sam cantaba tristes canciones mientras navegaban junto a orillas irregulares y la tierra muerta esperaba la llegada de la primavera. Uno no podía parar al viejo Mefford. Una mirada penetrante no detenía su lengua, ni una palabra agria, ni nada que no fuera asesinarlo.

—¿Cuándo fue la última vez que te vi, Caudill? En el treinta y siete, ¿no es así, en el Seeds-kee-dee, allí cerca de Horse Creek? Había un pelirrojo contigo, y Dick Summers estaba ya casi a punto de abandonar las montañas. Te cargaste a un tipo, ahora lo recuerdo, le desencajaste el brazo y le clavaste su propio cuchillo. Recuerdo al pelirrojo, era un tipo divertido. ¿Dónde está ahora? ¿Qué te ocurrió después del treinta y siete? Es como si hubieras estado escondido en un agujero.

—¿Y qué si lo hice?

El río serpenteaba por las extensas tierras de los assiniboine, girando a uno y otro lado como una serpiente herida que no pudiera recordar el camino a su agujero. Corría desbocado y gélido entre las colinas, dejando una espuma turbia en las orillas. Discurría como un río perdido, buscando desesperadamente un camino hacia el mar, marrón como el cuero de día y negro por contraste con las blanquecinas laderas de noche. Tras la puesta de sol, amarrado a islas y en medio de una oscuridad espesa y el brillo de las tenues estrellas atrapadas en el agua, Boone escuchaba el atribulado murmullo del río, escuchaba la conversación consigo mismo, el sonido de la caza junto a las orillas, mientras el viejo Mefford cacareaba y Sam y Antoine reían y la madera mojada pedorreaba en la hoguera humeante que habían encendido.

—Apenas he visto indios por la zona. Ni una sola liendre, por Dios. Este lugar es más seguro que una iglesia. Más seguro que cualquier maldita iglesia. Me recuerda los tiempos en que…

Arriba en las alturas, invisible tras la penumbra, Boone oyó a los gansos salvajes surcando el cielo, llegando ya tarde al norte. Sus voces llegaron hasta sus oídos, los breves graznidos que se lanzaban, animándose unos a otros en pleno vuelo en la oscuridad.

—O no hemos visto ni una sola pisada de mocasín durante todo este tiempo o es que me he vuelto loco.

La luna subió a las alturas y lanzó un prolongado rayo de luz sobre el agua. Desde la orilla una pezuña produjo un chasquido al despegarse del barro.

Uno había aprendido unas cuantas cosas en trece años… y se había quedado vacío e insensible con ese aprendizaje, a excepción de los repentinos arranques de ira que de vez en cuando le dominaban. Dejaba que el sol brillara sobre él y que el viento soplara a su alrededor y que las imágenes llegaran a sus ojos y los sonidos a sus oídos, y nunca pensaba más allá. Era como una bestia estúpida, con el ayer perdido a sus espaldas y el mañana turbio frente a él y sólo existía ese aquí, sólo ese ahora, contando con él, sólo el sol y el viento y el río y los árboles y las colinas. Lo único con lo que podía jugar era con la idea de arreglar cuentas, como con el sheriff en Paoli. Podía pensar en regresar a estar con la gente y sentir cómo su mandíbula y sus entrañas iban anquilosándose esperando que llegara su hora.

El río merodeaba por las colinas y luego giraba bruscamente, como si por fin hubiera encontrado su lecho, y discurría al sur, hacia el viejo territorio de los mandan y los arikaree, más allá del río Knife, el Heart y el Cannonball. Los mandan ya habían desaparecido, exterminados por la viruela, y los arikaree habían huido de los sioux, y los poblados de ambos estaban en ruinas y abandonados, cubiertos de malas hierbas allá donde antes los hombres se habían sentado solemnemente para parlamentar, y de animales paciendo donde la enardecida tripulación del Mandan había gemido sobre squaws arikaree en la oscuridad. Sólo quedaban las colinas, sólo quedaba el río, aunque este también era de memoria frágil, excepto algunas veces de noche, cuando el cielo se reflejaba silenciosamente sobre él y uno lo miraba y tenía que apartar bruscamente los ojos para no ver los reflejos del ayer. El caudal subía más allá del Grand, del Moreau y el Cheyenne, adentrándose en la tierra de los sioux, más allá de los viejos fuertes envejecidos y derribados para usar su madera como combustible para los barcos de vapor, más allá de los nuevos fuertes, más allá de fuertes en construcción y del sonido de martillos claveteando y saludos lanzados desde la orilla; todo ello lo dejaron atrás y lo perdieron de vista y oído como si jamás hubiera existido.

No veían indios por ningún sitio, a excepción de los alrededores de los fuertes.

—Es territorio seguro, como una iglesia, hacedme caso —decía el viejo Mefford desde debajo de su mata de barba blanca mientras Sam y Antoine asentían y sus rostros se relajaban sintiéndose seguros—. Los diablos rojos no os matarán, ¿verdad, Sam?

—Ningún indio va a poder con este negro. Este negro tenía pensado regresar a su casa.

Los viejos ojos de Mefford siempre estaban atentos, recorriendo rápidamente el río y las orillas mientras su mano manejaba el timón.

—Tal vez me he apresurado al hablar, ayer y antes de ayer —entrecerró los ojos para evitar el reflejo del sol en el agua—. Son pawnee, ¿verdad, Caudill? Y más de unos cuantos.

Sioux.

Los indios estaban erguidos sobre un montículo, una docena de ellos aproximadamente, e hicieron una señal con la mano para que la piragua se acercara.

Sioux o pawnee o lo que demonios sean, mejor no meterse con ellos.

—Ah, no tenemos nada que tratar con los sioux —dijo Sam, por una vez atareado con su remo.

—¡Saludad, malditos pieles rojas, y ya veréis lo que os lleváis! —Mefford había puesto la piragua con rumbo hacia la orilla opuesta—. No hay ningún motivo de alarma… con armas no pueden.

Antoine estaba hecho de mejor piel y tenía más sentido común que la mayoría de los franceses. Su remo se movía seguro y regular, y su rostro tenía el frío gesto de estar calculando el peligro y considerándolo de poca monta.

Los indios se alinearon en la orilla con los brazos colgando a los lados. Cuando la piragua viró hacia la corriente y se mantuvo en su rumbo, dos de ellos levantaron unos rifles. El humo salió en pequeñas volutas; las dos balas chapotearon en el agua bastante lejos del blanco y el chasquido de los mosquetes sonó después. Los indios brincaban en la elevación. Sus gritos les llegaron flotando por el río.

—No podrían ni disparar al suelo con esos dos viejos cacharros —dijo Mefford—. ¡Aullad, pieles rojas! ¿Es que sois squaws y tenéis miedo de luchar? ¿Desde cuándo los perros pueden hablar?

—Son todos unos malditos ladrones pieles rojas —siguió maldiciendo mientras los indios se perdían de vista tras un recodo—. Sólo hay un indio bueno: un indio muerto, sí señor, aunque algunos mountain men opinen de forma distinta.

Sam sonreía, ahora que el peligro ya había pasado.

—Las squaws son buenas —dijo, con el recuerdo en sus ojos—, y tanto que sí.

—No tanto. Uno termina por pensar que lo son porque no hay mujeres blancas disponibles. El alcohol y el agua del río y el jugo de tabaco saben bien si uno no tiene whisky a mano. Y comer raíces es mejor que morir de hambre. Los mountain men se engañan a sí mismos, pavoneándose de esto y de aquello, pero siempre conscientes para sus adentros de que mienten. ¿Verdad, Caudill? Responde. Tú tienes toda la pinta de conocer la carne roja.

—Respóndete tú mismo. Tu maldita lengua no es feliz si no la meneas.

—Disculpe usted. Caramba, eres un tipo quisquilloso. Tal vez te comiste un cactus por error y tienes pinchos en el higadillo. Lo que necesita un hombre en una situación como la tuya es abrir sus entrañas. No hay nada que alegre más el ánimo. Si estás abatido, si estás de rodillas, quiero decir, te ayuda a evacuar la mierda.

—Los viejos son demasiado viejos para las mujeres, sólo piensan en entrañas y vísceras —dijo Antoine, sonriendo, mientras daba una palada con el remo.

—Y pierden el coraje, los viejos —dijo Sam. Boone miró a su alrededor, sin saber al principio a qué se refería el negro—. Sólo saben gruñir.

Sam sacudió la cabeza como si la idea de perder su hombría le entristeciera.

—Este que os habla no sabe nada de eso —respondió Mefford—. Tendréis que buscaros a alguien más viejo que yo de lejos. Yo estoy en forma, sí señor, como un ternero joven alimentado de hierba fresca. Ni un solo dolor o achaque o problema de salud en ningún sitio —cerró la boca durante un minuto y clavó los ojos en la distancia—. ¿Sabéis una cosa? Un tipo a solas le da muchas vueltas a las cosas en su cabeza. Se pregunta muchas cosas y acumula un montón de preguntas y nadie se las responde. ¿Por qué el estómago no se devora a sí mismo, eh? Estuve cuatro días sin carne cuando se me ocurrió esa pregunta, y que me aspen si lo he descubierto. ¿Por qué no estamos hechos de manera que uno siempre se pueda sentir igual de bien que cuando ha bebido whisky? ¿Por qué los hombres siempre quieren pero a las mujeres siempre es necesario comprarlas con cuentas de colores, o pinturas o promesas realizadas ante un párroco, dependiendo del color de su piel? La nación de los crow dice que está bien robar, pero no el gobierno. ¡Por Dios! Que alguien me lo explique.

Y la conversación continuaba desde la mañana hasta el anochecer, un día tras otro, constante como el borboteo del agua en las orillas, como el río crecido que impulsaba a la piragua en su corriente, más allá del White y del Running Water, como si febrilmente quisiera deshacerse de su carga.

Un barco de vapor iba a contracorriente, sus chimeneas tiraban humo, el viento chillaba sobre él y el agua hervía contra la proa, donde un hombre maniobraba con una vara, sondeando la profundidad.

Omega —dijo Mefford, mientras contemplaba las ruedas laterales batiendo el agua—, por Dios, no avanza ni una pulgada. Pierde terreno, ¿no es así? Este viento va a derribar esas chimeneas —agitó una mano cuando la piragua se aproximó—. Hola, amigos.

Desde las cubiertas los hombres les devolvieron las señales, y Boone pudo ver sus bocas articulando palabras que eran arrastradas por el viento. Les pareció que el barco sólo estuvo allí un fugaz instante, brillando blanco bajo un rayo de sol que se colaba por un agujero entre las nubes, y luego cayó a popa y pronto se perdió de vista.

—Prefiero mil veces una barcaza. Ya descubrirán que no han sido tan listos pasándose al vapor.

El río burbujeó delante, más allá del Jim, el Vermilion, el Big Sioux, alejándose del territorio de búfalos y en dirección a los asentamientos; el río y el clima les transportó hacia la primavera. El sol calentaba la tierra y el aire soplaba suave, y por la noche las ranas competían con sus cantos. En prácticamente un día, los árboles se llenaron de retoños de hojas, no sólo los álamos y los sauces, sino también otros árboles de aspecto extraño después de tantos años. Le recordaron a Boone su hogar, o lo que él había llamado su hogar, su hogar y Pa y Ma y Dan. Compañeros y familiares aparecían en su mente, tan claramente como si fuera ayer, como si apenas tras despedirse de ellos ya hubiera regresado y todas las estaciones que habían transcurrido desde entonces fueran una invención de su mente. Podía ver la carta de Ma, podía oír al joven dependiente en Union leyéndole las palabras mientras sus propios ojos leían las líneas.

Querido Boone Tu papá ha muerto y yo no hago más que llorar y posiblemente no estaré por aquí mucho tiempo. Si te llega esto me gustaría verte antes de demasiado tarde. Los Napier se han marchado. Ma.

El cansado rostro apareció ante él, y los ojos empañados y el cuerpo ajado por los años de trabajo. Ella había desaparecido de sus pensamientos desde hacía muchos años, a excepción de algún que otro recuerdo fugaz de vez en cuando, y allí estaba. La vio en su mente sin estar totalmente seguro de querer verla. Uno terminaba por alejarse de las cosas, y los sentimientos morían en él, y era incapaz de volver a ser lo que era, aunque lo intentase. Fue otra persona quien se despidió de ella hace mucho tiempo y quien lloró en un establo de vacas al recordar el movimiento de su nariz y su «Que tengas buena suerte, Boone».

Al mirar las colinas pequeñas y apiñadas, el pálido cielo bajo sobre su cabeza y los árboles frondosos y asfixiantes, estuvo acariciando la idea de dar media vuelta y salir corriendo como salió corriendo mucho tiempo atrás. Pero ya no podía volver a la misma vida… ya no, no desde hacía mucho tiempo, daba lo mismo lo mucho que deseara que el mundo volviera a ser grande y el camino despejado y el aire azul y profundo allá arriba. Una dura e indiscriminada furia crecía en él, haciéndole desear tener algo sobre lo que descargar su ira. Se giró de nuevo en la piragua.

Una cabaña de colono ocupaba un claro, y el propio colono colgaba de las estevas de un arado tirado por mulas. Estaba azuzando a las mulas cuando vio la piragua y se apoyó en el arado para mirar; era un hombre grande vestido con harapos de lino manchados de nogal.

—Hola, siluros —tronó la voz del hombre.

—Hola, agachadiza.

—Puede que sea una agachadiza, pero nunca he visto a un siluro al que no pueda manejar.

—Debes de haber estado tratando con mineros —exclamó Mefford, y luego dirigiéndose a Boone—: ¿Qué es lo que les pasa a estos malditos granjeros que siempre andan buscando problemas con los hombres de río?

—Acércate —gritó el hombre— si te atreves, y sacúdete el agua de los calzones y enfréntate a un hombre de verdad.

—¿Y dónde está ese tipo?

—Estás mirándolo.

—No veo nada, sólo un par de mulas y lo que una ha dejado caer por detrás.

—No me llaman Toro por casualidad. Cierra la boca o acércate y maldito seas de una u otra manera.

—Toro, ¿verdad? Pues más bien me pareces un novillo.

—Si quieres te puedo hacer cambiar de idea. No he peleado desde ayer, y ya tengo ganas de ponerme a repartir.

—¡Acércate! —exclamó Boone.

Mefford le miró con sus viejos ojos.

—¿Quieres echarle una pelea?

—No hay ni un solo hombre entre vosotros cuatro —gritó el granjero.

—¡Acércate! —dijo Boone otra vez.

—Arrimad el barco —ordenó Mefford, y movió el timón.

Boone saltó a la orilla. Vio a una mujer con un trapo atado en la cabeza que salía de la puerta de la cabaña con una escoba hecha con cáscaras de mazorca.

El hombre ató el látigo alrededor de las estevas. Fue al encuentro de Boone. Su rostro estaba iluminado con la luz del luchador y se observaba la relajada confianza de un luchador en sus movimientos. Una sonrisa se dibujó en su ancha cara.

—Ya no hay muchos que paren últimamente. Extranjero, ¿verdad? Supongo que no sería justo que me emplease a fondo contigo.

—¿Quieres luchar o sólo hablar?

—Lucha es mi nombre y lucha es mi naturaleza, y con esta espera se me agría la leche.

Aún sonriente, el hombre se acercó con la cabeza baja como la de un toro y sus gruesos brazos frente a él.

—¡Dale una paliza, viejo Gruñón! ¡Dale una paliza! —gritó el negro Sam.

Boone esperó hasta que el hombre golpeó, esperó hasta sentir el golpe fuerte y sólido en su rostro, y luego soltó el puño, con los pies planos sobre el suelo y fajado para coger más fuerza en el golpe. Ese único golpe detuvo al granjero. La cabeza se sacudió bruscamente y el cuerpo perdió el equilibrio. Cayó al suelo con gran estruendo cuando Boone volvió a darle un puñetazo y se quedó echado boca arriba con los ojos sólo entreabiertos. Un poco después, gruñó apoyándose de lado y levantó la mirada mientras Boone esperaba. Ya no había ninguna sonrisa en su cara, ni diversión en sus ojos, sólo una leve sorpresa. Un hilillo de sangre caía de sus labios partidos.

—Levanta si quieres luchar.

—¡Ni se te ocurra, Henry! —era la mujer la que hablaba, que corrió entre ambos mientras escupía las palabras—. Quédate ahí donde estás. ¿Me oyes? —a continuación dirigió la mirada a Boone—. Tienes muerte en tus manos y muerte en tus ojos, y eso es tan cierto como que ahora estoy hablando. Mi hombre sólo lucha por diversión y luego se estrechan las manos y hace amigos —entonces levantó la escoba—. ¡Fuera! ¡Fuera de nuestra tierra, tú… tú, asesino indio blanco, fuera!

—Se lo buscó él mismo.

—¡Fuera!

Boone dio media vuelta. Mefford estaba embarcando de nuevo en la piragua y Sam y Antoine le seguían.

—Empuja la piragua, Caudill —gritó Mefford, soltando una risita—. Puedo soportar la conversación entre hombres, pero no las peleas de faldas —la piragua se unió a la corriente—. ¡No olvidará ese golpe, no señor!

El hombre ya se había puesto en pie. Se quedó inmóvil con los brazos bajados y la sonrisa rota en su boca; la luz ya había desaparecido de su rostro.

Boone entonces ni se imaginaba que pronto volvería a ser un mountain man.