Cuando Boone estaba de mal humor era mejor no hacer nada y dejar que escampara. Estaba silencioso y gruñón pasara lo que pasara, sin intervenir en las conversaciones ni reírse de los chistes, y se pasaba todo el tiempo con los labios crispados y la mirada sombría hasta que lo que le atormentaba pasaba. Si uno sabía lo que le convenía, lo dejaba solo, sabiendo que el tiempo se ocuparía de calmarlo. El tiempo haría que volviera a ser él mismo; se acostumbraría a que su bebé fuera ciego y así no tendría que pagar su dolor con otros, como si fuera culpa de los otros que su hijo no pudiera ver. Mejor dejarlo solo y ya se volvería más amigable, más pronto o más tarde, y disfrutaría de las cosas a su manera silenciosa. Boone no era de los que dejaban traslucir lo que llevaban dentro, siendo como era un hombre tan silencioso la mayor parte del tiempo, y demasiado orgulloso para abrirse a los demás. Pero debía de ser duro para Ojos de Cerceta vivir con él ahora sin que le hablara, a excepción de algún que otro gruñido y con los ojos nublados y distantes.
Jim golpeó suavemente a su caballo con el extremo de las riendas. Estaba de camino a Fort McKenzie, donde bebería algo de whisky y tal vez se quedaría unos días y ganaría algunos dólares consiguiendo carne para el fuerte o haciendo las labores de intérprete para Chardon, el bourgeois. Para cuando regresase a la tribu de Cuerno Rojo, Boone probablemente se sintiera más inclinado a hablar con él de vez en cuando.
Desde la llanura podía contemplar el valle boscoso del Bajo Teton. Las urracas graznaban allá abajo, y un cuervo llamaba con un graznido que era como un susurro ronco arrastrado por el viento que soplaba desde el noreste. Arriba en el altiplano, alondras terreras huían de los cascos del caballo y las liebres salían de sus escondrijos y se alejaban saltando y parando a mirar poco después con las patas delanteras en alto con gesto refinado y el pelaje que ya había mudado de blanco nieve a sucio gris. La primavera llegaba aunque el clima aún no se hubiera enterado. Una semana de buen tiempo y los álamos se llenarían de los primeros brotes y los sauces diamante se adornarían de hojas estrechas como lenguas de serpientes y a la caída del sol se podrían escuchar los trinos de los frailecillos.
La primavera hacía que uno se sintiera bien y, a un mismo tiempo, triste y salvaje en ocasiones, con ganas de aullar con los lobos o despegar hacia el norte con los patos o montar a caballo y cabalgar solo sobre el lejano borde del mundo, hacia una tierra nueva y una vida nueva. La primavera era un dolor agradable dentro del cuerpo. Hacía que la risa brotara fácilmente, y también las lágrimas si uno no lograba reprimirlas. Una noche plácida, sentado bajo el inmenso cielo, contemplando las estrellas o la luna y escuchando el discurrir del agua, sentía repentinamente un impulso en su interior, un instinto de tener cosas que no sabría diferenciar… una mujer, tal vez, que era en lo único que pensaba, o más cosas, la tranquilidad que uno nunca sentía hasta que echaba la vista atrás y la recordaba pasando a su lado sin ser vista. Entonces, los viejos tiempos poblaban su mente y sentía ganas de llorar por ellos, por los viejos amigos con los que viajó y de los que se separó, sin pensar jamás que aquellos tiempos y aquellos amigos se convertirían para él en un sufrimiento. Jourdonnais y Dick Summers y Pobrediablo, y los interminables días en el Mandan, y las noches en el Powder y aquella velada en el Infierno de Colter con los primeros hombres y el delicado y agudo canto que se escuchaba por las alturas y el propio aire jadeando, y todo ello ahora se había acabado para él, a excepción de las imágenes que había retenido en su corazón.
La primavera le volvía a uno un poco loco. Le daba ideas que no quería tener… ideas como la de aullar a la luna o la de volar con los patos, afilados atisbos de ideas, como encontrar a una mujer complaciente, que apartaba rápidamente de su mente. De todas formas, la primavera volvía locos a algunos hombres. Tal vez no a Boone. Tal vez no a un hombre que tenía a Ojos de Cerceta y no quería nada más, sólo continuar como estaba. Quizás existiera un solo deseo grande del que brotaban todos sus otros deseos.
Jim bajó hacia el valle del Teton, donde el río viraba hacia el norte. Escaló la ladera y detuvo su caballo en el alto cerro que separaba el Teton del Missouri. Vio Fort McKenzie a sus pies, y sólo había tres tiendas indias en los alrededores. Más abajo, el Missouri fluía con caudal ancho y despidiendo destellos plateados bajo el sol. El valle pronto estaría lleno del verde de las hojas, y al pararse en el cerro uno sentía que su piel se marchitaba por el viento y el sol, y azuzaba a su montura para bajar la colina y respirar el aire fresco del valle. Allí la brisa todavía soplaba gélida, y los árboles seguían desnudos. El frío había vuelto tras una fugaz primavera a orillas del Medicine, como Jim había dicho que pasaría.
Las sensaciones de la tierra habían calado en él, el enorme vacío y su edad inmemorial, la sensación de las montañas del oeste, tan viejas como el mundo y de las llanuras anchas hasta el infinito y del cielo azul que se extendía sobre su cabeza. A la tierra no le importaban un pimiento los hombres o los animales. Dejaba que el búfalo y el berrendo se alimentaran de ella y que las ardillas de las praderas escavaran túneles y que los pájaros volaran y que los hombres caminaran por ella, pero ¿qué más le daba si formaba ya un todo con el propio tiempo? ¿Qué más le daba un hombre o lo que este pudiera desear o lo que le pudiera suceder? Otros hombres vendrían después de él, y otros después de ellos, todos asombrados y todos ilusionados, y un poco después todos estarían muertos.
Jim intentó sacudirse de la cabeza esos pensamientos deprimentes. Era que Boone estuviera tan apagado lo que hacía que sus pensamientos fueran tristes, o tal vez la herida que tenía y la larga hambre. Chasqueó al caballo y se movió en la silla acompañando el trote cuesta abajo de su caballo. A los pies del risco, lo espoleó hasta ponerlo al galope y lo frenó derrapando cerca de las puertas exteriores. Un francés sacó la cabeza entre las estacas, abrió la puerta para que pasara y la cerró después. No había un solo indio en la tienda a excepción de un par de squaws que por sus elegantes atuendos de lazo y paño rojo debían de pertenecer a los hombres del fuerte.
—¿Dónde están los clientes? —preguntó Jim.
El francés habló gesticulando con las manos y diciendo que sólo Dios lo sabía. Un dependiente del almacén lo miró con las palmas de las manos apoyadas en el mostrador.
—Los únicos clientes que vienen últimamente son clientes feos —dijo.
—Te arrancarán la cabellera si no te andas con cuidado, por lo que he oído.
El guardia de la puerta interior llevaba un bonito Hawken en el pliegue del brazo. Examinó a Jim como si quisiera asegurarse de que no era necesario matarlo.
No había mucho movimiento en el interior. En una tienda, tres devoradores de cerdo separaban y arreglaban unas piezas. Ellos y el guardia eran los únicos hombres a la vista, a excepción de Alexander Harvey, la mano derecha de Chardon, que estaba sentado junto a una puerta tomando el aire y el sol. La bandera que ondeaba sobre sus cabezas chasqueaba en la brisa y el sol se reflejaba en el cañón que apuntaba hacia la puerta de entrada.
—How —dijo Jim a Harvey y se bajó del caballo. Apoyó el rifle junto a la puerta y se sentó sobre la tierra. El caballo se alejó hociqueando el suelo, buscando algún brote de hierba en el suelo que los caballos de la compañía ya habían dejado pelado mientras los guardaban por miedo a los indios.
—Tengo castores en mi bolsillo y el gaznate seco —dijo Jim—. Pero no me des ese meado tuyo, sino un whisky de buen paladar un tanto añejo y con sabor a madera.
Harvey miró a Jim de arriba abajo con los ojos achinados.
—Vaya, eres un tipo exigente. Tenemos mucho whisky en aquella tienda de allá.
—He dicho buen whisky.
Harvey se levantó como si le estuvieran obligando a hacerlo, se metió en la trastienda y salió con una jarra y dos vasos.
—¿Acabas de regresar de tierras de los piegan?
—Del poblado de Cuerno Rojo, junto al Teton.
Harvey sirvió dos tragos con su fuerte y ancho rostro inclinado sobre la jarra.
—¿Qué tipo de medicina toman?
—Británica, principalmente. Probablemente se dirijan a Fort de Prairie para comerciar. Ya sabes por qué.
Harvey tensó los labios.
—¿Y qué dicen?
—Dicen que a ti y a Chardon deberían arrancaros vuestros negros corazones. Y no es que les falte razón. De todas formas, ¿dónde está Chardon?
—Fuera. No puede quedarse metido en este maldito fuerte todo el tiempo.
—Y se lleva a todos los hombres con él, ¿no?
—Tal vez los necesite.
—¿Es cierto lo que he oído acerca de que intentasteis cargaros a toda una partida de indios blood? ¿Que cargasteis el cañón con munición y lo apuntasteis desde el fortín e hicisteis formar a vuestros fusileros y les pedisteis a los blood que comerciaran con vosotros?
—¡Bastardos pieles rojas! Sólo vinieron cinco de ellos y ningún caballo. Las cosas se pusieron feas. Aunque escaparon sin sus pieles.
—¿Y por qué les atacasteis?
—¿Recuerdas al negro Reese? ¿El amigo de Chardon?
—¿Ese negro de verdad de piel negra?
Harvey asintió.
—Los blood lo mataron. Chardon se volvió totalmente loco. Fui yo el que le dijo cómo podía vengarse.
—Pues no veo cómo aún esperáis que los piegan vengan aquí a comerciar.
—No les hicimos nada a ellos.
—Hacérselo a los blood es la misma cosa que hacérselo a ellos, así es como ellos piensan.
Harvey apuró su copa.
—Regresarán —dijo, y lamió una gota de whisky que le colgaba del labio—. ¿Qué hace Caudill?
—Caza castores de vez en cuando, y búfalos.
—¿Cómo le ha sentado?
—Tiene otras cosas en las que pensar, creo.
—Eso es bueno.
—Bueno, pues sí. Las cosas podrían ponerse muy feas si se le metiese en la cabeza liderar a los piegan contra ti. Podrían eliminaros de un plumazo, fácilmente, disparando desde la colina al otro lado del río. Pero no creo que Boone actúe de esa manera. No es de los que traman venganzas. Actúa rápido y en caliente.
—Como se descuide, cualquier día de estos matará a un hombre sólo por mirarlo.
—Es un buen tipo.
Harvey rellenó las copas.
—Eso sí, se ha agenciado una bonita squaw —en el rostro rechoncho se dibujó una mirada distante y penetrante—. La más bonita de todas —se golpeó los mocasines con un tallo de hierba. La comisura de su boca se arrugó en un hoyuelo en una mejilla—. Tal vez me puedas decir tú cómo está.
—Eres un maldito idiota.
—En algunas cosas puede que sí. Pero no en esto. No sobre ti, Deakins. Tú y los visones sois de la misma especie.
—Ella no es de ese tipo de mujeres.
—¡Válgame el cielo! No había escuchado esa clase de frases desde que la iglesia nos dejó tranquilos. ¿Y qué squaw no lo es?
—En todo caso, ella no lo es.
—Si fuera por mí, no me importaría tener la oportunidad de probarla, con Caudill tal vez a unas mil millas de distancia. No hay ni una sola squaw que no comerciaría con su cuerpo si le ofreces las suficientes cuentas de colores o paños rojos o pinturas para el rostro.
—Pues te espera una sorpresa si lo intentas.
El rostro de Harvey dejaba entrever que ya lo estaba sopesando mentalmente. Durante unos segundos, los pensamientos de Jim se alejaron de allí y contempló a Ojos de Cerceta y a él mismo con ella y nada a su alrededor, sólo la penumbra de los sauces susurrando en la brisa y la hierba a la espera. Sacudió una pierna poniéndola recta y sacó la pipa y el tabaco. Uno podía llegar a tener unas ideas descabelladas cuando la savia primaveral le inundaba el cuerpo.
—A propósito —dijo Harvey—, recibí una carta para Caudill. Vino por mensajería urgente desde Pierre. ¿Te importaría hacérsela llegar?
—No hay problema. ¿Necesitas que te consiga algo de carne?
—Tengo la suficiente para cuando Chardon y el resto regresen.
—Entonces pasaré sólo la noche y partiré mañana. Ponme otra copa. Ya te he dicho que tengo castores. Y resérvame una botella para la mañana, ahora tengo ganas de echar una cabezada.
A la mañana siguiente, y de regreso por el mismo camino, se alegró de tener la botella, o lo que quedaba de ella tras el primer trago. Se sentía cansado y derrotado. Sentía un espesor en la cabeza y un dolor constante tras la cuenca de los ojos que latía al ritmo del trote del caballo. El viento que soplaba desde el norte y en el que todavía se sentía el aguijón del invierno anegó sus ojos de lágrimas. Se detuvo, se limpió el agua y sacó la botella de los pliegues de su camisa de ante y bebió un buen trago. Se sentiría mejor un poco después, cuando el whisky volviera a tomar las riendas y el viento le aireara la cabeza.
El sol, que acababa de aparecer sobre el horizonte al este, lanzó sus rayos bajos sobre las llanuras. La hierba seca se inclinaba ante el viento constante, sobre el verde que había comenzado a aparecer más abajo. Una media docena de cuervos alzaron el vuelo desde el valle y graznaron a un enorme halcón que aleteó en el aire subiendo en línea recta como si quisiera escapar de la algazara de los cuervos. Unos jirones de nube se acercaban desde el norte.
Era un día árido y desolado, y tan sólo se escuchaba el susurro y el silbido del viento y la tierra erosionada oponiéndose a su empuje. Era uno de esos días en los que uno se sentía pequeño y desquiciado, y deseaba estar con gente y retozar con mujeres y estar entre cuatro paredes para protegerse del mal tiempo. Era uno de esos días en los que deseaba estar cerca de alguien, de ser entendido y que le pusieran al día, para así poder desprenderse del peso de la soledad. En cambio, a Boone le gustaba el mal tiempo. No parecía necesitar a ningún hombre ni a ninguna mujer para mantener su fortaleza de espíritu. Ni siquiera parecía necesitar que la pequeña Ojos de Cerceta le calentase la tienda, ni su voz suave ni sus delicados gestos y sus enormes ojos llenos de amor por él. Le gustaban el viento y las tormentas y el vacío, como si ya fueran suficiente compañía, pero no a muchos les gustaban. Al menos no le gustaban a Jim Deakins, que cabalgaba con un ataque de melancolía por culpa del whisky y el corazón apesadumbrado.
El viento continuó soplando todo aquel día y siguió soplando cuando partió a la mañana siguiente tras acampar y cenar un trozo de carne que Harvey le había dado. El tiempo pasaba tan lento que la mente podía llegar a creer que se había detenido. El sol se alzó levemente por el este, brillando sobre la espalda de Jim, y se quedó allí parado como si temiera exponerse al viento. La llanura ondeaba frente a él mientras se dirigía perezosamente hacia las montañas coronadas en la distancia por el cielo del oeste. Su caballo se rezagó allí, clavándose en los cascos tallos de hierba y unas cuantas piedrecillas al pisar el terreno, y frente a él le esperaba un océano de hierba y rocas como para hacer una montaña. A un lado, una ardilla de la pradera perseguía a otra… un macho y una hembra probablemente, formando una familia. Poco a poco las sombras se acortaron hasta desaparecer y poco a poco empezaron a apuntar hacia el otro lado. El viento se agotó, a excepción de alguna que otra ráfaga aislada que soplaba intentando coger fuerza. Cuando el sol se puso, incluso esas ráfagas desaparecieron. Un crepúsculo calmado cubrió el mundo, oscureciéndose lentamente hasta anochecer.
Boone bajó los párpados poco a poco, apagando el valle que se extendía a sus pies y el risco que se levantaba más allá y finalmente el mismo sol, quedando tan sólo la luz roja que se filtraba. Eso era estar ciego, no ver los cerros ni las montañas recortándose contra el cielo ni la arboleda del río, no ver tampoco los coyotes trotando en la distancia o el campamento entre árboles o a Gran Escudo u Oso cabalgando hacia él, ni tan siquiera una mano levantada cerca de su cara, sólo el movimiento rojizo y tal vez ni siquiera eso. Tal vez sólo una espesa y constante oscuridad, como la de una cueva o a cielo abierto en las llanuras de noche con el cielo encapotado y sin una sola estrella brillando en el cielo. Un hombre era incapaz de buscar un rastro o apuntar con un rifle; tendría que palpar sus alrededores mientras se movía como un gusano y esperar que alguien le trajera carne. Tendría que aprender las posiciones del sol sintiéndolo en su piel, y la tierra tocándola con las plantas de los pies, y a las personas por el tono de sus voces o el susurro de su manera de pisar. Tendría que escuchar las cosas, como Boone escuchaba el suave paso de los caballos que Gran Escudo y Oso cabalgaban.
—Brazo Fuerte duerme —dijo Escudo Grande, y luego Boone abrió los ojos. Los dos indios se bajaron de sus caballos, se sentaron y encendieron sus pipas.
—Los búfalos se han ido —dijo Oso tras dar una larga calada—. Sólo quedan los más viejos… sólo carne para lobos. Hemos mirado en las cuatro direcciones, Gran Escudo y yo, y las manadas están lejos en dirección al nuevo sol. Han corrido delante de nuestros cazadores. Es tiempo de viajar.
Gran Escudo se inclinó hacia delante haciendo la señal del sí.
—Llevamos demasiado tiempo aquí.
—Nuestros tramperos vuelven a las tiendas sin castores.
—Los castores han sido robados. La caza de primavera ha sido pequeña.
—El campamento comienza a apestar porque llevamos mucho tiempo aquí.
Boone les dejó hablar. Todavía eran guerreros, pero ya entrados en años y con cierta afición por los parlamentos pausados mientras fumaban al sol. Un ciego al oírlos se preguntaría si las palabras eran pronunciadas por lenguas y labios como los suyos, moviéndose en rostros como sus manos le indicaban que era su rostro. Boone volvió a cerrar los ojos, intentando adivinar qué le parecerían aquellas dos personas si sólo contara con su oído para saberlo. Un rato después escuchó que Oso decía:
—Lloras por dentro, Brazo Fuerte.
Los ojos de Oso eran viejos y rodeados de arrugas, pero todavía agudos como los de un tiburón. Boone bajó los suyos ante los de ellos, cogió una roca y comenzó a escavar un agujero con ella. Estaba barajando la idea de reírse o decir que no era cierto y desviar la conversación a otra cosa; sus sentimientos eran asuntos que no le incumbían a nadie, pero era más fácil hablar con los indios que con los blancos, y con los conocidos que con los mejores amigos. Se reprimía de mostrar a Jim lo que tenía en su interior, como se reprimía de hacerlo con Ojos de Cerceta, sintiéndose débil y avergonzado de que ellos lo supieran, pero era diferente con dos viejos indios que no querrían entrometerse en lo que él dijera o husmear más allá.
Asintió lentamente.
—¿Hay alguna medicina para que el ojo ciego vea?
—Nuestros hombres medicina hacen medicina, pero la ceguera es demasiado fuerte para ellos —dijo Gran Escudo.
—Es mejor morir —dijo Oso—. Es mejor matar a los ciegos.
—Yo lloro por el ciego en mi tienda.
Oso asintió.
—Yo lloro por mi hermano que llora. ¿Llora también Pelo Rojo?
Boone asintió.
—Jim llora. Él es mi hermano también.
Oso puso más tabaco en su pipa.
—Es él quien tiene que llorar —sus ojos se dirigieron hacia Gran Escudo esperando un sí—. Es Pelo Rojo quien tiene que llorar —durante lo que pareció un largo rato, Boone escudriñó el semblante de Oso, que estaba surcado de arrugas por la edad y la reflexión; los ajados labios de Oso chuparon la boquilla de su pipa. Inspiró una calada hasta los pulmones, luego miró a Boone a los ojos y respondió la pregunta con otra pregunta—: ¿Es que el águila negra cría al rojo halcón?
Boone oyó su propia voz como un chasquido en el largo silencio.
—Hablas a la ligera.
La mirada de Oso estaba vagando de nuevo por el valle.
—Eres tú el que habla a la ligera —dijo—. Sabes. Cuando un hombre sabe no importa. Yo he dado a mis esposas por whisky y pólvora. Las he dado para mostrarles que era su amigo. No pasaba nada. Cuando una squaw se escabulle y su hombre no lo sabe, entonces él siente sangre en sus ojos.
Escudo Grande tiró la ceniza de su pipa y se levantó.
—Yo tenía una esposa, y yació en secreto con un hombre —apoyó un dedo sobre su nariz—. Le corté el pelo y la nariz y la eché de mi tienda. Me quedé con dos caballos búfalo del hombre. Encontré otras squaws. La vida era buena otra vez.
Se subieron a sus caballos y cabalgaron hacia el poblado.
—Pelo Rojo se fue a Fort McKenzie —dijo Ojos de Cerceta.
—¿Quién te lo ha dicho? —Boone la observó atareada con el bebé, con los ojos atormentados posados en los ojos ciegos del bebé, como si de repente fuera a recobrar la vista.
—Vino a preguntar por ti.
—¿Por mí, en serio?
Boone preguntó y luego se calló lo que hubiera podido decir a continuación. Había sorpresa en el rostro de ella, como si no pudiera entender en absoluto a qué podría referirse. Boone miró al bebé y luego apartó la mirada, y luego volvió a mirar. El rojo no era de un rojo alazán como el de Jim, pero seguía siendo rojo igualmente… rojo mezclado con negro indio y oscuro más cerca de la cabeza, como la corteza de abeto viejo. ¿El águila negra criaba al halcón rojo? Se levantó y permaneció durante unos segundos sin ver nada, sintiendo náuseas y enardecido por la sospecha, sintiéndose como un hombre que hubiera sido mordido por una serpiente, un dolor pequeño y agudo al principio y la mente nublada pero incrédula, y luego el mordisco se extendía y la carne se hinchaba y el dolor estallaba en todo el cuerpo. Él se lo preguntaría si pudiera creer en su respuesta, pero una mujer que ha mentido a un hombre lo volverá a hacer.
A espaldas de ella, él dijo:
—Mejor matar a un bebé ciego.
Las palabras hicieron que ella se volviera como con un resorte. Se levantó lentamente y en su rostro se veía que la conmoción ganaba sobre la tristeza que había estado allí antes.
—¡Boone!
—Él está mejor muerto.
—¡Tu mente no cree lo que tus palabras dicen!
—Me has oído. ¿Cuánto tiempo estará fuera Pelo Rojo?
Ella apartó su rostro del suyo, como si hubiera estado buscando algo y no lo hubiera encontrado, y se giró hacia el bebé. Al verla languidecer se sintió un miserable, pero furioso y complacido en su mezquindad también. La observó por el rabillo del ojo, preguntándose qué secretos guardaba, preguntándose qué le ocultaba. La mañana, y su conversación con Oso y Gran Escudo, le parecían tan lejanas como si las hubiera vivido en otra vida. Había experimentado primero una punzada de dolor e incredulidad, y luego el recuerdo, después las conjeturas, mientras el dolor iba en aumento y la incredulidad disminuía, y lo invadía la mayor tristeza que cualquier alma pudiera sentir. Sabía muy bien que Jim sentía atracción por Ojos de Cerceta. Había visto cientos de detalles y escuchado cientos más, aunque nunca creyó que Jim pudiera perjudicarle jamás. Pero era a Ojos de Cerceta a quien había juzgado mal, pensando que tan sólo sentía por él cierto aprecio. Era Ojos de Cerceta, apoyada sobre un costado y dándole la espalda, guardando tal vez su preciado secreto en su cabeza y su cuerpo y recordando las caricias de Jim.
De repente no pudo aguantar estar allí por más tiempo.
—No tengo ni idea de cuándo regresaré —le espetó en inglés—. Tres o cuatro noches.
Ella no respondió, pero Boone sabía que le siguió con la mirada mientras salía. Se le ocurrió entonces, mientras caminaba hacia su caballo, que tal vez ella pensara que sin él en la casa podría tener alguna oportunidad de estar con Jim.
Al principio cabalgó sólo para calmarse, haciendo que su caballo galopara contra el viento, sintiendo el refrescante y duro latigazo de este contra sus mejillas y el empuje honesto en su pecho. El viento era algo a lo que un hombre podía hacer frente, y embestir contra él. Era algo que conocía. Era algo que podía prevenir, sin dudas ni esperas ni preguntas sobre ello, sin un negro veneno en la sangre. Más tarde se percató de que estaba dirigiéndose hacia Fort McKenzie, y entonces un plan tomó forma en su cabeza. Ojos de Cerceta ya pensaba que él estaría fuera de la tienda durante tres o cuatro noches. Él se marcharía a McKenzie y haría creer a Jim que iba a estar fuera del poblado durante un tiempo en busca de búfalos y colocando trampas acampado en algún lugar. Luego observaría, y luego le seguiría. Pondría la trampa y vería qué salía de todo ello para, tal vez, averiguar de forma rápida si Oso tenía razón. Y todo indicaba que la tenía, cuanto más reflexionaba Boone sobre ello, recordando las sonrisas que Jim siempre tenía para Ojos de Cerceta, y las prolongadas y lentas miradas y palabras como ramos de flores, y cómo se iluminaba el rostro de ella al verle y el placer con el que lo miraba cuando hablaba. Oso y Gran Escudo daban por sentado que compartía su squaw con Jim. Probablemente, toda la tribu lo pensara, y por cosas que hubieran visto, equivocándose solamente al pensar que la idea de compartirla era decisión del propio Boone. ¡Maldito estúpido, yendo por ahí ciego mientras ellos jugueteaban a sus espaldas y se burlaban de él! Todo el tiempo había creído que Ojos de Cerceta era sólo suya y de nadie más. Se había acostado con ella de noche y se había sentido más afortunado que otros hombres por tenerla y tan profundamente satisfecho que ni siquiera era capaz de hablar de ello, ni siquiera a ella, porque ese sentimiento era como una debilidad en él, como un secreto que debía ser guardado en su cráneo, escondido bajo sus propias costillas.
Cuando el sol descendió, maniobró con el caballo hacia los pies de un barranco donde discurría un hilo de agua y después volvió a escalarlo y se dirigió hacia los tres berrendos que había visto desde el otro lado. Ató el pañuelo en la punta de la baqueta y se acostó con el rifle y mantuvo la baqueta de manera que el reclamo se agitó al viento. Los berrendos danzaron de un lado a otro, retrocediendo rápidamente de vez en cuando y después serpenteando más cerca, hasta que tuvo su punto de mira en uno y dejó que su dedo apretara el gatillo. Los otros dos despegaron del suelo como pájaros después del disparo, y se alejaron con sus blancos cuartos traseros brillando bajo el sol, pero el muerto se agitaba moribundo en la hierba. Boone se hizo la cena con su carne.
La noche era tan cerrada y oscura que no podía distinguir dónde acababa la tierra y dónde comenzaba el cielo. Echado y cubierto con una manta de piel de búfalo y con su silla de montar haciendo las veces de almohada, no podía ver nada sobre su cabeza o en la cima de una colina cercana. Tanto daría que ahora fuera ciego, excepto por el hecho de que para él el sol volvería a levantarse al día siguiente. Se quedó tumbado en medio de la oscuridad, donde arriba y abajo o uno u otro lado era todo igual, y el tormento iba en aumento mientras su mente repasaba los recuerdos, seleccionando cosas que había visto antes y cosas que había oído y sentido, inventándose cosas que todavía no habían pasado. Y Jim abriendo su bocaza. ¡Que me aspen si no tiene un tono rojizo de pelo! Oso hablando. Gran Escudo hablando. Es Pelo Rojo quien debiera llorar. Cuando un hombre lo sabe no pasa nada. Yo le corté la nariz y la eché de mi tienda. La vida volvió a estar bien. Él mismo hablando. Tú eras casi el único amigo que he tenido, Jim. Al menos, eso pensaba. No entiendo cómo pudiste tratarme así, yo que he cazado y viajado y bebido y jugado contigo y además te he salvado el pellejo y he confiado en ti con respecto a Ojos de Cerceta a pesar de saber que te gustaba. Pero lo has hecho, y ahora, ¡maldito seas! Él mismo hablando. Ojalá pudiera creerte, Ojos de Cerceta, pero por mucho que lo repitas no será más cierto. Ojalá pudiera echar marcha atrás y decirte todo lo que tenía dentro de mí. No se me da muy bien hablar. Se me hace difícil, pero tú sabías que yo me iba a quedar contigo hasta el final. No tenías que ir a ningún otro sitio para encontrar un hombre que te quisiera realmente. Pero te pillé. No sirve de nada que supliques. Oso hablando. La brisa hablando. La noche hablando. ¿Es que el águila negra cría al halcón rojo? Es una noche tan cerrada que uno no puede ver tres en un burro.
El viento lo despertó, tirando de su manta. El cielo había palidecido y ahora era de un color gris mortecino. Al este el sol dejaba entrever que amanecería inmediatamente. Boone comió, se montó en su caballo y continuó cabalgando.
El sol estaba justo sobre su cabeza cuando vio a lo lejos a un jinete viajando en su dirección. A pesar de estar apuntando hacia él, el hombre pasaría tal vez a una distancia de un disparo largo de rifle hacia el sur. Boone dirigió el caballo a la izquierda tras una pared de sauces que crecían junto a un pequeño pantano, y no intentó reflexionar por qué lo hizo, sólo pensó que no quería hablar con nadie. Desmontó y observó tras los sauces. Estaba claro que el jinete no lo había visto porque siguió avanzando en línea recta, sentado en su montura con la cabeza inclinada y dejando que el caballo se tomara su tiempo.
Por su aspecto, podía ser Jim de regreso de Fort McKenzie y hacia el campamento. Podía ser Jim, cabalgando encorvado sobre su silla y desprevenido e incluso pensando en Ojos de Cerceta. Un poco después Boone vio que, sin duda, se trataba de Jim.
Un hombre astuto saldría a su encuentro cabalgando y diría a Jim que tenía intención de irse al fuerte y más allá y que no regresaría en un tiempo. Así se aseguraría por partida doble de que su trampa funcionase. Un hombre astuto vería el pelo rojo y sonreiría igualmente, y tal vez incluso estrecharía la mano y nunca temería lo que su dolor y odio podrían obligarle a hacer. Boone se quedó allí inmóvil y miró, y era como si todos sus sentimientos se quedaran también en silencio y ocultos, mientras Jim se aproximaba y pasaba de largo y se alejaba hacia el oeste.
Cuando Jim se hubo alejado un buen trecho, Boone se montó en el caballo y le siguió. La trampa ya estaba bien colocada y no tendría que esperar mucho para ver qué cazaba.
Desde arriba del risco Jim apenas distinguía el poblado. Una hoguera o dos titilaban en la amplia cuenca que el río había horadado desde tanto tiempo atrás que ningún hombre sería capaz de imaginárselo. Las tiendas indias eran como sombras etéreas sobre la sombra más oscura de la tierra.
Los perros comenzaron a ladrar cuando se acercó al campamento y corrieron hacia él, haciéndose visibles muy lentamente, como si el sonido tomara forma. Habló con ellos y gritó su nombre para que los piegan supieran quién llegaba. Una squaw estaba de pie a la entrada de una tienda; su silueta era un bulto de oscuridad que se recortaba contra el fuego del interior y lo miró al pasar. Del tipi de Boone salía el resplandor de una hoguera.
Delante de la tienda Jim habló con voz fuerte:
—Boone, tengo una carta para ti.
No recibió ninguna respuesta.
—¿Dónde está Brazo Fuerte, Ojos de Cerceta?
Jim podía ver la sombra de ella moviéndose en el interior de la tienda, se bajó del caballo y asomó la cabeza dentro.
Ella se enderezó; estaba cerca del bebé acostado en su cuna.
—Se fue a cazar. No volverá esta noche.
Jim entró y apoyó el rifle contra un poste de la tienda y se mantuvo a cierta distancia de ella. Se le ocurrió entonces a Jim, al ver la luz del fuego reflejándose en el rostro de Ojos de Cerceta, que nunca se acordaba de lo joven que ella parecía, o lo grandes que eran sus ojos y lo mucho que le herían. Ella era una sorpresa cada vez que la veía.
—He traído una carta para él, de Fort McKenzie.
Ojos de Cerceta no hizo ningún gesto de coger la carta, sólo se quedó mirándola un largo rato, como si pudiera leerla dentro del sobre que sostenía Jim. Ella entonces levantó el rostro para mirarlo.
Y entonces reconoció la tristeza que había en él, no una tristeza de un ceño fruncido o arrugas o una boca torcida, sino una tristeza expresada desde el corazón. Sintió que su propio corazón le daba un vuelco y se inflamaba por la pena que sentía por ella.
—¿Es de su gente? —preguntó ella.
—Eso creo.
—Se lo llevará lejos.
Jim volvió a hablar en inglés.
—¡Espera un segundo, Ojos de Cerceta! Y si él se va, volverá. Él nunca te abandonará.
Su voz no sonó más alto que un susurro.
—Mi bebé ciego, y Boone está furioso conmigo, y la carta de las gentes blancas se lo llevará —levantó su rostro hacia el de Jim—. Tengo miedo, Pelo Rojo.
Bajó la cabeza y un escalofrío recorrió su cuerpo, y dio un torpe e inseguro paso para darse la vuelta y a Jim le pareció que estaba lleno de desesperanza. No recuerda cuándo él se acercó a ella. Sólo supo que sus brazos la abrazaban y que la cabeza de ella se posaba sobre su pecho.
Hablando entre su cabello, Jim dijo:
—Tranquila, preciosa. Todo saldrá bien.
Ella le dejó que la abrazara, y a Jim le recorrió un sentimiento de pena y de rabia contra Boone y contra las circunstancias, y luego la pena y la ira desaparecieron y fueron sustituidas por algo distinto. Él sintió el cuerpo de ella contra el suyo, sintió su respiración caliente y rápida en su cuello, sintió sus pechos contra su torso y una pierna delgada tocando la suya. Las palabras de Harvey entonces saltaron en su mente, las palabras de Harvey y la descabellada imagen que había pasado fugazmente por su cabeza, y sólo por un instante el hombre que había en él dio un paso adelante, y sintió como si esta vez, en ese instante, el tenerla entre sus brazos era algo que estaba escrito que ocurriera desde el principio y que nada ni nadie en la tierra lo pararía.
Sus manos agarraron con furia sus brazos y la sostuvo mientras examinaba su rostro. Era como un pajarillo entre sus manos, un pajarillo atrapado e inmovilizado a la espera de lo que pudieran hacerle, con el corazón latiendo rápidamente en su pecho, los ojos abiertos y lastimeros, con oscuras y secretas aguas flotando dentro.
Y entonces Jim sintió que el cuerpo de ella temblaba entre sus manos y vio de nuevo la tristeza en su rostro, y recobró la razón y el entendimiento y el hombre en su interior se derritió. Bajó la cabeza apoyándola sobre el oscuro cabello y la sujetó delicadamente, con la certeza de que nunca podría tenerla. Era el niño ciego lo que le permitió seguir consolándola, el niño y el miedo de perder a Boone, y Boone tan encerrado en sí mismo que ella no podía conocer sus sentimientos ni mostrarle los suyos a él.
—Ojos de Cerceta —dijo mientras le daba palmaditas en la espalda—. Pobre Ojos de Cerceta.
Boone se desvió hacia el sur para aproximarse al poblado en contra de la suave brisa que soplaba. De esa manera no despertaría a los perros. A unas cien yardas del campamento se bajó del caballo y avanzó a pie, pisando con cuidado y suavemente. Sentía la sangre latiendo con fuerza en su cabeza y los músculos rígidos y todo su cuerpo tenso y preparado como si estuviera seguro de lo que iba a encontrar. Se obligó a pararse y respiró profundamente y se relajó un poco. Se obligó a recordar entonces que sería una casualidad que su plan ya hubiera funcionado. Intentó convencerse a sí mismo de que podía estar equivocado. Pero cuando echó a andar de nuevo, la sangre comenzó a latir y los músculos se tensaron. Cuando ya estuvo entre los tipis, avanzó seguro y con decisión, para demostrar a todos los que le vieran que estaba en casa, pero siguió avanzando en silencio, para que el sonido de sus movimientos no llegara a su propia tienda. Había luz de estrellas alrededor de los tipis y el moribundo resplandor que se filtraba desde el interior y los sonidos del sueño.
Su tienda se alzó ante él. Se paró a un lado para escuchar, pero lo único que escuchó al principio fue el pesado golpeteo de su propio corazón. Lo único que vio fue una sombra de pie y borrosa tras la pared de pieles. Luego habló una voz, baja y suave como la que emplearía un hombre con una mujer cuando la pasión se apoderaba de él. Le oyó decir «Ojos de Cerceta» y ya no esperó más. Giró hacia la entrada, se agachó y entró de golpe.
Ellos no le vieron inmediatamente. No escucharon el roce de su ropa contra las pieles de la tienda. Se quedaron allí de pie, formando una sola figura, formando la sombra que había visto recortada en la pared. Sabía qué estaba haciendo ahora. Sabía lo que tenía que hacer. No servía de nada hablar o pensar o sorprenderse. No servía de nada preguntar o planificar. El propio cuerpo actuaba por él.
—Dios mío, es lo que sospechaba —dijo.
—¡Boone! —exclamó Jim al tiempo que separaban sus cuerpos. Pero ya no dijo nada más, sólo se quedó allí de pie intentando sonreír, mientras la luz del fuego revelaba la culpa en su rostro tan claramente como la luz del día, e iluminaba el miedo en los ojos de Ojos de Cerceta.
Jim alargó el brazo, rígido y torpe como un palo, y dijo:
—Te traje una carta para ti.
La pistola era mejor que el rifle.
—¡Boone! ¡Boone! —gritó Jim, y lo vio venir, y Ojos de Cerceta intentó, demasiado tarde, lanzarse en medio para así salvar a su amante secreto. Entre las cuatro paredes la pistola sonó atronadora.
Jim trastabilló hacia atrás, sintiendo como si todo su pecho estuviera vacío, sintiendo como si estuviera totalmente hundido por un golpe. Intentó enderezarse. Se obligó a caminar hacia la puerta para respirar el aire por el que estaba muriéndose. Se cayó de bruces. Fue todo lo que pudo hacer para girarse. Quería gritar. Quería decir que no era lo que parecía. Quería dejar claro que había sufrido un minuto de locura, pero que no había ido a mayores y que Ojos de Cerceta no tenía culpa de nada. Pero las palabras no salían de su boca; no tenía el suficiente aire para articularlas.
—¡Debería cortar tu maldita nariz! —era Boone el que hablaba, dirigiéndose a Ojos de Cerceta. Ella no respondió. No se movió, sólo unas lágrimas cayeron de sus ojos y brillaron a la luz del fuego y rodaron por sus mejillas en dos grandes gotas.
Las cosas parecían muy lejanas, tan lejanas que la voz no se escuchaba, lejanas y cada vez más apagadas. Jim vio piernas a la entrada de la tienda y las recorrió hacia arriba y vio rostros de indios asomados adentro sin ninguna expresión en ellos, tan sólo la curiosa mirada de animales.
—Él muerto —dijo uno de los rostros.
Boone se agachó y recogió la carta, y ladró a Ojos de Cerceta:
—No sirve de nada que llores. ¡Por Dios, te he pillado!
Jim inspiró aire. Tenía que hablar. Tenía que explicarse. Eres un hombre duro, Boone, y te encierras en ti mismo, y Ojos de Cerceta está triste con el bebé ciego y temerosa de perderte, y sin tener a nadie con quien desahogarse, sólo conmigo. No ha pasado nada, Boone, no ha pasado nada en absoluto. Para ella yo no era nada más que un pecho sobre el que llorar y una palmada en la espalda.
No lograba inspirar el suficiente aire para hablar, tan sólo una brizna antes de que le atenazara el dolor y no le dejara. Sentía que si miraba hacia abajo podría ver su pecho reventado y su corazón latiendo desnudo y los pulmones retorciéndose por la falta de oxígeno. Escuchó la voz de Boone como un látigo y a Ojos de Cerceta intentando responder, y escuchó a los indios gruñendo y los vio empujándose en la entrada y a Ojos de Cerceta con sus ojos aniñados húmedos y suplicantes.
No servía de nada intentar buscar palabras, o aire o tiempo; sólo tenía que permanecer allí tumbado en silencio mientras sus ojos veían y los oídos escuchaban y el corazón se desangraba. Le pareció que a lo lejos Boone se movía, caminaba hacia la puerta con la cabeza alta y las trenzas balanceándose al ritmo mientras los indios le abrían paso y desapareció de su vista. Jim dirigió su mirada a Ojos de Cerceta, que estaba allí de pie como si fuera demasiado desgraciada para seguir viviendo, y su cuerpo de chica se derrumbó y los abiertos y oscuros ojos lloraron mientras miraban por donde Boone había desaparecido.
—Tú no volver —dijo en inglés, tan bajito que Jim apenas lo escuchó—. Tú no volver.
Y eso es lo que ocurrió al final. Un hombre enfrentado a la muerte solo, su visión fue oscureciéndose y su oído se fue apagando y, de esa manera, tan sólo el corazón se redujo a nada y la mente expulsó todo pensamiento. El mundo se alejó de él, la tienda y el aire y las nubes y las oscuras colinas allá fuera y las gentes que había alrededor, hasta que sólo la tierra en la que yacía le parecía cercana.
Y así fue como murió Jim Deakins, echado en el suelo con un agujero de bala en el cuerpo y sin nadie a su lado que le cogiera la mano y lo calmara. Así murió Jim Deakins, que no dudó en traicionar a un amigo y destruir la vida de una mujer, y que logró controlarse pero echó al traste todas las cosas igualmente, y ahora ya no era posible solucionarlas. Tenía que yacer allí desamparado y solo, pero ya no tenía miedo; mientras tanto, sobre él y sobre la tienda que lo engullía en las profundidades, el cielo oscurecía profundamente sobre las llanuras vacías. Escuchó a alguien hablar, unas palabras articuladas en el aire, pero no sonaron con voz. «Ahora sabré si Dios existe, supongo». Poco después se dio cuenta que habían sido sus labios los que habían hablado.