La primavera cubría la tierra, el primer toque de la primavera, delicado como si una brisa pudiera romperlo, o un sonido. El sol navegaba en un cielo del color del agua profunda, acariciando la tierra con una suave calidez. La piel ajada se dilataba con su tacto y se estiraba suavemente por la carne, y los músculos descansaban largos y relajados, y el corazón se alegraba, casi temeroso de creerlo. Al salir del cañón del Medicine, donde las flores habían comenzado a ondear por las orillas de viejos bancos de nieve, Boone vio que las llanuras estaban coronadas de verde.
—Es pronto —dijo— para la primavera. Demasiado pronto.
—Nunca llega demasiado pronto para mí —respondió Jim—, no después del invierno que hemos pasado —dejaron que sus caballos se detuvieran después de la subida—. Tierra de búfalos otra vez. ¡Mira allí, Boone! ¿No te alegra la vista?
—Tengo la impresión de que mis ojos han estado enjaulados entre montañas y árboles. Me parece que ahora quieren correr libres, como un perro sin correa.
Las llanuras ondeaban bajo sus pies, milla tras milla de llanuras que descendían hasta juntarse con el cielo en el borde del mundo, y el aire era tan puro y fino que la mirada podía volar vertiginosamente. No muy lejos una manada de búfalos pastaba, recortándose contra el nuevo manto verde, y más allá una manada de berrendos pasó ligera y rápida como si no estuvieran atados a la tierra.
—¡Jesús! —exclamó Jim cuando contempló la distancia con los ojos entornados y, tras una pausa, continuó—: El viejo Peabody no sabría cómo disfrutar de todo esto. Le haría replegarse en sí mismo, siendo tan cristianamente grande y libre.
—Me pregunto qué andará haciendo ahora.
—Ese hombrecillo tenía razón. Me apuesto lo que sea a que le va bien. Seguro que sigue moviendo la barbilla y sigue obsesionándose por cosas y suelta discursos y le va bien.
—Podía convencer a uno de que le prestara su squaw, eso es cierto. Mira lo que hizo en Flathead House.
—No sólo era su labia. En parte era por el propio Peabody, honesto y directo y también valiente. Me lo puedo imaginar ahora, parlamentando con los británicos y arrimando el ascua a su sardina, por mucho que los británicos tuvieran intenciones totalmente distintas. Nadie podía ser más nabob que él.
Sin embargo, lo que Boone veía cuando pensaba de nuevo en el invierno no era Flathead House ni a los británicos ni a Peabody razonando consigo mismo sobre un nuevo equipo, sino a Jim enfermo, y a los carneros de las rocas que eran como retales de nubes entre las cimas, y la nieve tan espesa que las ramas más altas de las copas de los pinos jóvenes parecían hierba. Recordaba el viento cálido y luego el frío y la costra de hielo, y a ellos cuatro avanzando despacio por la ladera oeste y viajando después a Clark’s Fork y bajando hacia las Grandes Llanuras del Columbia y llegando al río y continuando casi hasta donde el Snake desembocaba antes de que Peabody reconociera que tal vez él y Beauchamp podían ya continuar solos. Recordaba a Jim cada vez más fuerte y de mejor humor, y su cabello rojo brillando bajo el sol, y el buen tiempo, aunque en ocasiones volvía a refrescar, y a Jim y a él en el fuerte, después de que Peabody y Beauchamp partieran, esperando a que los pasos se abrieran mientras el pensamiento de Ojos de Cerceta y su hijo seguía rondando en su cabeza.
—Estuvo a punto de convencerme de que fuera con él hasta el océano del oeste, el tal Peabody —dijo Jim—. No es que yo tenga una Ojos de Cerceta esperándome.
Boone se volvió y sonrió.
—Ya soy lo suficientemente mayor. Supongo que podía haber regresado solo.
—Pensé que era mejor que yo también regresase. Los cachorros siempre dicen que ya son perros grandes.
Jim espoleó su caballo cuando Boone partió.
Ya había pasado bastante tiempo desde la estación en la que el gran búho anida, y de la luna de los grandes vientos. Ojos de Cerceta lo esperaría, quizás de pie en la entrada de la tienda y mirando hacia el oeste, esperando ver, en la distancia, la mota que terminase convirtiéndose en un jinete y el jinete que terminase convirtiéndose en su hombre. Cuerno Rojo se habría asegurado de que hubiera carne en su tipi, y Cuerno Rojo y los jóvenes piegan se comportarían lo suficientemente amigables. Lo pasado, pasado estaba, y no era necesario pensar más en ello. Llevaba un cristal medicina para Cuerno Rojo, para que pudiera encender su pipa con la luz del sol, y también llevaba caracolas para Ojos de Cerceta que procedían del mar. Azuzó al caballo con las espuelas para que acelerara el paso.
—La temperatura es demasiado templada para que dure mucho —dijo Jim mientras contemplaba un pájaro cantor con el pecho blanco y posado en un arbusto—. El invierno regresará y matará todo lo que haya comenzado a florecer y congelará la cola de ese pájaro.
—¿Eso crees?
—Seguro que sí. Nunca he visto que fallara. Deja pasar unos cuantos días buenos, y a uno más le vale prepararse para lo peor. Aunque hoy es un día estupendo, ¿verdad? Tan tranquilo y dulce, y la hierba brotando y todo.
—Lo es, ahora.
—Si escuchas con atención, puedes casi oír cómo crecen las plantas. Sólo me apetece bajarme del caballo, airear mi trasero y vaguear y comer y dormir y dejar que el sol brille sobre mi piel. Espero que Ojos de Cerceta esté en el Teton, como crees, y no se haya ido al Judith o el Musselshell o a algún otro lugar.
—Ella estará allí, seguro, si ha logrado convencer a Cuerno Rojo.
—¿El mismo lugar?
El mismo lugar, con el arroyo cristalino y serpenteante entre álamos y truchas alimentándose de las primeras mosquitas de alas frágiles, y las colinas que apuntan hacia el cielo como los pechos de una mujer, y Ojos de Cerceta allí de pie otra vez, juntando las muñecas y abrazándolas sobre su corazón de manera que su pecho resbalaba hacia un lado, y Pobrediablo diciendo «¡Mucho preciosa!» por el agujero en su mandíbula. Al sur, los dos cerros se alzarían y los búfalos bajarían perezosamente de las terrazas fluviales y los abedules negros ondeando al viento y el valle virgen y tranquilo entre los riscos como si sólo esperase a que un hombre lo contemplase. Había estado mucho tiempo lejos de allí, por el Marias y al otro lado de la cordillera, y por el Flathead y más allá por las aguas del Columbia, y luego de regreso, río arriba por el River of the Road hasta el Buffalo y, tras atravesar la cima de las montañas, de nuevo río abajo por el Medicine, pasando por los manantiales de azufre que discurrían calientes y apestosos desde la rocas y daban al río su nombre. Todo parecía que hubiera ocurrido hacía mucho tiempo. Ojos de Cerceta, y las Teton y el resto, después de todo lo que había pasado entre medias era como si no pudiera jamás recuperar los sentimientos recordados. El tiempo se interponía entre él y ese otro día, el tiempo y todas las millas que había recorrido y todo lo que había visto y hecho. Pero en cuanto estuviera con ella, todo volvería a estar bien de nuevo. En cuanto ella se tumbara junto a él, volvería a ser él mismo. Podría volver a sentarse y dejar que el tiempo pasara, sin preocuparse de que lo hiciera, mientras la brisa soplaba juguetona entre las tiendas indias y el sol brillaba amarillo sobre la hierba.
—Demasiado bonito para durar —dijo Jim otra vez, levantándose y estirándose sobre sus estribos—. Disfrútalo ahora, que mañana tendrás hielo en tus patillas.
—¿Por qué eres un tipo tan triste? Deberías conseguirte una squaw, Jim, una buena squaw.
—Quizás que haya tantas squaws es lo que me pone triste.
—Deberías tener una y quedarte con ella, al menos por un tiempo.
—Creo que no. Nunca sentaré cabeza con una sola. Soy como un saltamontes, sí señor, saltando a un lugar y luego a otro, y sin ninguna noción para distinguir lo bueno de lo malo.
—Tal vez es que eres demasiado exigente. Todas son iguales.
Jim miró a Boone y luego escupió sobre el costado de su caballo.
—¿Entonces preferirías quedarte con una de las flathead o las nepercy?
—Yo ya tengo una mujer.
—Claro. No todo el mundo tiene tanta suerte.
Boone le dio vueltas en su cabeza a las palabras de Jim, considerándolas primero desde un punto de vista y luego desde otro sin fijar su mente en ellas. Le hacía sentir orgulloso saber que otro hombre valorase tanto a su mujer, pero también le irritaba levemente, como un perro con su hueso. Era bueno que Jim fuera su amigo y que Ojos de Cerceta fuera Ojos de Cerceta, de lo contrario uno podría llegar a preocuparse.
Las montañas se alejaban a sus espaldas, alzándose altas y dentadas hacia el cielo, con el azul de la distancia posado sobre ellas. Las taltuzas, cargadas con las crías que llevaban, silbaban y se escondían bajo tierra, agitando las colas al paso de los caballos. Un tejón, sorprendido mientras mordisqueaba un pájaro muerto, se apartó lentamente hacia un lado y se detuvo en un montículo de tierra que él mismo había construido al excavar un agujero y los observó con una lenta llama de luz en los ojos.
A su derecha Boone captó fugazmente uno de los cerros, el oeste, tranquilo bajo la inclinada luz de la tarde. Pronto verían el valle, el tranquilo valle del Teton, la mitad de él prado y la mitad árboles, donde Ojos de Cerceta dijo que intentaría encontrarse con él. Quizás ya hubiera dado a luz al niño y hubiera adelgazado. Tal vez sus ojos vigilaban atentos y pronto lo verían sólo como una mota bajando por los riscos. Esperaba que fuera un niño y no una pequeña squaw. Las squaws no eran criadas para convertirse en luchadores con cabelleras colgadas de sus pantalones y fundas de pistolas. Las vidas de las squaws no eran gran cosa, en todos los sentidos.
Las terrazas se perdían en las profundidades y se curvaban a los lados, y la cuenca del Teton apareció ante él tal como la vio por última vez. Dejaron que los caballos se detuvieran mientras abarcaban las vistas con sus ojos, ninguno de ellos dijo nada hasta que Jim habló:
—¿No es eso que veo allá un campamento, Boone? A lo lejos, en línea con la colina que sobresale.
—Me preguntaba si lograrías verlo. Los piegan de Cuerno Rojo, seguro, como prometió Ojos de Cerceta.
A los pies de la ladera, Boone espoleó al trote su cansado caballo. Regresaban ya a casa. Era como si estuviera viviendo despierto los restos de un sueño. Era como si estuviera haciendo lo que ya había hecho antes, como si acabara de llegar a las Teton y la viruela hubiera desperdigado a los piegan y el silencio flotara sobre la tierra. Si se giraba, podría ver a Pobrediablo y el caballo alazán trotando orgulloso. Era como aquella otra vez, aunque ahora él sabía que ella le esperaba.
Cuando todavía estaban a media milla del pueblo, algunos piegan saltaron sobre sus caballos y se acercaron al galope. Uno de ellos resultó ser Corredor Veloz, con el cabello revuelto y el ante más sucio que antes. Boone escuchó a Jim parlamentando sentado sobre su caballo y miró más allá hacia el pueblo. Ahora era un poblado bastante grande, el poblado de Cuerno Rojo. Cuando se aproximaron, los perros salieron corriendo a su encuentro, formando un escándalo alrededor de los caballos mientras los indios encabezaban la marcha. Las squaws los miraban y parloteaban al verlos pasar, diciendo que Brazo Fuerte y Pelo Rojo habían regresado. Un viejo indio levantó los ojos de una lupa y detuvo la mano con la que había estado apartándose el pelo de la cara, y la levantó cuando vio quién pasaba. Una mujer salió de una tienda, con ojos desorbitados como una cierva atenta y su cuerpo delgado como el de una joven. Boone cabalgó hacia ella y desmontó, detectando alegría y a un mismo tiempo preocupación en su rostro.
—¿Qué tal, Ojos de Cerceta? —exclamó Jim—. Todavía tan bonita como un cachorrillo, sí señora.
Ojos de Cerceta no habló. Levantó los brazos, casi como si temiera tocar, y colocó las palmas de las manos en el cuello de Boone y las pasó sobre su pecho mientras las lágrimas asomaban en sus ojos.
—Más tarde de lo que pensaba —dijo Boone mientras la contemplaba—, pero he regresado —sus ojos la miraron interrogantes, pero ella siguió en silencio. Boone entonces continuó hablando en la lengua de los pies negros—: ¿Me has dado un hijo? ¿Tiene Brazo Fuerte un hijo?
—Sí —pronunció su boca, pero quedó algo pendiendo en su rostro, como si todavía no le hubiera contado todo.
—Quiero verlo, Ojos de Cerceta —dijo Jim—. Déjame que le eche un vistazo.
Señaló hacia la tienda con la mano. Boone pasó a su lado y entró. La tienda estaba desgastada y vieja y dejaba que el sol se filtrara, pero aun así, y debido al brillo del exterior, tuvo que esperar unos segundos para poder ver. Un poco después encontró al bebé en su cuna, con una manta de piel sobre su cuerpo y una capucha echada sobre la cabeza, de manera que no se veía nada, a excepción de una diminuta y arrugada cara. Boone se inclinó y echó la capucha hacia atrás.
—¡Que me aspen si no tiene una veta de rojo en el pelo! —dijo Jim a sus espaldas—. Tal vez cuando crezca sea tan guapo como yo.
Ojos de Cerceta suspiró al lado de Boone. Las palabras inglesas se trababan en sus labios:
—Ojos no ven. Ojos enfermos. No ven.
El bebé se despertó al oír su voz. Y entonces abrió los párpados. Antes de cerrarlos otra vez, Boone pudo ver que sus ojos estaban inundados y hundidos y de un color lechoso cegador.