CAPÍTULO XL

—He comido tanta carne de búfalo blanco que me ha salido una chepa en la espalda —dijo Jim.

—Pues nadie diría que has comido hasta reventar, no al verte ahora devorar esa paletilla —Boone limpió el cuchillo en sus pantalones.

—Podría comer todo el tiempo, en serio. Parece que en cuanto me lleno de comida, mi estómago ya está preguntándome cuándo es la hora de comer otra vez.

Peabody tragó un trozo de carne y se lamió los labios y se detuvo unos segundos antes de estirarse para cortar otro trozo.

—Nos pasa a todos lo mismo. Nunca pensé que los hombres pudieran comer estas cantidades. Si nos quedásemos aquí hasta la primavera, ya no quedarían apenas de estos ejemplares en las montañas, si es que Boone siguiera cazándolos. Ya nos hemos comido cuatro, casi, desde las patas hasta el pellejo.

—Se debe en parte al hambre que teníamos —explicó Jim mientras masticaba—, y en parte porque es sólo carne. La carne no te hace sentir lleno ni pesado, se asienta en el estómago de forma natural.

—Debe de ser eso —Peabody mostró su acuerdo mientras dirigía la mirada hacia Jim—. Es asombroso. Nunca vi a un enfermo recuperarse tan rápido.

—Es gracias a la montaña. Nunca he oído de heridas que no cierran, ni estómagos delicados, ni dolores de cabeza, excepto tras haber bebido whisky… nunca en las montañas. Eso no ocurre aquí.

—Dolor de estómago vacío —dijo Beauchamp, recordando; su boca era como un agujero en su negra maraña de las patillas—. Duele todo el tiempo, maldito.

No hablaba con frecuencia; la mayor parte del tiempo se limitaba a mirar, y uno nunca sabría que había una abertura en su cara a menos que lo viera devorando carne.

El sol iluminaba el hoyo del campamento. Se posó con un toque cálido en la nuca de Jim. Sobre su cabeza pudo ver una nube; no había nada allí, sólo el cielo y su brillo azul, y el sol en la distancia, pequeño y reluciente como de bronce. Pero si uno se levantaba y se colocaba donde el aire soplaba, o se alejaba del fuego, sabía perfectamente que era invierno.

—Todavía podríamos morir de hambre —dijo Boone—. Podría ponerse a nevar sobre esta costra de hielo. Lo cual seguramente ocurra —giró sus ojos hacia Jim.

—A mí no me mires, yo estoy bien para viajar, sí señor. Aunque tenga que ir cojeando, pero llegaré.

Jim no hablaba por hablar, o de cara a la galería, como dicen por ahí. Estaba recobrando sus fuerzas rápidamente como la mala hierba. Con cada bocado de carne que tomaba y cada siesta que dormía sentía que esas fuerzas crecían en su interior, que aumentaban y llegaban a cada uno de sus músculos. Si no se hubiera quedado sin tabaco, estaba seguro de que volvería a ser la persona que era antes.

Peabody se pasó los dedos por el mentón que se acababa de rasurar con un cuchillo que Boone había afilado en su piedra. Él era muy distinto a Beauchamp; él, Boone y Jim, los tres con sus rostros suaves ahora como los de los verdaderos mountain men.

—Será mejor que regresemos —dijo como si no estuviera seguro.

—Ya te lo hemos dicho antes, eres tú el que tiene que decidirlo —respondió Boone, y al ver que Peabody no respondía, añadió—: Jim y yo te dijimos que te llevaríamos al otro lado.

Jim sabía que Boone en realidad no pensaba tanto en la promesa. Pensaba en Cuerno Rojo y sus ancianos y los jóvenes piegan que habían hecho que perdieran sus caballos. Boone no era de los que bajaban la cabeza.

—Pero ¿y Deakins? Necesita descansar y buena comida. De ninguna manera puede cumplir con su contrato.

—¡Y un infierno de ninguna manera! Tal vez todavía no sea un hombre entero, pero ya me queda poco. Y los mimos no van a servir de nada.

Peabody extendió las manos.

—No tenemos caballos, ni equipo, ni suministros.

—Pero tenemos dos pies —le recordó Boone—. Tenemos dos rifles y pedernal y plomo. ¿Tú qué opinas, Jim?

—En todo caso, tenemos que movernos. Para cuando llegue a Flathead House o a McKenzie, ni me acordaré de que tenía un agujero de bala.

—¿Crees que nos podrían equipar en Flathead House?

—Nos darán cobijo, sí señor —respondió Boone—, pero tal vez se nieguen a equiparnos para que no sigamos adelante.

—No es una cuestión de dinero. Puedo pagar.

—Podríamos robar algunos caballos de los flathead, tal vez, si la compañía nos deja en la estacada.

—No quiero caballos robados. No los quiero —la boca de Peabody se tensó, como si la honestidad le doliera dentro.

—Nada de robar, nada de maldecir, nada de retozar con mujeres —dijo Jim, sintiendo que se le dibujaba una leve sonrisa en los labios cuando cruzó la mirada con Peabody—. Sólo rezar, eso es todo. Peabody, ¿es que no puedes parar de atormentarte?

Peabody le sonrió, sin encolerizarse como habría hecho anteriormente.

—Cada uno tiene sus propios principios.

—Sólo tomaremos prestados los caballos —respondió Jim—. Sólo los cogeremos para cabalgar un trecho, ¿y qué importancia puede tener después de todo lo que hemos pasado? No puedes tener muchos escrúpulos sobre los pecados en las montañas.

—¿A qué distancia estamos de Flathead House? —preguntó Peabody.

—A dos jornadas, aproximadamente —respondió Boone—, teniendo en cuenta el estado de Jim. Bastante más cerca que McKenzie.

—¿Y todos queréis que continuemos? —los ojos de Peabody saltaron de Boone a Jim y a Beauchamp. Beauchamp engulló otro bocado de carne.

—¿Qué crees que hemos estado discutiendo ahora? —preguntó Boone.

—No querría que nos pasase nada —la voz de Peabody sonó grave, como si estuviera hablando consigo mismo—. Con Zenon sobre mi conciencia ya es más que suficiente.

—¡Eres el tipo más desgraciado que he conocido! —dijo Jim, sonriendo otra vez—. No tienes nada que hacer aquí con todo ese montón de principios y conciencia. ¿Cómo esperas establecerte en Oregón sin accidentes ni hombres muriendo ni nada de eso? Tú no has matado a Zenon. Los indios lo hicieron. Deja de atormentarte, Peabody. Nadie tiene nada en contra tuya, ni aquí ni en el cielo ni en el infierno, por lo que sé de ti.

Peabody se quedó en silencio. Se levantó un poco después y salió del agujero. Jim podía verle, mirando primero hacia el este y luego hacia el oeste, con el viento soplando a su alrededor, y sus pensamientos como algo que uno pudiera leer en su rostro. Jim se dio cuenta de que ya estaba empezando a tener la mirada de las montañas en los ojos, la mirada de la lejanía y el clima y los momentos duros y los apetitos del estómago.

Las arrugas en las mejillas de Peabody se tensaron, y su pequeño mentón se cuadró.

—Rayos —dijo a través de sus labios cerrados mientras miraba hacia el oeste—. ¡Continuaremos! ¡Continuaremos entonces!