Cuando Boone se hubo alejado un trecho del campamento, el sol se alzó sobre una ladera de las colinas y lanzó su frío fuego sobre la nieve. Allá donde miraba, tenía que entrecerrar sus ojos doloridos, viendo tan sólo blanco y un brillo tan fiero que las lágrimas caían y se colaban por la nariz y humedecían el labio superior, dejando un sabor salado en la lengua. Ladeó la cabeza y estudió el escarpado contorno de las montañas mientras el brillo lo cegaba. Más allá, por una larga quebrada que le conducía a un alto collado entre dos picos, tal vez fuera el lugar apropiado. Bajó la mirada y la clavó frente a él, donde el resplandor era más débil, observando los torpes pasos de las raquetas y la nieve que dejaba atrás lentamente bajo sus pisadas, mientras las últimas palabras de Peabody seguían dando vueltas en su cabeza: «¡Buena suerte, entonces! ¡Ve con Dios!».
La brisa no era más que un aliento de aire, pero con el mordisco mortífero del invierno en él. De vez en cuando soplaba con la fuerza suficiente para transportar un grano o un copo de nieve; y de nuevo amainaba, para a continuación despertarse y lamerle al pasar junto a él. Si Dios iba con él ya podría atemperar un poco las fuerzas de la naturaleza. Desearía que parase la brisa y calentase el aire y dejase que saliera la luz y pusiera carne donde pudiera cazarla. Si Dios estuviera con él ahora, Dios debía de estar totalmente helado y con la tripa vacía. Se puso a pensar en Dios como lo habría hecho Jim. Que siga siendo Jim el que divague sobre esas cosas y Peabody el que rece hasta quedarse ronco; de nada servían las divagaciones o las oraciones a menos que uno hiciera las cosas por sí mismo.
Observó cómo las raquetas se arrastraban hacia delante y cómo aguantaban sobre la superficie de la nieve y se hundían un palmo o dos cuando ponía el peso sobre ellas. Eran un desastre, pero le llevarían donde quería ir si no se caían a pedazos. Le llevarían donde quería ir si él no se caía a pedazos. Sentía que el corazón le latía con fuerza en la parte alta del pecho y que su respiración era rápida y poco profunda. Cuando uno llevaba mucho tiempo sin carne le parecía que su cuerpo no era suyo. Hacía cosas por sí solo y uno tan sólo podía ser un mero observador; el pausado pie se movía hacia delante para colocar la raqueta en la nieve, la mano se curvaba alrededor del rifle y el brazo lo cargaba, y el aire entraba y salía de su boca y el corazón latía en sus oídos. Sólo el hambre era real, el hambre aguda que le corroía las entrañas y le agriaba las vísceras y le poseía la mente. Eso era lo único real, y poco a poco comenzó a tomarlo como una parte más de él mismo, como se acostumbraba uno a un viejo dolor de articulaciones.
Como dijo Jim, después de un rato ya nada dolía demasiado. Uno podía aguantarlo. Podía sentarse y beber aguanieve y dejar que las cosas revolotearan alocadamente en su cabeza mientras le abandonaban las fuerzas, sin tener ganas siquiera de levantar un dedo o rascarse un picor. Poco a poco se dejaría marchar y moriría, demasiado cansado para vivir, como tal vez estuviera muriendo ahora Jim, con un débil hálito de vida, las mejillas hundidas y unos ojos enormes por el hambre.
Era extraño no haber pensado en el búfalo blanco antes, aunque no fuera exactamente un búfalo ni un ciervo blanco, sino más bien como una cabra montés. Había necesitado que el viejo Dick Summers sacudiera su mente… el viejo Dick Summers gritando a través de los años, recordándole que había caza en las alturas que un cazador muy pocas veces veía desde abajo, o que apenas era cazada por la dureza del terreno.
Boone guiñó los ojos para aclararse la vista. A lo lejos, entre los picos y sobre el collado, probablemente se extendiera un valle. Probablemente los búfalos blancos retozaban por allí. Se quedó quieto, esperando a recobrar el aliento, esperando a que el corazón dejase de golpearle las costillas, mientras se imaginaba a Jim echado en el refugio y a Peabody sentado con el rostro enjuto junto al fuego y a Beauchamp con una mirada de hambre demente. Se escabulló, eso es lo que hizo Beauchamp, y escarbó en la nieve, apartó las piedras y consiguió carne de hombre. Probablemente después lo dejara al descubierto y una alimaña se hizo con los restos, de forma que no aprovechó todo lo bueno que podía haber aprovechado de la carne de Zenon, o de lo contrario no estaría ya tan hambriento, ni el pellejo se le escurriría por los brazos, ni tendría los ojos atentos como los de una comadreja. Peabody debía tener cuidado. Beauchamp ahora era dos hombres, él mismo y Zenon amalgamados en uno, y Peabody no llegaba ni a medio hombre.
Hacía demasiado frío casi hasta para respirar. El aire se metía dentro de uno como si fuera a congelar sus conductos, y sus pulmones. No traía nada bueno; no había manera de combatirlo. El pecho lo inspiraba y lo expulsaba y tenía que inspirar de nuevo rápidamente más, las rodillas se negaban a avanzar ante una cuesta y temblaban al final de ella. Boone no sabía ni quién era. Era como cualquier hombre, alejado y tenue a sus sentidos. En un rato podría despertar y encontrarse caliente y con Ojos de Cerceta tumbada junto a él y mucha carne en la olla.
Vio que sus pies seguían avanzando. Cada paso era un logro. Cada paso era uno más a sus espaldas y uno menos frente a él. Volvió a descansar, sintiendo que el calor moría bajo su ropa y que le invadía el frío. Si uno no se movía se podía quedar totalmente congelado antes de que se diera cuenta.
Volvió a descansar cuando remontó el collado, y frente a él contempló un valle contenido entre escarpadas paredes de piedra. Viajó con la mirada a las alturas en uno de los lados, donde la roca y el cielo se juntaban y el resplandor provocó que las lágrimas volvieran a caer de sus ojos. Cuando su corazón se hubo calmado, volvió a caminar, dirigiéndose hacia el bosque, mientras con los ojos examinaba los salientes y bajaban para explorar la pequeña cuenca. No podía mirar durante mucho tiempo el destello porque los ojos empezaban a desenfocarse y tenía que limpiarse las lágrimas de los párpados.
El bosque no era nada más que un grupo de árboles escuálidos que crecían en la cabecera del valle, probablemente en el lago donde se derramaba el aguanieve. En el borde más alejado, donde el viento había barrido la nieve hasta dejar una fina capa, se detuvo, porque delante de él se abrían varios senderos, una serie de huellas de pezuña partida no muy nítidas y en punta como las del carnero cimarrón, pero más anchas por delante. Fue examinando las huellas de una a una, observando cómo viraban a un lateral y se perdían entre rocas cubiertas de nieve que se habían desprendido del risco. Examinó las rocas y la escarpada cara del risco, recorriéndolas con los ojos trozo a trozo, pero no vio nada por ningún sitio, sólo piedra y nieve y el cielo cegador que se arqueaba sobre su cabeza.
Flexionó la mano derecha para calentar los dedos. Se aseguró del rifle. Luego siguió avanzando lentamente, siguiendo las huellas, lento y sigiloso como un gato a la caza. Era el movimiento lo que asustaba a los animales, más que el propio objeto. Las huellas serpenteaban entre las rocas. Subían sobre una loma inclinada que ascendía escarpada hasta el risco. Vio dónde la nieve había sido removida y dónde se había arrancado un poco de musgo. Y luego subió a la loma y miró hacia abajo, y era como ver dos alas negras sin nada entre medias, dos alas negras delgadas y desplegadas y sin apenas moverse, y luego dos puntos tan oscuros como el carbón, dos puntos como ojos bajo unas alas como cuernos. El contorno se movió y tomó forma a su alrededor, tan blanco como la nieve sobre nieve.
Escuchó que de sus labios escapaba un susurro. «¡Maldita sea! ¡So, bestia, so!». Le resultaba demasiado pesado levantar el rifle. No obstante, logró subirlo con esfuerzo y obstinación. Logró apoyar la culata en el hombro. El cañón estaba en alto y temblaba tanto que no podía apuntar, a pesar de que el animal se encontraba muy cerca. No pudo disparar inmediatamente; necesitaba descansar. Bajó el rifle y se agachó apoyándose sobre una rodilla, bajando tan lentamente como si estuviera hundiéndose en la tierra. Aun así, el carnero sintió el peligro. Levantó la cabeza y las orejas, y sus ojos negros brillaron al mirar en su dirección. Estaba casi mirándole a él, pero no levantó la mirada. La mantuvo baja, en el borde y el fondo del valle, como si los enemigos siempre llegaran desde abajo.
Boone se apoyó en la otra rodilla y comenzó a hundirse, la rodilla resbaló y estuvo a punto de caer hacia delante. Entonces alzó de nuevo los ojos negros y los clavó justo frente a él. Se quedó tumbado, inmóvil como un muerto, con el rifle fuera pero no levantado para disparar. El carnero habría huido. Saltaría en un segundo. Se marcharía mientras sus manos trasteaban con el rifle y sus brazos intentaban alzarlo y su ojo cegado apuntaba. ¡So, bestia, so!
El carnero se sentó sobre sus cuartos traseros como un perro, con expresión de aburrimiento y curiosidad en su larga cara y bajo sus cuernos en punta, el pelo que le colgaba en una barba desde la mandíbula y sobre el pecho como un delantal. No era un búfalo, ni un ciervo, ni un carnero. No era ni siquiera una bestia. Era algo que había surgido de la nieve; era algo que una mente delirante había creado; era un antiguo hombre espíritu de la cima del mundo y una bala jamás podría herirlo, y se desvanecería de su vista rápidamente, como una voluta de humo.
El rifle sonó alto como un cañón. El chasquido que produjo golpeó los altos riscos y repiqueteó por las montañas hasta que, en la distancia, Boone escuchó el eco desvaneciéndose. El carnero se echó más atrás asentándose aún más sobre su cola, con una expresión de sorpresa en la cara. Un poco después simplemente se tumbó, agitó las patas una vez y permaneció inmóvil, a excepción de su largo pelo, con el que jugaba la brisa.
Boone se quedó tumbado mirándolo, escuchando sus propios labios pronunciar palabras, viéndose a sí mismo llevando carne a Jim, y a Jim entusiasmado y sus mandíbulas masticando la carne y la fuerza recorriendo su cuerpo. Un rato después se levantó y volvió a cargar el rifle, todavía hablando mientras sus manos vertían la pólvora y volvía a cargar el plomo y lo empujaba a la recámara con la baqueta.
Cuando comenzó a andar, captó fugazmente algo que se movía y, al girarse, vio otro carnero en lo alto de un saliente donde tan sólo podría subir un pajarillo. Boone sacó la baqueta del cañón para usarla de apoyo y se tumbó en la nieve e intentó apuntar. El animal se movió cuando apuntó, subiendo por una pendiente de piedra en la que un hombre jamás podría agarrarse, pero al final lo tuvo en el punto de mira. Cayó cuando le disparó, bajando lentamente como un nadador en el agua, provocando una ola en la nieve.
Volvió a cargar el arma mientras seguía diciendo: «¡Por Dios! ¡Dos, por Dios!». El primer carnero todavía estaba vivo, a pesar de estar totalmente inmóvil. Sus ojos le miraron con tristeza. Boone dejó el rifle a un lado y sacó su cuchillo, y repentinamente, como si tuviera vida propia, el cuchillo le abrió un tajo en el gaznate y la sangre salió a presión y su nariz se hundió en el pelo almizclado y su boca comenzó a sorber la sangre. Cuando el flujo disminuyó hasta un solo hilillo, dejó de sorber, se sentó y se lamió los labios. No se sintió enfermo, pero, de repente, el estómago le dio un vuelco y la sangre salió con fuerza de su boca, dejando un círculo sobre la nieve. Esperó hasta que le pasaron las arcadas y luego, lentamente para no volver a vomitar, comenzó a comerse la nieve.
Uno podía lograr hacer todo eso y luego no hacer nada más. Con el cuerpo totalmente exhausto sólo quería sentarse mientras el frío le iba invadiendo y el sueño le vencía, demasiado cansado para moverse. Al tener caza a tiro, se había sentido más animado durante unos minutos y había recobrado fuerzas, pero luego le invadió de nuevo la debilidad y el cansancio mortal. Pensaba en mover la mano o el pie, pero no los movía. Sólo los miraba y pensaba que tal vez podía moverlos un poco después.
Era como si la mente de Boone observara mientras su cuerpo se levantaba y sus pies lo llevaban hacia el bosque y sus manos rompían ramas y las apilaban y encendía un fuego con un trozo de yesca y pólvora que vertió del cuerno. Se sentó cerca del fuego, dejando que el calor penetrara en él y que la sangre que había bebido se mezclara con la suya propia. Uno podía lograr todo lo que había logrado y luego ya nada más, sólo dejar que la debilidad lo inundara y llegara el sueño. Tanto y luego nada más, y los músculos derritiéndose y la mente soñando y los problemas tan lejanos que ya no importaban.
Se levantó de un respingo sin tener ni idea de cuánto tiempo se había quedado dormido. El fuego se había consumido hasta quedar tan sólo un montoncito de cenizas. El sol había cruzado su alta divisoria y sus rayos le llegaban desde Oregón. Sintió un latido de vida en su interior y un cansado inicio de fortalecimiento, sintió el frío y el aliento moribundo del fuego y un hambre tan feroz que no era capaz de concentrar todos sus pensamientos en Jim, que yacía enfermo y hambriento más abajo. Se puso en pie, y ahora se movía más fácilmente y con mayor seguridad que antes, y se dirigió al carnero más cercano, le cortó la lengua y la llevó de nuevo hacia el fuego, y se la comió cruda, dedicando un largo rato de tiempo a masticar. Cada bocado era como un bocado de fuerza. Cuando hubo tomado el último, volvió a levantarse y se alejó del fuego para cargar con los carneros. Uno solo ya era una carga demasiado grande para un hombre en buena forma física; tal vez podía cargar el otro. Arrastró el más grande al bosque, escavó un agujero en la nieve con las manos y colocó el cadáver en el agujero y lo cubrió llenando el hueco de nuevo con nieve. Después colocó unas ramas secas encima. Las alimañas podrían encontrar la carne, si es que había alimañas por los alrededores, pero no lo encontrarían tan fácilmente tal como lo había enterrado.
Se dirigió al animal más pequeño, se lo colgó del hombro, se enderezó y comenzó a andar, despacio y con cuidado al ver que las raquetas se hundían aún más que antes y las rejillas se tensaban peligrosamente tirando del marco. El sol se inclinó a sus espaldas, y algo del fulgor de la nieve se había apagado. Su aliento salía blanco frente a él. Sentía la nariz taponada y entumecida y los pelos de las fosas nasales congelados.
Un poco después, fue consciente de que no iba a poder cargar con todo el cuerpo del animal, incluso con las fuerzas recobradas y a pesar de ir cuesta abajo. El hombro se le hundía con el peso. El omóplato se le hundía clavándosele en la carne. Intentó cargarlo en el otro hombro, pero también se hundía, y el omóplato se le clavaba, y comenzó a dolerle todo el costado. Pensó que podía encender un fuego, comer algo más de carne y continuar, y parar y comer otra vez y así llegar al campamento en varios tramos si las raquetas aguantaban, pero uno podía morirse esperando a que llegara.
Se detuvo el tiempo suficiente para abrir en canal el cuerpo del carnero y sacar todas las vísceras. Cortó el hígado y enterró el resto de las entrañas en la nieve. Luego cortó las costillas hasta el espinazo y rompió y cortó el hueso en dos. Separó los cuartos traseros, cortó un palo y los colgó tal alto como pudo en la rama de un árbol retorcido. Metió el hígado entre los pliegues de su camisa de caza antes de cargar los cuartos delanteros sobre el hombro. La carga ahora pesaba menos de la mitad. Su espalda podía soportarlo. Sus piernas podían seguir moviéndose. Tal vez las raquetas resistieran.
El sol se escondió tras un banco de nubes y cayó una repentina oscuridad. Sus pies arrojaban una agitada sombra sobre la nieve. La brisa murió al llegar la oscuridad. No soplaba ni una brizna de aire, y no se oía nada, ni siquiera el aullido de un lobo. Uno andaba con la oscuridad sobre los hombros y la nieve blanda bajo los pies y el cuerpo cansado, pero ahora se sentía resistente y paciente, y más que nunca dudó de si él era real o sólo algo soñado.
La luna asomó por las cimas de las colinas. La nieve brillaba bajo su luz y los árboles se perfilaban negros, y era como si hubiera llegado un amigo. El mundo era profundo y silencioso, como si estuviera a la espera, el aire inmóvil y la luna suave, y no se escuchaba un sonido en toda la tierra, sólo la nieve cediendo bajo sus pisadas. Desde el oeste, donde estaba el banco de nubes, sopló una ráfaga de aire, una ráfaga y luego otra y luego un viento que traía aire caliente primaveral, un viento que derretiría la nieve y formaría una costra cuando el frío llegase de nuevo. Uno podía caminar y llevar su carga sin detenerse mientras la luna brillara y el viento cálido soplara y la tierra blanca fuera retrocediendo.
Se iluminó una luz entre la nieve. Una voz llamó.
—¿Quién va? ¿Quién está ahí? —una ráfaga de humo penetró en la nariz de Boone. No respondió. Que Peabody le disparase si quería hacerlo. Que le disparase y que se fuera todo al infierno. Se quedó en pie al borde del agujero y dejó que el carnero resbalase de su hombro y bajase por el banco de nieve.
—¡Rayos! ¡Baja de ahí, hombre! Aquí, te ayudaré.
Vio a Peabody tirando de los cordeles de las raquetas, sintió su mano sobre el brazo, sintió cómo lo arrastraba bajándolo por el banco de nieve. Escuchó cómo Beauchamp dejaba escapar un sonido animal de su garganta.
—¿Cómo está Jim?
Los ojos de Peabody clavados en el rostro de Boone eran redondos como los de un búho.
—Vive. Creo que está consciente.
Peabody se paró y lanzó algunas ramas al fuego para asegurarse de que Boone podía ver dentro.
El rostro de Jim estaba inmóvil y hundido como el de un hombre muerto. Boone se inclinó sobre él y luego vio que abría unos ojos todavía vivos. Sacó el hígado de su camisa y cortó una tajada y la sostuvo sobre la boca de Jim. Vio la boca masticando y escuchó cómo trituraba la carne y sintió sus labios moviéndose junto a sus dedos. Cortó otra tajada y se la dio y luego otra, y durante todo el tiempo los ojos de Jim jamás se separaron del rostro de Boone.
—Te lo agradezco —dijo Jim—. Ningún otro hubiera hecho tanto.
—No puedes comer más ahora, o se te revolverá el estómago y vomitarás.
Jim levantó las manos como si quisiera tocar el brazo de Boone. Boone se echó hacia atrás, dio la espalda al refugio y vio a Beauchamp acuclillado, con los ojos entrecerrados, mientras Peabody cortaba la carne.
—Tendrás tu parte, Beauchamp —dijo como si hablara con un amigo, y más tarde se preguntaría por qué lo hizo. Le hacía a uno sentirse extraño ver llorar a Jim.