CAPÍTULO XXXVIII

¿Recuerdas cómo Jack Clemens tocaba el banjo, Boone, y cantaba, y cómo brillaba la luna baja sobre la rendezvous y el escalofrío que te recorría el cuerpo, que era un escalofrío de felicidad y además de soledad, y el whisky que había allí para uno, y las preciosas squaws, y el corazón feliz y a quién le importa el mañana? ¿Lo recuerdas, Boone? Uno no sabía si gritar o reír al sentir tal plenitud en su interior. ¿Recuerdas?

Ahora tengo un sentimiento de vacío dentro. Parece que este maldito agujero de bala me da más hambre de la normal, así que no sé si lo que me duele es el pecho o la tripa. Sin embargo, ya no me duele nada como antes. Todo parece lejano, como cuando uno se pellizca la pierna mientras duerme. Nada me duele mucho. Estoy bien. Estoy saliendo adelante. No me cuesta hablar, te lo aseguro. No te preocupes, Boone. Las palabras brotan de mi boca como gotas de agua cayendo.

Es como una corriente que fluye despreocupada y ligera. Hemos visto muchos ríos, ríos cristalinos y hermosos. Teníamos todo un mundo para corretear por él, con montañas altas y búfalos y castores y diversión, y nadie lo reclamaba como de su propiedad ni mandaba al resto al infierno.

¿Estás totalmente seguro de que existe el infierno, Boone? Casi me hizo volver a creer en Dios, Boone, oír a Clemens tocar y cantar. Incluso cuando cierro los ojos puedo oírlo claramente, las hermosas melodías que pulsaba en sus cuerdas y la voz con la que las acompañaba y las propias montañas, que parecían arremolinarse alrededor para escuchar. Hi-yi. Hi-yi. No suena tan bien cuando lo canto yo, pero incluso una canción india tenía algo especial en boca de Clemens, como si hiciera bajar a Dios de los cielos. En lugar de dedicarme a Dios, yo me dediqué al licor y a las mujeres, pero aun así Dios no parecía andar demasiado lejos. Parece que Él debía sentirse bien, también, al vernos hacer travesuras. Iría en contra de la naturaleza que Él condenase los placeres. En ocasiones, mientras estaba echado junto a una mujer y la oscuridad de la noche era espesa y un lobo cantaba desde una loma, me imaginaba que Dios estaba cerca. Me lo imaginaba a Él más como un amigo, Boone, y no el tieso y estirado hijo de perra apuntándome en la lista del infierno. A veces, cuando contemplaba las llanuras, tan enormes y poderosas, se me nublaba la vista. Me imaginaba que Dios estaba allí también. ¿Quién creó todo y le dio a uno los ojos con los que ver y un corazón con el que sentir si no fue Dios?

Ya te he dicho que estoy bien. Cálmate, Boone. Estás más nervioso que una cabra de las praderas, tienes el rostro más afilado que un hacha, y el ceño como un relámpago. Cálmate. Me apetece hablar.

Creo que Dios lo hizo, sí señor, porque no había nadie más que pudiera hacerlo. Pero no sirve de nada darle vueltas. Uno puede desgastar su mente pensando y aun así no tener ni idea sobre Dios. Tiene que morir, supongo, para averiguarlo, y entonces, si está muerto como un perro o una vaca, entonces jamás lo averigua. Eso es lo que me asusta, Boone, ni tan siquiera saber que estoy muerto y nunca jamás saberlo en toda mi vida.

Hi-yi. Hi-yi. Ojalá supiera cantar como Clemens. Ojalá tuviera aquí un banjo y supiera tocarlo. ¿Recuerdas la música de Taos, Boone, y a las mujeres de Taos? Las mejores que jamás he visto aparte de tu Ojos de Cerceta. Eran regordetas y suaves, y vestían con más colores que las flores y llevaban los rostros adornados con pinturas. Te veo uniéndote a ellas en un fandango, con una camisa nueva de cuadros rojos y unos bonitos pantalones con largos flecos y piedras azules en tus orejas y tu cuchillo de cortar cabelleras en el cinturón para mantener a raya a las pobres criaturas que se hacían pasar por hombres allí. Eras digno de verte, Boone. Menuda estampa. Las mujeres instintivamente te deseaban, mientras que yo debía hacerles carantoñas para lograrlo. Es tan real como un castor. No sirve de nada que menees la cabeza negándolo.

Fuiste un tipo afortunado, Boone, al conseguir a Ojos de Cerceta. No hay ninguna como ella, ni blancas ni rojas ni mestizas, ninguna es tan callada y gentil y, al mismo tiempo, tan llena de vida. No es como una india, ni como una blanca tampoco. No es como nadie que yo conozca. Cierro los ojos y puedo verla, y puedo oír a Clemens tocando y el olor de una mujer de Taos, todo mezclado, una cosa con la otra y navegando en el viejo Mandan y Clemens punteando su banjo y la mujer bailando y la pequeña Ojos de Cerceta mirando a tierra con un brillo en los ojos. Trátala bien, Boone. No hay ni una sola perita en dulce que pueda comparársele ni de lejos.

Creo que no me importaría darle un bocado a algo, Boone, incluso a una pera real. ¿Podrías traerme un trozo de hígado, o algo de tuétano, o lo que sea? Parece que nunca como lo suficiente. Tengo la sensación de que siempre tengo hambre. El trozo de ese alce que mataste me vendría de perlas. ¿No hay carne? Creí recordar que habías cazado un alce. Creí verte cargándolo hasta aquí. Creí verte descuartizarlo y la sangre saliendo a borbotones haciéndome babear.

No pasa nada. Que los demonios no te lleven. Dame algo de beber, entonces, ya que no tenemos carne. Sabe bien el agua, refresca el gaznate y cae bien en el estómago sin que te haga sentirte enfermo al día siguiente. Me calma las tripas, y así puedo estar plácidamente tumbado escuchando a Clemens otra vez. Te lo agradezco, Boone. Nunca supe que pudieras ser tan considerado. Siempre te comportabas bruscamente y sin pensar y mantenías a tu compañero en tensión temiendo lo que pudieras hacer. Eras honesto y leal, y uno podía contar contigo tanto si lo había hecho bien como si lo había hecho mal, pero nunca pensé que pudieras ser una persona tan considerada.

Summers era un hombre considerado. El viejo Dick era considerado y sabía más de lo que la gente imaginaba. Ojalá estuviera aquí ahora. ¡How, Dick, maldito viejo amigo! Nunca pensé que fueras a quedarte mucho tiempo en los asentamientos. Boone y yo sabíamos que regresarías con whisky en tu fardo y los ojos brillantes. No ha sido lo mismo desde que te fuiste, amigo. La bebida sabía mal y las mujeres sólo regular, e incluso los castores se encerraron en sus madrigueras, esperando a que volvieras. How!

Lo veo y luego desaparece, Boone, mi mente se llena de locuras. Vuelve en sí y luego comienza a disparatar otra vez, viendo cosas y escuchándolas y mezclándolo todo. Ahora parece que se aclara, y te veo nítidamente y no veo a nadie más aquí dentro, y fuera hace un frío del demonio y la nieve ya llega hasta el trasero del indio más alto que jamás hubiera visto. Ahora recuerdo que no hay carne. No ha habido carne desde no se sabe cuándo. Lo del alce fue un sueño que tuve. Jesús, tú mismo te estás muriendo, Boone, estás más delgado que una maldita hoja de navaja, y tus enormes ojos parecen ciruelas, e incluso tus manos se han quedado escuálidas.

Mira, Boone, no me queda mucho tiempo. Cuando mi mente está bien lo veo todo claro. Estaré muerto mañana o pasado mañana. No vale de nada pensar que podré salir de esta. No vale la pena intentarlo. ¿Me oyes?

Tú y yo nunca hemos comido carne muerta, pero la carne sacrificada viva es carne que se puede comer. Queda un bocado o dos en mis viejas costillas. Coge tu cuchillo, Boone. Acaba ya. No me queda mucho tiempo, lo sé. Maldito sea tu viejo pellejo, ¿me oyes? ¡Boone!

Boone salió andando hacia atrás de la pequeña tienda de Jim mientras la voz de Jim le seguía. Se giró lentamente, se irguió del todo, cruzó una mirada con Peabody y vio a Beauchamp con la mirada puesta más allá de él, como si intentara echar un vistazo a Jim allí dentro, débil y loco. No hacía falta decir nada; ellos mismos podían oír a Jim, sabían que estaba a punto de morir.

Boone recogió las raquetas que había fabricado con el cuchillo, el punzón y unos trozos de ante y ramas descongeladas en el fuego. No eran gran cosa, pero le durarían un rato. Se quedó allí de pie con las raquetas en las manos, probándose el atuendo para escalar el agujero y después ponerse las raquetas. Hasta las cosas más pequeñas suponían un esfuerzo, como mover una mano o un pie, de forma que primero tenía que pensar lo que quería hacer y dejar que el pensamiento fuera tomando forma.

—Un nuevo día —dijo Peabody, y los tres reflexionaron sobre sus palabras como si estuvieran sopesando si eran ciertas. El rostro de Peabody era todo huesos, a excepción de la barba castaña que se rizaba sobre su mentón, y sus manos también eran todo huesos. Al verlo encogerse en su largo abrigo, Boone supo que bajo este también sólo había huesos… huesos recubiertos de piel marchita, como un viejo cadáver que los lobos todavía no habían encontrado.

Incluso Beauchamp parecía demacrado, a pesar de que todavía se movía como si conservara fuerzas en su interior. Tenía los ojos hundidos en la cabeza y las cejas sobresalían puntiagudas sobre ellos; los músculos de sus hombros y brazos habían menguado y ya no se perfilaban orgullosos bajo la ropa. Lo que sí se le notaba era la constante hambre en la mirada, el hambre que miraba por encima de la negra maraña de su barba y que no dejaba espacio para nada más en su cara. Era un hambre distinta a la que mostraba Peabody, o tal vez era la misma hambre pero sin estar mezclada con pensamientos, o alma, o corazón. Era un hambre tan desnuda como un cráneo sin cuero cabelludo, mirando con ojos profundamente hundidos, mirando hacia la tienda y a Jim echado allí dentro.

—Un nuevo día —dijo Peabody otra vez, como si, tal vez, aquel día fuera a ser el último. El cielo se había abierto y sobre el sureste el sol se asomaba ya. Sería un sol frío, lejano y de un brillo cegador. Una brisa soplaba sobre la nieve, se colaba por el agujero y volvía a escalar a la superficie nevada, penetrando en la carne con su gélido aguijón.

Dentro de la tienda Jim continuaba hablando con Summers, con el viejo Dick Summers que tal vez sabría qué hacer si estuviera allí con ellos. Boone lo vio fugazmente también, su rostro jovial con las huellas de su buen humor en él y los ojos grises centelleando y la mirada de comprensión levemente triste. Durante un momento fugaz lo vio de pie en el passe avant del Mandan sobre el Little Missouri, lo vio señalando a un borrego cimarrón, lo vio intentando hablar, intentando decir algo, intentando traspasar todos esos años con su voz. Sus palabras eran un susurro que se perdía en el tiempo, un murmullo acallado por el agua que discurría bajo la barcaza. Habla más alto, Dick. No te puedo oír, han ocurrido tantas cosas entre tanto. ¿Qué dices? ¿Qué dices? Me llega ahora. ¡Continúa! ¡Continúa! «No son búfalos de verdad, ni antílopes blancos… Nunca abandonan las altas cumbres, no señor, la cima de las montañas, entre las nubes y la nieve… Si tuviera problemas en las montañas, intentaría cazar uno de ellos».

La cabeza de Beauchamp se inclinó hacia delante en dirección al refugio.

—Muere pronto —dijo.

Boone se acercó al banco de nieve, lo escaló y permaneció allí en la brisa antes de agacharse para ponerse las raquetas.

—¡Rayos! Eres un gran hombre, Caudill —dijo Peabody con su enjuta boca—. Pero no sirve de nada. No podrías llegar a un fuerte, ni tan siquiera con unas raquetas decentes.

—No voy a un fuerte.

—¿Adónde?

Boone miró hacia arriba, a las cumbres, de un blanco refulgente por los primeros rayos de sol.

—Más arriba, a cazar.

—Vuelve, hombre. Te has vuelto loco.

—Mi medicina es fuerte. Trajo aquí a Summers.

Peabody lo miró un largo rato y luego bajó la cabeza. Movió sus pequeñas manos sobre su regazo, levantó una de ellas y la miró detenidamente.

—Supongo que no importa. Zenon fue el más afortunado, allí tumbado y ya cubierto de rocas y nieve.

Los ojos de Beauchamp seguían clavados en el refugio.

Y, de repente, se iluminó la idea en la mente de Boone. De repente, entendió. Se enderezó de un salto.

—¡Vigila al bastardo de Beauchamp! Ten el rifle a mano. No eres rival para él.

El rostro de Peabody se levantó con una expresión de preocupación y sorpresa.

—Regresa, Caudill. Al menos podemos morir calientes.

—¡Maldito seas, Beauchamp! ¡No te metas donde no te llaman o te destriparé vivo!

Peabody se levantó.

—No pasará nada, Caudill. No pasará nada.

—Vigílalo de cerca, Peabody.

—¿Por qué?

—Por Jim —respondió Boone, y vio entonces que la pregunta se borraba del rostro de Peabody, que lentamente y con aterrada incredulidad comprendió—. Zenon ya no está bajo las rocas y la nieve. Ya no. Pregúntale a Beauchamp.