No cesaba de nevar. Estuvo nevando toda la noche y al día siguiente y la noche y el día siguiente, y amainó como si fuera a dejar paso al viento, pero luego volvió a caer espesa y siguió nevando durante otra noche y otro día. Caía en diagonal, en copos pequeños y secos, y se apilaba en altos montones en un círculo alrededor del campamento, donde se mantenía a raya gracias al calor del fuego y las pisadas de los hombres y el esfuerzo de sus manos. Se filtraba por un cielo tan opaco como el plomo y flotaba baja como humo por la tierra, aguijoneando la cara y no paraba de acumularse más y más, de manera que un cazador primero arrastraba los pies para avanzar, y luego tenía que anadear y levantar en alto los pies, y finalmente no podía sacar sus mocasines a la superficie y tenía que roturar el camino con sus propias piernas. Pero pronto la nieve volvía a cubrir el rastro hecho a sus espaldas, y el cielo y el viento borraban cualquier atisbo del sendero que hubiera dejado como si no pudieran consentir que nada dejase una marca sobre su obra maestra. Cubrió el arroyo, rellenó su cauce y lo alisó, y no quedó ni tan siquiera el recuerdo de la voz del agua para indicar que estaba allí debajo. Y siguió nevando. Un poco más allá uno no podía ver el campamento. No se distinguía entre la nieve al estar tan profundo, a excepción del humo azul que salía del hoyo y los tiros que Peabody disparaba de vez en cuando con la esperanza de que alguien les oyera.
Boone se metió en el círculo, miró a Peabody a los ojos y sacudió la cabeza mientras dejaba el rifle contra el árbol sobre el que habían apoyado la tienda de Jim. La esperanzada e interrogante mirada en los ojos de Peabody se apagó. Boone tapó el cañón de su arma con un palo y colocó un trozo de manta sobre el tambor y la recámara.
—¿Cómo está Jim?
Peabody asintió, indicándole que Jim todavía estaba vivo. La falta de alimento le había arrebatado al rostro de Peabody su redondez. Las mejillas se marcaban altas y amplias ahora, así como el mentón. Sus ojos estaban más abiertos y parecían mirar más directamente, revelando más cosas que antes, como si se estuviera reencarnando en un hombre de verdad.
Boone se detuvo y miró dentro de la tienda y vio que Jim estaba dormido. Estaba tumbado sobre la cama de ramas de pino que Boone había cortado, con el capote de Boone sobre él. Una mano salía del capote, y se veía delgada y débil. Las pecas en el dorso destacaban más, como si estuvieran llenas de vida mientras que el resto de la mano moría. Boone pudo ver el abrigo elevándose ligeramente y rápido al ritmo de la respiración de Jim. Boone retrocedió y miró a su alrededor.
—¿Dónde está Beauchamp?
—Está recogiendo madera. Al menos, eso es lo que le ordené.
—Hijo de perra —Boone habló sin referirse a nada en absoluto, diciendo sólo lo que le vino a la cabeza al pensar en Beauchamp.
Peabody asintió lentamente, como si estuviera sopesando qué le parecía el apelativo. Y a continuación dijo:
—Amén —estuvo dándole vueltas en su mente un poco más—. Me extrañó que no lo matases, Caudill, por lo del conejo que cazaste.
Boone gruñó, preguntándoselo a sí mismo, y vio de nuevo a Beauchamp royendo la carcasa que se suponía que sólo era para Jim, lo vio saltando hacia atrás y lo escuchó gemir cuando le abofeteó con la mano abierta. Tal vez simplemente es que no valía la pena matarlo.
—Nunca olvidaré cómo se escabulló después de que los indios soltaron nuestros caballos. No mientras viva, no señor.
Los ojos de Peabody se perdieron en el espacio, como si estuviera viendo de nuevo ese momento, el fuego y a Jim yaciendo junto a él herido y a Boone y a Peabody montando un refugio a su alrededor y la nieve cayendo en espesas rachas en la oscuridad. Al principio, Boone pensó que era un animal que se acercaba a ellos, un puma, tal vez, o un oso fuera de temporada, y había permanecido agarrado a su rifle y lo había levantado mientras observaba. Entonces Beauchamp gritó: «Non! Non! Yo, Beauchamp, viene». Se acercó agachado al campamento como un perro que temía el látigo, pero que temía más la noche. Parecía sentir su silencio y sus ojos puestos en él cuando se acuclilló calentándose junto al fuego. Les dirigió una tímida sonrisa. «Grâces à Dieu! Yo vivir, vosotros vivir». Le daba igual que Zenon estuviera muerto y Jim herido. A uno le entraban ganas de escupirle.
Los ojos de Peabody retornaron del espacio mientras Boone se tumbaba y arrimaba los pies al fuego. Permanecieron en silencio. No había nada que pudiera hacerse, ahora que el día estaba pasando, sólo esperar y mantenerse calientes e intentar apartar de la mente el pensamiento de comida. Allá fuera, bajo la nieve y mientras buscaba algún rastro, uno lograba olvidar su estómago de vez en cuando, de todas formas; pero sentado junto al fuego no podía. Oía el viento pasando cerca de su cabeza y sentía la nieve invadiendo el círculo del campamento y sus pies hormigueantes al derretirse el hielo, y todo el tiempo el hambre le corroía las vísceras y le llenaba la mente.
—Creo que lo único que necesita Jim es comida —dijo Peabody—. La herida parece estar curándose.
—He colocado algunas trampas. No puede ser ese el único conejo.
Beauchamp se arrimó al borde del círculo, llevando una brazada de ramas secas. Las dejó caer y, cuando estaba a punto de echarse junto al fuego, Peabody dijo:
—¡Más! ¡Beauchamp, más!
Este se alejó torpemente sin decir una sola palabra. Ya no hablaba muy a menudo, sabiendo la poca estima que le tenían.
—La madera se va convirtiendo en un problema a medida que pasa el tiempo —dijo Peabody—. Ya hemos limpiado todos los terrenos más cercanos. Necesitamos un hacha.
—Pues más te vale desear que la nieve se derrita para poder descender por la cascada muerta.
—Puedo imaginar mejores cosas que desear.
—He estado cazando en este lugar por arriba, por abajo y por los flancos. Nunca lo vi así de vacío de caza. Parece lógico pensar que se puede encontrar algo.
—Debería hacer mi turno de caza. No es justo que vayas tú día tras día y gastes las fuerzas que te quedan mientras yo mato el tiempo aquí en el campamento.
—Ya te lo dije antes, yo me ocupo de lo que tú no te ocupas. Cuida de Jim y mantén a Beauchamp ocupado en el bosque, y eso será suficiente.
—Jim se comió el último trozo de conejo esta mañana. Hice que le durase por seguridad.
—Esa era tu misión.
—Pero ¿mañana…? —la voz de Peabody se apagó. Respiró profundamente y dejó salir el aire y miró el rostro de Boone—. Volveré a rezar esta noche. Quizás Dios en Su bondad responda. ¿No crees en la oración, Caudill?
—Supongo que no. Al menos, no la practico. Como dice Jim, parece que Dios finalmente hará lo que Le venga en gana. Quitaré este parfleche del saco de mi munición, lo pondremos en remojo y dejaremos que se lo coma Jim por la mañana.
—¿Es eso cuero, amigo?
—Piel de búfalo. Todavía conserva algo de fuerza. Ojalá tuviera una olla para cocerla. Pero tal como estamos, tendré que remojarla en el cuerno de pólvora.
Peabody apretó sus labios con fuerza y sacudió la cabeza.
—Creo que eso sería suficiente para matarlo.
Tras un silencio Boone dijo:
—Creo que he cometido un error. Debería haber partido hacia McKenzie o Flathead House en cuanto curamos y acomodamos a Jim. Pero no quería abandonarle aquí tan malherido. Creí que podría conseguir algo de carne.
—¿Es muy tarde para que uno de nosotros lo intente? Yo puedo arriesgarme.
—No sé si podría avanzar por la nieve hasta tan lejos, está demasiado profunda.
—No —reconoció Peabody mientras dirigía los ojos a Boone—. No, no creo que tú pudieras… ahora. Y yo supongo que estoy demasiado débil también.
—Tendría posibilidades con unas raquetas.
Su conversación se fue apagando hasta quedar en nada. El hambre dejaba a uno fuera de juego, demasiado agotado incluso para hablar. Un poco después se echó hacia atrás, sólo medio despierto, y soñó con carne mientras las fuerzas abandonaban su cuerpo.
Beauchamp echó otra carga de madera y resbaló por el banco de nieve.
—Hambre —dijo—. Come serpiente. Come mofeta. Como cualquier maldita cosa.
Al mirarlo, a Boone le recordó de nuevo un perro… un enorme perro merodeador capaz de arrancarte la cara de un mordisco si cerrabas los ojos. Pero al menos Beauchamp no dejaba patente en todo momento que estaba hambriento, como sí hacía Peabody. Su rostro todavía era ovalado y sus hombros redondos y carnosos, y cuando se movía parecía que todavía conservaba algo de fuerza.
—Entonces ve y caza algo de carne, si es eso lo que quieres. O probablemente estés asustado y tires el rifle y salgas corriendo como hiciste con los piegan.
Beauchamp le miró por el rabillo del ojo. Después echó mano del cuerno de pólvora que Boone había apoyado cerca del fuego para derretir hielo. Estaba a punto de dejarlo otra vez en su lugar, tras haber bebido, pero vio a Boone observándolo, y entonces se levantó y lo llenó con nieve nueva de la orilla. Los ojos de Beauchamp eran pequeños y separados bajo una frente estrecha enmarcada en una mata de pelo. No tenía nuca en la parte de detrás de la cabeza, sólo la continuación de los hombros. Al mirarlo, Boone recordó lo que dijo Jim de que en lugar de tener cabeza, el cuello de Beauchamp se había dejado crecer pelo.
El cielo bajó de intensidad hasta oscurecer del todo. La nieve seguía cayendo, pero más fina ahora, y el viento traía un frío renovado. Cuando Boone se levantó, su cabeza sólo había mantenido limpio el banco de nieve a su alrededor. Volvió la cara hacia el viento, sintiendo que la piel de sus mejillas se estiraba al notar su tacto. El mundo blanco rodaba allá donde mirase… en los llanos y las elevaciones y las caídas y las subidas, rodaba hacia donde la oscuridad se hacía más intensa. Maldita sea, una cosa salía mal y todo lo demás se derrumbaba. Había esperado un deshielo y luego una helada, para poder andar sobre una capa dura.
Peabody se acercó a él e hincó el pie en el banco de nieve para asomarse también.
—¿Puedes oír todavía los carruajes de vapor traqueteando por aquí? —le preguntó Boone.
Peabody dio un paso atrás, y asintió con la cabeza una vez y luego otra más.
—Todavía puedo escuchar los carruajes de vapor —se volvió mientras Boone miraba al viento con los ojos entrecerrados.
Boone escuchó el disparo del rifle, miró por encima del hombro y vio a Peabody sujetándolo con el cañón hacia arriba.
—No nos queda mucha pólvora —le recordó Boone.
—Ni tampoco mucho tiempo. Y siempre existe la posibilidad de que alguien nos oiga.
—De acuerdo —respondió Boone.
Tal vez servía para que Peabody mantuviera el ánimo, pensando que había alguna posibilidad de que alguien escuchara el tiro. De todas formas, un tiro o dos no importaban mucho con el poco tiempo que les quedaba.
El disparo despertó a Jim. Les llamó, con un hilo de voz.
—¿Has regresado, Boone?
Boone se dirigió al refugio.
—¿Qué tal va ese agujero?
—Tapado, creo. No duele tanto, sólo cuando me muevo.
Estaba casi totalmente a oscuras dentro, a excepción de los pequeños destellos que lanzaba el fuego. El rostro de Jim era un punto más claro en la oscuridad.
—Lo siento muchísimo, Jim. No pude cazar carne. Lo lograré mañana, seguro. Nuestra suerte no tardará en cambiar.
—Claro. No puede seguir siempre en contra.
—¿Te llega suficiente calor?
—Peabody mantiene el fuego bien avivado —Jim bajó la voz para que Peabody no le oyera—. No es un mal tipo, ese hombrecillo, Boone.
—Mejor que otros.
—Siempre pensé que cuando llegase el momento de morir, uno dedicaría un tiempo a pensar en ello, si tenía suficiente tiempo. Pero parece ser que me da igual. Por lo que se ve, me importa un pimiento.
—No te vas a morir, ¡Jesús Bendito!
—Pensar supone mucho esfuerzo.
—Y también hablar, Jim. Cállate ahora y ahorra fuerzas.
—Da lo mismo. A veces pienso que sería mejor estar allí echado junto a Zenon, bajo las rocas y la nieve.
—Tienes tantas posibilidades de morir como yo.
—No soy un hombre de dar las gracias, pero si eso es cierto y no tengo oportunidad de decírtelo más tarde, caray, te lo agradezco, Boone, te lo agradezco mucho.
—Te he dicho que te calles.
—Si yo no te hubiera suplicado que vinieras, tú no estarías metido en este lío.
—Hemos superado peores situaciones.
—Tal vez es que no me rige bien la cabeza, pero sé que podrías haber salvado tu propio pellejo. Lo sé perfectamente bien, Boone. Sé que cazas a diario, y la nieve está espesa y tu tripa vacía, y que lo que consigues me lo das primero a mí.
—¡Cállate!
La sonrisa de Jim sólo era una sombra que cruzaba el tenue círculo que formaba su rostro.
—Como tú digas, entonces, amigo. Me echaré otra siesta. Nunca antes me había dado cuenta de lo bueno que es dormir.
Boone salió de la tienda y se sentó junto al fuego. Peabody puso más madera en la hoguera y las llamas se elevaron, rojas y crepitantes, y revelaron su piel estirada bajo la que se le marcaban los huesos de la cara. Beauchamp estaba echado hacia delante, dormitando. Era un hueso duro de roer, por lo visto; lograba conservar su carne y sus fuerzas a pesar de que su estómago no tuviera nada que digerir.
Nadie dijo nada. No había nada que decir, sólo lo único que no servía de nada mencionar.