CAPÍTULO XXXVI

A la mañana siguiente, se sentía el mordisco del invierno en la brisa y había una fina capa de nieve en el suelo, extendiéndose blanca bajo los restos de oscuridad. A pesar de que el caudal del arroyo discurría rápido, el hielo de las orillas iba encerrándolo. Los franceses se arrimaron al fuego con los dientes castañeteando y se frotaron las manos cerca de las brasas, maldiciendo entre labios tensos.

—Id a por los caballos en cuanto os hayáis descongelado un poco —les ordenó Boone—. No vamos a cruzar la montaña abrazados a un fuego —las miradas de los hombres se clavaron en el rostro de Boone y luego las dirigieron hacia donde la noche todavía ondeaba sobre la nieve y añadió—: Es bastante seguro. He echado un vistazo por los alrededores.

Peabody exhaló el aire de los pulmones y observó la nube de vaho que formaba, y a continuación frotó las palmas de las manos en los faldones de su abrigo de cola larga. Llevaba puesto un gorro de lana, con solapas sobre las orejas.

—Frío —dijo mientras se encogía bajo el abrigo—. Mucho frío para tan poca nieve.

—Pronto verás mucha más nieve, eso creo, antes de que acabe el día —dijo Jim. Levantó la mirada intentando ver el aspecto del cielo. Sin embargo, la oscuridad todavía flotaba cerca del suelo, como una niebla, y no se veía nada por encima… ni siquiera un pálido rayo al sureste donde el sol se levantaría en un rato. La brisa envolvía a los hombres, lamiéndoles con una lengua de hielo.

—Nuestros visitantes no aparecieron —dijo Peabody. Su redondo rostro se iluminó junto al fuego, parecía estar con fuerzas renovadas después de la noche. El frío había provocado los puntos rojos en sus mejillas y le había añadido otro en medio de la barbilla.

—El problema con los indios es que uno nunca sabe cuándo aparecerán —respondió Jim—. No es de caballeros no permitir que uno tenga tiempo para plantarles cara.

—Ya veo —dijo Peabody, sonriendo desconcertado, como si no supiera muy bien qué pensar de Jim.

—Alguna alimaña ha asustado a los caballos hace un rato —dijo Boone—. Probablemente un puma.

—La carne de caballo es la peor carne de todas, incluso para un puma. No debe de haber probado bocado desde hace un año, la caza escasea bastante —Jim se cortó un trozo de lo que quedaba del costillar del ciervo.

Peabody le observó llenándose la boca y luego fue hacia su fardo, sacó una toalla, se dirigió al arroyo y se arrodilló. Boone podía verlo, su silueta agachada y oscura recortándose sobre la nieve, mientras el arroyo discurría negro y exiguo a sus pies. Peabody se quitó la gorra, se aflojó el cuello del abrigo y se subió las mangas; volvió a hundir las manos y las mantuvo allí durante un minuto para calmar el calambre que el frío le había provocado. Luego hundió ambas manos y con las palmas ahuecadas sacó agua, se la echó a la cara y frotó con fuerza y con movimientos rápidos, como si intentase quitarse una mancha. Regresó bufando.

—Bah, eso no es nada, Peabody —dijo Jim—. Espera a cuando tengas que lavarte la cara con carámbanos. No se es un verdadero hivernant hasta que se pasa ese momento.

Los franceses, seguidos de los caballos, aparecieron al otro lado del arroyo. La oscuridad iba retirándose y el cielo estaba totalmente gris… el mismo tipo de gris tras el cual todavía no se percibía ningún punto de luz.

—He comido —dijo Boone—, así puedo adelantarme a pie. Lleva tú mi caballo.

Jim asintió, pero Peabody exclamó rápidamente:

—¡No se va a ir andando!

—Eso pensaba hacer.

—¿Por qué?

—Por la misma razón por la que una partida de guerra va a pie. Un hombre no es tan fácil de ver. Y puede llegar donde un caballo no puede.

—Y también puede ser aplastado más rápidamente.

—Si dejan que lo vean, tal vez —respondió Jim—. Y si el otro hombre tiene el estómago de hacerlo. No hay muchos que quieran ir tras Boone, no si lo conocen.

—¿Realmente creéis que puede haber problemas? —preguntó Peabody a Boone.

—No sabría decirte si sí o si no. Solamente sé que, si los indios nos siguen, supongo que tomarán el atajo y vendrán por el frente o los laterales.

—No puedo creer que nadie tenga planes de acabar con nosotros.

—Tal vez no, pero los lobos se han dado muy buenos festines con los restos de hombres que pensaban de esa misma manera. Es mejor no arriesgarse, no si conoces a los indios —Boone levantó el rifle hasta el pliegue de su brazo.

—Te veremos más tarde, entonces —dijo Peabody.

Los novatos siempre tenían que hacer preguntas que no necesitaban ser formuladas, ni tampoco respondidas. Hasta un idiota sabía que lo verían otra vez, a menos que sus ojos se quedaran ciegos.

Zenon y Beauchamp llegaron con los caballos, que pifiaban y estaban irascibles por el frío.

—Diles a los Mala Medicina que se den prisa —dijo Boone a Jim—. Creo que hasta el infierno se va a helar —tras lo cual, partió subiendo por el cañón.

La luz del día llegó, o al menos el tenue destello que les alumbraría durante todo el día. El cielo estaba encapotado sobre las montañas y las nubes flotaban tan bajas que las cimas se perdían de vista. Uno se sentía encerrado, sin distancia para la mirada. Era como si el cielo se hubiera posado sobre sus hombros, aplastándolo. Desde algún lugar de allá arriba soplaba el viento, con fuerza creciente y un frío cortante que dibujaba una mueca en su rostro. La nieve crujía bajo sus mocasines. Los jóvenes de Cuerno Rojo estarían temblando bajo sus ropas si habían salido hoy. Estarían temblando pero con ademán impasible, observando la nieve y los árboles negros y las montañas escarpadas y las laderas oscurecidas por una capa gris. Sus ojos se salían de sus órbitas buscando en la distancia, vigilando colores y movimiento.

Uno se acostumbraba a andar rápido y ágilmente como una criatura salvaje. Llegaba a ser capaz de ganar terreno sin esforzarse y avanzar en silencio sin tener que poner demasiado cuidado, de manera que su mente podía vagar libre para pensar y sus ojos para mirar y sus oídos para escuchar. Jim tenía razón al decir que escaseaba la caza. Apenas se veían rastros en la nieve, a excepción de las asustadizas pisadas que había dejado algún roedor. Las laderas de los picos estaban en silencio y desiertas. Andando uno allí a solas, tenía la sensación de que todo había desaparecido excepto él, todo excepto él y las colinas y el cielo gris y el viento constante.

El viento le aguijoneaba la nariz y las mejillas y colaba un frío susurro bajo la ropa de vez en cuando. Sin embargo, solía permanecer más caliente que la mayoría de los hombres, pasara lo que pasara, con forros hechos de mantas que le envolvían también las pantorrillas. La propia Ojos de Cerceta había cortado la manta y hecho los zapatos y se había asegurado de que fueran dentro de su fardo. Las mantas, la piel y el ante eran mejores que las ropas manufacturadas en todos los sentidos, a excepción del capote Nor’West que llevaba, con una capucha que se ajustaba sobre la cabeza.

El caudal del arroyo disminuía hasta convertirse en un rápido hilo de agua que se nutría de los bancos de nieve en lo alto de las laderas y se derramaba en pequeñas cascadas, formando abajo una balsa que luego discurría en dirección al Marias y el Missouri. Otro día como ese y el calor que el sol había depositado en la tierra se enfriaría totalmente y los bancos de nieve se cerrarían aún más y la poca agua que todavía hubiera se congelaría en largos carámbanos sobre las superficies de piedra donde habían caído. El hielo ya colgaba a ambos lados de las cascadas.

Hacia el mediodía, más allá, donde ni siquiera discurría un hilo de agua, Boone escaló la última subida antes de la línea divisoria de la montaña. Por un camino el terreno bajaba hacia Oregón, hacia el Flathead y Clark’s Fork y el Columbia y el mar del oeste; el otro descendía bruscamente hacia el Marias y el Missouri, hacia territorio de pies negros y la tribu de Cuerno Rojo y Ojos de Cerceta con su hijo en el vientre. Era extraño que uno pudiera partir y dejar una parte viva de sí mismo atrás sin tener ningún control sobre ella, ni capacidad de decisión, sólo el conocimiento de que había una parte viva de él que existía fuera de sí mismo. Era como si uno no pudiera liberarse de lo que había sido o había hecho. No podía ser él solo; debía ser todos los hombres que era, la estación anterior y la anterior a esa, y la anterior a esa. No podía responder sólo por lo que hacía ahora; también debía responder por lo que había hecho en el pasado. El viejo Dick Summers lo entendería si estuviera por allí y pudiera explicarle. Sin embargo, estaba bien, esta vez estaba bien. Saber que uno tenía un hijo estaba bien. Le provocaba un sentimiento distinto a todos los que había experimentado antes, una especie de secreta plenitud en el pecho.

Boone echó la vista atrás hacia el camino que habían recorrido, y entornó los ojos para localizar a Jim y Peabody y la fila de animales de carga. Se quitó el guante y se limpió el agua que el viento le había metido en los ojos y volvió a mirar. A excepción de los árboles que se inclinaban tensos en la dirección del viento, no había ni un solo movimiento allá abajo. Jim estaba un trecho más atrás, o detrás de una loma o un bosquecillo de árboles. Una cosa era segura, no había tenido problemas con indios, porque no se había visto por los alrededores ni una sola piel o pelo de indio durante todo el camino hacia la línea divisoria de la montaña. Si hubiera habido alguna señal de su presencia, Boone estaba seguro de que la habría detectado; había estado vigilando con sumo cuidado. Se volvió, avanzó unos pasos y examinó la tierra en aquella dirección y no vio nada. Tal vez se había equivocado con Cuerno Rojo. Tal vez la idea que se le metió en la cabeza y que había ido alimentando a medida que avanzaban, tal vez esa idea no era más que una estupidez. Y es que uno nunca sabía qué pensar con los indios, daba igual que hubiera estado viviendo con ellos. Eran orgullosos y no resultaba difícil complacerlos, pero también se enfadaban con facilidad y actuaban rápido de maneras que uno nunca esperaría y por razones que jamás podría adivinar.

Boone permaneció con las piernas separadas, resistiéndose a la fuerza del viento. Allí en el alto promontorio del mundo el viento soplaba sobre él desde todas direcciones. Era como si los vientos de todo el mundo se juntaran allí, vientos del este y vientos del oeste, vientos del norte y del sur, todos abalanzándose violentamente hacia los cañones y juntándose allí y midiendo sus fuerzas y haciéndole resollar mirara donde mirara. Producían un sonido que no era un quejido o un aullido, sólo el sonido del movimiento… un sonido apresurado, roto y solitario.

El viento se apoderaba de uno cuando se quedaba quieto, enfriando su sudor y haciéndole temblar bajo sus pellejos. Le llenaba por completo; se colaba dentro de él a través de los ojos, la nariz y la boca, y se le filtraba por la piel; se derramaba dentro de él a través de las orejas y soplaba en espiral dentro de su cabeza. Era algo que no sólo sentía o escuchaba, sino que además reconocía en cada parte de su cuerpo como reconocería el agua un hombre que estuviera nadando.

A lo lejos, el viento recogió un sonido y lo elevó hacia el cañón y luego lo arrastró en un torbellino. Luego trajo otro, y otro más, y todos parecían formar parte del viento hasta que algo oculto en el fondo de su mente se separó del resto y le gritó lo que era.

Boone giró la montura. Podía ser que Jim hubiera encontrado caza. Quizás los tres le habían disparado antes de derribarlo. Pero sabía que no era así. Echó a correr, con largas y rápidas zancadas, por donde había escalado. ¿A cuánta distancia estaba? Uno nunca pensaba en las distancias a menos que tuviera que recorrerlas rápidamente. El viento soplaba del este, empujándole con furia el rostro y el pecho. Volvió la cabeza a un lado y entre dientes tragó una gran cantidad de aire. Su idea había sido la correcta todo el tiempo, excepto por su equivocación con Cuerno Rojo al pensar que tomarían el atajo y los emboscarían por ambos lados. Cuerno Rojo lo había pillado desprevenido, eso es lo que pasaba. ¡Maldito Cuerno Rojo y su astucia de indio! Volvió a tragar aire entre dientes y a llenar los pulmones, al tiempo que continuaba corriendo sin parar, esquivando las rocas y saltando por encima de los árboles caídos.

Una rama pelada le golpeó la cara, y el ardor que le causó fue el doble de doloroso por el frío; el pie le resbaló sobre la nieve, se enganchó con una raíz y se dio de bruces mientras repetía: «¡Maldita sea! ¡Maldita sea!». De nuevo sobre las piernas, se detuvo un momento para escuchar y observar. Lo único que oía ahora era el arroyo y la nieve moviéndose lentamente con el viento. Si había habido lucha, ya había acabado, y Jim y Peabody y los franceses estaban muertos, o bien los indios habían sido derrotados. Habrían aullado al retirarse y el aullido habría podido llegar a sus oídos, pero no había oído aullidos.

El rostro de Jim corría con él cuando retomó la carrera, sonriente y mostrando los dientes blancos y los ojos azules bajo el corto pelo rojo. Él mismo se encargaría de matar a un jefe si Jim estaba muerto. Ensartaría la cabellera de Cuerno Rojo en una lanza junto a su tienda y tanto le daba que Cuerno Rojo fuera familia por parte de esposa. Escuchó el silbido que producía su propia respiración y sintió el bombeo del corazón y el sudor que comenzaba a rodarle bajo la camisa.

Desde una elevación vio a Peabody, de pie y tieso como un palo con su abrigo manufacturado, y luego le vio inclinarse agarrotado como un cuchillo sobre algo que yacía en tierra. Boone se detuvo. No había ningún indio por los alrededores, ni tampoco caballos ni franceses, ni Jim, sólo Peabody con su largo abrigo y agachado sobre algo.

Antes de continuar Boone examinó el reducido espacio abierto en el que se encontraba Peabody y luego dirigió la mirada más allá y a los lados. Al borde del espacio abierto, medio escondido por unos arbustos distinguió la figura de un hombre echado sobre la nieve. El bosque a un lado y el terreno de troncos un poco más allá parecían despejados de indios, pero un hombre cauteloso debía explorar los alrededores antes de exponerse en campo abierto y convertirse en un blanco fácil. Boone echó a correr otra vez.

El sendero de animales por el que corría se adentró en el bosque, se enderezó y le condujo entre más árboles hasta el claro donde estaba Peabody. Este le oyó llegar y se giró; no llevaba nada en las manos, y en su rostro asomaban a un mismo tiempo el miedo y una actitud desafiante. Cuando vio quién era le llamó.

—¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios que eres tú! —se acercó a Boone y Boone vio que era Jim el que yacía allí y sobre el que Peabody había estado agachado—. ¡Terrible! ¡Terrible! —dijo Peabody con la voz ahogada y la boca torcida—. ¡Los demonios rojos!

—¡Apártate! ¡Déjame ver a Jim!

Peabody le siguió.

—Se abalanzaron contra nosotros, veinte o más, gritando y agitando cosas y asustando a los caballos.

—¿Cómo estás, Jim?

Jim yacía con la boca medio abierta y el rostro macilento. Había un agujero de bala en su abrigo y un redondel de sangre sobre la nieve.

—¡Jim! ¡Por Dios Santo! ¿Estás malherido? —Boone se arrodilló junto a él.

Jim abrió los ojos lentamente y miró a Boone durante un rato. Luego la boca se cerró y una de las comisuras hizo amago de sonreír. Le quedaba un hilillo de voz apenas audible.

—Amigo —dijo, como le podría haber susurrado a una mujer, sin apartar por un momento sus ojos de los de Boone—. Amigo.

—Hemos perdido todo el equipo, los caballos, todo. Y el pobre Zenon está allá muerto —interrumpió Peabody.

—¡Daré su merecido a Cuerno Rojo!

Los dedos de Jim tocaron la manga de Boone.

—No fue él, Boone —dijo.

—¿Quién, entonces?

Le llevó un tiempo a Jim contestarle.

—Jóvenes piegan. Soldados.

—Déjalo estar. No hay tiempo para hablar ahora, Jim.

Los labios de Jim siguieron moviéndose, dejando escapar palabras separadas y cortas.

—No vinieron a por nuestras cabelleras. Pretendían llevarse los caballos, para así obligarnos a regresar. Luego Zenon disparó…

—No es necesario que hables. Ya tendrás suficiente tiempo para hablar a partir de ahora, Jim. Y tú también, Peabody. ¡Enciende una hoguera! —Boone le señaló el lugar—. Tranquilo, Jim —le abrió la camisa para ver la herida.

—Beauchamp huyó, el muy cobarde —dijo Peabody mientras buscaba madera—. Casi deseo que lo hayan atrapado.

—Han fallado el tiro contigo, Jim. Sí señor.

Para sus adentros, Boone se decía que era una fea herida. Para sus adentros, se sentía vacío y solo, agarrotado por un miedo que no podía dejar que se notara en su rostro. Desenrolló un trozo de manta de su pierna, la rompió por la mitad, se dirigió al arroyo y humedeció los dos trozos de tela.

—Guarda algo de sangre en tu pellejo y te pondrás hecho un figurín en poco tiempo, esa es mi opinión —dijo presionando los trozos de tela sobre los agujeros que el plomo había abierto.

Peabody pasó junto a ellos arrastrando un tronco.

—No pude pegar ni un solo tiro —le dijo a Boone, como si se estuviera maldiciendo a sí mismo—. No tuve tiempo siquiera de sacar mi rifle de su estuche.

—No contaba con que fueras a hacerlo. Pero ahora, cállate y sigue trabajando. ¿Estás seguro de que Zenon está muerto?

—La bala le atravesó la cabeza.

—Cuando terminemos de curar a Jim, pondremos algunas rocas sobre el pobre desgraciado para evitar que los lobos lo devoren. Coge mucha madera antes. Y pon en marcha el fuego, ¿me oyes?

Peabody dejó caer el tronco.

—Haré todo lo que pueda, excepto aceptar órdenes dadas con esas malas maneras.

Boone vio que la pequeña y cuadrada mandíbula del hombre estaba cerrada con tensión. Tras hablar, Peabody volvió a coger el tronco.

Los ojos de Jim miraban desenfocados el rostro de Boone.

—Mal genio —dijo, arrastrando la última palabra.

—Voy a montar una tienda a tu alrededor, Jim, con palos y otras cosas, y el fuego justo frente a la entrada para mantenerte caliente. Hemos estado en peores situaciones. Quédate quieto ahora, mientras te levanto.

Jim era más ligero de lo que uno hubiera pensado, y más pequeño. Era la mirada en sus ojos y la sonrisa de su rostro y algo en su interior lo que le hacían pasar por un hombre bastante más grande. Al levantarlo, Boone pudo ver que el corazón le latía en la garganta. Era un trecho tan corto, estar vivo o estar muerto, sólo bastaba que el latido del corazón parase y la respiración cesara, y después sólo quedaba carne. Bastaba que se parase el débil corazón y ya no habría más frases ingeniosas después ni más diversión, y algo se perdería para siempre.

Después de estirar sus miembros, Boone fue al arroyo otra vez para mojar los trozos de manta. Si pudiera detener la hemorragia, tal vez el corazón continuase latiendo y la respiración se mantuviera estable.

Al aproximarse la noche, el viento amainó. El cielo se veía de un gris más profundo y pendía más cerca de la tierra que nunca. Mientras Boone remojaba las vendas, la nieve comenzó a caer racheada. Cuando regresó junto a Jim, los copos caían espesos a su alrededor, ocultando a la vista la madera y las montañas. Era como si el cielo gris hubiera descendido y los hubiera engullido.