CAPÍTULO XXXV

Desde lo alto del cañón uno podía contemplar los pies de las colinas y más allá las brillantes y amarillas llanuras bajo el sol de principios de invierno. Elisha Peabody detuvo su caballo. Era un mundo enorme, un mundo de alturas y profundidades y distancias que escapaban a la imaginación. Uno se sentía inclinado a encogerse en sí mismo, como una tortuga. Las montañas eran más altas que ninguna de las que había visto antes; los arroyos eran más rápidos, el viento más fiero, el aire más cortante, y las vistas más amplias. Tenía la impresión de que todo había sido creado a medida de un gigante; era como si las proporciones se hubieran desbocado. La inmensidad de los espacios del oeste hacía que las colinas y los parques del hogar parecieran pequeños y artificiales, como un patio con una valla alrededor.

El alma humana también sentía atracción por los extremos. Ayer remontaba el vuelo, sintiéndose salvaje y libre, sintiéndose tan insignificante entre esas inmensidades físicas como para perderse de la mirada de Dios y Su ira. La noche anterior, cuando la gran penumbra se apoderó de todo, regresó como una gallina al gallinero, sintiendo el terrible poder y la gloria de Dios a su alrededor. Peabody supo entonces lo que era la humildad y rezó para que Dios les guiara y les diera fuerzas y les ofreciera su protección, sin la cual incluso la habilidad de un yanqui no serviría de nada. Hoy cabalgaba sintiendo una leve sensación de opresión que no podía ser achacada a ninguna circunstancia en concreto, a menos que se debiera a que la vigilancia silenciosa a la que lo tenía sometido Caudill hubiera dado pie a un vago y estúpido recelo. En más de una ocasión Caudill se giró sobre su montura para examinar el camino que habían recorrido. Bajo las negras cejas sus ojos siempre estaban en movimiento, examinando las laderas, el bosque, el arroyo, las sendas de los animales. Lo que sus ojos le decían, ni su boca lo expresaba ni su semblante lo revelaba. Se detectaba la atenta vigilancia de un animal salvaje en su rostro, pero nada más.

Era un hombre extraño, el tal Caudill, cabalgando enjuto y encorvado a la cabeza de la columna mientras sus trenzas indias se balanceaban al ritmo del paso del caballo. Un hombre extraño, siempre de mal humor, y de genio rápido y el atisbo de una brutalidad infantil. ¿Era la ruda subcivilización de la frontera de Kentucky lo que le había convertido en lo que era, o sus años con los árabes pieles rojas de las llanuras? Al verlo cabalgar delante, con los hombros sueltos y el cuerpo amoldándose al paso del caballo, Peabody concluyó que tenía más de indio que de hombre blanco. Exteriormente, apenas tenía rasgos de hombre blanco. Vestía como un indio y llevaba una bolsa de amuletos… una bolsa medicina, como la llamaban. Su voz era ronca y retumbaba profunda en su pecho, incluso cuando los sonidos que emitía eran sonidos ingleses. Con ojeras bajo los ojos, de semblante curtido y con frecuencia inescrutable. Y tenía a una squaw por esposa.

Caudill podía ser un hombre difícil, e incluso peligroso, pensó Peabody. Otros hombres más educados en ocasiones se sentían inseguros e impotentes en su presencia, como si la fuerza y decisión y primitiva masculinidad de aquel hombre empequeñecieran cualquier otra capacidad aprendida e inculcada. Peabody desechó aquel pensamiento mientras dirigía su mirada a lo lejos, hacia las llanuras. Un yanqui podía comportarse dignamente en compañía de cualquier tipo de persona, gracias a su ingenio, su coraje y perseverancia, como habían demostrado los yanquis a lo largo de generaciones. Caudill sería un renegado blanco sin un centavo en el bolsillo viviendo entre indios mucho después de que su propia visión de los negocios le hubiera convertido en un hombre acomodado e importante.

Volvió a contemplar el cañón por el que discurría el serpenteante río, hasta que sus ojos se toparon con la fila de caballos de carga y vieron a Deakins sentado en silencio sobre su caballo, cerrando la marcha y esperando a que Peabody continuara avanzando. Deakins sonrió, mostrando fugazmente los dientes. Él y Caudill habían salido de moldes totalmente distintos. Cuando Caudill estaba callado, Deakins hablaba; cuando Caudill se encendía, a Deakins se le ocurría un chiste; cuando en Caudill se percibían señales de rápida furia, en Deakins se percibían señales de acción calculada. La arbitrariedad era una parte de la naturaleza de Deakins, y el humor, medio lascivo, medio inocente, de manera que nunca se sabía cuál era la profundidad de sus comentarios. Los dos formaban una buena, aunque irreverente, pareja, y ambos se equilibraban y condicionaban mutuamente.

Peabody espoleó su caballo y escuchó a los animales de carga tras él haciendo repiquetear sus cascos al iniciar de nuevo la marcha, y a Zenon hablando en francés. Podía imaginarse la sonrisa en el rostro de Zenon, la boca flexible y expresiva bajo unos ojos tan elocuentes como los de una doncella. Podía ver sus manos moviéndose mientras hablaba. En ocasiones, oía a Beauchamp respondiendo las fluidas palabras de Zenon. Beauchamp era un pedazo de hombretón con el cuello y los hombros de un toro y un cráneo habitado por la inteligencia de una bestia mansa. Frente a la agilidad mental de Zenon, él alardeaba de sus músculos, como si en el cómputo final fuera la fuerza lo que determinase la talla de un hombre. Le gustaba enseñar el nudo de músculos en sus bíceps y agarrar después el brazo de Zenon hasta hacerle estremecerse de dolor con un apretón de su mano. Le habría gustado hacerlo, es decir, hasta que Deakins se interpuso la segunda noche tras la salida de Fort McKenzie.

—Si yo fuera Zenon, ahora mismo le metería un tiro a esa maldita mano tuya, sí señor —dijo Deakins.

Peabody vio, con un tenue gesto de sorpresa, que el brillo había desaparecido de sus ojos azules.

Beauchamp soltó a Zenon un segundo antes de responder. Su mirada se posó en Deakins como si estuviera calculando su fuerza. Luego dijo:

—Maldita sea, me pienso que necesitas un fusil para enfrentarte a Beauchamp.

Antes de que Deakins pudiera responder, Caudill se movió bordeando el fuego. Sin pronunciar una sola palabra, se acercó a Beauchamp. Peabody más tarde recordaría su paso decidido y su repentino puñetazo. Milagrosamente, Beauchamp se mantuvo en pie. Retrocedió unos pasos, a punto de caerse, pero recuperó el equilibrio y se quedó en silencio como si estuviera dejando pasar tiempo mientras recuperaba el sentido. Levantó una mano para acariciarse la mandíbula. Sus ojos bajaron apartándose del rostro de Caudill y hacia el suelo y miró allí abajo como si buscara algo. A Peabody le recordó un ratón buscando un agujero.

—No tiene intención de pelear en serio, Zenon —dijo Caudill—. No tengas miedo de él. Sólo parece un hombre.

Desde entonces ya no hubo más problemas, y Peabody suponía que probablemente ya no los habría a partir de ese momento. Beauchamp era como un buey amansado con látigo, sin resentimiento en él y sin sentimientos de venganza. Día a día realizaba su trabajo. Todos juntos, pensó Peabody, formaban una buena cuadrilla. Y así, apartó su mente de la opresión inmotivada que sentía, pensando en la buena cuadrilla, en el cielo despejado y el decidido paso que mantenían. Oregón estaba al otro lado de las colinas. Con la ayuda del Señor, llegaría al Columbia.

Cuando avanzaban por el cañón en dirección al suroeste, parecía cada vez más lógico pensar que Dios estaba de su parte, porque el camino se abría ante ellos, ancho y fácil de transitar, a excepción del viento y las nuevas pendientes que se habían formado por las rutas que los indios desde tiempos inmemoriales habían ido escarbando al pasar. Allá donde uno miraba las montañas se elevaban en enormes picos y montículos rocosos, alzándose tan alto que las blancas nubes se agitaban entre ellos; el viento traía consigo el cortante aliento del invierno, y en ocasiones alguna gota de tormenta, pero el paso discurría suavemente, seguro y sin nieve. Era más de lo que Peabody se hubiera atrevido a esperar, rayos. Mirando al futuro, uno podía ver trenes cargueros escalándolo, y carretas y carros de cuatro ruedas abarrotados de mercancías de los colonos, de camino a los valles fértiles del Columbia. Serían hombres libres, todos ellos, sin un solo esclavo entre ellos… hombres libres de camino a una tierra libre para establecer lo que llegarían a ser los estados libres de la Unión, en cuanto las reclamaciones de los británicos hubieran sido rechazadas y después de que las vías de comercio se abrieran, reemplazando la prolongada y lenta ruta marina por el Horn. Podía ver mercancías subiendo y bajando por el Missouri y el Columbia a través de las montañas hasta la misma tierra que pisaba ahora su caballo… cargas de comida procesada y productos de importación, de tejidos, herramientas, rifles, café, té, y azúcar, fluyendo hacia el oeste a cambio de los productos que los colonos habían obtenido de las nuevas tierras. ¿Cómo iba a poder competir el Paso del Sur, que no contaba con la ventaja de la navegación fluvial, contra la ruta que ahora él recorría? Allí había oportunidades para los hombres trabajadores y con visión de futuro. El que antes llegara a esas tierras, ese sería el que mejores oportunidades tendría. El que supiera el camino podría aprovechar sus conocimientos. Se podrían levantar almacenes y establecer líneas de transporte que tendrían que ser gestionadas y habría tierra que trabajar. En cuanto uno se acostumbrase a la tierra, sabría adonde dirigir sus energías. Los hombres de Boston sabrían entonces de la existencia del paso, y los hombres de Boston sabrían cómo aprovechar esos recursos, y también el dinero de Boston, hasta el momento tan cauteloso, respondería al ver la seguridad de obtener pingües beneficios. Peabody sacó su brújula y su libreta del bolsillo. Por la noche, a la luz de la hoguera del campamento, ampliaría ese apresurado bosquejo.

La columna comenzó a ir más despacio hasta pararse cuando Caudill se detuvo para echar un vistazo a un lado y otro del cañón. Un poco después bajó del caballo, lo ató a una rama y retrocedió para tomar prestado el catalejo de Peabody.

—Continuemos —fue lo único que dijo cuando se lo devolvió.

El propio Peabody echó un vistazo por el catalejo mientras Caudill regresaba a la cabeza de la fila. Su caballo no paraba de moverse bajo su cuerpo, bajando la cabeza en busca de hierba, y no pudo fijar el punto de mira en ningún sitio. Las cosas entraban y salían de su rango de visión, los pinos que se alzaban tiesos y altos, el río que serpenteaba, las montañas bordeadas por la línea forestal. Apartó el catalejo del ojo. Las llanuras ya no se veían desde aquel lugar. Uno se sentía a solas con los grandes picos; se sentía aprisionado y mudo en un silencio eterno; se sentía enterrado bajo las irregulares agujas que traspasaban el cielo. Fort Mackenzie se encontraba a una vida de distancia, a una vida de cinco días de distancia.

Llegados a un punto de la ruta que se hundía bajo el nivel del agua, Caudill detuvo la marcha para pasar la noche. El arroyo ahora era poco más que un hilillo que rebotaba sobre las piedras resbaladizas y cubiertas de musgo herrumbroso. Peabody se imaginó que podía ver la línea divisoria allí delante, donde el sol se hundía en una gloria abrasadora. Se bajó del caballo y se quedó apoyado en la silla durante un minuto mientras sus piernas entumecidas volvían a acostumbrarse a la compañía del suelo. La puesta de sol lo retuvo allí. Se podía perder en ella. La melancolía recorrió su cuerpo, y el éxtasis… un triste hechizo que hacía que sus ambiciones personales parecieran asuntos totalmente baladís.

—¡Majestuoso! —dijo para sus adentros—. ¡Majestuoso!

—¿Qué dices? —preguntó Caudill.

Peabody sólo señaló hacia el oeste.

—Rojo como un infierno. Supongo que te apetecerá comer, en cualquier caso.

Caudill se dispuso a desensillar los caballos mientras Deakins sacaba un pieza de ciervo de uno de los fardos y comenzaba a preparar una hoguera.

—Guardaremos los caballos cerca —dijo Caudill con ánimo de informar a los franceses—. Pronto los descargaremos, sólo llevadlos a aquella pequeña llanura, y recordad manearlos, a todos.

—La carne es muy escasa —comentó Deakins mientras Peabody forcejeaba con su silla de montar—. No he visto alces ni ciervos desde esta mañana, y muy pocos rastros.

Peabody tiró con fuerza de la silla y la colocó en el suelo para usarla de almohada donde planeaba poner su cama. Le daba cierto sentimiento de orgullo realizar sus tareas.

—Al ritmo que avanzamos, estaremos en la cuenca del Flathead antes de que necesitemos más caza.

—Espera —dijo Deakins, mientras seguía con los ojos a Zenon y Beauchamp cuando se llevaron los caballos—. Supongo que no has visto comer a los devoradores de cerdo.

—Todo está saliendo bien. ¡Este paso, amigo! No podría haber deseado nada mejor que esto. Caray, apartando la madera, los carros podrían pasar por aquí.

—Si es que alguien quisiera pasar por aquí con ellos —apostilló Caudill, mientras cortaba el venado con su cuchillo.

—Me gustaría tener los derechos de peaje.

—¡Peaje! ¡Peaje! Por Dios, Jim, en cuanto los novatos ven un lugar lo único que desean es destrozarlo. Quieren apropiarse de todo y poner cercas y barreras sobre la tierra. ¿A quién crees que pertenece la tierra, en todo caso, Peabody?

—Imagino que el hombre que abrió la ruta debería tener algún derecho de cobro a los que la transitan.

—Da lo mismo —dijo Caudill más calmado mientras guardaba el cuchillo—. Un cobrador de peajes ya puede dejar extendida su mano hasta el Advenimiento de Cristo y jamás encontrará dinero en ella.

En su mente, Peabody vio los carromatos rodando y el cobrador ocupado devolviendo cambio. Volvió a mirar a Caudill. Algo en aquel hombre le planteaba un reto. Es como si el respeto por sí mismo le demandara provocarlo más.

—No es descabellado pensar que algún día, tal vez cuando aún estemos vivos, se escuche el traqueteo del ferrocarril de vapor por este paso, transportando pasajeros unas trescientas millas en veinticuatro horas.

—Tu cabeza está llena de las ideas más extrañas.

—Va en contra de la naturaleza —respondió Deakins; ya había ensartado un trozo de carne en un palo—. Si la intención de Dios fuera que el hombre se moviera dando tumbos en un carro, ¿por qué no le puso al hombre unas ruedas desde el principio?

—Pues la gente va en contra de la naturaleza ya en cuatro o cinco Estados, y no parece hacerles daño. Albany y Buffalo ya están conectadas por ferrocarril, por lo que he oído.

—¿Dónde está eso? —preguntó Caudill.

—En el Estado de Nueva York.

—Ese no es territorio indio.

—Nunca he visto un carruaje de vapor —dijo Deakins.

—Pues yo no tengo ninguna gana de ver uno. Un caballo ya es lo bastante bueno, o estos pies, llegado el caso.

Los franceses regresaron de la llanura y comenzaron a prepararse unos palos para asar. Zenon se acuclilló luego con las rodillas dobladas rozándole la barbilla, observando su trozo de carne asándose. Caudill colocó el pedazo de costillas cerca de las brasas.

Peabody llenó una lata de agua del arroyo y la puso a calentar. La carne cruda era una dieta que con el tiempo resultaba agradable, y además simplificaba tanto la faena de cocinar que un hombre de montaña se sentía poco inclinado a usar la harina y el grano que había empaquetado. Sin embargo, un estómago civilizado necesitaba un trago de café, con una generosa cantidad de azúcar.

—Mi parece bien —dijo Beauchamp, mirándole; estaba echado sobre su barriga, con el espetón apoyado en una piedra y su trozo de carne carbonizándose sobre el fuego. Era un francés de lo más despistado, por mucho músculo que tuviera.

Peabody volvió a lanzar la mirada hacia la línea divisoria. El sol se había apagado por completo. De todo ello sólo quedaba un fino rayo rojo sobre las colinas y, mientras lo contemplaba, oscureció y las montañas comenzaron a fundirse con el cielo. La oscuridad pareció agolparse a su alrededor… la oscuridad y el silencio, que aún resultaban más oscuros y silenciosos a la luz de la pequeña llama de la hoguera y el involuntario borboteo del agua. El frío se coló bajo su ropa de lana y se propagó como una placa de metal sobre su piel. Arrimó aún más los pies al fuego. Tal vez Caudill tuviera razón cuando decía que el calzado indio mantenía los pies más calientes que el género de los zapateros blancos.

Caudill se lamió los dedos y los secó en su camisa de ante, pasó el cuchillo por la correa de piel para limpiarla y luego lo volvió a guardar en su funda. No habló hasta que hubo encendido su pipa. Entonces dijo:

—Será mejor que hagamos guardia.

—¿Guardia? —preguntó Peabody.

Vio el reflejo diminuto de la hoguera en los ojos de Zenon.

—Sólo para asegurarnos —respondió Caudill.

—¿Cuál es el problema? Rayos, piensas que soy un niño.

—No he visto nada que pueda asustar a nadie. Sólo tengo una vaga impresión, eso es todo.

—No tenías una vaga impresión ayer noche, o antes.

—No había motivo.

—Su medicina funciona, Peabody —intervino Deakins—. Te lo está diciendo.

—¿Diciéndome qué?

—No es medicina, sólo sentido común —respondió Caudill.

—Hablad de forma que uno pueda entenderos, ¿os importaría?

Les sauvages? —preguntó Zenon.

Tras un silencio, Caudill dijo:

—Tiene derecho a saberlo, aunque no quiero asustar a los franceses y que nos abandonen. Este paso discurre en forma de pata de perro. Hay un atajo, que cruza de la cadera del perro directamente hasta la mano. Es agreste pero rápido, y discurre por Cut Bank y más allá hacia Nyack Creek —calló durante un minuto y luego añadió—: Esa es la forma en la que los viejos pies negros emboscaban a los flathead y a los snake.

—¿Y quién diantres querría atraparnos? Vosotros mismos sois pies negros.

Beauchamp miraba ahora a la oscuridad que le rodeaba, como si la posibilidad de que hubiera algún peligro acabara de iluminarse en su lento cerebro.

—Tal vez nos sigan y no nos corten el camino más adelante —dijo Deakins.

—Tal vez —concedió Caudill—. Pero no he detectado nada a nuestras espaldas, y además no es probable que lo hagan. Una partida ya habría tenido tiempo de tomar el atajo y darnos alcance por detrás.

—¡Por Dios Bendito, responded! ¿Quién querría atraparnos? —Peabody dejó que toda su impaciencia se reflejara en su voz.

Caudill se encogió de hombros.

—Cuerno Rojo, quizás, o algunos de sus chicos —dijo, dejando escapar las palabras por la boquilla de su pipa.