CAPÍTULO XXXIII

Peabody era el nombre del tipo… Elisha Peabody, un nombre que sabía extraño en la lengua y resonaba extraño en el oído.

—Me han dicho que conoces las montañas tan bien como el mejor —dijo mientras escudriñaba el rostro de Boone con los ojos bien abiertos. Esperó una respuesta, pero Boone no se la dio. No tenía sentido responder a algo así.

—¿Qué tal se va a tomar la Compañía este viaje? —preguntó Jim, interrumpiendo.

Peabody movió su mano regordeta en círculo, como si la habitación en la que estaban y las dos botellas de vino en la mesa ya fueran suficiente respuesta.

—He hablado del asunto largo y tendido con el señor Chardon. No hay conflicto de intereses. Ninguno en absoluto. Y si existiera alguno supongo que yo sería lo suficientemente caballeroso como para no aprovecharme de la hospitalidad de Fort McKenzie —el rostro redondo y honesto de Peabody se volvió hacia Jim y luego a Boone y después se dibujó en él una leve sonrisa que hizo que su boca pareciera pequeña e infantil—. Sentaos —les invitó.

Estaban en el cuarto de un comerciante, pensó Boone, con un fuego y una cama sobre bloques de álamo y una chimenea de arcilla y piedra y una ventana con el cristal roto. Alguien había embutido un trozo de manta por el agujero. A través de sus mocasines sintió la tierra del suelo tan duramente apisonada como una losa de piedra. Sobre su cabeza vio que del techo de paja colgaban raíces entre los maderos. Escuchó un ratón dando grititos allí arriba.

—Tomad asiento —dijo de nuevo Peabody mientras aposentaba su trasero sobre la cama.

—La compañía puede traernos muchos problemas, de uno u otro tipo, ¿verdad, Boone?

Boone se acercó al fuego, dio media vuelta y volvió sobre sus pasos.

—¡Hijos de perra! —exclamó Boone.

—¿Qué ocurre? —preguntó Peabody, y luego cayó en la cuenta de que se refería a lo que había dicho Jim—. Oh —concluyó.

Jim se sentó en un taburete, su cuerpo se veía desmañado allí subido de aquella manera, y comenzó a llenar de tabaco su pipa. Había un palito junto al fuego, lo cogió, lo sostuvo sobre la llama y con él encendió su pipa.

—Tomad otro trago —dijo Peabody cuando vio que Boone no se sentaba.

A continuación se levantó y llenó los vasos, y luego regresó a la cama y volvió a colocar su trasero sobre ella, con un ademán recatado y un tanto afeminado. Era un hombre afeitado, grueso sin resultar rechoncho, y ambas mejillas estaban coloreadas de un rubor rosa. Era un hombre que Boone no podía imaginar vestido de ante, ni tan siquiera de lino, sólo con las ropas importadas que llevaba y los zapatos importados que calzaba, como si hubiera nacido con ellos ya puestos y sin ellos se quedara en carne viva e incompleto.

Boone dejó de andar de un lado a otro para mirarle.

—No hay ningún paso por aquí como el Desfiladero del Sur, no hay ninguno tan fácil y abierto. Nieva lo suficiente como para enfriar el mismísimo infierno.

—¡Excelente!

—¿Qué es lo que estás buscando, exactamente… algo corto y rápido, o largo y más sencillo?

—En general, por supuesto, es preferible una ruta corta, pero no si supone mucha más dificultad. ¿Hay alguna que pueda convertirse en una carretera para carros?

—¡Por Dios, y tanto! El Desfiladero del Marias es lo suficientemente ancho, si no se tienen en cuenta los maderos derribados, pero ¿hay carretas que puedan rodar sobre ellos?

Peabody se inclinó hacia delante, y el interés hizo que su semblante pareciera más aguzado y fino.

—Lo suficientemente ancho, ¿verdad? ¡Rayos!

—Hay muchos maderos por ese paso.

—Los indios los usan, ¿no es cierto?

—No mucho. Ya no.

Boone apuró el vino. No podía imaginar que alguien sacara vino a menos que no tuviera nada mejor que ofrecer. Uno podía tragar un río de aquel líquido y nunca sentirse del todo bien, sólo adormilado y perezoso.

—¿Hay alguna ruta mejor? —preguntó Peabody.

—El Desfiladero del Sur.

—Quiero decir en esta región.

—Pasos más cortos pero más duros.

—¿Y se pueden transitar con carros y carretillas?

—¡Diablos, claro que no!

Peabody levantó las nalgas y se dirigió a la mesa.

—¿Seríais tan amables de echar un vistazo a los mapas que tengo aquí? —cogió un libro—. Desafortunadamente, el relato del señor Irving sobre los viajes del Capitán Bonneville no es de mucha ayuda. El mapa que contiene no muestra ningún detalle al este de las Rocosas —tras decir lo cual, apartó ese libro—. Aquí, sin embargo, hay un mapa que acompaña al diario del Reverendo Samuel Parker —levantó la vista y miró interrogante a Boone—. Es una obra reciente.

—Está totalmente equivocado, igual que el otro. No se tarda más de dos jornadas largas en cruzar las montañas, tal vez tres, partiendo desde el cañón del Marias. Eso de ahí se supone que es el lago Flathead, ¿verdad? Y aquí está el Marias. No hay tanto territorio en medio.

—¡Rayos! —dijo Peabody; su semblante parecía complacido y entusiasmado.

—Venga, ¿por qué no lo celebras soltando unas cuantas maldiciones? —le preguntó Jim desde el taburete.

Peabody se giró para responderle:

—Nunca lo he encontrado necesario.

—Pues sienta bien.

Peabody estaba abriendo otro libro y alisando el mapa.

—Este —dijo— es el último disponible, de Las Memorias históricas y políticas en la costa noroeste de Norteamérica y Territorios Adyacentes, de Robert Greenhow, bibliotecario del Departamento del Estado. Fijaos en esto que llama él «La Carretera a través de las Montañas» —de nuevo, sus ojos interrogaron a Boone.

—No se ha equivocado mucho —dijo Boone lentamente mientras estudiaba el mapa—, a excepción del otro lado. La ruta no conduce por el sur del lago a Flathead House, sino al norte. Gira hacia el noroeste aquí, donde desemboca el arroyo Bear en el afluente medio del Flathead.

—¡Espléndido! —dijo Peabody, frotando sus rollizas manos—. ¡Espléndido! —añadió—. ¡Rayos! —y miró de reojo y rápidamente a Jim, como si esperase algún comentario por su parte.

—Tenemos el maldito tiempo en nuestra contra.

—Me atrevería a decir que lo lograremos.

—Si sólo se tratara de cruzar, tal vez sí. Pero Jim dice que quieres continuar y bajar un trecho por el Columbia.

—Así es.

—No es verano todo el año en estas tierras, al otro lado de las montañas. Las temperaturas bajan lo suficiente como para congelarle la cola a un puma.

—Lo lograremos, por obra y gracia de Dios.

—Uno nunca sabe lo que hará Dios —dijo Jim.

Boone examinó a Peabody, comenzando por los pies y subiendo hasta la cabeza, y Peabody entonces habló con cierto retintín en la voz:

—Creo que soy capaz de ir donde cualquier otro hombre pueda ir.

—Creo que me tomaré otro trago —dijo Jim mientras se levantaba y se servía una copa larga—. Ojalá Pobrediablo estuviera por aquí. Ese sí que era un buen compañero de viaje. Ese indio podía mantenerse caliente tan sólo con un taparrabos de pellejo de conejo. ¿Has sabido algo de él últimamente, Boone?

—Lo último que supe es que se había establecido en el norte, con los blood.

Boone había visto antes a hombres como Peabody, hombres que, de alguna manera, eran sencillos, y serios como búhos y tan seguros de sí mismos que todo lo que decían sonaba a fanfarronada sin ser una fanfarronada. Cuando les daban su merecido, se comportaban como niños pequeños enfurruñados.

La habitación se oscureció cuando una nube pasó por delante del sol. A través de la ventana Boone vio una sombra que corría por el terreno, luego hacia la valla y luego al otro lado. El repiqueteo del martillo de un herrero le llegó a los oídos. Se giró hacia Peabody.

—¿Has visto alguna vez morir congelado a un caballo?

Los ojos desorbitados de Peabody se abrieron aún más, como si en ese mismo instante estuviera viendo el caballo. Tras echarle un buen vistazo, respondió:

—El clima en Nueva Inglaterra no puede decirse que sea tropical, ¿sabes?

Boone se llenó el vaso.

—No sabría decirte, la verdad.

Durante un rato nadie dijo nada. Entonces, Jim habló, sólo por romper el hielo.

—Boone y yo estuvimos con Bonneville y Wyeth en más de una ocasión.

—No es que les fuera muy bien —dijo Boone, observando el rostro de Peabody.

—Hay buenas razones. Bonneville, por ejemplo, nunca supo qué perseguía. Se dedicaba a una cosa y luego cambiaba a otra. Nunca supo si ser un explorador, un comerciante, un trampero o un simple aventurero. No supo elegir entre la diversión o las pieles.

—De todas formas, era un tipo legal —respondió Jim.

—Me refiero a sus habilidades comerciales.

—No muy diferente en apariencia a usted si fuera calvo en lugar de tener esa mata de pelo.

—¿Y qué pasó con Wyeth? —preguntó Boone—. Ese sí que sabía moverse por la montaña.

Peabody asintió.

—Conozco a Wyeth personalmente. Un espléndido caballero. Fue víctima de la mala suerte y la mala fe. Si la Compañía Peletera de Rocky Mountain le hubiera renovado el contrato, me atrevo a decir que aún estaría en las montañas, en lugar de estar cortando hielo en Cambridge para el comercio en Sudamérica.

—¡Hielo! —dijo Boone—. ¿Puede uno vender hielo?

—De todas formas —interrumpió Jim—, los castores se habrían acabado para él, igual que para el resto.

—No estoy interesado en castores. Ya os lo he dicho. Estoy interesado en desarrollar el territorio, en la construcción futura de la zona. Vosotros parecéis pensar que, debido a que los indios no han explotado este enorme territorio del oeste, nadie puede hacerlo.

—Ellos viven en este territorio. Viven de él, e incluso disfrutan de él —respondió Boone—. ¿Qué demonios te propones, por Dios Bendito?

Peabody respiró profundamente, como si quisiera estar seguro de tener suficiente aire para explicar su argumento.

—Cuando un territorio que podría sustentar a tantos, en la realidad sustenta a tan pocos, entonces, rayos, los habitantes no han hecho un buen uso de los recursos naturales —sus grandes ojos miraron a Boone, serio y cortés, pero no temeroso—. Ese fallo sin duda justifica una invasión, pacífica a ser posible, pero forzada si fuera necesario, por gentes que puedan aprovechar los recursos que ofrece la tierra.

—Opino que eso que dices es una tontería.

—Si sobrevives sabrás lo equivocado que estás. ¿Es que no lo comprendes? Nosotros estamos creciendo. La nación presiona sobre sus fronteras. Sin duda aparecerán nuevas oportunidades, más y mejores oportunidades de las que existieron con el comercio de pieles. Transporte, venta de productos, agricultura, empresas madereras, pesca, ¡terrenos para construir! Es imposible imaginárselos todos.

—Maldita sea, hablas como si uno sólo tuviera que poner un arado en la tierra para que crezca maíz, tal vez, o boniatos, o sorgo, o tabaco. La estación no es lo suficientemente larga para sacar adelante una cosecha. Este es territorio indio y territorio de búfalos, y siempre lo será.

—Lo dudo mucho, también lo relativo al territorio de los pies negros. En cuanto a Oregón y el valle Willamette —Peabody extendió los brazos—, la Compañía de la Bahía Hudson posee campos de cultivo allí, y ganado. Las misiones están yendo bien. Un centenar de colonos acudieron allí este verano pasado bajo el liderazgo del doctor Elijah White.

La boca de Peabody estaba tensa y dibujaba un rictus solemne en su redondo rostro. El rubor rosado de sus mejillas se había extendido de manera que su rostro estaba totalmente rojo. Respiró de nuevo profundamente llenando la barriga de aire, como si fuera a lanzar de nuevo una larga parrafada, pero lo único que dijo fue:

—No he venido aquí a discutir, sino a contratar a unos guías.

A continuación se sentó y se frotó la cara con un pañuelo blanco que se sacó del bolsillo de su abrigo.

Jim apartó la copa de su boca el suficiente tiempo para decir:

—El territorio al otro lado de las montañas es territorio británico. ¿Cómo piensas solucionar ese problema?

—No es territorio británico. Es territorio de ocupación conjunta por tratado.

—Tengo la impresión de que la Compañía de la Bahía de Hudson no se ha enterado todavía de eso.

—Tengo entendido que los colonos no son tratados demasiado mal. Pero aparte de esa cuestión, ¿realmente pensáis que los Estados Unidos de América permitirán que la Compañía, o ni tan siquiera el propio ejército británico, se interponga en su camino? Nada nos detendrá. ¿Británicos? ¿Españoles? ¿Mexicanos? Ninguno de ellos. Desde cualquier punto de vista razonable la tierra es nuestra… por geografía, por contigüidad y expansión natural. Caray, es el destino, de eso se trata… el destino ineludible.

Jim sonrió y su brazo salió disparado hacia delante con los dedos estirados.

—¡Hurras para el primer gobernador! —y dirigiendo la mirada a Boone añadió—: Un hombre que puede hablar con tan altas miras y de forma tan refinada no debería dedicarse a nada más.

Peabody se había sonrojado al soltar la soflama. Se sonrojó aún más al escuchar las palabras de Jim y volvió a sacar el pañuelo blanco.

—Supongo que, en todo caso, nos lo pasaremos bien, arrojando a los británicos al mar —dijo Jim.

Peabody tomó su copa de vino de la mesa, se sentó en la cama, sorbió un poco de vino, cerró los labios y mantuvo el vino en la boca durante unos segundos sin tragárselo, como si quisiera paladear todo el sabor del líquido antes de pasarlo al estómago.

Boone se agachó y se sentó con las piernas cruzadas en el suelo.

—¿A qué distancia quieres que viajemos?

—Al menos, hasta la cabecera de navegación del Columbia.

—¿Para barcos grandes o pequeños?

—Tendremos que verlo cuando lleguemos.

—¿Tienes intención de parar en los fuertes de la Bahía de Hudson?

—Tal vez no —consideró Peabody—. Tal vez será mejor no hacerlo. No en este viaje.

—Es una locura partir ahora. Yo votaría por esperar hasta el verano.

Peabody sacudió su redonda cabeza mientras formaba con los labios una tensa línea sobre el pequeño y cuadrado mentón.

—Eso ya está decidido. No tengo intención de quedarme de brazos cruzados por un poco de mal tiempo. Si no lo aceptáis, me buscaré a otros.

Jim sujetaba su cuchillo y sacaba virutas del taburete sobre el que estaba sentado con las piernas separadas.

—Eso es alguien con las ideas claras y lo demás son tonterías, sí señor.

—El señor Chardon piensa que la nieve en las montañas no debería suponer un obstáculo, todavía.

—Tal vez quiera verte congelado —dijo Boone.

—Cuando se pone a nevar en este territorio, por Dios que nieva con fuerza —añadió Jim—. ¿Te avisó Chardon de eso?

—Todavía no me habéis dado vuestra respuesta.

—Si uno fuera lo suficientemente listo, supongo que se decidiría por hacer la travesía a pie —Jim posó sus ojos en Boone.

—Tengo suficiente equipo, ya sabéis.

Boone sacudió la cabeza.

—Tal vez los caballos nos vengan bien, si nos quedamos atrapados por la nieve y no hay caza en los alrededores. Hay peores cosas que la carne de caballo.

En el redondo rostro de Peabody apareció una expresión de sorpresa.

—Y si no nieva —dijo Jim—, con los caballos podremos atravesar las montañas mucho más rápido.

—¿Aceptáis, entonces?

—Creo que yo sí iré, como ya te dije antes —respondió Jim—. Pero no es tanto a mí a quien realmente necesitas, sino a Caudill. Nunca he atravesado ese desfiladero. ¿Qué dices tú, Boone?

—Digo que es una idea disparatada. No habrá ni una sola alma que viaje por esa ruta, nunca, ni tampoco nadie que quiera construir una granja. Hace demasiado frío y un tiempo muy seco y ventoso para las personas. Y los que lo intenten, huirán corriendo a sus hogares con la cola entre las piernas, si sus cabelleras no están ya colgando en algún bastón de mando. Y algunos morirán de hambre y otros de frío. Eso es lo que pienso —examinó el rostro de Peabody—. Es muy peligroso partir ahora. Eso es lo que pienso, y todavía más peligroso si tenemos que esquivar los fuertes británicos.

—Es cierto que hay peligro —concedió Jim—. Por ejemplo, Cuerno Rojo no quiere que vayamos.

—¡Al infierno con Cuerno Rojo!

—No entiendo —interrumpió Peabody—. ¿Quién es Cuerno Rojo?

—Nadie de importancia —respondió Boone—. Es sólo jerga india.

—Pero no le gustará, Boone. Tal vez será mejor que lo dejemos si así lo quiere él.

—Maldito seas, Jim. Sólo intentas picarme.

—¿Ya estás lo suficientemente picado? —apareció una sonrisa maliciosa en el rostro de Jim y continuó hablando—: No es sólo por fastidiarte, Boone. ¡Venga, Boone! No será divertido si tú no vienes. Dile al hombre que sí.

—No me gusta que Cuerno Rojo se piense que puede mandar sobre mí.

—Así es como habla un verdadero oso.

Peabody miraba a uno y a otro con el ceño ligeramente fruncido.

—Creo que no te entiendo —dijo a Boone.

—No es nada que me afecte. Jim y yo podemos salir de cualquier entuerto, sí señor, y por supuesto podemos hacer lo mismo por ti. Yo abriré la marcha y te indicaré el camino.

—¡Espléndido! —el hombrecillo frotó sus gordezuelas manos, alargó repentinamente el brazo, cogió la copa de la mesa y se la bebió de un solo trago—. Necesitaré ayuda y consejos para preparar los suministros. Mis dos franceses canadienses no creo que sean de mucha ayuda en esto. Si queréis echarme una mano puedo empezar a pagaros inmediatamente, a la tarifa acordada de un dólar y medio.

—Estaría bien, sí —dijo Jim—, estoy tan pobre que no podría ni tan siquiera comprarle una cuenta de cristal a mi squaw favorita.

—¿Quiénes son los franceses?

—Se llaman Zenon y Beauchamp. El tal Beauchamp es un hombre fuerte.

—Espero que sepan cómo cargar un caballo. Jim y yo tenemos intención de limitarnos únicamente a cazar carne y a guiaros.

Boone se dirigió a la puerta y salió. Las habitaciones le hacían sentir a uno encerrado en sí mismo; le incomodaban tanto que su mente no podía concentrarse en otra cosa que no fuera buscar dónde estaba la salida, como un ratón en un balde. Pasó junto al cañón y el mástil. Un somnoliento guarda le dejó pasar por la verja interior. Había un par de blood en el almacén indio y un hombre que parecía ser un cree, y que parecía haber cogido una buena curda.

—No whisky —decía el vendedor—. No tenemos agua medicina.

El cree se acercó a Boone, mendigándole tabaco. Era un indio corpulento, no muy alto, pero de espalda y pecho anchos. Boone sacudió la cabeza y se dispuso a marcharse, pero el cree alargó el brazo y agarró una de sus trenzas para retenerlo, diciendo algo gutural mientras tiraba. Boone le golpeó en el vientre, escuchó el gruñido que salió a presión y sintió que la mano soltaba la trenza. El cree se inclinó hacia delante con los brazos sosteniendo su barriga. Boone volvió a golpearle, le propinó un puñetazo en la cara, y el cree se derrumbó hacia atrás sobre la tierra y se quedó inmóvil. No se oyó ni una sola palabra, ni de la boca del comerciante ni de los dos blood. Boone sintió que sus ojos le seguían mientras salía por la gran puerta hacia el exterior.

El sol se había perdido tras unas cuantas nubes por el oeste, y un frío cortante cubría la tierra. Pronto caería la noche. Estando el invierno tan próximo, el sol sólo echaba un vistazo a las cosas y luego se agachaba tras las montañas. Salía humo de los tipis montados alrededor del fuerte, que subía gris hacia el frío cielo. Se percibía el olor del humo de la madera en el aire, y el olor de la nieve. Hacia su derecha, el río corría opaco como el plomo.

Ojos de Cerceta estaría esperándolo en la tienda que había montado. Estaría esperando y preguntándose cosas, pero no le haría preguntas cuando regresara. Se encargaría de que hubiera carne para él y que el fuego estuviera bien, y todo el tiempo los ojos de ella estarían posados en él con una pregunta no formulada en ellos, y su rostro iluminado por una luz que Boone había percibido últimamente, una especie de suave resplandor que atravesaba su piel. No preguntaría, pero todos sus pequeños gestos serían gestos atentos que le traerían la respuesta a través de las miradas de él o sus movimientos o su tono de voz. Una mujer atrapaba a un hombre y lo llevaba de un lado a otro sin tener ni siquiera que abrir la boca. Al notarla a su alrededor, uno, en ocasiones, no se sentía él mismo. Deseaba liberarse y enviarlo todo al infierno y salir corriendo hacia algún sitio, sin nada que le atase a lo que había sido o lo que había hecho. Pero él no lo haría, no para siempre… no con una mujer como Ojos de Cerceta. Estar un breve tiempo alejado de ella era suficiente, cuatro lunas, tal vez, mientras guiaba al loco Yanqui Rayos por Oregón.