CAPÍTULO XXXII

Las primeras nieves cayeron antes de que Jim regresara. Era una nieve húmeda y espesa que colgaba de las ramas, caía sobre los hombros y se colaba por detrás del cuello cuando uno asomaba la cabeza entre las ramas de los árboles a orillas del Musselshell para buscar madrigueras de castores. Las primeras bandadas de patos procedentes del norte llegaron con ellas y sus alas silbaban en la gris penumbra. El agua en los estanques de los castores brillaba oscura e inmóvil entre las orillas nevadas. En las profundidades, las truchas se movían lentas y atontadas. En un solo día la nieve se había derretido. El sol volvió a salir, el viento sopló desde el oeste y la tierra se secó, pero el territorio no era el mismo; parecía pardo y cansado, sin vida, ya preparado para el invierno, pobre y silencioso, mientras el viento lo azotaba un día tras otro. Un trampero que recogía sus trampas escuchó el viento soplando entre la maleza y las últimas hojas tozudas cayendo al rozar sus brazos y piernas; miró hacia arriba y vio el cielo profundo y frío, en el que colgaba una nube retorcida, y cuando olisqueó el aire, el olor del invierno penetró en su nariz… el intenso y desolado olor del invierno, de frío inminente, de hierba seca y hojas caídas y arenilla arrastrada por el viento. Sentía calambres en las piernas y los dedos entumecidos mientras avanzaba dentro del agua recogiendo trampas, y se sentía bien al pensar que ya había cazado suficiente carne y recolectado bastantes bayas para la estación que se avecinaba. Ahora era el momento de cazar y echar de menos el fuego del tipi y los largos y perezosos días venideros y la tripa llena y divagar a la manera de Jim.

Un solo castor en seis trampas. Era poca caza, pero tampoco se podía esperar mucho más, al menos no mientras viajase con un grupo de tramperos y en aguas estancadas que otros tramperos ya habían recorrido antes. Un pellejo no les daba para mucho con Chardon, el nuevo bourgeois en Fort McKenzie. Uno podía dejar caer en un ojo lo que sacaba de whisky por un pellejo y ni tan siquiera pestañear, y un castor de algodón rojo para Ojos de Cerceta no cubriría ni tan siquiera la cola de un berrendo. Era bueno que uno no necesitara muchas cosas manufacturadas. Los búfalos le daban carne y ropa y una cama y un techo sobre su cabeza, y lo que no le daban los búfalos, se lo daban los ciervos o los borregos, a excepción del tabaco, la pólvora, el plomo y el whisky, y algo de ropa y adornos para su squaw.

Boone cogió el castor por una pata, regresó a su caballo, montó y cabalgó hacia el campamento. Ojos de Cerceta despellejaría el castor y cocinaría la cola. Sus manos se movían rápidamente y con decisión a pesar de ser tan pequeñas. Y apenas necesitaba mirar lo que hacía. Podía estar mirándole o riendo o hablando, sin perder ni una sola puntada. Su tipi estaba tan aseado como el que más, aunque los otros indios tuvieran media docena de esposas, ni estaba lleno de liendres, como sí lo estaban algunos otros. Tal vez se debiera al invierno que pasó en San Luis con los blancos; o lo más probable es que simplemente se debiera a que ella era Ojos de Cerceta, limpia por naturaleza, y sabía cómo mantener un tipi en buenas condiciones y cómo ponerse bonita colgando cuentas rojas en su cabello negro, donde le sentaban bien, y cuentas azules o blancas sobre su piel morena, donde también le sentaban bien.

Cerca de su tipi Boone vio dos caballos demacrados y con las grupas ladeadas y escuchó unas voces que provenían del interior. Detuvo su caballo y escuchó y supo que Jim había regresado a casa. La risa de Ojos de Cerceta le llegó flotando por el aire. Saltó del caballo y dejó caer el castor junto a la puerta, se agachó y entró.

How! ¡How, Boone! —gritó Jim, y se puso en pie sujetando un trozo de carne en la mano. Habló con la boca llena—. Choca esa zarpa, Boone. Me alegro un montón de estar de regreso.

Boone miró su cabello rojo y su rostro, que se había arrugado en una sonrisa y mostraba sus blancos dientes, y sintió la mano de Jim firme y fuerte entre la suya.

—Maldito seas, Jim —dijo—. ¿Qué es lo que te ha tenido tan ocupado? Debería echarte un lazo o tenerte atado a una cuerda. ¡Y que me aspen si no te has cortado el pelo! Tu cabeza es como un huevo con pelusilla, eso es lo que parece.

Jim se pasó la mano por el pelo rapado que le cubría el cráneo.

—Lo hice para que la gente no estuviera haciéndome preguntas todo el tiempo en los Estados. Ojalá pudiera hacer que tardara tan poco tiempo en crecerme como lo que tardé en cortármelo.

—Pensábamos que Pelo Rojo había tomado a una squaw blanca —dijo Ojos de Cerceta en la lengua de los pies negros.

—No es para mí —dijo Jim—. Las vidas de esos bourgeois son sólo florituras y galas. Tengo otras cosas que hacer que andar cortejando a una mujer —y a continuación siguió hablando en el idioma de los pies negros—. Los hombres blancos en sus grandes pueblos no tienen squaws como tú. Las mujeres son débiles y perezosas. No visten con pieles, ni cortan madera ni levantan o recogen el campamento. No son como Ojos de Cerceta.

Boone pudo ver que Ojos de Cerceta se sentía halagada. Se sentó junto al fuego, arrimó sus pies mojados y encendió la pipa. Ojos de Cerceta se acercó, le quitó los mocasines mojados y le llevó unos secos. Jim se sentó y también encendió su pipa.

Se sentía bien, sí señor, teniendo allí a Jim con el invierno a punto de asomar, y una olla de carne borboteando y con los pies calientes frente al fuego y saboreando el dulce humo del tabaco. Le hacía sentir calor en su corazón, y satisfacción. Ojalá no tuviera que recibir a los hombres piegan hasta que él y Jim hubieran terminado con su reencuentro.

—No te ha atrapado el invierno por un pelo, Jim.

—Me apetecen cielos más abiertos durante un tiempo.

—Cuerno Rojo dice que no. Dice que hará un frío de mil demonios.

—Algunos piensan de una manera y otros de otra; sólo Dios lo sabe. Me apetece pasar el invierno tranquilo.

—¿Cómo has llegado… en barco, a caballo o cómo?

—La mayor parte del camino a caballo. Barco de vapor hasta el Platte, y luego conseguí dos caballos de los gran pawnee y seguí a mi nariz hasta McKenzie. Chardon me dijo dónde estabas.

—¿Algún incidente con indios?

—Sólo con los cheyenne. Una partida de guerra. Le descerrajé un buen tiro a uno de ellos después de que me disparara y avisara a los otros. Bajaron al galope un buen trecho, intentando darme alcance, pero no valían mucho. No eran como los antiguos pies negros. Ni como los mosquitos.

¿Cheyenne?

—Eso es lo que eran, sí. Aunque no me lo hubiera esperado.

Sentados allí en la oscuridad de la tienda y con la hoguera calentando sus pies y la voz de Jim entrando por sus oídos y recordándole cosas del pasado, Boone rememoró los encuentros que Summers, Jim y él tuvieron con los pies negros. Habían matado a muchos, los tres, y habían estado a punto de que los matasen más de una vez. Nadie luchaba como los antiguos pies negros, tan fiera y despiadadamente como ellos, hasta que la viruela llegó y los convirtió en indios buenos. Si pusieran juntos a todos los indios que él, Summers y Jim habían matado, formarían un poblado bastante grande.

—¿Viste a Dick? —preguntó Boone.

—¡Casado! ¡Que me aspen si no se ha casado! ¡Y con una mujer blanca! Ahora es granjero. Maíz, cerdos y algo de tabaco.

—¿Cerdos?

—Cerdos.

—Recuerdo cuando no le gustaba ni un pelo la carne de gorrino.

—Ni las mujeres blancas tampoco.

—¿Cómo está?

—Bastante bien, supongo. Cree que está mejor que muerto, pero, por supuesto, no lo puede saber. Siempre he pensado que estar muerto le puede ahorrar a uno un montón de problemas.

—Pues tú nunca has seguido tus propios consejos. Siempre te he visto muy preocupado por no perder la cabellera, sí señor.

—Pensando que tal vez uno acabe finalmente en el infierno. Pero si no es así, quiero decir, si cuando uno muere, muere y ya está, entonces no hay duda, estar muerto puede ser mucho mejor que vivir endemoniado.

Ojos de Cerceta había puesto más troncos en el fuego y había comprobado que hubiera suficiente carne en la olla y se sentó para coser una camisa. Boone veía sus ojos ir de uno a otro cuando ellos hablaban, y cómo se iluminaban al entenderlos. Podía entender casi todo lo que se pudiera decir en inglés, aunque no lo usaba mucho.

—El piegan sabe que va a la tierra de los espíritus —intervino—. No le pasa lo que al hombre blanco y no tiene miedo a morir, porque lo sabe.

Jim le lanzó una fugaz sonrisa.

—Algunos indios piensan de forma distinta. Algunos creen en la Gran Medicina del hombre blanco.

—Los flathead —dijo ella—, y los pierced noses. Tienen las ropas negras y el Libro del Cielo. No son guerreros como los piegan. No son un pueblo grande.

Jim cogió un cuenco de madera y lo llenó de la olla con una cuchara de cuerno y a continuación sacó el cuchillo y comenzó a comer de nuevo. Un poco después dijo:

—Me fui directamente a Kentucky, Boone. Incluso he visto el lugar donde me crié.

Boone gruñó.

—Dejé un aviso para tu familia, supuse que no te importaría. Alguien dijo que tu padre estaba enfermo.

—Pues espero que ya esté bien muerto y enterrado.

—No van muy bien las cosas por allí abajo, no señor.

—Pues entonces no sé por qué te marchas siempre.

—A uno no le gusta estarse quieto —Jim se limpió la boca con el dorso de la mano mientras un leve ceño fruncido se dibujaba sobre sus ojos, como si estuviera pensando qué decir—. Es asombroso, Boone, la cantidad de gente que viaja hacia el oeste.

—Sólo son rumores, supongo.

—Uno ya no reconoce el río, con todos los nuevos fuertes a sus orillas y los mandan muertos, y los arikaree desaparecidos. Ya no lo reconocerías, Boone.

Boone volvió a gruñir. El gruñido era algo bastante útil; decía mucho con muy poco esfuerzo.

—¡Y los barcos de vapor! Te asombrarías si vieras esos barcos, Boone, hay tantos, y todos tan blancos y lujosos.

—Muchos de ellos embarrancan.

—Pero eso no les hace dejar de fabricarlos.

—Un día dejarán de hacerlos, lo sé.

—Las gentes de todas partes hablan de Oregón y California. Planean juntarse en partidas.

—¿Para qué?

—Para llegar a nuevos territorios, Boone. Para llegar a algún lugar donde se pueda respirar, supongo. Para escapar de la fiebre. ¿Alguna vez te has parado a pensar en la fiebre, Boone? ¿Cuántos tienen angustias y ese tipo de cosas? Casi la mitad tienen temblores.

—Pues temblarán aún más cuando escuchen los gritos de guerra.

—Los piegan están enfermos —intervino Ojos de Cerceta, levantando la mirada de su punzón.

Era como si sus ojos no vieran a los dos hombres, como si mirasen a otras tiendas y contemplasen a los niños que habían contraído las fiebres y los calambres en el vientre últimamente y que, en algunos casos, habían muerto, mientras los hombres medicina armaban un alboroto sobre sus cuerpecitos intentando ahuyentar a los malos espíritus. Era como si, de un tiempo a esta parte, sus oídos tan sólo oyeran el repiqueteo de un cascabel y el golpeteo de un tambor.

—No es nada, me refiero a la enfermedad de los piegan —respondió Jim con una sonrisa en su rostro impertérrito, y a continuación se levantó—. Te he traído un regalo.

Lo dijo como si lo acabara de recordar, se dirigió al viejo saco de trampas que había metido en la tienda y sacó un espejo con un marco y un mango de madera. Ojos de Cerceta dejó escapar un tenue gemido en su garganta cuando lo cogió.

Boone captó la atención de Ojos de Cerceta e hizo un gesto con la cabeza.

—He dejado un castor ahí fuera.

Jim se había dado la vuelta hacia el saco de trampas. Sacó una botella de whisky y se la pasó a Boone.

—Para que puedas remojarte el gaznate.

Ojos de Cerceta se levantó y salió para despellejar el castor.

—¿No hay mucha caza? —preguntó Jim.

—He pillado unos cuantos.

Boone tomó un trago y ofreció la botella a Jim. Era un buen whisky, no el agua con alcohol que hacían pasar por whisky la mayoría del tiempo. Sintió que la mente de Jim lo analizaba, como si hubiera algo que todavía no le había revelado.

—Hay mejores maneras de hacer dinero.

—Puede que haya maneras de hacer más dinero, pero no mejor.

—Más fácilmente, en todo caso.

Boone bebió otra vez, pasó la botella y volvió a encender la pipa.

—Ojos de Cerceta está preciosa —dijo Jim, como si tan sólo pretendiera darle un poco de conversación mientras su mente reflexionaba sobre otras cosas.

Antes de que pudiera continuar, la entrada a la tienda se oscureció y Cuerno Rojo entró, y tras él Corredor Veloz y Gran Escudo. Todos se sentaron sin hablar, y al ver que se trataba de una visita solemne, Boone pasó un cuenco de carne seca y bayas y sacó su mejor pipa, la que tenía la cabeza de un pájaro carpintero rojo sujeta a la larga boquilla y un gran abanico de plumas sobre la cabeza. La llenó y apoyó la cazoleta sobre un terrón de tierra y exhaló el humo hacia el sol y hacia la tierra y la pasó a Cuerno Rojo, que estaba a su izquierda.

Cuerno Rojo se había vestido de gala para la reunión con Jim. Llevaba un uniforme escarlata con bordes azules que Chardon le había dado y una medalla de la compañía colgada del cuello. Llevaba las pestañas pintadas de rojo y bandas de pintura roja en las mejillas y cuentas de cristal colgando de sus orejas, y en una mano sujetaba un ala de cisne. Antes de fumar escupió hacia el norte y hacia el sur, porque esa era su medicina.

Boone entonces pasó la botella medio vacía y luego se echó hacia atrás, esperando. Corredor Veloz gruñó al notar el picor del whisky en su garganta y palmeó su barriga desnuda con la mano. Era un indio que jamás se vestía, pasara lo que pasara, sólo llevaba sus viejos pantalones y su sucia manta. Había dejado que la manta cayera alrededor de sus muslos, dejando desnuda la parte superior de su cuerpo y mostrando las dos viejas cicatrices que se había cortado en diagonal en cada brazo. Boone pensó que su squaw no le había limpiado del todo bien los piojos; podía ver uno escalando sobre su cabello. Un poco después Corredor Veloz sintió que se movía en su brazo, levantó el brazo lleno de cicatrices, la cogió con la mano y se lo metió en la boca.

Gran Escudo dejó que el whisky se derramara lentamente en su boca. Su rostro, que tenía levantado mientras bebía de la botella, estaba pintado de bermellón rojo mezclado con grasa. La luz del fuego brillaba sobre su piel y despedía reflejos blancos sobre la nueva camisa de borrego cimarrón que llevaba. A la botella tan sólo le quedaba una gota cuando regresó a manos de Boone.

Pasó un tiempo hasta que terminaron de parlamentar e incluso después los tres se quedaron mirando a Jim y preguntándole cosas de vez en cuando, mientras él retomaba su charla con Boone, aunque ninguno de ellos, a excepción de Cuerno Rojo, podía entender las palabras del hombre blanco.

—Uno se ha topado con algunos tipos extraños —dijo Jim—. Me encontré una vez con uno que tenía intención de memorizar todos los pasos que atraviesan las montañas.

—No es tan extraño. Nosotros mismos conocemos unos cuantos.

—Pero era para encontrar castores.

Boone respondió de nuevo con un gruñido.

—Este hombre que te digo no es un trampero. No tengo ni idea de lo que es exactamente. Dice que quiere estar preparado para cuando la gente comience a llegar realmente. Tal vez tiene intención de montar puestos de comercio por el camino o contratar a gente de los asentamientos. Creo que ni tan siquiera él mismo lo sabe, todavía, pero tiene la total certeza de que habrá un montón de oportunidades para cualquiera que conozca las montañas. Es un hombre educado, sí señor, tan finamente educado que uno a duras penas puede entender la mitad de las cosas que dice.

—Aun así, no son nada más que tonterías.

—Si hay un paso fluvial, como lo habrá, espera que los barcos de vapor traigan a un montón de colonos y comerciantes y otro tipo de gente a Union, desde donde partirán hacia el Columbia. Tiene unas cuantas ideas rondándole la cabeza.

Boone fumó de su pipa y exhaló el humo en una fina columna mientras miraba a Jim.

—¿Cuándo vas a empezar?

Jim pestañeó una vez.

—No he dicho nada de empezar.

—No hace falta.

—Este tipo ha estado en el sur y ahora viene hacia aquí. Está buscando un par de mountain men que le muestren algún paso por el norte. Paga un dólar y medio al día.

—Es una locura, una maldita locura.

—Quizás lo sea, quizás no. Si, como se espera, la gente se dirige a Oregón, parece una buena idea que lo haga en transbordos de un barco a otro, a través de las montañas. De todas formas, a nosotros nos da igual que sea una locura.

—No —dijo Boone, tras darle vueltas en la cabeza.

—Nosotros sacamos dinero y él obtiene información.

—¿Adónde planeas llevarle?

—Por el Medicine, tal vez, y más allá. Tú conoces mejor la zona.

—El mejor sitio es subiendo el Marias y cruzar por allí hasta el Flathead. Pero la nieve lo atrapará, y el frío.

Corredor Veloz se rascó la cabeza y Escudo Grande comenzó a golpear el suelo con un palito. Cuerno Rojo estaba en silencio. Sólo sus ojos se movían. Era como si siguiera la conversación con los ojos.

—No será una partida muy grande —dijo Jim—, sólo él y un par de devoradores de cerdo para ayudar, y nosotros, si te apuntas.

—Y un montón de material que habrá que arrastrar.

—Algo, sí.

—¿Hasta dónde quiere que le llevemos?

—No estoy seguro de eso. Boat Encampment, tal vez.

—¡Jesús! ¿Y cuándo estará listo para partir?

—Tiene intención de llegar a McKenzie en una luna más o menos.

—Demasiado tarde. Cuerno Rojo dice que será un duro invierno.

Cuerno Rojo volvió sus profundos ojos hacia Jim.

—Mucho frío. Mucha nieve.

—Nunca vi que Boone Caudill se privara de hacer algo por culpa del clima, o cualquier otra cosa —dijo Jim.

—Por culpa de que es una estupidez —Boone sintió que el whisky le daba cierta fuerza a sus palabras—. Tú mismo pareces un novato, hablando sobre la gente que viene, gente que viene, gente que viene. Ya has visto lo suficiente para saber que las montañas no son buena tierra para cultivar, ni un solo recoveco, mucho menos la tierra de los piegan. A un granjero se le congelarían las patillas antes de que el polvo que levantara al arar volviera a posarse en el suelo.

—Este hombre no tiene en mente la tierra de los piegan, sólo pretende cruzarla. Y no estoy diciendo que sea buena tierra para cultivos. Estoy diciendo que podemos sacarnos un dólar y medio al día de forma fácil.

—Recuerdo los tiempos en los que esa cantidad de dinero no era nada.

—Recordar no te va a hacer ganar dinero.

—Uno no necesita tanto el dinero.

—Tampoco le hará daño. Mira, Boone, no es sólo el dinero, ni una cosa en concreto. Es el dinero y que nos movamos por ahí y lo pasemos bien. Hace ya mucho tiempo desde la última vez que tú y yo lo pasamos bien juntos, o al menos podemos divertirnos de otra manera… llevas demasiado tiempo metido en territorio de pies negros.

Cuerno Rojo había estado esperando para hablar. Había una mirada dura y firme bajo sus párpados rojos. Se echó hacia delante y comenzó a hablar lentamente en el idioma de los pies negros.

—Nuestros ancianos lucharon para mantener lejos al comerciante blanco de nuestros enemigos al otro lado de las montañas. Vigilaron el desfiladero por el que transcurren las aguas del río que el Cuchillo Largo llama Marias. Allí lucharon contra los flathead y los kootenai. También con los hanging ears y los pierced noses y los snake. Eran valientes. Lucharon muchas batallas. Consiguieron muchas cabelleras. Hicieron retroceder a sus enemigos. Los enemigos dejaron de pasar por el desfiladero. Para poder entrar a cazar en tierras de los piegan debían girar hacia el sur y viajar por el River of the Road hasta los Búfalos y bajar por el río Medicine hasta las llanuras. Los ancianos mantuvieron alejado al comerciante blanco. Le hicieron viajar más al norte para llegar a tierras de los flathead y los snake. Nuestros ancianos eran sabios. No querían que los rostros pálidos dieran hierros medicina y pólvora y plomo a nuestros enemigos.

Cuerno Rojo paró, como si quisiera dejar que las palabras reposasen en sus interlocutores. Su nariz apuntó hacia Jim como un pico, y luego a Boone. Corredor Veloz había dejado de rascarse para escuchar.

—Los ancianos eran sabios —afirmó Jim, y luego añadió—: En su tiempo.

—Nadie viaja adonde los ancianos lucharon —continuó Cuerno Rojo—. El hombre blanco no conoce el camino. Los flathead y los snake olvidaron que lo sabían. Sólo un piegan lo recuerda… los piegan y los pueblos que son hermanos, los blood y los big belly.

—Los ancianos están muertos —dijo Jim—. La nación ha entrado en una nueva era.

—Los rostros de los flathead y los snake todavía están pintados de negro contra nosotros. No es sabio dejar que nuestros enemigos se armen.

—No es una misión comercial. Los hombres blancos no llevarán rifles, ni pólvora ni munición al otro lado de las montañas.

—El comerciante blanco llega a nuestro enemigo por otras rutas —argumentó Jim—. Viaja por el Desfiladero del sur y la ruta desde Athabasca.

Cuerno Rojo se alisó el uniforme por encima del pecho, sin mirar lo que hacía, ya que tenía los ojos clavados como un punzón en Boone. Se le marcaban tanto las arrugas en las mejillas que parecían separar por completo la boca del resto de la cara.

—A mis hombres jóvenes no les gustará. Mis hombres jóvenes se volverán locos. Se les llenarán los ojos de sangre y Cuerno Rojo no tendrá ningún poder sobre ellos.

—Cuerno Rojo no va a luchar contra Cuchillo Largo. Él mismo lo ha dicho —Boone sintió que le invadía la ira. Cuerno Rojo era un hombre honesto, aunque pareciera ridículo con ese traje rojo, pero ningún hombre iba a detenerle ni le iba a decir lo que tenía que hacer.

—Mis jóvenes se volverán locos.

—Somos piegan, Cuerno Rojo —respondió Boone, controlando su ira—. Somos vuestros hermanos.

—Los jóvenes guerreros dirán que un piegan jamás mostraría el secreto del desfiladero.

—Puedes controlar a tus hombres si quieres.

—El hermano blanco que marcha con el enemigo no es un hermano.

Escudo Grande estaba asintiendo. El brillo del fuego sobre su rojo semblante recorría de arriba abajo sus mejillas cuando movía la cabeza.

—¡Maldita sea! ¡Tú mismo lo has querido, entonces! Supongo que haré lo que me plazca.

Cuerno Rojo permaneció sentado con la espalda recta en su uniforme escarlata, sujetando el ala de cisne quieta en ambas manos, mientras su mente parecía atareada descifrando las palabras en inglés que Boone había pronunciado.

—No es necesario enfadarse —interrumpió Jim—. Ni siquiera sabes todavía si vas a venir, Boone.

Ojos de Cerceta entró de nuevo en la tienda, en silencio, y comenzó a coser la camisa. Por la preocupación que se dibujaba en su rostro, Boone supo que había estado escuchando. ¡Jesús, incluso una squaw tenía que amargarle la existencia, o al menos lo intentaba!

Se volvió a Jim.

—Llevo sentado sobre mi trasero demasiado tiempo, sí señor.