Uno podía estar sentado y dejar que el tiempo pasara fumando o afilando un palo sin preocupaciones que le atormentasen, mientras las squaws andaban atareadas con sus labores y los niños jugaban a luchar contra los assiniboine. Podía dejar que el tiempo pasara, pensó Boone mientras permanecía allí sentado dejando pasar tiempo. Podía sentir que su piel se bebía los rayos de sol y contemplar la brisa deslizándose sobre la hierba y ver la luna que parecía un brillante cuerno en el cielo de la noche. No se diferenciaba mucho un día de otro, y todos eran buenos. El sol amanecía grande en las mañanas otoñales, escalaba a las alturas, cálido y pequeño, y volvía a crecer al caer, y las plácidas nubes navegaban rojas después de que el sol ya se hubiera perdido de vista. Había carne de sobra, y castores, si uno quería molestarse en ir a cazarlos. En verano, los piegan se desplazaban siguiendo el rastro de los búfalos, y más tarde montaban campamento cerca de Fort McKenzie e intercambiaban pieles por whisky, tabaco, mantas y telas, y luego se desplazaban hasta el Marias o el Teton y el Sun o Three Forks para atrapar castores y pasar allí el largo y perezoso invierno.
Había pocos castores, pero todavía abundaban los búfalos, a pesar de que los piegan sacrificaban cada vez más animales para comerciar con sus pieles. Boone había visto cómo perseguían manadas enteras hasta los escarpados riscos que los indios llamaban pishkuns, y luego veía a los animales despeñados a los pies de los riscos con los cuellos partidos, o en pie, o arrastrándose sobre tres patas mientras los cazadores los rodeaban a caballo con hachas de guerra, arcos y flechas, y luego las squaws, parlanchinas y felices, subían con sus cuchillos y se manchaban de sangre sin miramientos, y todos masticaban carne cruda de vez en cuando y se sentían bien porque tenían algo para pasar el invierno.
Boone dio una lenta calada a la pipa mientras contemplaba la carne secándose colgada de unos postes y a las squaws atareadas con las pieles y las tiendas indias montadas alrededor. Se acercó un perro, olisqueó el humo del tabaco, arrugó el hocico, retrocedió y poco después continuó su camino. Un poco más allá Corredor Veloz estaba tumbado delante de su tienda india, con la cabeza sobre el regazo de su squaw. La squaw inspeccionaba el cabello con los dedos, buscando liendres y reventándolas entre sus dientes cuando encontraba alguna. En otras tiendas, hombres medicina golpeaban tambores y agitaban carracas hechas con vejiga de búfalo para alejar los malos espíritus de los enfermos. Emitían un sonido al que uno terminaba tan acostumbrado que apenas lo oía.
Era una buena vida, la vida de los piegan. Había cacerías de búfalos y, en ocasiones, refriegas con los crow y los sioux, y con los nepercy, que venían de más allá de las montañas para cazar los búfalos de los pies negros, porque a ellos ya no les quedaban; el sol le calentaba en verano y el invierno le metía el frío en los huesos, así que lo pasaba junto a su hoguera y comía carne curada y pemmican si lo necesitaba, y con frecuencia examinaba el cielo del oeste en busca del banco de nubes sobre el horizonte que anunciaba un viento cálido. Y la vida seguía un día y otro día como lo había hecho desde hacía ya cinco estaciones, y los días se fundían y se mezclaban unos con otros. Cuando echaba la vista atrás tenía la impresión de que el tiempo discurría para derramarse de nuevo sobre sí mismo y volver a discurrir, corriendo hacia delante desde tiempos pasados y hacia atrás desde el presente, y así el ayer y el hoy eran la misma cosa. O, tal vez, el tiempo no discurría en absoluto, sino que permanecía quieto mientras uno se movía dentro de él. Uno cazaba o luchaba, y se sentaba a fumar y a hablar por la noche, y un poco después el campamento se quedaba en silencio, a excepción de los perros que se animaban a responder a los lobos, y entonces él entraba y se acostaba con su mujer, y eso era todo lo que podía desear, simplemente estar viviendo así, con el estómago lleno y él mismo libre y su mente en paz y con una mujer que le hiciera compañía en su tienda.
Sin embargo, Boone dudaba de que Jim pudiera librarse algún día de la inquietud que siempre le corroía, tal vez porque Jim nunca encontró una squaw con la que le fuera bien. Jim siempre estaba marchándose a algún lugar, a Union, o a Pierre, o a San Luis. El propio Boone había viajado bastante, pero no a lugares llenos de gente; iba a las montañas o cruzaba a territorio británico, o al norte, a Canadá, donde vivían los gros ventres cuando no migraban. Le gustaba la libertad del campo, y sólo unos cuantos indios a su alrededor, y su squaw.
Cuando Jim regresaba de algún viaje no paraba de hablar sobre los nuevos fuertes en el río y todas esas nuevas gentes que salían de los asentamientos, y sobre los granjeros en Missouri que parlamentaban sobre las tierras de Oregón y California, como si las montañas fueran el lugar ideal para meter arados y cerdos y maíz. Cuando Jim divagaba demasiado rato sobre el tema, Boone le interrumpía; no quería que le molestaran con tonterías que le hacían a uno revolverse por dentro.
Jim siempre parecía estar feliz de regresar, a pesar de que siempre volvía a marcharse. Su rostro se iluminaba cuando veía a Boone, y su mano era cálida y fuerte, y siempre tenía una sonrisa en la boca. Cuando miraba a Ojos de Cerceta, lo hacía como si deseara que hubiera una doble suya por los alrededores. En ocasiones Boone captaba un brillo fugaz en sus ojos azules, o una especie de mirada larga e intensa, que habría encendido a más de un hombre que no conociera a Ojos de Cerceta tan bien como él, y tal vez se le habrían inyectado los ojos de sangre si Jim no fuera su amigo.
Ojos de Cerceta era la mujer adecuada para Boone. Estaba convencido de que nunca metería a una segunda mujer en su tienda, y que nunca tendría que cortar la nariz de Ojos de Cerceta, como hacía un piegan si descubría a su esposa yaciendo en secreto con otro hombre. Era escalofriante ver a las squaws sin la punta de la nariz. Mujeres de nariz cortada, así las llamaban. Vivían dando tumbos de un lado a otro como esclavos negros, sin un hombre ni un hogar apropiado.
Ojos de Cerceta le bastaba. No tenía sentido que uno fuera por ahí husmeando mujeres como un toro, o queriendo montar a todas las hembras nuevas sólo por curiosidad. Una mujer era más que suficiente, si era la correcta. Ojos de Cerceta nunca se quejaba, ni le reñía, ni intentaba que hiciera lo que iba en contra de su naturaleza, desde el primer momento lo aceptó como su hombre y trabajaba y era feliz. Había ganado algo de peso últimamente, pero su cuerpo seguía estando torneado, con pechos firmes y grandes, el vientre plano, piernas delgadas y ágiles como las de un ciervo. La mayoría de las squaws envejecían pronto y sólo eran bonitas en su primera juventud; luego se marchitaban o engordaban, pero no era el caso de Ojos de Cerceta, tal vez porque nunca había dado a luz. Al mirarla, Boone no la veía muy distinta a como era hacía cinco estaciones, cuando la encontró en el Teton con Cuerno Rojo. Ni tan siquiera la veía muy distinta a como era en los tiempos del Mandan, aunque ahora era una mujer y su cuerpo era voluptuoso como debía ser el cuerpo de una mujer. Su rostro seguía siendo fino y delicado, sus ojos tiernos, su espíritu vivo y alegre, y su cuerpo elegante. Lo que más le importaba a ella era agradarle. Lo miraba mientras comía carne o se probaba unos mocasines, y se le iluminaba el rostro de placer cuando él gruñía un «está bien». Y siempre estaba dispuesta cuando el cuerpo de Boone la deseaba; no se limitaba a quedarse inmóvil y con las piernas abiertas, como una cierva herida, sino que participaba, libre, frotaba sus piernas sedosas, cálidas y fuertes y el aliento susurraba en su oído.
Boone descruzó una pierna, la estiró frente a él y examinó el mocasín que llevaba puesto. Ojos de Cerceta lo había decorado con púas de puercoespín coloreadas, primorosamente cosidas y formando un bonito dibujo. Había curtido la piel y la había tintado blanca para ese pie y amarilla para el pie derecho, de manera que alguien que desconociera las costumbres piegan podría pensar que los mocasines estaban desparejados. Son unos zapatos muy bonitos, pensó, mientras su mente se alejaba tras el deseo de que Jim regresara pronto de San Luis. Se sentía mejor cuando Jim estaba cerca. Le levantaba el ánimo y reía con más frecuencia. No había nadie como Jim para divertirse y para ponerle a uno de buen humor. Cuando pensaba en ello, era como si Jim formara parte de la vida que le gustaba, como si siempre hubiera estado allí desde que se encontraron en la carretera entre Frankfort y Louisville, cuando Jim transportaba temeroso un cadáver en su carreta. Si Jim desaparecía, Boone sentía que le faltaba algo, aunque jamás cambiaría su forma de vida por nada ya conocido o de lo que hubiera oído hablar. Cuando Jim regresaba, todo volvía a estar bien. A uno le invadía la sensación de que todo estaba bien y exactamente como lo hubiera elegido, de haber podido elegir. Boone pensó que Jim debía de regresar pronto de la travesía río abajo con un cargamento de pieles. Tal vez decidió pasar el invierno en los asentamientos y regresar en primavera, cuando las inundaciones permitieran las travesías en barco de vapor hasta Fort Union y más allá. Sin embargo, Boone lo pensó mejor y desechó la idea. Jim nunca desaparecía de allí por mucho tiempo. Probablemente llegaría por tierra, tal vez con una partida de tramperos que ya habían gastado sus pellejos de castor. A pesar de su constante deambular, Jim se había convertido en un verdadero mountain man, y su experiencia se mostraba en su rostro y en la postura de sus hombros y piernas, y en su forma de andar.
El viento soplaba por el oeste, como casi siempre, a veces con fuerza, y otras veces suavemente, pero casi siempre soplaba. Una sombra cayó sobre la tierra, se dibujó un rayo en el cielo y retumbó un trueno, y un verdadero aguacero cayó sobre la mano en la que Boone sostenía su pipa. Los piegan pasaban mucho tiempo en el interior de sus tiendas. A él le gustaba sentarse fuera, donde le daba la luz del sol y tomaba un poco el aire. En ocasiones recordaba a su gente allá en Kentucky, sentados junto a la puerta mientras el día pasaba, aunque ahora no tenía una silla de nogal, ni tampoco se sentaría en una si la tuviera. Finalmente, uno sólo se sentía cómodo sentado con las piernas cruzadas. Sólo caerían tres o cuatro gotas. La nube ya estaba pasando sobre su cabeza, dirigiéndose hacia el este.
Boone vació la pipa y permaneció sentado, dejando que el tiempo pasara. Cada parte del tiempo era buena en sí misma, si uno sabía disfrutarla y no metía prisas para así hacer algo diferente.
Un poco más tarde, Cuerno Rojo se pasó por la tienda y se sentó junto a él, y no comenzó a hablar hasta que tuvo la pipa encendida. Los ojos de Cuerno Rojo parecían cada vez más achinados con el paso de los años, y su nariz más grande y más ganchuda. Las arrugas eran como cortes a ambos lados de la boca, aunque todavía no era un hombre viejo. A Boone le recordaba un águila, aunque ya no mordía ni clavaba sus garras. En la mano con la que sujetaba la pipa le faltaba la parte superior de un dedo. Se lo había cortado, junto a su cabello, cuando Gran Nutria murió por la viruela.
—Tenemos suficiente carne, y pieles —dijo Cuerno Rojo, hablando en la lengua de los pies negros que Boone conocía casi tan bien como la lengua del hombre blanco.
—Más pieles que carne.
Cuerno Rojo dio unas caladas a su pipa.
—Los búfalos mueren rápido, Cuerno Rojo.
—Hay muchos.
—Mueren muy rápido, con tantos hombres cazándolos sólo por sus pieles.
Cuerno Rojo se encogió de hombros.
—Hay más ahora que antes de la gran enfermedad. Necesitamos pieles para hacer trueque.
—Ojalá nunca nos quedemos cortos de carne.
Las arrugas del rostro de Cuerno Rojo se marcaron aún más. Extendió las manos como si no hubiera nada que él pudiera hacer.
—Los búfalos durarán hasta que los indios duren. Después de eso, ya nos dará igual. Los búfalos no pueden morirse antes que los indios.
—No nos va mal ahora.
—El piegan blanco no sabe. No vio a los piegan cuando eran un pueblo grande con muchos tipis y con fuertes guerreros. Ahora somos muy pocos y estamos débiles y cansados, y nuestros hombres beben el agua de fuego y nunca se alejan demasiado del comercio del hombre blanco. Se pelean unos con otros. La enfermedad del hombre blanco los mata. Somos como Devoradores-de-borregos. Somos pobres y estamos enfermos y tenemos miedo.
—La nación volverá a ser grande. El hombre blanco nos dejará en paz. Seremos muchos y tendremos búfalos y castores y viviremos como vivieron los ancianos.
Cuerno Rojo gruñó y se quitó la pipa de los labios para hablar.
—Brazo Fuerte es un rostro pálido. Regresará con sus hermanos cuando los piegan desaparezcan en la tierra de los espíritus.
—¡No! —respondió Boone en inglés—. ¡Que me muera si alguna vez regreso… en todo caso no para siempre! —volvió a hablar en la lengua de los pies negros—: Brazo Fuerte es un piegan aunque su rostro sea blanco.
—Ahora —dijo Cuerno Rojo— los cazadores blancos se preparan para volver a quitarnos los ríos.
—No tienen derecho a hacerlo. Es tierra de los piegan.
—Somos débiles. No podemos luchar contra los Cuchillos Largos. Cuerno Rojo no luchará. Le dice a su gente que aparten la flecha del arco y sus manos del hierro medicina.
No servía de nada discutir con Cuerno Rojo. El espíritu había muerto en su interior, sólo quedaba tristeza y una vieja ira que, en ocasiones, se avivaba como un ascua rozada por el viento. Era incapaz de prever el futuro. El cazador blanco cada vez escaseaba más en las montañas, por los pocos castores que se atrapaban, lo barato que se pagaban los pellejos y lo arriesgada que era allí la vida ahora que las grandes partidas de caza habían desaparecido y se veían obligados a viajar en grupos pequeños. Lo mismo pasaría con los otros hombres blancos, con los comerciantes que se apiñaban junto al río y con aquellos que planeaban establecerse y cultivar donde los cultivos jamás podrían echar raíces. Las cosas venían y se iban y volvían a venir.
—Pelo Rojo debería estar de vuelta pronto —dijo Boone mirando a Ojos de Cerceta mientras esta se acercaba al tipi con agua del arroyo, se agachaba, entraba y, con el rabillo del ojo, le lanzaba una mirada; su gesto le decía que él era su hombre. La oyó reavivando el fuego. Los días se estaban haciendo más cortos. El sol ya descendía tras el borde de la montaña, bastante más al sur de donde se ponía en verano. La brisa comenzó a amainar, como si fuera incapaz de ponerse en movimiento sin la luz del sol.
—¿Pelo Rojo espera en la casa de trueque? —preguntó Cuerno Rojo.
—Tal vez Jim esté allí.
—Dos soles, y vamos allí a comerciar.
—Bien.
Cuerno Rojo se levantó y echó un vistazo al poblado, las arrugas se marcaron aún más en su rostro, como si estuviera imaginando hasta qué distancia podrían verse tiendas piegan en pie si la gran enfermedad no les hubiera golpeado.
Boone fumó otra pipa después de que Cuerno Rojo se marchara. Desde dentro llegaban tenues ruidos que le indicaban que Ojos de Cerceta estaba preparando una cazuela para él. El olor del humo llenaba el aire y también el olor de buena carne cocinándose al fuego. A uno el estómago se le ponía en marcha rápidamente y la boca se le hacía agua. En lo alto del cielo Boone pudo escuchar el gemido de los chotacabras. Observándolos más detenidamente, vio en la distancia a uno de ellos, que planeaba alocadamente y daba vueltas y gemía al elevarse.
Sacudió la ceniza de la pipa, se levantó y estiró las piernas; agachó la cabeza para no golpear el amuleto medicina que colgaba sobre la entrada y pasó adentro… a su tienda, con su carne y con su mujer.