CAPÍTULO XXX

Si uno quería que una mujer fuera su squaw debía acudir al padre y preguntarle cuánto amaba a su hija y qué regalos serían necesarios para que su corazón se alegrase al aceptar a un hijo en la familia. El padre después hablaba con la mujer y con la madre, y luego le decía al hombre lo que quería. Si no era demasiado, el hombre entregaba los regalos y se llevaba a su squaw, y esa era la costumbre.

Esa era la costumbre, a menos que el padre de la mujer no estuviera vivo; entonces, el hombre se dirigía al hermano mayor, y si no tenía hermanos, a su familiar más cercano. Esa era la costumbre, aunque en ocasiones las circunstancias no permitían seguir las costumbres y uno tenía que apañárselas lo mejor que podía, como había hecho Boone con Cuerno Rojo y Ojos de Cerceta.

Boone estaba sentado a solas sobre un banco de grava, contemplando el discurrir del Teton. Ya había pasado un día entero desde que ofreció el caballo alazán y la piel de puma y todo lo demás, y seguía sin saber nada. Tal vez Cuerno Rojo no quería hacer tratos con un hombre blanco, había demasiada amargura en su corazón. Quizás dijera que no aunque sus ojos miraran llenos de deseo al caballo. Quizás Ojos de Cerceta tenía otros planes, con algún joven piegan que acababa de demostrar ser un valiente guerrero. Tal vez se había peleado con Cuerno Rojo, pidiéndole que no aceptara el caballo ni la piel ni el bermellón ni la pólvora ni el plomo. Boone sólo la había visto fugazmente en una ocasión desde el día anterior.

El agua corría plácidamente a sus pies, hablando consigo misma al pasar. Era tan clara como el cielo de la tarde sobre las montañas, con una parda transparencia que le otorgaba el otoño y las hojas caídas de los árboles. Arriba a su derecha, donde el curso del Teton atajaba por una orilla formando una poza, una trucha perezosa besó la superficie, dibujando pequeños círculos concéntricos. Un cerezo de Virginia colgaba sobre la poza; su verdor había desaparecido, pero todavía colgaban algunas cerezas negras y marchitas. Las montañas se alzaban azules por el oeste, cortando limpiamente el plácido cielo. Allá en lo alto, en la distancia, se veían bancos de nieve. Podía ver la montaña que parecía una oreja y la hendidura a un lado por donde discurría el Teton, y hacia el sur podía ver el cañón del Medicine con elevados riscos a un lado y una montaña coronada por salientes en forma de dientes de sierra en el otro. Entre los dos ríos se abrían paso pequeños cañones formados por las corrientes de agua que, tal vez, el hombre blanco ni tan siquiera había bautizado. Pero ninguno de ellos era tan bello como el curso sinuoso del Teton, caudaloso pero no acelerado, dando oportunidad y tiempo para contemplar los alrededores al discurrir por su cauce. Algunos bosquecillos de álamos crecían en las orillas, y cerezos y bayas y rosales silvestres y sauces rojos que los indios mezclaban con el tabaco. No había lugar más bello que aquel valle, con dos cerros que se alzaban por el sur y las doradas colinas que flanqueaban espaciosas ambos lados, y álamos, abedules negros y artemisa creciendo por los alrededores, y alces y ciervos también, y algún que otro búfalo que bajaba de las terrazas fluviales para beber. Era un lugar en el que un hombre podía pasar toda su vida, sin el deseo de estar en ningún otro lugar.

Al dirigir la vista al otro lado del arroyo y de las primeras colinas, hacia otras que se alzaban redondas y puntiagudas, Boone adivinó cómo fueron bautizadas las Teton. Algún francés solitario, probablemente, las contempló y le recordaron a una mujer. Algún Mal-Medicina, muriéndose por estar con una squaw, había contemplado las colinas, y le pareció ver a una mujer tumbada con los pechos arqueados y los pezones puntiagudos, mientras su deseo le corroía dijo «tetons, tetons», como si las palabras fueran a calmarle.

Boone escuchó el parloteo del agua y el leve soplo de la brisa entre los árboles, y a una urraca cacareando en algún lugar, y un poco después escuchó unos pasos cerca y piel crujiendo y los sonidos de alguien sentándose y de alguien respirando. No dio un respingo ni se giró o echó mano de su rifle. Tenía un presentimiento de quién podría ser. Las cosas estaban saliendo como secretamente había deseado. Las cosas estaban saliendo como él quería cuando llegó al tipi de Cuerno Rojo y bajaron por el sendero de animales a través de la vegetación del margen del río. Recogió un guijarro brillante del suelo, lo recorrió con los ojos y lo lanzó al arroyo con el pulgar. Vio cómo golpeaba la superficie y se hundía al fondo, blanco y líquido como el agua que discurría sobre él.

Sintió los ojos de ella sobre él. Los vio sin verlos, los ojos cálidos y el rostro joven y de líneas puras y los pechos que se agitaban bajo el ante y los estrechos pies enfundados en mocasines.

Con otra mujer, habría hecho la señal de acostarse y la habría camelado con una sarta de cuentas de cristal o un papel de bermellón, y después se habría levantado y marchado y la habría olvidado, como había olvidado a un montón de squaws en otro tiempo. Con otra mujer habría actuado como actúa un hombre naturalmente. Habría sido más atrevido al mirarla, y su lengua habría sido más ágil y sus manos más osadas. ¿Qué es lo que le contenía? ¿Qué es lo que le hacía quedarse sentado preguntándose cosas, como un chico al que aún no le gustaban las mujeres? Miró de soslayo y vio el rostro silencioso de la joven y su mirada clavada en el fondo del río, demasiado abstraída en sus pensamientos para poder expresarlos en palabras. ¿Sería posible que ella le hubiera estado esperando todo aquel tiempo, sin decírselo a nadie? ¿Sería posible, ya que, como le contó Cuerno Rojo a Pobrediablo, ella jamás yació con un hombre?

Siguió sentado en silencio, sintiéndose inseguro y estúpido, y, sin embargo, tenía la sensación de estar hablando con ella, de estar contándole lo mucho que ella había llenado su corazón y que ahora veía su rostro en el cielo y escuchaba su voz en la brisa. Estaba tan perdido por ella que el gorgoteo del urogallo le recordaba su risa, y los brillantes guijarros que dejaba el agua en las orillas le hacían pensar en sus dientes, y siempre que veía una oca salvaje volando hacia el norte ella estaba en sus pensamientos. Boone quería que ella fuera a su tipi y fuera su mujer y le cosiera los mocasines. Él le traería mucha carne; su tipi estaría siempre a rebosar de carne, y de cabelleras colgando de los enemigos de su pueblo.

—Boone. Boone —dijo ella entre susurros, como si estuviera practicando la pronunciación, y luego él se volvió para mirarla y sus ojos se encontraron y se miraron, intentando descubrir qué había más allá.

—¿Quieres venir a mi tienda, Ojos de Cerceta? ¿Quieres ser mi squaw? Yo creo que te quiero muchísimo.

Tras lo cual, la señaló a ella y a sí mismo y colocó las puntas de sus dos índices haciendo la señal de un tipi. Todo el tiempo era como si los ojos de él hablasen con ella y los de ella le respondiesen, diciendo cosas que no podían ser expresadas con palabras o totalmente comprendidas por la mente, diciendo cosas que se remontaban a mucho tiempo atrás, hasta los días del Mandan, cuando Jourdonnais hablaba de la pequeña squaw que tenía los ojos como los de una cerceta aliazul. Una fugaz y tenue sonrisa se dibujó en el rostro de la joven.

Detrás de ellos los arbustos se agitaron y, al girarse, Boone vio a Pobrediablo allí de pie en el sendero mirándolos con el rostro roto en una sonrisa y la lengua asomándose por el agujero de sus dientes. Agitó la cabeza arriba y abajo como alabando a Boone su buen gusto.

—¡Maldito seas, Pobrediablo! ¡Vete!

Pobrediablo se acercó y señaló a Ojos de Cerceta.

—Bonita —dijo—. Mucho bonita.

Ojos de Cerceta se levantó. Pero antes de esquivar a Pobrediablo y subir corriendo por el sendero, cruzó sus muñecas rápidamente y las puso sobre su corazón y luego juntó los dedos de ambas en un abrazo. Boone vio cómo se hundía el suave pecho y rebosaba por el costado. La pequeña sonrisa relució en los labios de la joven, y luego se marchó.

Boone volvió a girarse para contemplar la trucha que aún besaba la superficie del agua, y las montañas al oeste que rasgaban el cielo y las colinas redondeadas que al solitario francés le recordaron a una mujer. Escuchó la voz del arroyo y el susurro de la brisa y a Pobrediablo, que retrocedió un paso a sus espaldas. Sobre las montañas el cielo se arqueaba claro y profundo, de forma que si uno lo contemplaba podía perderse en él como un pájaro flotando. El signo de cruzar las muñecas y abrazarlas sobre el corazón significaba amor.