CAPÍTULO XXIX

Partieron hacia el norte dejando atrás la cuenca, acamparon en una cadena de montañas bajas esa noche, y continuaron, emergiendo de un cañón hacia los pies de las colinas en las que los pinos crecían a poca altura y torcidos. El Missouri había girado hacia el este, iniciando la curva, supuso Boone, que el piegan había dibujado en la tierra.

—Este de aquí debe ser el Dearborn —dijo mientras paraban y dejaban que los caballos bebieran de un arroyo.

Las montañas se alzaban altas y cercanas por la izquierda, pero más adelante, más allá del valle del Dearborn, viraban hacia el oeste, alzándose azules y dentadas hacia el cielo. Allá en lo alto, sobre las laderas de los picos, se podían ver partes cubiertas de nieve. Entre las montañas y el Missouri se extendía un territorio alto y desnudo, y allí, si uno subía a una loma, veía cerros nadando en el horizonte y el propio horizonte se alejaba tanto que uno se perdía al mirarlo. Era una tierra polvorienta donde incluso la salvia crecía dispersa y rala, y la madera escaseaba tanto que encendían sus hogueras con boñigas de búfalo. A pesar de su polvorienta desnudez, había gran cantidad de búfalos, y berrendos y lobos y zorros pequeños y delicados como gatitos. Los grandes conejos como asnos salían huyendo, dando pequeños saltitos y luego acelerando con largas zancadas. Cuando el sol ya llevaba el tiempo suficiente en lo alto del cielo para revivirlas, las serpientes de cascabel comenzaban a sisear entre los bajos matorrales o en grietas de las piedras de arenisca, y saltamontes enormes y grises se ponían a chirriar, y uno al final nunca sabía si lo que oía era una serpiente o un saltamontes. Las ardillas de las praderas que Summers llamaba ratas de pradera, vigilaban rectas como estacas, emitiendo un agudo silbido, y se escondían en sus madrigueras cuando los caballos se acercaban. Ahora estaban gordas y grandes, preparadas para el sueño invernal.

Sobre sus cabezas había más cielo que el que un hombre podría imaginar, una cúpula profunda, lejana y vacía, a excepción tal vez de un halcón o un águila navegando por las alturas. Los pequeños cauces que surcaban la tierra estaban secos o sus aguas permanecían estancadas en pequeños estanques malolientes desde los que despegaban agachadizas y patos. Unos cuantos sauces crecían alrededor de estos estanques, y de vez en cuando algún que otro álamo.

Y no se veía ningún indio ni tipi alguno. Los búfalos pastaban tranquilamente, y los berrendos retozaban como si jamás hubieran visto a un cazador. A medida que avanzaban y pasaban los días, uno comenzaba a creer que la tierra que le rodeaba jamás antes había visto a alguien de su especie.

Las taltuzas y el cielo y las serpientes de cascabel y las llanuras pardas ondeando al viento recordaron a Boone el Missouri al norte de Fort Union. Hacía ya mucho tiempo que no lo veía, mucho tiempo para que el deseo de estar con alguien perdurara y lo arrastrara hasta allí. Tal vez Jim tenía razón cuando medio insinuaba que estaba loco.

Las llanuras descendían hasta un arroyo que discurría bajo las sombras de los álamos, cuyas hojas caían en espirales. Pobrediablo, sintiéndose importante por lo que sabía, dijo que era la bifurcación sur del Medicine. Una elevación ancha y yerma lo dividía de la bifurcación norte, por el que las aguas discurrían cristalinas y rápidas sobre piedras lisas, apenas dejando a los árboles tiempo para arraigar junto a sus orillas. Acamparon junto al agua y se dieron un banquete de rollizo búfalo y continuaron por la mañana, ascendiendo de nuevo a las terrazas del río. A la izquierda las terrazas descendían hasta una cuenca de tierras baldías rojas y amarillas, donde ni siquiera crecía la hierba, que serpenteaban y se elevaban y finalmente ascendían hacia los pies de las colinas. Al norte y al este la tierra era más rica; crecía una manta de hierba de la que el búfalo se alimentaba. Sin embargo, la vegetación estaba seca y parda por el sol. Una manada de búfalos en una corta estampida levantó una nube de polvo que era como humo. Incluso un conejo corriendo dejaba volutas de polvo tras de sí. Ya se acercaba el crepúsculo cuando llegaron al borde de las terrazas y, tras pasar por la ladera de un cerro, vieron que abajo se abría un inmenso y verde valle.

Pobrediablo gruñó, se llenó los pulmones de aire, hizo un gesto sobre la tierra con el brazo y habló sintiéndose orgulloso por sus conocimientos. Elevó ambas manos y se apretó los pechos.

—Es el Titty, Boone, supongo —dijo Jim mientras absorbía todo con sus ojos—. Parece que está a todo un mundo del Green. Parece que hayamos estado viajando toda nuestra vida. Parece que, sin duda, estamos en territorio británico.

La vista podía seguir el curso del río serpenteando y ver por dónde surcaban los cañones las montañas azules. Uno de los picos parecía una oreja girada hacia un lado. Los árboles y el río y el ancho valle y las colinas pardas a ambos lados flotaban en la bruma otoñal, ahora perezosos, placenteros y somnolientos por la estación. Era el lugar más hermoso que un hombre pudiera desear, un lugar excelente si no fuera porque el mundo parecía estar muriendo y el anhelo de un hombre se volvía torpe y frío en su interior.

—¿Por dónde? —preguntó Jim.

—Iremos río arriba y bajaremos si no están allí.

Boone azuzó a su caballo. Las terrazas descendieron hasta el valle, donde los urogallos alzaban vuelo cloqueando junto a las pezuñas de los caballos, y el follaje de los abedules crecía espeso y negro. Entre las hojas plateadas, las bayas de búfalo brillaban rojas como cuentas de cristal. Dejaron que los caballos bebieran en un pequeño arroyo, continuaron hacia las Teton y luego hacia el oeste y el norte, hacia una muesca entre las montañas y la oreja que se inclinaba hacia un lado.

—Excelente agua —dijo Jim cuando cruzaron el arroyo por un sendero de animales—. Poca, pero la mejor que he visto jamás —y, a continuación, espoleó a su caballo.

Boone desmontó de Poky, se acostó sobre su barriga y bebió, y notó cómo el agua fría y dulce mojaba sus labios, viendo a través de ella tan claramente como si fuera aire. Alejado de él, en el agua azul de una fosa, un pez nadaba. Podía ver las agallas moviéndose, podía haber contado cada escama si se hubiera puesto a ello. En la otra orilla, un conejo de cola de algodón estaba sentado tan inmóvil como una roca, a excepción del movimiento de sus fosas nasales abriéndose y cerrándose. Un hermoso arroyo. Una hermosa tierra.

Y el mundo vacío y moribundo por culpa de los hombres. Quizás siempre era así; los indios y los hombres blancos debían morir para que la tierra volviera a ser la de antes, sólo con bestias salvajes pastando y pájaros volando por el cielo.

El sol estaba suspendido tras el borde irregular de las montañas, y la quietud lo cubrió todo. Cuando uno hablaba, oía su voz como algo ajeno a aquel lugar. Brotaba en la quietud y sonaba ronca y extraña, y el silencio se quebraba como el hielo bajo las pisadas.

—Hora de acampar para pasar la noche —dijo Jim mientras cabalgaban, y en ese mismo instante Pobrediablo se estiró y señaló. Delante de ellos, a través de un bosquecillo de álamos, se alzaba una columna de humo.

Cabalgaron hacia allí, salieron de los árboles, y tal vez a un tiro de piedra vieron tres tipis, dos hombres junto a ellas, dos niños y una squaw, todos mirándolos, pero sin ninguna expresión en sus rostros, sólo la lenta mirada que echaría una vaca doméstica a un hombre que pasara por delante.

Piegan —anunció Pobrediablo—. Piegan hijo perra.

—¡Ve allí, Pobrediablo! Pregúntales dónde está Gran Nutria.

Jim volvió el rostro hacia Boone y le lanzó una rápida y extraña mirada. Boone no le dio ninguna explicación. No servía de nada perder el tiempo con explicaciones, ni confesar por qué ahora se quedaba atrás, con una sensación aciaga en su interior. A veces, uno era capaz de tirar hacia delante, decidido y despreocupado, pero entonces algo le asaltaba y hacía que su corazón se entristeciera y lo dejaba petrificado en el lugar que pisaba. Era descabellado pensar que Ojos de Cerceta pudiera estar viva cuando había muerto tanta gente.

Vio a Pobrediablo desmontar y avanzar, y luego encendió su pipa y miró al suelo, a la espera.

Cuando Pobrediablo regresó dijo:

—Gran Nutria muerto. Gran enfermedad.

—¿Y la squaw?

—Jefe Cuerno Rojo —dijo Pobrediablo, señalando río arriba con el brazo—. Hablar Cuerno Rojo, tú.

—Ese indio averigua todo menos lo que uno quiere saber —dijo Jim con los ojos clavados en Boone.

—Tenemos tiempo de subir un trecho más antes de que anochezca.

—¿Por qué no estarán todos los piegan acampados juntos? ¿Qué piensas? Probablemente estén asustados por la enfermedad.

Una media milla más arriba encontraron dos tipis. Un hombre salió de una de ellas cuando se acercaron y se quedó inmóvil como un poste después de examinarlos, sin fusil en la mano ni arco.

Boone hizo la señal de parar, bajó de Poky y dejó su rifle sobre la hierba junto a sus pistolas.

—Pobrediablo todavía no ha aprendido lo suficiente, ¡maldito sea! Iré yo mismo y ya le avisaré si me hace falta —dijo Boone a Jim.

Sin ningún arma, tan sólo el cuchillo en su cinturón, avanzó hacia el tipi con las manos juntas mostrando que llegaba en son de paz. Luego cerró la mano izquierda y la palmoteo con la mano derecha, como si estuviera llenando una pipa.

Cuando hubo recorrido la mitad de la distancia que les separaba, se detuvo para esperar al indio, pero el indio no se movió. Era un hombre joven con el semblante envejecido, y con la misma mirada triste que Boone había visto antes, y algo más, también; el fuego aún vivo de un gran orgullo o furia. El pelo en su cabeza había sido rapado, para mostrar que había sufrido una pérdida. Por la fina y curva nariz y la amplia y endurecida boca uno podía ver que era un hombre lleno de coraje.

Boone pronunció las palabras que había aprendido de Pobrediablo, hablando en voz alta para que el viento las arrastrara.

—El corazón del cazador blanco es bueno.

Si el indio le entendió no hizo señal alguna para indicarlo.

—El cazador blanco quiere hablar —continuó Boone.

El indio permaneció en silencio e inmóvil, y su boca recta e imperturbable bajo el pico de su nariz.

—¿Tú, Cuerno Rojo?

Un tenue pestañeo del indio indicó a Boone que lo había adivinado. Habló en voz alta por encima de su hombro.

—Dile a Pobrediablo que venga, Jim. Dile que deje su rifle y traiga la cabellera crow —luego, volviéndose al indio—: El cazador blanco es amigo de los piegan. Es un valiente guerrero. Tiene la cabellera de un crow —tomó la cabellera de la mano de Pobrediablo y la sostuvo en alto—. Dile que los hombres blancos vienen en son de paz, Pobrediablo. Dile que el Cuchillo Largo busca a una joven squaw, a la hija de Gran Nutria.

Pobrediablo pronunció las palabras pies negras, pero el otro indio seguía sin hablar, al tiempo que parecía sopesar si responder o no. Cuando lo hizo, su voz sonó bastante profunda para un indio.

—Hombre blanco trae whisky —tradujo Pobrediablo—. Vuelve indios locos. Hombre blanco duerme con squaw. La pone enferma aquí —dirigió la mano hacia su entrepierna—. Corazón de hombre blanco malo.

—Dile que eso son Malas Medicinas. Dile que son los franceses y no los Cuchillos Largos.

Antes de que Pobrediablo pudiera hablar, el indio volvió a hablar de nuevo.

Pobrediablo inclinó la cabeza, pensando las palabras en inglés.

Piegan luchar. Piegan luchar mucho. Echar al hombre blanco. Hombre blanco traer gran medicina, gran enfermedad. Mata a piegan. El corazón piegan muerto —Pobrediablo sonrió a Boone—. Maldita sea muertos. Piegan ya no luchar.

Boone dejó que su mirada recorriera los alrededores. Desde el otro tipi, a la derecha del indio, asomaron dos rostros, el de una squaw y el de un niño, solemnes como búhos. Sólo se veían sus cabezas, como si estuvieran colgados en las solapas de la entrada.

—Pregúntale por la squaw.

Por la solapa abierta del tipi, justo detrás del indio, Boone captó movimiento. Era un borrón en el interior del oscuro tipi, y entonces vio un rostro, el rostro de una joven squaw, y dos ojos grandes y suaves como los de una corza.

Tuvo que contenerse para no delatarse, apartó la mirada hacia la hierba, sacó mecánicamente la pipa y se obligó a adoptar un semblante rígido y serio. La cabeza la daba vueltas y luego se calmó y comenzó a reflexionar sobre cómo había terminado todo, mientras todas y cada una de las briznas de hierba se alzaban nítidas y separadas ante sus ojos. Un poco después tuvo la respuesta. Uno podía viajar muchas jornadas, espoleado por un deseo y una esperanza, y al final averiguar que había realizado todo ese viaje en balde, y de esa manera su esperanza moría mientras su deseo seguía corroyéndole. Podía ser que lo que él sentía y le había parecido bien, natural y posible, no fuera más que una locura durante todo el tiempo, como le había pasado a él. Un hombre y una squaw en un tipi significaba una cosa, sólo una cosa. Y entonces se oyó a sí mismo decir:

—Da igual, Pobrediablo. Dile que le dejaremos regalos para él y para su mujer.

—¡How, Ojos de Cerceta! ¡How! —escuchó gritar a Jim, y a continuación su caballo se acercó.

Pobrediablo le tiró del brazo.

—Cuerno Rojo, él.

—No importa.

—Jefe.

—Les dejaremos regalos.

Jim se quedó sentado en su caballo, con la boca abierta en una enorme sonrisa y sus ojos azules brillando.

Per’necer a Gran Nutria —dijo Pobrediablo.

—Será mejor sacar algo de tabaco, y unas cuentas de cristal y otras cosas —dijo Boone a Jim.

—No tiene squaw —afirmó Pobrediablo—. Squaw morir. Dos squaws morir. Todas las malditas squaws morir. No tiene squaw.

—¿Qué quieres decir?

Pobrediablo señaló.

—Squaw per’nece a Gran Nutria. Cuerno Rojo per’nece a Gran Nutria.

—No sé qué diablos está diciendo este maldito indio —dijo Boone a Jim—, no es más que un chiflado.

El semblante de Jim parecía serio. Estaba sentado reflexionando, con la barba pelirroja reluciente sobre la barbilla y los ojos entrecerrados.

—Creo que no, Boone —de repente levantó la mirada por encima del hombro medio girado de Boone—. ¿Tu hombre, él? —preguntó—. ¿Tu hermano, él?

—¡Hermano! —Pobrediablo dejó escapar la palabra en una explosión, como si hubiera estado buscándola todo el tiempo—. Cuerno Rojo hermano.

—Eh, Ojos de Cerceta —la voz de Jim volvió a sonar—, ¿tú tienes un hombre? ¿Sí? ¿No?

Boone no miró. Si Ojos de Cerceta respondía, no quería escucharlo. Lo que sí escuchó a continuación fue a Jim diciéndole:

—¡Venga, Boone! ¡Vamos! Ya es hora de que se lo preguntes.

Contuvo la respiración para que no se notara nada en su rostro. Vio que sus pies volvían a moverse bajo su cuerpo, vio que sus dedos comenzaban a soltar las correas de los fardos, vio la suntuosa piel de puma, el bermellón, el tabaco. Vio en su mente, sin dejar que se cruzaran sus miradas, los atentos y curiosos ojos de Jim sobre él. Tiró del caballo alazán. Detectó el interés que se despertaba en los ojos de Cuerno Rojo mientras este le observaba, pero sobre todo notó, sin necesidad de mirarla, a Ojos de Cerceta, su mirada de reconocimiento y con un brillo que uno podría llegar a pensar que era aprecio.

—Dile que el caballo alazán es un regalo, Pobrediablo, eso y la piel de puma y todo lo demás —se le trababa la lengua al pronunciar unas palabras que tanto había practicado—. El cazador blanco quiere que la hija de Gran Nutria sea su squaw.

El rostro de Cuerno Rojo se tensó y, acto seguido, recuperó su semblante impenetrable, como si hubiera desechado la idea del caballo y se hubiera cerrado totalmente a lo que se decía. Boone bajó la mirada frente a aquella mirada pétrea, la volvió a levantar, buscó más allá y encontró los grandes ojos de Ojos de Cerceta buscándole también, y una dulzura en su boca que tal vez se la estuviera ofreciendo a él. ¡Si al menos pudiera hablar con ella, lejos de Cuerno Rojo y el resto!