Era un territorio inhóspito el que atravesaban ahora, hacia el norte por el Gallatin, una tierra alta y fría de noche, barrida por los vientos del oeste. En ocasiones por la mañana la escarcha cubría la hierba de finos granos. Las ciruelas silvestres que colgaban maduras y listas para ser comidas en el Yellowstone se habían marchitado, y también la hierba salada que mantenía fuertes a los caballos durante el invierno. Los cerezos de Virginia ya colgaban negros, blandos y endulzados por la escarcha y, al pasar cerca, uno podía llevarse a la boca un puñado de cerezas, separar la carne del hueso y luego escupirlo, ahuecando la lengua y apuntando a una hoja o una ramita por el camino.
Boone subió a una loma.
—¿Dónde están tus hermanos, Pobrediablo?
—Todos idos —dijo Pobrediablo sonriendo.
—Que me aspen —interrumpió Jim—. Aquí estamos, bastante más allá de la otra orilla del Yellowstone y cerca de Three Forks, y no hay ni un solo indio por los alrededores.
—No he visto a ningún indio desde que robé el caballo alazán.
Boone echó la vista atrás hacia el caballo. Con la crin afeitada y la cola peinada era todo un espectáculo verlo. Además, se había vuelto dócil y sabía moverse por senderos. Observando sus veloces orejas, su delicada nariz y sus ojos vigilantes, uno sabía cuándo debía andar con cuidado.
—Si son los piegan los que cazan en Three Forks, ¿dónde demonios están, Pobrediablo?
Pobrediablo era un blood, pero debería saber dónde cazaban los piegan. Todos eran pies negros.
—Uno se enfría rápidamente —comentó Jim—, con todo este viento soplando. Enfría a los caballos en un segundo —con la mano tocó el cuello de su caballo, que estaba rígido donde el sudor se había secado.
—Pronto será invierno —respondió Boone, y dejó que sonara con cierta sorna—. Vamos con retraso, con todas las distracciones que hemos tenido.
—No ha ayudado mucho que nos desviásemos al este para robar el caballo alazán —respondió Jim rápidamente—. Podríamos haber subido directamente por el Madison.
Cuando Boone habló de nuevo fue tan sólo para decir:
—Los pies negros deben estar en algún lugar por los alrededores.
—Tal vez más al norte, siguiendo a los búfalos. O al este.
—Ha pasado la temporada. Ya deberían estar de vuelta en el río.
Boone chasqueó la lengua a su caballo. Poky avanzaba lentamente y siempre se tomaba su tiempo mientras mantenía la cabeza agachada vigilando sus pisadas. El caballo alazán les seguía ligero y dócil, apenas era necesaria la cuerda del cuello.
El territorio seguía vacío, a excepción de las bestias mansas y las alimañas. Había ciervos y alces, lobos y coyotes, y en las pequeñas praderas conejos grandes como asnos que huían dando botes y medio volando. Ya estaban cambiando el pelaje de marrón grisáceo a blanco, de manera que resultaba difícil verlos sobre la nieve. El zarapito de pico largo se había marchado en grandes bandadas, dejando en la mente de Boone el eco de sus graznidos crecientes. Lo oía en su mente y veía de nuevo a los indios corriendo tras él, y a Jourdonnais cayendo con un agujero en el pecho, y Puma erizado y con las uñas hincadas en lo alto del mástil del Mandan. También veía a Ojos de Cerceta, no con los indios, sino en la barcaza, con un brillo de regocijo en sus ojos al contemplar las lomas desnudas del hogar. Los grandes sabaneros habían cesado los cantos otoñales, aunque, en ocasiones, salían espantados de debajo de los pies, con cuerpos grandes, como el de las codornices que recordaba de tiempo atrás. Los patos jóvenes nadaban en grupos de cuatro, cinco o seis por los cursos de agua, esperando la tormenta que les llevaría hacia el sur. En los estanques de castores el suministro invernal de madera de álamos de Virginia y chopos temblones estaba ya listo, clavado en el fango para cuando el hielo mantuviera a los castores debajo. A pesar de la gran cantidad de rastros de castor, no habían atrapado muchos. En ocasiones acampaban antes de que oscureciera, Jim ponía algunas trampas y se levantaba temprano por la mañana, pero casi siempre pasaban de largo los estanques; Boone estaba ya decidido y encaminado y mantenía a los otros en marcha.
No se veían ni pellejos ni indios en ningún sitio, pero aun así viajaban con cautela para poder elegir el momento y la manera del encuentro. En ocasiones acampaban sin hoguera después de cocinar algo cuando el sol estaba aún en lo alto y el humo y la llama eran más difíciles de ver. Si encendían un fuego cuando ya caía la noche, luego avanzaban una milla o más antes de acampar. Muchos hombres habían muerto por no tener cuidado con esos detalles.
La tierra se elevaba y descendía y se ondulaba en la lejanía en tan vastas extensiones que uno se sentía tan pequeño como una hormiga. Era una tierra de piedra y madera y arroyos cristalinos y aguas rápidas, surcada por el Gallatin, que giraba y se retorcía, y el sonido de sus aguas golpeaba constantemente los oídos. Más abajo, el río desembocaba en las aguas mezcladas del Madison y el Jefferson, formando así el abundante caudal del Missouri. Allí estaba el corazón de la tierra de los pies negros, Three Forks, donde muchos cazadores habían muerto, donde incluso grandes grupos de hombres eran reacios a adentrarse, sabiendo que las partidas de guerra los perseguirían en tan gran número y tan fieramente como avispas; pero ahora no se veían indios por ningún lado, sólo señales de su presencia, sólo hogueras frías y huesos roídos donde había estado instalado algún campamento, y viejos terrones de tierra que las squaws habían desenterrado para sostener las pieles de los tipis. Río arriba, donde se juntaban el Madison y el Jefferson, y más arriba aún por ambos cursos, ocurría lo mismo.
—Quizás sea mejor dar la vuelta y seguir por el norte del Missouri —dijo Boone—. Los indios deben estar en algún sitio.
Despierto de noche, escuchando el sonido del agua y el viento entre los árboles, viendo el Carro cercano e inalterable, reflexionó que los piegan sin duda debían estar cerca. Era imposible que toda una nación se levantara y abandonase una tierra. Encontraría a los piegan y a la tribu de Gran Nutria. Encontraría a Ojos de Cerceta, o al menos averiguaría qué fue de ella. No era algo difícil o descabellado. El primer piegan con el que se topasen sabría dónde estaba Gran Nutria. Un trampero podía encontrar el camino en cualquier lugar, y a quienquiera que estuviera buscando. Podía partir en busca de un amigo que no hubiera visto en un montón de años, y sabría señalar el camino para llegar a él, subiendo montañas y atravesando ríos y bosques, como el propio Boone ya había hecho en más de una ocasión. Era sólo el tiempo lo que hacía que la búsqueda fuera difícil, sólo las estaciones que habían transcurrido las que hacían que Ojos de Cerceta fuera alguien que él había creado en su cabeza.
Fue el caballo alazán el primero en percatarse, a tan sólo una jornada de Three Forks. Aguzó las orejas y pifió suavemente. Más lentos en captarlo, los otros animales continuaron avanzando pesadamente hasta que, poco a poco, todos levantaron las orejas y miraron y olieron el aire, y todos redujeron el paso hasta detenerse. Frente a él, Boone escuchó el graznido de unas urracas.
—Probablemente no sea nada más que un oso —dijo Jim.
La contundente nariz de Pobrediablo apuntó hacia arriba y su rostro se arrugó como si todos sus sentidos estuvieran apuntando hacia delante.
—Enfermo —dijo—. Huele enfermo. Huele maldito muerto.
Sin embargo, a excepción de las urracas no se escuchaba ningún otro sonido. No se veía ni una brizna de humo. La nariz de Boone no detectó nada, sólo el olor de los caballos y los pinos.
—¡Tranquilo! —dijo, y siguió la marcha.
Tras un cinturón de árboles vieron el poblado, un poblado de aproximadamente unos cincuenta tipis, y todo parecía muerto. Ni siquiera un perro se movía entre los tipis, y ningún caballo pastaba por los alrededores.
Una vaharada de viento llegó desde los tipis hasta la nariz de Boone.
—¡Santo Dios! —el hedor del viento fue como un puñetazo en la cara.
Jim levantó la mano y se tapó la nariz.
—¡Puf! —dijo, y escupió por encima del costado de su caballo, como si tuviera el olor en la boca.
Las urracas, que se habían quedado en silencio nada más verlos llegar, retomaron el alboroto de nuevo cuando vieron que los caballos no se acercaban.
—¿Es un campamento piegan, Pobrediablo? —preguntó Boone.
—Todos maldita sea muertos.
—Ha habido una batalla, tal vez, y han muerto todos.
—Enfermo. Olor enfermo.
—Será mejor que no nos acerquemos, Boone. ¿Me escuchas?
—Quiero ir a echar un vistazo.
—El hedor ya es suficiente para ponerle a uno enfermo. De hecho, estoy a punto de vomitar.
—Mal —dijo Pobrediablo—. Indio enfermo, muerto, muchos muertos.
Boone se bajó del caballo y comenzó a andar hacia el poblado con el rifle en la mano.
Las urracas volvieron a callarse, y una a una fueron alejándose aleteando y renegando mientras se marchaban.
Dos coyotes se deslizaron entre los tipis y se escabulleron, con las barrigas llenas y pesadas, como pudo ver Boone al acercarse. El hedor le ponía a uno los pelos de punta. Respiraba poco y rápidamente, para que el aire no entrara muy profundamente dentro de él.
Apartó la solapa de la entrada de una de los tipis y la cerró rápidamente, resoplando para expulsar el olor de sus fosas nasales. Se obligó a abrirla de nuevo y miró dentro mientras el aire putrefacto del interior se posaba sobre él. Allí había tres cadáveres, mordisqueados por los coyotes, tan negros e hinchados que cualquiera hubiera pensado que eran negros gordos y enormes. En otro tipi lo mismo, aunque en ese caso sólo había un indio, con los miembros totalmente estirados, muerto y negro, y la carne presionando con fuerza las ropas que aún llevaba. Una squaw estaba apoyada sobre su espalda fuera de otro de los tipis, y había una joven junto a ella. Las urracas habían estado atareadas con ellas, y los coyotes. Todo un maldito poblado muerto y desaparecido, vencido por la enfermedad, hombres y squaws y niños tirados por el suelo y abotargados, y algunos con los ojos picoteados por los pájaros, con las cuencas vacías en los hinchados rostros muertos, por donde los gusanos ya se abrían camino.
Escuchó un tenue sollozo, como un cachorro débil y herido, y siguió el sonido hasta llegar a otro tipi en el que vio a un chico tumbado. La cara del chico estaba totalmente recubierta de una costra sólida.
—How.
Había una squaw muerta dentro del tipi y un indio muerto a un lado, probablemente los padres del chico.
—How.
El débil sollozo continuó, vibrando al salir junto al aliento del chico y parando mientras inhalaba aire, y luego vibrando de nuevo al exhalar.
—¿Qué te duele? —Boone levantó la voz.
Entonces pensó que había estado hablando en lengua blanca. Pensó en algunas palabras de los pies negros y las gritó para que penetraran en la mente del chico.
Pero sólo le contestó con el mismo sollozo, que se iba haciendo más débil y distante. Boone vio que el cuerpo del chico se tensó y la boca llena de costras se abrió totalmente. Los pulmones exhalaron un largo y escalofriante estertor, intentó coger aire una vez más y luego se rindió. Boone se retiró de la entrada, sintiendo que sus fosas nasales se encogían y su estómago se revolvía y presionaba su garganta. Avanzó un poco más allá de los tipis hacia el viento, dejando que sus pulmones se llenaran de aire. Al borde del campamento pasó junto a los cuerpos de un hombre y una squaw, parcialmente devorados pero que no estaban negros ni llenos de costras. Cada uno de ellos tenía una herida de cuchillo en el pecho. Ennegrecido por la sangre, el cuchillo estaba tirado cerca de la mano del hombre.
Un poco después Boone se giró y regresó a la pestilencia del poblado. Se obligó a registrar todas los tipis, y los rostros de todas las mujeres. Las pieles de los tipis estaban desgastadas y pardas por el paso del tiempo, de manera que la luz se filtraba a través de ellas, como no ocurría con las pieles nuevas. Algunos de los tipis estaban vacíos, pero como si hubieran estado recién habitados, con las ropas aún extendidas dentro o una olla o una lata en pie o una cuchara de cuerno apoyada junto a las piedras de la hoguera, como si los dueños tuvieran en mente regresar inmediatamente, o como si se hubieran asustado de pronto y hubieran huido, cogiendo tan sólo lo que podían transportar. No se podía diferenciar un rostro de otro, al estar tan abotargados y llenos de costras, y en ocasiones medio devorados. No quedaba ni una sola persona con vida. El chico había sido el último.
Regresó donde Jim y Pobrediablo esperaban sentados. Se habían cansado de esperar y se habían bajado de los caballos para sentarse en el suelo. Al mirarle con ojos interrogantes, Boone respondió:
—Todos muertos. Todas y cada una de sus malditas almas muertas.
—Enfermos —dijo Pobrediablo asintiendo; el hueco apareció entre sus labios sonrientes cuando dijo—: Petite vérole. La petite vérole. Qué te apuestas.
—¿Escuchas eso, Boone? ¡Es el nombre en francés de la viruela!
—Lo he oído.
—¡Dios Todopoderoso! ¿Piensas que sabe de lo que habla?
—Podría ser.
—¿Tú estás vacunado para no cogerla, Boone?
—Ya la pasé en una ocasión. Y uno no puede cogerla dos veces.
—¿Y tú, Pobrediablo? ¿La has cogido alguna vez? Petite vérole?
En el rostro de Pobrediablo había dibujada una gran sonrisa. Todo se lo tomaba a broma ese indio idiota, todo menos el Infierno de Colter. Asintió con la cabeza y se señaló los hoyos que tenía por encima de la frente.
—Será mejor que me mantenga alejado, supongo —dijo Jim.
—Había una squaw y un hombre apuñalados —explicó Boone a Jim—. No le encuentro explicación a esas muertes. Y algunos de los tipis están vacíos, con todos los aperos y pertenencias abandonados allí.
—Eso significa que la gente ha salido huyendo de la viruela, Boone.
—¿Y esos dos apuñalados?
Los ojos de Jim examinaron el suelo. La barba incipiente en su barbilla era del mismo color que el pelo del caballo alazán.
—Tal vez eran indios que sabían que iban a morir y prefirieron hacerlo rápido. Tal vez se mataron ellos mismos.
—Puede ser.
—¿Es que no lo entiendes, Boone? —continuó Jim—. Ese es el motivo de que no nos hayamos topado con pies negros. Están todos muertos, probablemente, y los que no lo están, huyen de la viruela.
—Toda una nación no puede morir.
—Pero aun así, todo un poblado murió.
—No todos ellos. Algunos escaparon.
—¿Piensas que es esa la tribu de Gran Nutria, Boone?
—¿Y cómo voy a saberlo? ¡Maldita sea!
—No tenía intención de enojarte.
—No tienes que andar preguntando cosas todo el tiempo. Que si esto, que si aquello, hasta volverle a uno loco. ¡Maldita sea!
—Ya he dicho que lo siento, y es suficiente. Ponte hecho una furia si es eso lo que quieres.
—Ni el mismísimo Dios reconocería a Gran Nutria, con lo mordisqueados y negros e hinchados que están aquellos indios.
—Montón de castores ahora. Todos los indios irse.
Boone montó en su caballo y encabezó la marcha bordeando los tipis, escuchando a las urracas graznando de nuevo después de que ellos pasaran. No dejó de espolear a Poky para alejarse de allí. Cuando uno se movía, dejándose llevar por las sacudidas, subiendo y bajando sobre su silla de montar, podía liberarse de su mente. Cabalgaba recto y estirado, sintiendo los ojos de Jim clavados en él, y respondiéndole maldita sea con la postura de su espalda.
Cuando llegaron a una pequeña llanura, Jim se adelantó a su lado. La tímida sonrisa en su boca hizo que Boone recordara a Summers.
—Supongo que sé cómo te sientes, Boone —dijo Jim—. No tenía intención de sacarte de tus casillas.
Tras un silencio Boone respondió:
—No pueden estar todos muertos, Jim. No toda la nación. No toda la maldita nación de los pies negros.
Jim le lanzó una larga mirada.
—Espero que tengas razón —respondió, tras lo cual dejó que su caballo se colocara detrás mientras se adentraban en zona arbolada.
El valle del Missouri se extendía hacia el norte frente a ellos, abriéndose y cerrándose en algunos tramos y volviéndose a abrir; el valle estaba desierto, como si ningún hombre jamás hubiera vivido allí. En una ocasión vieron un tipi solitario que el viento había tumbado, y los huesos estaban esparcidos por el suelo, casi totalmente limpios de carne, y había pieles esparcidas y hechas jirones por dientes de lobos, y en otra ocasión encontraron un par de hogueras, ya frías pero que habían estado encendidas hacía uno o dos días. El cadáver de un niño había sido aupado a un árbol cerca de allí, pero no estaba bien tapado. Los pájaros ya habían estado picoteando su carne.
Un día de viaje y otro más, y el valle seguía vacío y los pies negros desaparecidos de la faz de la tierra. Ahora por las noches acampaban sin tomar precauciones, encendían hogueras grandes y comían carne de alce y de ciervo, o de uno de los búfalos que habían subido desde el valle hacia las colinas. Acampaban en silencio, excepto Pobrediablo, que sonreía y hablaba como antes, tan despreocupado como un niño que no supiera qué era lo que turbaba a sus mayores. Jim, de vez en cuando, soltaba alguna broma, intentando apartar la nube que flotaba sobre ellos, pero sin lograrlo. El sol se alzaba fulgurante en la mañana y arrojaba luz blanca y cegadora durante el día y dejaba el cielo del oeste en llamas por la noche. Más tarde, el color del cielo se apagaba hasta un rojo como el de una vieja herida, y aún más tarde, las estrellas salían y parecían brillar como tenues y humildes velas en la oscuridad. Hacía un tiempo excelente para la caza de otoño, un tiempo excelente en una tierra excelente, pero incluso Jim había dejado de colocar trampas. Una quietud flotaba sobre todas las cosas, y tan sólo se escuchaba el graznido de los cuervos y el cotorreo de las urracas y el aullido del viento entre los árboles, barriendo las hojas amarillentas. De noche, el aullido de los lobos retumbaba de un lado al otro del valle, y también el berrido del ciervo canadiense llamando a las hembras, y ambos, al apagarse, dejaban la noche más vacía que antes. De día, Boone observaba cómo el viento rizaba la hierba baja y agitaba los árboles en la ladera este para finalmente perderse de vista, más lejos de lo que cualquiera pudiera imaginar, hasta lugares de los que uno nunca había oído hablar. La hierba estaba crispada y seca, con las puntas de un marrón oscuro. Las pezuñas de los caballos levantaban nubes de polvo que volvían a posarse si no había viento, o que se alejaban si el viento soplaba. Al cabalgar todo el día con viento, uno notaba la arenilla en su cuerpo, en su ropa y en el cuello y sobre la piel, y rechinando entre sus dientes. Cabalgaba encorvado hacia delante contra el viento, con un hombro se protegía la barbilla y mantenía la boca fuertemente cerrada y seca, saboreando la tierra.
Tras desviarse de la orilla oeste del río, salieron del valle, llegaron a una cuenca y se abrieron paso por un bosquecillo, y fue entonces cuando vieron al primer hombre vivo. Iba montado a caballo a un cuarto de milla de distancia, y cuando los vio se dio media vuelta y azuzó a su poni con la fusta en dirección a un saliente del bosque. Boone descabalgó de Poky, pasó su rifle a Jim, y lanzó rápidamente el lazo sobre la nariz del caballo alazán.
—Sígueme.
Saltó de lado sobre el caballo alazán, volvió a coger su rifle y golpeó con los talones la barriga pelirroja. Bajo su cuerpo, sintió el ímpetu del caballo al romper a correr hasta que se estabilizó en una cómoda carrera de zancadas largas. Vio la orgullosa testa erguida y las pequeñas orejas apuntando hacia delante y la tierra formando una estela tras ellos. Jamás había montado en un caballo que pudiera igualar ese ritmo. El jinete frente a él fue haciéndose cada vez más grande y más nítido. El brazo del jinete se alzaba y bajaba con la fusta, y el caballo respondía al azote con todas las fuerzas que tenía. Sin embargo, no era un buen corredor, galopaba rígido y con paso corto. Con el caballo alazán tras él, era como si estuviera parado.
Todavía estaba a un tiro de mosquete del bosque y el hombre comprendió que no iba a poder llegar. Se paró, se bajó del caballo y permaneció inmóvil, con los brazos a ambos lados y las manos vacías, y el arco colgando del hombro. Boone frenó el caballo alazán hasta avanzar al paso y poco después desmontó y lo condujo por la rienda acercándose lentamente al indio. El indio estaba paralizado. No movió ni un solo músculo de la cara. No actuaba como un pies negros. Tras examinarlo, Boone pensó que no había nada interesante que ver en aquel rostro, tan sólo le recordaba a un perro apaleado. Era como si toda esperanza en él hubiera desaparecido y todos los buenos sentimientos y todo su espíritu orgulloso. Ahí delante tenía a un hombre que no lucharía por nada, ni siquiera por su vida, tan sólo era capaz de correr como un conejo y acurrucarse y esperar, sumiso y triste, a morir. Mientras Boone lo miraba, el indio se arrodilló y se apoyó sobre sus manos y sus rodillas e inclinó la cabeza. Su cabello cayó enmarañado por ambos lados del cuello.
—¡Levanta, por Dios Santo! No tengo intención de matarte.
Boone se agachó y sacó la pipa de la caja adornada que llevaba colgando del cuello, la llenó de tabaco y la prendió.
—Howgh —dijo guturalmente, luego expulsó el humo y apuntó la boquilla hacia el indio. Buscaba las palabras en lengua de pies negros.
—El corazón del cazador blanco es bueno.
El triste semblante del indio se iluminó.
—El Cuchillo Largo busca a Gran Nutria… a su hermano, Gran Nutria, el piegan.
El viento jugueteaba con los flecos desgastados de la ropa de ante del hombre y luego danzaba sobre la hierba provocando una espiral de polvo.
Boone puso una hoja de tabaco sobre la hierba de la pradera, para mostrarle que era un regalo.
Los ojos del indio se clavaron en el tabaco, y en ellos se encendió un tenue brillo de deseo.
—Cuchillo Largo busca a Gran Nutria… a su hermano Gran Nutria.
Sólo los ojos del indio parecían tener vida, clavados en la hoja de tabaco.
Boone se giró e hizo una señal a Pobrediablo y a Jim para que se acercaran. Estos trotaron hasta allí, tirando de los animales de carga.
—Dile que Cuchillo Largo busca a Gran Nutria —dijo Boone a Pobrediablo—. Pregúntale por dónde anda Gran Nutria.
Pobrediablo bajó del caballo, dio una ansiosa calada a la pipa de Boone y luego planteó la pregunta.
—No le da la gana hablar —dijo Jim, sonriendo desde su caballo—. Pregúntale si se le ha comido la lengua el gato, Pobrediablo.
—¡Cállate, Jim! ¿Es piegan, Pobrediablo, o qué?
—Piegan, él.
—No hay nada como el whisky para remediar una lengua oxidada —dijo Jim.
—A veces hablas con sentido común, Jim. Que me aspen si no es cierto. —Boone se dirigió al caballo de carga, aflojó una correa y del fardo sacó la botella que había guardado. Regresó sobre sus pasos, quitó el tapón y colocó la botella en el pliegue de su brazo—. Buen whisky. Buena agua medicina.
El indio se abalanzó de repente, como un hombre atacando a una alimaña, atrapó la botella y la sostuvo en alto. Parte del whisky le cayó por la barbilla.
—Ese indio podría beber lo que fuera y seguir seco —dijo Jim, aún montado en su caballo.
El indio bajó la botella, escupió, eructó y se limpió la boca.
—Pregúntale por dónde anda Gran Nutria, Pobrediablo.
Pobrediablo sólo gruñó.
—¡Pues echa tú también un trago, maldito seas!
Los labios de Pobrediablo se estiraron felices, luego se amorró a la boca de la botella. Boone tuvo que coger la botella de whisky de la mano de Pobrediablo y se la colocó cerca de él.
—No hay más hasta que hablemos. Un poco después, más whisky. Dile, Pobrediablo.
El piegan había girado su rostro hacia la botella. Seguía teniendo el semblante triste y sumiso, pero un deseo brillaba ahora en él que le salvaba de estar muerto. Con el whisky uno podía conseguir casi todo lo que quisiera de los indios… de todos ellos, en todo caso, excepto de los comanches, que no se daban a la bebida.
—Pregúntale dónde están los piegan. Pregúntale sobre Gran Nutria.
El indio escuchó mientras Pobrediablo hablaba. Como respuesta, alzó las manos y frotó una muñeca con la otra.
—¿Muerto? —preguntó Boone bruscamente. El indio habló, habló con una voz ronca y profunda que retumbaba en su pecho. Boone sacudió la cabeza. Sólo conocía las palabras de los pies negros que había practicado—. ¿Qué está diciendo, Pobrediablo? No entiendo todo lo que dice.
Pobrediablo hablaba en parte con signos y en parte con palabras.
—Gran enfermedad llegó. Cuchillo Largo trae enfermedad en canoa de fuego.
—¿Cómo es eso?
—Barco que anda sobre agua trae enfermedad a gran casa.
—¿A Fort Union?
Pobrediablo y el indio volvieron a hablar y luego Pobrediablo tradujo.
—Cuchillo Largo trae enfermedad río arriba desde casa grande. Gran medicina. Gran enfermedad. La medicina del hombre blanco demasiado fuerte. Enfermedad viene. Pies negros correr. Enfermedad correr más. Pies negros llorar, saber que Gran Espíritu enfadado. La enfermedad matar a pies negros. Todos muertos.
—¡Por Dios Santo! No puede saber si están todos muertos —dijo Boone a Jim, que estaba aún sentado sobre su caballo, escuchando—. Él mismo no está muerto, ¿no es cierto? —y luego, dirigiéndose a Pobrediablo—: Pregúntale dónde escapó la tribu de Gran Nutria. Pregúntale si también huyó una joven squaw. La hija de Gran Nutria. Más whisky, en un rato.
—Gran Nutria enfermo —tradujo Pobrediablo—. Él correr.
—¿Correr adónde?
Hablaron otra vez, y luego Pobrediablo se encogió de hombros. Se puso las manos en sus pechos.
—Tal vez.
—¿El río Titty? ¿Pecho? ¿Teton?
—Titty —dijo Pobrediablo.
—Es el Tansy —interrumpió Jim—. ¿Recuerdas que Summers nos lo dijo?
—Gran Nutria ahora muerto seguro. Maldita sea muerto.
—Él no lo ha visto muerto, ¿verdad? Piensa que está muerto, eso es todo —replicó Boone.
El piegan alargó la mano, pidiendo la pipa, pero no se abalanzó a por ella, ni se puso a hablar en voz alta y solemne, sino que la solicitó humildemente. Con ella en la mano se agachó hasta sentarse sobre sus talones y fumó, absorbiendo profundamente cada bocanada de humo hasta sus pulmones a la manera india. Uno no pensaría que había tomado whisky viendo aquel rostro tan solemne y silencioso. Sin embargo, se podía ver un tenue fulgor en sus ojos, bajo el nido de ratas que tenía por pelo.
—Pídele que dibuje el camino hasta el Titty, Pobrediablo.
Boone cogió un palo e hizo una marca en la tierra, para mostrarle que quería que le hiciera un mapa.
Después de que Pobrediablo hablara, el indio tomó el palo y echó una mirada a su alrededor y luego al sol, como si quisiera orientarse. Luego dibujó una larga línea que se curvaba hacia la derecha de Boone, mientras hablaba con Pobrediablo.
—Río —dijo Pobrediablo—. Missouri, él.
Puso el dedo en un extremo de la línea y lo llevó hasta el otro extremo para mostrar en qué dirección fluía el río.
—Curvas al noreste —dijo Jim. Se había bajado del caballo y se acercó al mapa.
Al norte de la curva el piegan dibujó otra línea, que conectaba con la primera desde el oeste.
—Dearborn —dijo Pobrediablo.
Boone asintió. Summers también había mencionado el Dearborn.
—Medicina —dijo Pobrediablo, señalando a otra línea aún más al norte.
—Ese es el río Sun, Boone. ¿Recuerdas?
Pobrediablo tenía dibujada en la boca una estúpida sonrisa. Ese indio era capaz de emborracharse en un santiamén.
—Pobrediablo sabe —colocando el dedo sobre la línea—. Yo sabe —dijo, y miró una nueva marca que el piegan estaba dibujando aún más al norte. Clavó su dedo allí—. Titty. Qué te apuestas.
—¿A qué distancia?
Pobrediablo se giró hacia el piegan. Cuando miró a Boone otra vez, sostuvo en alto dos dedos, luego añadió un tercero.
—¿Dos-tres jornadas?
El piegan tiró el palo a un lado. Su mirada regresó a la botella. Boone se la ofreció. Pobrediablo lo observó mientras bebía, le quitó la botella y se la colocó en la boca. Cuando la volvió a bajar, ya no quedaba whisky.
—Pregúntale dónde está la squaw, Pobrediablo. Pregúntale por la hija de Gran Nutria.
El piegan pasó la pipa a Boone y se sentó hacia atrás con los brazos cruzados y la cabeza inclinada como si estuviera pensando. Boone tuvo la impresión de que le había vuelto a invadir la tristeza, como si el whisky la hubiera alejado momentáneamente y luego la hubiera traído de vuelta con mayor fuerza. Pobrediablo habló con él, y el piegan escuchó y luego respondió, usando sólo unas pocas palabras y dibujándolas con sus manos. Boone pudo oír por encima de su voz el sonido de los caballos pastando en la hierba. Sólo el viejo Poky estaba quieto, deseando descansar en lugar de comer.
—Tal vez muerta —dijo Pobrediablo—. Muchos mueren —dijo, señalando al piegan—. No sabe, él. No quiera hablar ahora, él. Se ha ido su lengua.
Boone echó una larga mirada al piegan, luego sacó otra hoja de tabaco y la puso sobre la pradera.
—Supongo que no vamos a poder sacar nada más de él. Sigamos.
Al alejarse, vio que el indio se agachaba y se llevaba las dos hojas de tabaco, con el semblante todavía triste y apagado, como el rostro de un animal que hubiera perdido a su cría.