CAPÍTULO XXVII

Boone estaba tumbado boca abajo sobre su barriga, a la sombra de un chopo temblón en la cima de una loma. Delante de él se extendía la inmensa llanura del Yellowstone, que se deprimía y elevaba y se estiraba hasta donde el cielo se curvaba en el horizonte. A lo lejos, tanto que parecía la sombra desgarrada de una nube desplazándose por delante del sol, Boone vio una manada de búfalos que cruzaba el agua hacia la rica hierba parda de las laderas, ahora que la tarde ya refrescaba. Más cerca, media docena de berrendos retozaban desplazándose con movimientos rápidos y delicados como un revoloteo de alas en el viento. El sol bajaba calentándole la nuca y derramándose sobre la llanura, pintándola de un cálido color tostado, como el pellejo estival de las comadrejas. Un poco antes, a pesar de ser principios de otoño y de que las ciruelas silvestres colgaban maduras, la canícula danzaba sobre el polvo y los animales se mantenían bajo la sombra y cerca del agua, pero el sol ahora se había suavizado y soplaba una brisa fresca desde las montañas. Los mosquitos zumbaban a su alrededor y una enorme mosca azul se comportaba como si revoloteara sobre alguien a punto de morir. Se preguntó si la mosca empezaría a devorarlo si se quedaba lo suficientemente quieto. ¿Cómo sabía una mosca que una criatura estaba muerta? Tal vez la mosca era como Jim, que pensaba que tenía muchas posibilidades de acabar muerto y enterrado, pero al menos la mosca no le regañaba por ello, como sí hacía Jim.

—Es arriesgado, Boone —había dicho Jim—, y además innecesario.

—Estaré bien, ya te lo he dicho.

—Claro, claro. Estarás bien, aunque tal vez muerto. O quizás eches a los crow tras nuestro rastro, y sólo somos tres, y para colmo en territorio desconocido. Los crow no son squaws, ¿sabes?, ni perros. Saben luchar.

—No les dejaré que me vean. No pueden luchar contra lo que no ven.

—Te seguiré la pista, entonces. No es seguro que vayas solo.

—No quiero que vengas. Este es trabajo de un solo hombre.

Pobrediablo estaba sentado frente al fuego de la mañana. Su enorme nariz se curvó ensanchándose sobre el borde de la boca, que se abrió en una sonrisa.

—Yo gran ladrón —dijo—. Un muy bueno ladrón. Atrapa el caballo rápido.

—Yo atrapar el caballo —respondió Boone—. Regresaré al anochecer —dijo dirigiéndose a Jim, y luego los dejó cómodamente acampados donde el Yellowstone abandonaba las montañas. Sabía que tenía la mirada de Jim clavada en él mientras se alejaba al trote.

Guiado por Boone a través de la espesura de los álamos, el caballo trastabilló y se oyó un crujido de ramas; Boone echó la mirada atrás para asegurarse de que estaba bien. El caballo le devolvió la mirada, con ojos somnolientos y desganados, mientras con la cola espantaba mosquitos. Era el viejo caballo de Summers, Poky, un animal lento pero resistente y tan dócil como un perrito. Era justamente lo que necesitaba para lo que se proponía hacer.

Lanzó la mirada atrás, hacia las llanuras, y contempló de nuevo los búfalos y los berrendos y los rayos de sol brillando a ras de la hierba, pero, principalmente, fijó la mirada en el poblado crow situado a menos de media milla de allí. Era un campamento bastante grande, con unos cuarenta tipis, calculó, y estaba empezando a cobrar vida ahora que el calor aflojaba. Vio a squaws raspando pieles y transportando madera, o persiguiendo a chuchos con los que arrastrar la madera hacia el poblado si lograban atraparlos. En ocasiones, cuando el viento se calmaba, podía oír a las squaws gritando a los perros como urracas. El humo de las hogueras se alzaba aquí y allá, luego se curvaba y se alejaba arrastrado por la brisa. Algunos hombres iban de una tienda a otra, haciendo planes para una cacería, tal vez, o para una partida de guerra, o alardeando unos delante de otros, o tal vez sólo hablando. Los novatos pensaban que los indios siempre hablaban dando voces y de forma solemne, pero eso sólo ocurría cuando iban a parlamentar; en un campamento, sin nababs a su alrededor, hablaban en voz baja y en ocasiones tan lascivamente que incluso un trampero se percataba de ello. Los hombres movían las manos mientras hablaban. Un grupo de caballos se alejaba a pastar, devorando la hierba de camino. Boone los examinó, uno a uno, buscando el mejor. Había algunos caballos soberbios en la manada, la mayoría de ellos maneados, que sólo podían andar con paso corto o auparse sobre los cuartos traseros y lanzarse hacia delante para poder desplazarse.

Un rato después decidió qué caballo quería. Era un caballo alazán con una veta brillante fina, el pecho ancho y las patas rápidas y finas, y que se comportaba con aire orgulloso. Un indio jamás vendería un caballo como ese, por nada del mundo, aunque el caballo no fuera blanco o moteado. Prácticamente, la única manera de conseguir un caballo así era robarlo.

Boone se quedó inmóvil, esperando el momento. Uno llegaba a acostumbrarse a estar echado en el suelo, esperando pacientemente y en silencio como un gato de caza, sin ir contra el tiempo, sino dejando que transcurriera mientras el sol brillaba sobre él y la brisa zumbaba en su oído. Él era como un árbol, o un terrón de tierra, pero su mente echaba la vista atrás y hacia delante y formaba imágenes dentro de su cabeza. El viejo jefe Gran Nutria sin duda sabría apreciar aquel caballo alazán, pensó Boone. Se imaginó a sí mismo ofreciéndoselo, vestido con la piel de puma que había conseguido de los utah cayendo suntuosa sobre la grupa. Nadie sabía adornar pieles tan bien como los utah. Y también le llevaba bermellón, y un montón de tabaco, y pólvora y balas. Era un buen cazador y un valiente guerrero, y su corazón deseaba el bien a los pies negros. Ayudaría al jefe cuando este envejeciera y sería como un hijo para él y se ocuparía de que tuviera carne en su tipi cuando los brazos del jefe se debilitaran con la flecha y sus piernas se endurecieran demasiado para ir a cazar. Mientras lo observaba, el caballo alazán se espantó de repente y huyó a la carrera embistiendo con las maneas, pero aun así se movía con rapidez y soltura; a continuación paró con la cabeza alta y se giró, y el sol brilló con blancos destellos sobre la veta. Era un caballo orgulloso. Sin duda, a Gran Nutria iba a gustarle.

Podía ver a Ojos de Cerceta, no como debía de estar ahora ya crecida y con un cuerpo formado, sino todavía con unos ojos enormes y un fino rostro, y el entusiasmo de un pajarillo. Era extraño cómo un deseo penetraba dentro de uno y permanecía ahí hasta finalmente empujarlo en cierta dirección. Quizás no quisiera a Ojos de Cerceta como era ahora. Tal vez, era sólo una idea que se esfumaría en cuanto la viera. Quizás Ojos de Cerceta ya tuviera un hombre, y un tipi lleno de niños. De todas formas, él, Jim y Pobrediablo encontrarían castores, y muchos, en un territorio donde otros tramperos temían entrar a cazar. El cazador blanco le había llevado el magnífico caballo alazán como regalo, y había llevado la piel de puma y pólvora y plomo a Gran Nutria para mostrarle su amor por los pies negros.

La mosca azul aterrizó sobre su mano y se flexionó hacia arriba y hacia abajo mientras su gorda cola buscaba un lugar donde desovar. Boone la apartó de un manotazo y el insecto se elevó con un leve zumbido de alas y voló en círculos sobre su cabeza negándose a darse por vencida. ¿Podía una mosca saber cuándo un hombre iba a convertirse en carne y yacer para ser devorado por lobos y gusanos y las veloces chinches grises que hacían su trabajo en lo más profundo de las entrañas fétidas?

Eso era algo sobre lo que Jim pensaría y tendría una opinión. Jim pensaba mucho, demasiado para ser un buen trampero, y en ocasiones cabalgaba sin ver nada más que lo que tenía en la cabeza. Jim era un tipo inteligente, sí señor, pero Boone no veía ninguna utilidad en andar preocupándose por cosas que uno no podía cambiar. La mente escarbaba en algo y terminaba exhausta y malhumorada, y luego tenía que salir del mismo agujero en el que se había metido.

La apacible tarde fue muriendo. El sol descendía pulgada a pulgada, y ya no le calentaba la nuca, sólo asomaba a través de los árboles arrojando una filigrana de luz y oscuridad. Una ardilla rayada de tierra, no más grande que un ratón, jugueteaba sobre un tronco cerca de él, sus ojos eran grandes y húmedos y arrojaban un oscuro brillo. Cuando Boone se movió, el animal dejó escapar un gritito de sorpresa, se perdió rápidamente de vista y poco a poco volvió a asomarse para observarle de nuevo, como si quisiera asegurarse de que era real. Manchones de sombra fueron apareciendo en la llanura. Cada uno de los tipis arrojaba una sombra puntiaguda. En ningún rincón del cielo había una sola nube. La brisa había parado. Incluso las hojas nerviosas de los chopos temblones colgaban dormidas. Si tenía que hacer alguna faena esa noche, mejor sería hacerla antes de que apareciera la luna, si era posible. Preferiría haber acabado y estar lejos para encontrarse con Jim y Pobrediablo, que le esperaban al oeste listos para salir temprano por la mañana. Probablemente Jim estaría ahora pensando sobre los manantiales calientes y el barro hirviendo y el gran cañón del Yellowstone y la roca amarilla que le daba su nombre al río; probablemente estuviera pensando sobre todas esas cosas y otras cosas extrañas, e intentando averiguar dónde encajaba Dios en todo aquello.

El caballo alazán se había separado un tramo del resto. Mientras Boone lo observaba, levantó la cabeza y miró a su alrededor. Era un buen caballo, sí señor, con líneas fuertes y músculos definidos y un porte decidido y elegante. Un hombre salió cabalgando del campamento y echó una ojeada a su alrededor y no vio nada, un poco después dio medio vuelta y regresó pensando que todo estaba en orden. Boone supuso que los crow reunirían la manada de caballos y la acercarían al poblado antes de la noche, pero no parecía probable que fueran a atarlos a postes o tuvieran intención de dejar un guardia vigilándolos; se sentían demasiado seguros.

El sol desapareció tras una montaña y se volvió de un color azul más oscuro, y los mosquitos comenzaron a llegar en oleadas, pero la enorme mosca azul había desaparecido, tal vez en busca de un lugar más propicio o quizás estuviera posada en algún lugar tomando el fresco desanimada. Detrás de Boone la cola del viejo Poky no cesaba su incansable balanceo.

Boone apoyó la cabeza en las manos y durmió un poco, durmió con sueño ligero, como un animal, con la oreja alerta para captar cualquier sonido y su mente al borde de la vigilia. Se desperezó tras sentarse e inspeccionar de nuevo el campamento y la llanura. La oscuridad iba descendiendo, de manera que todos los caballos parecían del mismo color y las hogueras guiñaban con destellos rojos. Sin embargo, podía distinguir su caballo, todavía apartado un trecho del resto y mordisqueando la hierba. Ahora, tres o cuatro hombres hubieran podido llevarse la manada entera, pensó, pero no quería tener una partida de guerra tras sus talones. Sólo quería un caballo y luego marcharse, cruzar el Yellowstone y más allá hacia el Missouri.

Salieron del poblado tres jinetes, reunieron los caballos y los condujeron hacia el campamento, gritando para azuzarlos y que se movieran. Boone mantuvo los ojos clavados en el caballo alazán. Ahora podría distinguirlo en la oscuridad, siempre que pudiera ver su contorno. Cuando los jinetes se hubieron marchado, la manada se dispersó mientras Boone la vigilaba, y continuaron pastando. El caballo alazán giró en dirección a Boone, pastando separado del resto. Si se quedaba donde estaba, o cerca de allí, Boone pensaba que podría acercarse cuando fuera noche cerrada, oliéndolo en la oscuridad como un sabueso, buscándolo como un búho. Apenas quedaba una piedra o un desnivel del terreno o una senda de conejos que no hubiera memorizado después de pasarse allí tumbado toda la tarde.

Los caballos se fueron oscureciendo hasta difuminarse en la negritud de la noche, y poco a poco se perdieron de vista. Sobre su cabeza las estrellas comenzaron a brillar, no con fuerza y vida, sino somnolientas, abriéndose tenuemente en la oscuridad.

Boone se levantó, estiró los músculos y se acercó a Poky. Acarició la grupa desnuda del animal antes de desatarlo. La silla podía delatarle. Condujo a Poky por la ladera, y sus pies enfundados en mocasines sentían el rastro que se había marcado cuando el sol lucía todavía.

A los pies de la ladera se detuvo y olió el viento. Que ahora soplara una brisa del este sería lo mejor, o que no soplara ninguna brisa. Una brisa del oeste o del sur transportaría su propio olor hacia los caballos y los perros de los indios. El aire soplaba a su alrededor, primero desde una dirección y luego desde otra, pero al poco amainó, y sopló desde el norte y el este, como deseaba. Era una buena señal. Que el viento soplara por donde un hombre deseaba era una buena señal. Sujetó en corto a su viejo caballo y continuó avanzando, dirigiéndose hacia el lugar donde había visto por última vez al caballo alazán.

La oscuridad de la noche lo envolvió; no tenía una roca o un árbol que le orientase, o la cima de una colina recortándose contra el cielo, tan sólo contaba con lo que había metido en su cabeza mientras había estado allá tumbado observando, sólo con lo que sus pies y manos sentían. Sin embargo, cuando reconocía una mata que se elevaba en la oscuridad, a punto de tropezar con ella, o un terreno inclinado bajo sus mocasines, sabía que iba por buen camino. Detuvo su caballo y se colocó en el lado opuesto para estar a cubierto de la manada, o de los crow, si es que había alguno cerca. El viejo caballo caminó lento y despreocupado como un animal libre, respondiendo a la mano que le sujetaba bajo el cuello, como si supiera qué debía hacer sin que se lo ordenaran. La brisa soplaba de forma constante por el noreste y barría los olores y sonidos del campamento hacia Boone. Le llegaron los ruidos de una pelea de perros y luego la voz de un hombre y el golpe de un palo y un desgarrador grito de dolor. Tal vez habría sido mejor esperar hasta que todo el campamento durmiera, pero tal vez no; los crow no esperarían compañía tan pronto tras la puesta de sol.

Era allí donde debía estar el caballo alazán, se dijo, pero no había ningún caballo cerca… sólo el susurro de la hierba bajo sus pisadas, sólo la oscuridad y el vacío. La manada se había desplazado después de que anocheciera. Le iba a costar un rato encontrar al caballo alazán ahora que la manada se había mezclado y la noche era tan oscura que uno no podía ver ni su propia mano.

Se detuvo unos segundos, reflexionando, intentando aguzar la vista en la oscuridad, y luego, hacia el este, vio una pálida aura de luz que indicaba que la luna estaba a punto de salir, la luna que le revelaría la posición de los caballos y que también podría revelar su propia silueta a los crow. Se agachó sosteniendo la cuerda del caballo y el viejo Poky permaneció en silencio, esperándole como si esperar fuera una de las cosas más importantes de la vida. Un lobo aullaba por el oeste, y más cerca ladraron unos coyotes, y todos los perros indios respondieron al unísono, con ladridos profundos, agudos, roncos y estridentes, pero se detuvieron de repente, mientras el lobo y los coyotes continuaban aullando.

La luna asomó por el borde del mundo, y poco a poco apareció la parte más ancha, quedándose allí posada, roja e hinchada, como si estuviera descansando antes de iniciar su travesía por el cielo. Incluso en esa posición arrojaba un poco de luz, formando grandes y profundos manchones sobre la tierra. Boone podía ver los rojos fuegos en su superficie, podía verla girando perezosamente como una pelota. Ascendió una o dos pulgadas, y ya no se apoyaba sobre la línea de la tierra, sino que navegaba sobre ella, y las llamas cambiaron del intenso rojo al amarillo, como una hoguera en la que acabara de prender la llama. Las cosas comenzaron a revelarse en la oscuridad, unos matorrales al alcance de la mano, la elevación de una pequeña loma, y la ondulante línea negra que formaban los árboles más allá en dirección al río. Poco después vio la manada de caballos, un poco más cerca del campamento.

Azuzó entonces al viejo caballo, dejando que avanzara con paso pesado como un caballo perdido que regresaba al grupo, mientras permanecía escondido detrás del caballo. No debía correr; ir lento era el truco. Con cuidado, amigo, cuidado. ¡Malditos sean los cactus!

Aunque no podía ver, sabía que había llegado hasta los caballos.

Era como si pudiera oír cómo le miraban, como si pudiera oírlos allí en pie con las orejas apuntadas hacia él y sus ollares ensanchados, aunque lo único que escuchaba eran los tenues ruidos del poblado y lo único que veía eran las lentas patas de Poky y la tierra que iba dejando atrás.

Miró por debajo del cuello de Poky y vio que un caballo retrocedía ante él, como si hubiera brotado de la tierra. El aliento se agitó en sus belfos. Detuvo a Poky y esperó, evitando pasar al caballo y que este detectara su olor. El caballo volvió a pifiar, más rápido y menos fuerte en esta ocasión, y luego se giró y se alejó lentamente.

Algunos de los caballos estaban echados en el suelo. Al acercarse Poky, rodaban sobre sus panzas y erguían las cabezas. Aminoró el paso de su propio caballo hasta que sólo fue un lento arrastrar de cascos, dejando que la manada lo viera y lo escuchara y lo oliera.

Entonces vio al caballo alazán, observó la fina línea en su grupa y la alta testa, y se aproximó sigiloso hacia él, manteniéndose detrás de Poky y asomando la cabeza bajo el viejo cuello. Los ollares del caballo alazán aletearon produciendo un leve sonido, y sus pezuñas se movieron nerviosamente, pero no echó a correr.

Poky supo entonces cuál era el caballo que Boone quería. Una vez posicionado en esa dirección, continuó avanzando, moviendo una pesada pata y luego otra, acortando la distancia mientras el caballo alazán miraba. Se tocaron las narices, y el aliento del caballo alazán manó de sus ollares con un largo temblor. Boone pasó por debajo del cuello de Poky, intentando moverse rápido sin parecer que iba rápido. Con una mano lanzó la cuerda sobre la cruz del caballo. El animal pifió en alto, retrocedió e intentó girarse mientras con la otra mano Boone agarraba el extremo de la cuerda por debajo del cuello. Boone aguantó cuando el caballo embistió.

—¡So, ya! ¡So! —decía entre susurros—. No te va a pasar nada, chico.

Los brazos casi se le desencajaron de los hombros cuando su cuerpo se abalanzó hacia delante. Se vio obligado a dar largas zancadas para seguirle el paso, pero luego perdió terreno y se vio arrastrado por la tierra.

—¡So, maldito bastardo! —las palabras salieron entre gruñidos—. ¡So, ya! —clavó los pies en el suelo y se quedó quieto mientras el caballo le miraba tenso y asustado—. ¡So, chico!

Alargó la mano y le acarició el cuello, sintiendo el temblor de los músculos. Un minuto más tarde el caballo alazán se dejó llevar hacia Poky.

Los otros caballos se habían apartado al trote y miraban hacia allí. Boone pudo verlos de frente, alzándose altos y tensos. Podía oír sus patas delanteras golpeando el suelo desafiantes y el aliento bufando desde sus pulmones. Incluso estando contra el viento el poblado podría haberlos oído. Quizás podían oírlos ahora si se paraban a escuchar.

Se quedó en silencio y dejó que sus ojos escudriñaran la oscuridad y que sus oídos detectaran algún sonido. Poco después, casi fuera de su rango de visión, detectó movimiento. Podría tratarse de un lobo. Podía ser un crow que había escuchado el ruido de los caballos y había salido solo, esperando tal vez conseguir una cabellera y presumir así de la hazaña él solo. Podría tratarse de un grupo de indios crow. En todo caso, tendría que esperar. No tenía suficiente tiempo para escapar. Estando ahora la luna más alta y la luz posándose sobre las cosas, incluso un torpe disparo podría derribarle de su montura. Boone rodeó al caballo y se colocó al otro lado para quedar protegido por su sombra. Se paró y pasó el extremo suelto del lazo bajo las maneas y, tirando con fuerza y lentamente, bajó la cabeza y ató la cuerda para mantenerla en esa posición. Llevaba una pistola en el cinturón, pero llegado el caso, sería el cuchillo lo que necesitaría. Sacó el cuchillo sintiendo el afilado metal mientras se agachaba bajo la sombra del caballo y vigiló con ojos entrecerrados por debajo del vientre del animal. Levantó la mano y acarició la espalda del animal para que no tirara de la cuerda. El caballo se tensó al notar la mano, pero no violentamente, sino relajado, como si tan sólo estuviera probando el nudo. Entonces volvió la cabeza y olió a Boone con una larga y temblorosa inhalación.

El movimiento se había detenido, y lo que fuera que se hubiera movido se había fundido ya con la oscuridad. Cuando los ojos de Boone volvieron a detectarlo era como si la oscuridad se dividiese, como si un trozo de esta se desgajara y se moviera por sí solo. Era sólo un indio caminando, un indio osado que caminaba solo, avanzando lentamente y con cautela. Tal vez pasara de largo si Boone se quedaba muy quieto y el caballo alazán se portaba bien. El crow pisaba con cuidado y su rostro parecía borroso a contraluz de la luna, probablemente el corazón le latiera con fuerza ante la posibilidad de toparse con un pies negros y matarlo y llevarse la cabellera.

Una cabellera crow sí sería un buen regalo para los pies negros. Le ayudaría a ganárselos. El cazador blanco era amigo de los pies negros. Había luchado contra sus enemigos y los había matado. Y ahí tenía una cabellera para demostrar que lo que decía era cierto.

La mano de Boone rebuscó entre la hierba y encontró una roca. La lanzó hacia la cabeza del crow, escuchó el golpe sordo sobre la tierra y vio que el indio se giraba. Boone se agachó tras el caballo, oyó que le lanzaba una coz y sintió la pezuña rozar su cadera. Entonces se levantó y corrió con suaves y rápidas pisadas. Saltó sobre el indio cuando este se giraba. Pasó el brazo izquierdo bajo la barbilla y ahogó el grito en su garganta. Con la mano derecha clavó el cuchillo hasta el fondo.

Acabó en un santiamén. Un indio no tenía nada que hacer contra un hombre blanco, no contra un hombre de verdad con dos buenos brazos. El crow se puso rígido y luego se quedó inerte, y sus rodillas se doblaron bajo su peso. Boone dejó que cayera en el suelo. Antes de cortar el círculo de carne con el cuchillo y arrancar la cabellera, examinó de nuevo el terreno. El caballo alazán se había caído en tierra intentando huir y ahora se revolvía a su lado. Poky no se había movido ni un paso. La manada se había alejado al galope. Boone se dio cuenta entonces de que habían armado bastante alboroto. Sin embargo, soplaba una brisa constante y los sonidos del campamento eran los pequeños sonidos de la calma. Se metió la cabellera bajo el cinturón. El cabello era largo, como lo llevaban normalmente los crow, que les llegaba en ocasiones hasta las corvas.

Se aproximó al alazán, desató el lazo y cortó las maneas. El caballo forcejeó para ponerse en pie.

—Tranquilo, chico.

Se montó en el viejo Poky y se dirigió al oeste, llevando al otro caballo sujeto con la cuerda y cabalgando bajo las sombras y los cenagales mientras mantenía el oído atento. Los ruidos seguían siendo tenues. Incluso los perros habían callado después de un rato, a excepción de algún que otro ladrido desganado de vez en cuando. Al llegar a un bosquecillo que lo ocultaba del poblado, Boone azuzó a Poky al trote. Todo había sido muy sencillo, gracias al viento y la suerte y un par de brazos de los que podía sentirse orgulloso. No era seguro que fuera él solo, ¿verdad? ¿Los crow lo atraparían o irían tras él? Arriesgado, había dicho Jim, e innecesario, pero seguía conservando su cabellera y nadie le seguía, y al otro extremo de la cuerda trotaba un ejemplar de caballo que cualquiera desearía tener.

El cazador blanco sería un hijo para Gran Nutria y llenaría su tipi de carne y lucharía contra sus enemigos. El cazador blanco era un gran guerrero. Ahí tenía la cabellera recién arrancada de un crow. Y aquí tenía un caballo para cazar búfalos tan rápido como el viento y fuerte y resistente como un alce. El caballo era de Gran Nutria, eso y la piel de puma y el tabaco y la tierra roja para la cara y la pólvora y el plomo. El cazador blanco quería que la hija de Gran Nutria fuera su squaw.