Pobrediablo se quedó rezagado, con el semblante torcido y ansioso, y con los ojos miraba a un lado y a otro como los ojos de un animal que presintiera peligro.
Jim estaba sentado con el cuerpo girado de lado en la silla, mirándolo.
—Venga, Pobrediablo —llamó—. Si un alce puede pasar por aquí, creo que los caballos también pueden.
—Mucho, mucho mal —respondió Pobrediablo alzando la voz, y continuó hablando con palabras indias que Jim no entendía.
Jim se giró para que Boone, que encabezaba la fila, le oyera.
—¿Qué dice, Boone?
—No lo he oído —respondió Boone sobre su hombro.
—Dilo otra vez, Pobrediablo. Habla más fuerte.
El indio levantó la voz, que sonó por encima de los crujidos del cuero, el traqueteo de los fardos y el ruido sordo de los cascos de los caballos.
—Dice que es obra de malos espíritus —tradujo Boone.
—Le han puesto el nombre correcto, sí señor, al llamarlo El Infierno de Colter.
El infierno sin duda podía estar allí debajo, en el inmenso e invisible agujero sobre el que resonaban las pezuñas de los caballos, en el fuego que ardía bajo la tierra y hacía que el agua saliera hirviendo a la superficie, y también escupía chorros de vapor que siseaban y se alejaban formando nubes a ambos lados de las sendas de alces que seguían. Un hedor flotaba sobre todas las cosas. Al norte y al sur, al este y al oeste el terreno estaba cubierto de una costra blanca, como un desierto de sal. A menos que mirase a lo lejos, hacia la cadena de colinas o los árboles oscuros y brumosos en las laderas, uno no creería estar en las montañas. El sol ardía sobre la costra blanca, y la costra reflejaba la luz hacia los ojos, de manera que un jinete tenía que avanzar con la barbilla pegada al pecho y los ojos entrecerrados.
La voz de Pobrediablo le llegó a Jim como un repentino grito gutural, y después el resbalón de un casco y la espantada de un caballo asustado y, al mirar hacia atrás, Jim vio el agujero que el casco del caballo había hecho en la costra y el vapor azul que salía de allí.
—Casi te atrapa el diablo esta vez, Pobrediablo —dijo—. Da miedo, sin duda, Boone —continuó, a pesar de saber que Boone no podía oírle—. Muchísimo miedo.
Los hombros encorvados de Boone subían y bajaban delante de él, fuertes y huesudos bajo la holgada camisa de algodón. Bajo el pañuelo rojo que se había atado a la cabeza, su pelo negro recogido en trenzas se balanceaba al ritmo del caballo. Los ojos siempre estaban atentos a la derecha, a la izquierda y delante, y llevaba el rifle atravesado sobre la silla, pero Jim sabía que no era el diablo el que le mantenía vigilante. Boone no se preocupaba por el infierno, ni tampoco por el cielo, sino por los pies negros y los ladrones crow, y por la caza y los castores. Era un hombre que iba directo al grano, sí que lo era, y Dios no significaba nada para él. Sólo lo que podía ver, oír, sentir, comer, matar, o lo que podía matarle, eso era lo que contaba. Eso y, en ocasiones, alguna loca idea, como esa de ir más allá de Three Forks, donde había más pies negros que mosquitos, y siempre ansiosos por conseguir cabelleras de Cuchillos Largos. Boone decía que iba a por castores, pero Jim sabía la verdad. Era por la pequeña Ojos de Cerceta, que Boone había guardado en secreto en su cabeza durante todo este tiempo, y que había ido creciendo y apoderándose de él, hasta que finalmente tomó la decisión y ni el propio Dios hubiera podido cambiarle de idea.
Era una idea loca, sí señor, una locura total. Incluso Bridger, que se dirigía hacia el Alto Yellowstone y el Madison y el Gallatin y el Jefferson, llevaba consigo un grupo de hombres para estar seguros. Jim y Boone y Pobrediablo eran sólo tres. ¿Y qué si el propio Pobrediablo era pies negros, como decía Boone? Eso no significaba que los pies negros fueran a dejarlos tranquilos. Jourdonnais había creído lo mismo por tener a Ojos de Cerceta en su poder, pero ahora estaba muerto.
En ocasiones Jim se preguntaba por qué seguía viajando con Boone. Boone no era un tipo muy divertido. Era un hombre serio y parco en palabras, y no se abría a nadie, excepto a Summers. Si ibas con Boone debías seguir su camino. Uno habría pensado que ya estaba satisfecho a estas alturas, tras salirse con la suya en lo de dirigirse al norte, pero se ponía nervioso porque iban lentos y sin prisas, según la promesa que Jim había logrado arrancarle para acceder a acompañarle. No tenía sentido apresurarse y perderse las vistas de todos esos manantiales de agua hirviendo y el gran cañón del Yellowstone y otras maravillas increíbles. Estaban sólo a mediados de verano, de camino al otoño, y las bayas se veían gordas y moradas a los pies de las laderas, y un poco más alto las frambuesas silvestres brillaban rojas sobre el terreno. Había caza en la colina y la cuenca, el sol brillaba redondo y cálido y el viento había amainado, seguramente ahorrando fuerzas para el otoño. Era hora de vaguear, teniendo en cuenta que, de todas formas, no era buen tiempo para los castores.
Por otro lado, Boone era un hombre honesto, de sangre fría y alerta cuando había peligro cerca. No sabía lo que era tener miedo.
Y uno podía confiar en él, pasara lo que pasara. No había muchos que fueran tan leales a un amigo, o capaces de ir con él tan lejos, o arrimar el hombro tanto en los buenos como en los malos momentos. A pesar de todas las veces que sucumbía a la voluntad de Boone, Jim se sentía más viejo, y mucho más inteligente, y sabía que Boone dependía de él. En algunas cosas, Boone era todavía como un niño, y sólo necesitaba pronunciar en su oído una palabra de cautela para hacerle ver las cosas de la forma más correcta e inteligente. Disparando a los búfalos, o atrapando castores, o luchando contra osos, Boone era tan bueno como el que más, pero con la gente era distinto. No sabía contar chistes, ni soltar o encajar bromas, ni ver las cosas desde distintos puntos de vista, ni buscar diversión en lugar de problemas. Lo único que sabía era tirar hacia delante. En ocasiones, cuando estaba a punto de meterse en algún lío por no pararse a pensar, una pequeña frase, dicha como de pasada, le hacía recobrar el sentido y lo calmaba, o al menos lo contenía. Jim suponía que Boone estaba agradecido, como lo estaría un chico que carecía de las palabras para decirlo.
Jim se removió girándose sobre su silla para mirar a Pobrediablo. Se le había borrado la sonrisa de su ancho y estúpido semblante. No parecía estar muy feliz en esos momentos. Tenía la boca apretada, ocultando el agujero en la encía superior, y sus ojos negros no paraban de moverse, viendo al espíritu bajo cada chorrito de agua y cada vaharada de vapor. Jim se apostaba lo que fuera a que si uno de repente le daba un codazo en el trasero, pegaría un salto tremendo y se caería del caballo.
—Supongo que Dios está disfrutando de su espectáculo —dijo Jim a su caballo, observando cómo el animal torcía la larga oreja para escuchar—. Podría ser, ¿qué piensas tú? A Dios le debe gustar quedarse de vez en cuando a solas para hacer travesuras. A veces debe de sentirse muy aburrido, con todo ese lío de tener que vigilar a la gente y levantar el sol y luego acostarlo, y traer la lluvia también, y todo el tiempo teniendo que comportarse serio y correcto.
Seguro que era eso. A Dios debía de gustarle darse aires y hacer el tonto si le apetecía. Así que llegó hasta aquel lugar, hasta la cima del mundo donde los ríos se juntaban, y allí se dedicaba a retozar y soplar el vapor por los agujeros y a escupir chorros de agua sólo para demostrarse a Sí Mismo qué era capaz de hacer, como un jovenzuelo que juega sin ser visto.
Al reflexionar de esa manera, uno se sentía más cercano a Dios. La mayoría de las personas consideraban a Dios como alguien mezquino, que metía ideas en las cabezas de los hombres y luego los enviaba al infierno si actuaban de acuerdo con esas ideas. Dios tenía que querer que un hombre disfrutara, por eso le dio el deseo por las mujeres y puso mujeres a su alrededor, y cuando uno conseguía placer, hacía lo que Dios había esperado que hiciera desde el principio. ¿Qué sentido tendría si no fuera así? ¿Por qué había, si no, tantas squaws y eran todas tan complacientes, si no fuera para un fin concreto?
Pero uno nunca sabía qué pensar con tantas ideas diferentes. Tal vez tuviera razón la gente que pensaba que Dios sólo tentaba a los hombres para que pecaran con la intención de que se asaran por los siglos de los siglos por hacer lo que Él mismo había convertido en su debilidad. Quizás Él pretendía que tropezaran. O, tal vez, era el demonio el que hacía que uno pecara. Era imposible saber dónde empezaba uno y dónde acababa el otro. Si hacías lo que Dios hizo que te gustara, el demonio te atrapaba; si no lo hacías, Dios te llevaba al Cielo. Todo sonaba contra natura, pero los hombres creían en ello y uno no sabía ya qué creer.
Un rato después, la costra blanca y el agua hirviendo dieron paso a frondosos pinos, y los pinos a una llanura salpicada de bosquecillos de árboles. Hacia el sur y el oeste de estos se extendía el Lago Yellowstone, apacible bajo el sol de la tarde, con pequeños círculos que formaban las truchas al asomarse a la superficie.
Boone espoleó al caballo, levantó el rifle y disparó a un alce que acababa de asomar entre un bosquecillo. El alce saltó una vez, cayó a tierra y se quedó tumbado dando patadas.
—Es un buen lugar para acampar —dijo Boone, mientras cargaba de nuevo el rifle.
—Mucho mal —dijo Pobrediablo con los ojos clavados en otro manantial caliente del que salía una columna de vapor.
—Mucho bien, maldito indio —dijo Boone—. Yo. Amo infierno. Mucho amo infierno. Tenemos carne, y agua caliente para cocinarla, y probablemente no nos molestarán los pies negros aquí; a ellos no les gusta este lugar más que a ti.
Bajó del caballo y caminó hacia el alce para desangrarlo; regresó y comenzó a desensillar, girándose para mirar a Pobrediablo y sonriendo mientras sus manos se entretenían con las correas de cuero.
Ataron a los caballos y cocinaron la carne de alce, prepararon una olla de café y después Jim se echó hacia atrás fumando y contemplando las colinas y el cielo. El sol había desaparecido y la oscuridad comenzaba a arrastrarse sobre las colinas arboladas al otro lado del lago, pero el cielo estaba limpio y todavía había luz, y el lago brillaba delimitado por la tierra y la vegetación, como si un trozo de cielo hubiera caído en la tierra. Por el este, el sol se rezagaba justo en las cimas de las montañas. Allí arriba aún se podía ver la esfera solar y recibir algo de calor con su brillo, pero desde donde lo contemplaba Jim sólo era visible una pequeña nube que ardía al pasar. Encogió los hombros bajo la camisa cuando notó que llegaba el frío de la noche. Sobre sus cabezas, desde algún lugar, o desde todos los lugares, se escuchaba un agudo y agradable canto. Sólo cuando uno se quedaba en silencio podía oírlo, pero ahí estaba siempre, tenue, y se oía y luego se apagaba, y luego regresaba; tal vez eran los altos pinos que hablaban, o las montañas, o el zumbido del tiempo, lejano y antiguo, y le hacía sentir a uno pequeño y efímero; hacía que uno se sintiera solitario y ansioso por estar con gente para olvidar lo grande que era el mundo, para no estar pensando en los siglos de las montañas. El aire estaba tan calmado que el fuego de la hoguera ascendía en línea recta como un tallo. Jim podía oír el fuego murmurando cosas a la madera y, de vez en cuando, el sonido de un caballo pastando, pero eso era todo, aparte del tenue canto.
Extrañaba a Summers, sus ojos grises, su apacible sonrisa y sus maneras despreocupadas y sabias. Cuando Summers estaba con ellos, nunca se había sentido tan triste y solo como en ese momento se sentía. Summers entendía cómo se sentía un hombre, y también entendía a los animales y a la naturaleza, y unos y otros parecían acomodarse a él y hacerle sentir como en casa en cualquier sitio. Jim podía ver que Boone también lo echaba de menos, y que por ello parecía incluso más silencioso de lo que era habitual en él, y más serio, y no prestaba oído ni boca a la cháchara. Era como si hubieran perdido algo cuando Summers se marchó, algo que hacía que la vida de trampero fuera buena y placentera. Jim se preguntaba por qué seguía cazando por los ríos y seguía estando solo y echando de menos a la gente. A veces, por la noche, tenía por compañero de cama un profundo y secreto miedo a la muerte, que le pellizcaba y no le dejaba dormir; pero él sabía que, a pesar de todo, continuaría con Boone durante un tiempo, daba igual el porqué. La vida de cazador era lo bastante buena si uno no tenía un don especial para nada más. Tras un tiempo uno se acostumbraba y, simplemente, seguía avanzando, sin nada mejor que hacer. Probablemente, los colonos en las granjas, o en las tiendas, o en los diques del río, terminaban realmente asqueados unos de otros y deseaban dejarlo todo e irse a vivir solos. A pesar de gustarle mucho la compañía de la gente, también sabía que no había nada más tedioso que la gente.
Se sentó medio amodorrado, dejando que sus oídos permanecieran alerta. Y luego escuchó a Boone decir:
—Probablemente, Devoradores-de-borregos[2].
Jim se incorporó y vio cuatro figuras al borde del bosque a sus espaldas. Cuando Boone se levantó con el rifle en la mano, retrocedieron fundiéndose con los árboles de nuevo. Boone bajó el rifle y se quedó callado, y un rato después volvieron a salir y permanecieron en una línea, todos ellos mirándolos y a la espera.
—Iré a ver —dijo Jim.
Se levantó y comenzó a avanzar hacia ellos sin su rifle, preguntándose si conocerían la señal de la paz, preguntándose si podrían entender su lengua shoshone. Mantuvo una sonrisa en los labios y avanzó lentamente, y poco a poco les fue haciendo señas para que se acercaran a él. Eran un hombre y una squaw, ahora podía verlos, y dos niños, y parecían vacilantes y curiosos y prestos a ponerse a resguardo tras los árboles, aunque también con ganas de ver más. Se agitaron con un leve escalofrío de inquietud mientras avanzaba hacia ellos, y entonces se detuvo, esperando a que se acostumbraran a su presencia, como un cazador esperando a que se calme la presa.
—El corazón del hermano blanco es bueno —dijo en lengua snake—. El hermano blanco sólo tiene una boca y una lengua.
Ellos escucharon y le comprendieron, pero seguían recelosos, allí de pie, pálidos y con sus pieles de borrego cimarrón recortándose contra la oscuridad del bosque. El arco del hombre colgaba de una mano. Por detrás de ellos aparecieron cuatro perros que arrastraban fardos a sus espaldas; estos vieron a Jim, gruñeron y luego se sentaron. Un rato después, mientras aún reinaba el silencio, los perros comenzaron a sonreír.
Podrían haber formado perfectamente parte de un cuadro, excepto por el leve movimiento de los ojos del indio al examinarle y la squaw que le observaba y echaba los brazos hacia delante para mantener quietos a los niños, y los niños, que olvidaron su miedo y comenzaron a hacer pequeños y bruscos movimientos imitando a los zarapitos.
—El hermano blanco tiene carne. ¿Querrán sus hermanos comer?
Jim pudo ver cómo le daban vueltas a la idea en sus cabezas. Sus ojos ahora estaban quietos, y se clavaron en él como si fueran catalejos apuntando hacia algo lejano, pero catalejos que apuntaban hacia dentro, también, mientras sopesaban la comida que él les ofrecía.
—Polvo rojo y tabaco y cuentas de cristal y un cristal medicina para mirar.
Jim les hizo señas hacia al fuego.
La squaw dijo algo en voz baja a su hombre, y ambos dieron un paso adelante; seguían cautos e inquietos, pero también se mostraban audaces.
Jim se giró y se dirigió a la hoguera, se sentó allí con Boone y Pobrediablo, y se pusieron a mirar hacia el lago sobre el que flotaba una nube lenta. Ninguno habló o miró hasta que el indio dejó escapar un leve gruñido; se giraron y los vieron de pie, honestos y humildes, el hombre a un lado y la squaw en el otro, con los dos niños en medio.
Jim sacó del fuego un hierro de marcar y encendió con él su pipa; apuntó la boquilla hacia arriba y hacia abajo y en círculo, y la sostuvo ofreciéndosela al indio. Después de dar unas caladas, el indio mostró un viejo y maltrecho fusil, con el tambor abierto y oxidado, y luego lo señaló indicando que le faltaba pólvora y balas. Un arco de tres pies de alto, hecho con una cornamenta de carnero y adornado con plumas colgaba de su brazo. Jim sacó plomo de su zurrón y vertió pólvora de su cuerno en el astillado cuerno del indio. El hombre entonces sonrió y comenzó a hablar en snake. Poco después la squaw también hablaba, y los pequeños gorjeaban.
—Ese viejo mosquete no disparará, da igual lo que ponga —dijo Boone—. Y echa un vistazo a la flecha. Son Pobres diablos, sin duda. ¡Caray, si tiene la punta de piedra!
Rebuscó en su bolsa de materiales y sacó un pequeño espejo forrado por detrás con papel, y se lo dio a la squaw. Ella se miró en él y dejó escapar un pequeño gemido de sorpresa y sonrió al verse reflejada. Los niños se apiñaron a su alrededor y miraron sus rostros. Los ojos de los pequeños se clavaron en los de la madre, con mirada interrogante; sin motivo aparente, los tres se echaron a reír, alto y claro como campanillas. Salieron corriendo hacia el otro lado del fuego, olieron la carne y la señalaron, pidiendo un poco.
Fue entonces cuando el hombre pareció darse cuenta de la presencia de Pobrediablo, pero al hacerlo sus ojos se abrieron fugazmente como platos y luego los entrecerró, e hizo un gesto empujando a su familia hacia atrás.
—No tengas miedo —dijo Jim, y luego siguió en shoshone—: El pies negros ha viajado mucha distancia con nosotros. Es un hermano. Quiere paz.
Jim examinó a Pobrediablo mientras hablaba. Pobrediablo abandonó su mirada nerviosa el tiempo suficiente para ofrecer una sonrisa.
El Devorador-de-borregos estudió a Pobrediablo un poco más y luego, como si ya no tuviera miedo, comenzó a hablar de nuevo. ¿Tenía el hermano blanco tabaco? ¿Tenía un cuchillo o un punzón? ¿Le gustaría hacer trueque con el plomo y la pólvora? ¿Quería pieles de castores o nutrias? Había pocos castores en el río ahora, porque los indios tenían que cazarlos para comer. Había guardado unas cuantas pieles.
Los cuatro perros estaban echados sobre sus barrigas alrededor del fuego, oliendo la carne de alce mientras sus lenguas colgaban babeantes. El indio se acercó a uno de ellos y del travois que llevaba atado sacó un pequeño fardo de pieles. Lo dejó caer a los pies de Jim.
—Castor y nutria —dijo Jim a Boone.
—Pertenecen al hombre blanco —dijo el indio—. Dadnos lo que queráis.
Tras haber realizado el trueque y haber comido, se marcharon, felices por tener un cuchillo carnicero y un punzón y unos cuantos tiros de fusil. Jim pudo oír su parloteo y la risa de los pequeños después de que se perdieran de vista, y poco a poco fueron apagándose hasta convertirse en un débil eco y desaparecer.
Más tarde, cuando la noche ya había caído, Jim estaba tumbado boca arriba, contemplando el cielo salpicado de estrellas. Aquel lugar era como el principio del mundo, alto y solitario y alejado de los asuntos humanos, y los Devoradores-de-borregos bien podrían haber sido los primeros humanos, tímidos y humildes, y muy confiados cuando ya no se sentían amenazados. Este era el principio del mundo, envuelto en un delicado canto que llenaba el cielo y el sonido profundo del agua en ebullición, y uno se preguntaba entonces cómo empezaron las cosas, y si Dios estaba sentado en una de las estrellas, mirando hacia abajo y, tal vez, sonriendo o ¿quizás con el ceño fruncido? Uno se sentía perdido si dejaba volar la mente, perdido bajo el cielo, perdido en las altas colinas, perdido y tan a gusto como si ya estuviera muerto, mientras el tiempo discurría por siempre jamás.
—Boone —dijo Jim—, ¿te has dado cuenta de que Pobrediablo se llevó la cabellera de Streak?
Pero Boone ya estaba dormido.
Jim deseó tener a una mujer. Hacía que la mente de uno se mantuviera con los pies en la tierra.