CAPÍTULO XXV

Summers echó un último vistazo desde la pequeña loma en la que Boone, Jim y él estaban sentados.

El campamento había comenzado a despertarse ahora que la mañana inundaba el cielo. Las squaws estaban encendiendo hogueras y preparando carne para cocinarla, y lo mismo hacían los cazadores blancos y los engagés de la compañía que no tenían una mujer que hiciera el trabajo de una squaw. Boone, Jim y él no habían estado tanto con las squaws como los otros, sólo una o dos veces. Por lo que Summers sabía, no habían dejado por ahí ningún hijo bastardo, aunque probablemente sí lo hubieran hecho. Ya había un indio en el mostrador del almacén, probablemente pidiendo whisky. Summers vio a una squaw que salía de uno de los tipis, y tras ella dos niños mestizos, a quienes los franceses llamaban brulés por su piel tostada. Se preguntó si la propia squaw sabía quién era el padre. Más lejos, los caballos corrían, corcoveando, dando coces y mordisqueándose unos a otros por el frío de la mañana. El sol tocó las cimas de las colinas, pero más abajo todavía flotaba la oscuridad. Recortándose contra el cielo matinal, las montañas todavía estaban muertas, a la espera de que avanzara el día antes de resucitar.

—Por mí —dijo Jim—, esperaría y luego iría al este con las pieles.

Summers no respondió, pero se le volvió a pasar por la mente que no deseaba regresar con nadie. Quería estar a solas, irse con el vacío de su interior, para mirar y escuchar, ver y oler, para decir adiós mil veces y, al hacerlo, descubrir tal vez que el dolor desaparecía. Quería escuchar el agua de noche, y el viento entre los árboles, llenarse de las montañas y las pardas llanuras nítidas y perdurables en su mente, matar un búfalo y cocinar los boudins en su propia hoguera, sintiendo que la noche lo envolvía, contemplando las estrellas titilantes y la luz constante del Carro, y todas las cosas mientras les decía adiós, adiós.

Adiós, Dick Summers. Adiós a ti, viejo amigo. Echaremos de menos los tiempos en los que llegaste a nosotros, joven e inexperto y lleno de savia. Te vimos crecer y convertirte en un auténtico Mountain Man. Te vimos aprender, poner trampas, pelear y encontrar rastros, y luego ir por ahí sacando pecho como un gallito, listo para retozar o armar gresca, con tus brazos fuertes y buenos pulmones, y las squaws orgullosas de tenerte bajo su manta. Pero llegan nuevos tiempos, y nuevas gentes, montones de ellas, y los carros ya ruedan por los desfiladeros, transportando a novatos y mujeres y, tal vez, también niños y arados. Los viejos tiempos se han ido y con ellos los castores. Veremos muchos cambios, pero tú no, Dick Summers. Los años te han preparado. Ha llegado la hora de marcharse. La hora de dejarlo. La hora de sentarse y recordar. La hora de una silla y una cama. La hora de esperar la muerte. Adiós, Dick. Adiós, Viejo Humano Summers.

—No nos ha ido tan mal —dijo Boone— con la cantidad de castores que atrapamos y el precio que nos pagaron.

Summers se preguntó si lo había hecho bien o mal. Había logrado conservar la cabellera en lugares donde hombres mejores que él la habían perdido. Había visto cosas que uno nunca olvidaría y había hecho cosas que perdurarían en su mente hasta el fin de los tiempos. Había vivido la vida de un hombre, y ahora se acababa, ¿y qué había sacado de todo ello? Dos caballos y unos cuantos arreos y una carta de crédito de trescientos cuarenta y tres dólares. Eso era todo, a menos que se contaran también las sensaciones que le proporcionaba aquella vida y la diversión que había disfrutado mientras el tiempo pasaba desapercibido. Había vivido grandes hechos, aunque en los últimos tiempos se asombrara y viera que todo quedaba a sus espaldas y nada frente a él. Era extraño cómo funcionaba el tiempo; se deslizaba bajo los pies de un hombre como una corriente de agua tranquila, tenue e ignorado, pero llevándose parte de él con cada gota: un poco de la rapidez de los músculos, un poco de la agudeza de los ojos, un poco de su juventud, hasta que, tarde o temprano, el hombre descubría que se había llevado lo mejor de él casi sin darse cuenta. Y entonces quería luchar, y detenerlo para recuperar lo que se había llevado. No era que le importase acabar en un hoyo, ni tenía miedo a morir y pudrirse y olvidar y ser olvidado; eran las cosas que iba perdiendo poco a poco: los sentimientos de felicidad, las acciones valientes, el paladar fresco para cosas como la bebida, las mujeres y el peligro, los amigos con los que había luchado y se había divertido, la idea de que cada nuevo día era mejor que el anterior, o igual de bueno que fue el otro. Los últimos años de la vida de un hombre eran una constante y larga pérdida, de amigos, de diversión y esperanza, hasta que finalmente el tiempo aniquilaba a la chinche en la que se había convertido y, de esa manera, el círculo se cerraba.

—Ojalá cambiases de idea —dijo Boone—. Podemos hacer grandes cosas en el norte, Dick.

¡Grandes cosas! Jim y Boone no lo entenderían hasta que envejecieran. No sabían que un hombre no dejaba esa vida, sino que era justamente lo contrario. ¿Y qué si podían hacer grandes cosas? ¿Y qué si volvía a haber montones de castores y los pellejos se pagaban a mejor precio? Él había vivido en otro tiempo allí mismo, en el Seeds-kee-dee, cuando los castores eran tan abundantes que un cazador podía dispararles desde la orilla, y tan valiosos que un buen fardo de pellejos podía reportarle cerca de los mil dólares. Tales hechos no iban a poner muelles en las piernas de uno o hacer que la rigidez desapareciera de sus articulaciones. No iban a convertirlo de nuevo en un auténtico Mountain Man.

El sol se levantaba sobre el Sweetwater. La primera mitad roja se estiraba perezosamente sobre el horizonte, reflejándose sobre el rocío de la hierba. Al oeste, las montañas se erguían puras y las últimas sombras de la noche ya habían desaparecido de sus laderas.

Summers miró hacia el este, hacia el oeste, hacia el norte y hacia el sur, sintiendo que detestaba decir adiós.

—Te ha salido buen tiempo —dijo Jim.

—Precioso.

Los ojos de Boone se posaron en los de Summers y luego los apartó.

Estos eran los amigos de Summers, los mejores que tenía en el mundo, ahora que los huesos de sus viejos amigos yacían repartidos desde el norte del territorio español hasta los territorios ocupados por los británicos. Allí estaba Dave Jackson, que partió hacia California y del que nunca supo nada más, y el viejo Hugh Glass, asesinado por los arikaree en el Yellowstone, Jed Smith, que rezaba a Dios y confiaba en su rifle, pero que a pesar de todo eso murió joven, y Henry Vanderburgh, un hombre decidido aunque inexperto, al que los pies negros le arrebataron la cabellera, y Andrew Henry, el corpulento veterano, que murió en su cama en el Condado de Washington; estaban estos y más, y todos estaban muertos ahora, muertos o desaparecidos, y en ocasiones Summers sentía que él, junto a algunos como el viejo Etienne Provot, pertenecía a otra época.

Y, sin embargo, tenía la sensación de que todo había pasado tan rápido que, al mirar atrás, se diría que fue ayer cuando partió hacia la nueva tierra en busca de una nueva vida. Se sentía estafado y consumido, como si acabase de empezar a saborear las cosas justo antes de que se las arrebataran. En cuanto tuvo cierto juicio en su cabeza, en cuanto aprendió el truco de disfrutar por sí mismo pausada y relajadamente, saboreando los placeres de la mente tanto como los del cuerpo, las fuerzas empezaron a fallarle. Los placeres fueron alejándose cada vez más, como un punto en una hermosa orilla, hasta que sólo pudo echar la vista atrás y recordar y desear.

Estos eran sus mejores amigos, pensó otra vez, mientras, sin motivo alguno, echó otra mirada a la carga y la silla de montar y las correas de sus dos caballos. Ellos eran sus mejores amigos: Boone Caudill, que primero actuaba y después pensaba, pero que igualmente actuaba con contundencia y de forma honesta; y Jim Deakins, que veía el lado divertido de todo y hacía burla de todo y tenía a Dios y a las mujeres siempre en mente.

—Este desgraciado que te habla no debería llevarse tu caballo Blackie —le dijo Summers a Boone.

—Puede que lo necesites viajando solo.

—Nunca lo olvidaré.

—No tiene importancia.

—No hay muchos que estén dispuestos a dar su caballo búfalo.

—No tiene importancia, en serio.

—Ojalá fuera mío para poder dártelo —interrumpió Jim.

Summers se dio media vuelta y se alejó de ellos. Sin duda para un hombre de montaña había llegado el momento de retirarse cuando sus entrañas se encogían y sus ojos se llenaban de lágrimas.

—¿Dónde acamparás esta noche?

¿Y qué más daba? Para él, toda aquella tierra era territorio conocido, el Seeds-kee-dee y el Sandy y el Sweetwater. Apenas había una colina que él no conociera, desde cualquier dirección, o un riachuelo junto al que no hubiera acampado. Podría despedirse de uno como de otro. Al abandonar, uno no planeaba en qué lugar podría pasar la noche. No había nada esperándole al final del camino, sólo un trozo de tierra, una mula y un arado. Se lo tomaría con calma, mirando, escuchando y recordando, mientras uno a uno los viejos lugares irían desapareciendo y poco a poco se acercaría a los asentamientos, donde los hombres permitían que el tiempo gobernase sus vidas: una hora para levantarse, una hora para comer, una hora para trabajar, una hora para acostarse y volver a encontrarse con el tiempo y las horas por la mañana, una hora para arar y sembrar y cosechar. Allí, uno no vivía de la tierra. La hacía trabajar para él como lo haría con un negro, obligándola a producir maíz y cerdos y porquerías de huerta. No salía al campo cuando tenía hambre para cazar y conseguirse una vaca gorda. No veía su sustento a su alrededor, ni era libre para dispararle. Tenía que cultivarlo y criarlo, esperar y calcular y ahorrar.

Allí a uno todas las cosas le oprimían. Debía tener dinero en el bolsillo, debía regatear por esto y por aquello y pagar por todo. Sin dinero no era nadie. Sin dinero no podía vivir o mantener la cabeza en alto. Los hombres de los asentamientos dedicaban un montón de tiempo simplemente a pasarse el dinero de unas manos a otras, todos con la esperanza de llevarse la mejor parte, y contando sus monedas y sintiéndose bien por tenerlas, como si fueran castores o rifles.

—¿Vais hacia el norte? —preguntó, sabiendo que allí es donde se dirigían.

—Boone sí va —respondió Jim.

—Conseguiremos montones de castores en las Teton y el Marias, y por toda esa zona —explicó Boone.

—Si os dejan los pies negros. Si los piegan no han vendido ya todos los castores para Fort McKenzie.

—Lo conseguiremos.

—¿Cuántos años tendrá ahora Ojos de Cerceta? —preguntó Summers.

—Los suficientes para tener un hombre, y algún que otro joven, ¿eh, Dick?

—Conseguiremos atrapar castores —afirmó Boone.

De las hogueras salían finas columnas de humo azul, había tantas que a uno se le quitaban las ganas de contarlas. El humo se elevaba en línea recta y se iba estirando en hilos más finos a medida que subían, hasta que se perdían de vista totalmente y sólo quedaba el claro y vacío cielo.

—Supongo que Pobrediablo se quedará con vosotros.

—Claro.

—Boone ha aprendido un montón de palabras de los pies negros.

—Ya he visto.

—Nos vendrá bien. Ya verás.

No volvería a oír esos sonidos otra vez, se dijo Summers, ni gozaría de aquellas vistas, ni olería el humo del chopo temblón. Podía oír las voces agudas de las squaws y el habla gutural de sus hombres y los gritos de los niños. Las voces de los cazadores también regresaron a su mente, y el golpeteo de las hachas. Miró los tipis sobre la hierba brillante, recortándose limpiamente contra el distante azul. Contempló a los perros y a los niños trotando alrededor de los tipis, los caballos que ya habían dejado de juguetear ahora y se desplazaban decididamente hacia el buen pasto, el río que fluía inmutable entre los bordes arbolados, serpenteando interminable hacia el sur y a extrañas tierras que él nunca había visto. Todo ello formaba una especie de comunidad, y de todo se desprendía un olor y un sonido y una imagen. ¿Podría sentirlo de nuevo en sus oídos, en sus ojos y su nariz cuando estuviera de regreso en Missouri con el tiempo acuciándole y la mano pendiente de encontrar dinero en el bolsillo?

Sus ojos pasaron de Jim a Boone. Más que nunca, el sentimiento de ser padre se despertó en él ahora que debía marchar. Era como si estuviera dejando volar a sus niños para que se las apañaran por sí solos y se sintiera preocupado por lo que pudiera sucederles.

—Bueno —dijo—, ha llegado el momento del mal trago. Ya ha llegado —y ofreció su mano—. Este que os habla no puede perder todo el día charlando.

Se montó en el caballo y tiró de las riendas dándose la vuelta, hacia el amanecer del sol, hacia el este, de donde el joven Dick Summers llegó hace mucho, mucho tiempo atrás.