Boone sintió la mirada de Summers sobre él y, cuando miró, este la bajó y la clavó en el suelo, como si Summers no quisiera que los pensamientos que ocupaban su mente se adivinaran en sus ojos.
—Este que os habla —dijo Summers— no podría acertar a golpear el culo de un toro con una vara después de cinco o seis copas.
—Yo no he bebido mucho —respondió Boone tras un silencio—. Puedo andar en línea recta o escupir a través de un nudo en un madero —bebió de la petaca de whisky que tenía a su lado—. De todas formas, no es cierto. Ayer te luciste en el concurso de tiro rápido. Quedaste en el primer puesto.
—No había tomado más que un trago.
Summers y Jim estaban sentados a ambos lados de Boone. Pobrediablo estaba echado en el suelo delante de ellos, roncando, con el blanco de los ojos brillando a través de sus párpados entrecerrados y un hilo de saliva colgando de la comisura de su boca que dejaba una mancha oscura sobre la tierra.
—Supongo que Pobrediablo pensó que podía beberse un barril entero —dijo Summers.
—No tengo intención de beber ningún barril entero.
Y así transcurría la tarde, mientras a cierta distancia de ellos comenzaba un juego de manos, ahora que las carreras de caballos del día ya habían finalizado, y el tiro a diana. Los jugadores estaban sentados en dos hileras a ambos lados de la hoguera. Mientras Boone miraba comenzaron a cantar y golpear con palos en postes de madera seca que habían colocado frente a ellos. Cada hombre tenía su apuesta junto a él; apostaban pellejos, principalmente, y créditos con la Compañía, y algunas otras mercancías y artesanías indias y pólvora y municiones, y en ocasiones hasta un rifle. Ellos todavía no estaban listos para ponerse a jugar. Cuando llegó la noche y los jugadores gritaban, sudaban y apostaban alto, ellos y otros se acercaron desde otras hogueras. Uno podía distinguir fácilmente a Streak, con la cabeza al aire y el sol reflejándose en la blanca mata de pelo.
Río arriba y río abajo Boone podía divisar tiendas indias, más cerca de lo habitual del campamento de los blancos, quizás porque la rendezvous era más pequeña. Más cerca, los caballos pastaban, y todavía más cerca los tramperos se movían, hablando, riendo y bebiendo y juntándose con algunos indios en el mostrador de madera tras el que Fitzpatrick había colocado la mercancía, cubierta con unas pieles. Las tiendas de los hombres de la Compañía se apiñaban alrededor del almacén. A sus espaldas se habían apilado sillas con fardos y cuerdas y otro material. Las tiendas de los tramperos libres, desde donde miraba Boone, estaban al oeste del resto, lejos del río. Detrás del mostrador dos dependientes andaban atareados escribiendo en los libros de cuentas. Delante, un par de cazadores blancos mostraban el atracón que se habían dado. Bailaban al estilo indio, y poco a poco empezaron a cantar, se golpeaban las panzas con las manos abiertas para hacer que sus voces vibraran y acabaron con un gran hurra.
Hi-hi-hi-hi,
Hi-i-hi-i-hi-i-hi-i,
Hi-ya-hi-ya-hi-ya-hi-ya,
Hi-ya-hi-ya-hi-ya-hi-ya,
Hi-ya-hi-ya-hi-hi.
Los blancos eran americanos y franceses de Canadá, principalmente, pero algunos eran españoles, y también había algunos holandeses y escoceses e irlandeses y británicos. Todo el mundo había llegado a la rendezvous para entonces: los tramperos libres y los hombres de la Compañía, e indios de todos los lugares que llegaban por el Sweetwater y el Wind y de más allá por el Snake, y de Cache Valley en el sur, cerca del Great Lake, de Brown’s Hole y New y Old Parks y Bayou Salade. Todos acudían al lugar a esperar a Fitzpatrick y comprar mercancía de los Estados. Fitzpatrick acababa de llegar el día anterior, con sólo cuarenta y cinco hombres y veinte carros tirados por mulas, pero trajo alcohol y tabaco, azúcar, café, mantas y camisas y otro género del mismo tipo. En un extremo del mostrador dos mestizos se afanaban con una prensa de cuña, empaquetando ya las pieles para el viaje de regreso a San Luis y martilleando las cuñas para introducirlas.
No es que fuera una gran rendezvous… no como las que se celebraban antes, en las que compañías peleteras pujaban unas contra otras y en ocasiones ofrecían tres pintas por un buen pellejo. Ahora sólo estaba la Compañía Peletera Americana y Bridger y el resto de sus hombres trabajaban para ella, y el whisky costaba cuatro dólares y el castor se pagaba de cuatro a cinco por libra, por lo que no se sacaba mucho.
Los crow habían traído poca mercancía. Ellos y el resto de tribus se mostraban inquietos y malhumorados; hablaban sobre el hombre blanco que cazaba en sus territorios, y sobre los ataques que habían sufrido de manos de los pies negros, y sobre los comerciantes que bajaban los precios de la piel y subían los del bermellón, las mantas y los paños. Lloraban —así decían— porque el hermano blanco tomaba mucho y daba muy poco. Los tramperos también gruñían al tener que cambiar pieles por la mitad de lo que solían sacar y al escuchar rumores de que, tal vez, esa fuera la última rendezvous.
No era una gran rendezvous, pero aun así estuvo bien; uno no podía quejarse cuando tenía whisky para beber y castores todavía por atrapar si era cauto, y el cielo sobre su cabeza y el campo todo para él en cualquier dirección que decidiera viajar.
Por encima de su petaca de whisky Boone vio un pequeño grupo de jóvenes mujeres crow acercándose en procesión, vestidas con pieles de borrego cimarrón, blancas como la leche y adornadas con púas de puercoespín. Algunas de ellas se arrimaban a hombres blancos, y sus jefes obtenían obsequios como mantas o whisky o, tal vez, un fusil ligero y pólvora y munición, y se alegraban de tener un hermano blanco en la familia, y el hombre blanco más tarde se marcharía de la rendezvous con su squaw y la tendría con él mientras le agradara su compañía, y luego se marcharía y la abandonaría, y ella se volvería completamente loca durante una temporada, como si hubiera muerto un familiar, pero tras un tiempo, con toda probabilidad, encontraría otro trampero, o en todo caso un indio, y volvería a estar bien. En ocasiones las squaws eran un peligro cuando sus hombres las abandonaban, especialmente si las dejaban para irse con otras.
Boone vio que el agudo ojo de Jim había detectado a las chicas.
—Esas crow en ocasiones son una preciosidad. Y tanto que sí —dijo Jim, y añadió—: Y muy complacientes.
—Tú ya debes saberlo —dijo Summers, y sonrió, mirando a Jim como si pudiera ver a través de él y con una tenue nube en los ojos, como si deseara volver a tener la edad de Jim—. Supongo que tal vez podrías llevarte una contigo y no andar picoteando por ahí como una abeja entre el trébol. Estas no buscan líos de una noche. Lo que quieren es una relación estable.
—A Jim le gustaría retozar con la tribu entera.
—Pues a ti tampoco se te da tan mal, Boone, o no se te daba mal antes. No te entiendo. Apuesto lo que sea a que no has estado con más de dos mujeres durante esta feria. Cualquiera pensaría que todavía tienes miedo de coger frío bajo tus calzones.
Algunas de las jóvenes crow eran bonitas, sin duda, y algunas bannock y snake y flathead, también. No se veían muchas jóvenes de los pies negros, pero había una que si llegaba a florecer y madurar lo suficiente, haría parecer a todas aquellas otras squaws una porquería.
—Debe ser que tú tienes más de macho cabrío que yo —replicó Boone—. En todo caso, ya he cogido frío ahí abajo las suficientes veces, no tengo ningún miedo.
Los tres se quedaron sentados en silencio durante un rato, mientras observaban a Russell acercándose perezosamente desde el almacén, fumando una pipa.
—How, Russell.
—Hola —dijo Russell, que se detuvo e inhaló de su pipa mientras sus ojos se dirigían hacia Pobrediablo. Pobrediablo no llevaba nada puesto, a excepción de un taparrabos que colgaba de su cinturón, a pliegues y rematado con borlas rojas. El sol se derramaba sobre su oscuro cuerpo, atrapando motas de piel vieja y haciéndola brillar. Russell estiró la punta del pie y empujó a Pobrediablo con ella para ver si lo despertaba.
—No vale la pena pelear por él —dijo Russell a Boone—, por él o por ninguno de ellos.
—Supongo que seré yo quien lo decida.
—Como gustes —respondió. Russell era un hombre honesto y con estudios, pero un buen cazador, o eso decían, y de sangre fría en la pelea—. Una pena que llegaras tarde —dijo dirigiéndose a Summers—. Hemos tenido bastante diversión.
—Eso he oído.
—¡Qué descaro! ¡Esos granujas de los bannock vienen a hacer trueque, pero se niegan a devolver los caballos que robaron!
—Los indios piensan de forma distinta a los blancos.
—Querrás decir que no piensan.
—Robar es su forma de divertirse —explicó Summers.
—Pues tendrán que aprender, aunque para ello se necesite mano dura. Les dimos una lección a los bannock. Matamos a trece aquí mismo, perseguimos al resto y destrozamos su poblado y disparamos a algunos más durante los tres días que duró el ataque. Al final prometieron ser buenos indios. Un método un tanto sangriento pero necesario.
—Puede ser.
—La única manera de solucionar disputas con los indios hostiles es con un rifle. Escribe en sus pieles un trato que jamás olvidan.
—Tal vez —volvió a responder Summers.
—No quedarán muchos vivos en unos pocos años. La oleada de colonos los barrerá. El territorio no va a ser arrebatado por un puñado de salvajes.
—¿Y qué podrían hacer aquí arriba los colonos? —preguntó Boone.
Russell lo miró, pero no respondió nada.
—¿Dónde vais para la caza de otoño? —preguntó Summers.
—Volvemos al Alto Yellowstone, supongo. Fontanelle y Bridger van a llevarse a ciento diez hombres a territorio de pies negros.
—¿Hasta el Three Forks, o más al norte?
—No creo. Hay ya suficientes pies negros en el Gallatin y el Madison y el Jefferson sin necesidad de adentrarse más en territorio hostil.
Russell se marchó a paso lento, todavía chupando su pipa.
Boone volvió a beber y luego se apoyó sobre sus codos mirando hacia el oeste, más allá de donde el sol estaba a punto de ocultarse tras las montañas. Una corriente de aire susurró en su oído, produciendo un leve canturreo. Cuando cesó, el resto de sonidos regresaron a sus oídos… los jugadores cantando y golpeando sus palos, los perros indios gruñendo y peleando por unos huesos, los caballos pifiando mientras comían hierba, y en ocasiones los niños indios gritando. El sol arrojaba un brillo tenue, de manera que todas las superficies parecían suaves y de cálidos colores: el cauce del río, la colina brumosa en la distancia, las squaws con sus mantas brillantes, los caballos alazanes, negros y moteados avanzando con los ollares pegados a la hierba, las colinas escarpadas que se recortaban contra el cielo, y el cielo azul, las tiendas pintadas y puntiagudas, el humo del fuego que se elevaba lentamente, y un gran halcón planeando arriba en las alturas.
Le divertía ver cómo Jim y Summers permanecían en todo momento atentos a él, negándose a divertirse hasta que él y Streak hubieran zanjado el asunto. Boone sabía cuánto podía beber para poder moverse rápido y en línea recta. Sabía cuánto podía beber y era una cantidad bastante considerable… tanto, tal vez, como cualquiera de los hombres en la rendezvous. No iba a privarse de su diversión, o al menos no mucho, sólo lo suficiente para mantenerse en guardia. Además, Streak no había montado ningún escándalo, ni con él, ni con Pobrediablo, aunque sí que se había estado pavoneando por los alrededores, diciendo que no iba a arrodillarse por ningún hombre y que todavía iba a poder hacerse con un pellejo de un pies negros, diciendo que podría dar una paliza a tipos como Caudill de día o de noche, con lluvia o sol, con calor o frío o de cualquier manera. Summers supuso que Streak se había reprimido de momento porque el whisky había llegado al campamento hacía tan sólo un día.
Boone se apoyó hacia atrás sobre sus codos, sintiéndose grande y a gusto, y notó cómo el whisky le calentaba la barriga y se expandía, de manera que los brazos, piernas y cuello se sentían fortalecidos y relajados, como si cada uno de sus miembros tuviera su propia y pequeña vida feliz. Esta era la mejor forma de vida, libre y sin preocupaciones, con todo el tiempo del mundo para uno mismo y sin nadie que le dijera «no». Uno llegaba a sentir que todo formaba parte de su propia familia, la tierra, el cielo, los búfalos y los castores y la luna amarilla de la noche. Era mejor que estar confinado entre las cuatro paredes de una casa, mejor que respirar aire corrompido y sentirse enjaulado como una alimaña, mejor que correr tras la ley o tener que correr delante de ella y cumplir las reglas todo el tiempo hasta que uno llegaba a dudar si podía quitarse sus calzones sin tener que pedirle permiso a nadie. Aquí uno vivía en la naturaleza. Algún día, tal vez, todo acabaría, como dijo Summers que pasaría, pero en todo caso no ocurriría tan pronto… no tan pronto como para tener que planear un futuro sin castores y con las tierras invadidas por iglesias y juzgados y establecimientos semejantes en sitios donde antes sólo había soledad. El territorio era demasiado salvaje y frío para los colonos. Las cosas subían y bajaban y volvían a subir otra vez. Todo lo hacía. Los castores regresarían, y los altos precios, y los buenos tiempos que los antiguos dijeron que durarían siempre.
Pobrediablo gruñó y abrió un ojo rojo y lo cerró rápidamente, como si todavía no estuviera listo para enfrentarse a las cosas.
—How, pies negros.
Pobrediablo se pasó la lengua por los labios.
—Enfermo. Dios enfermo mío —estiró el brazo hacia la petaca junto a Boone, y con los ojos suplicó un trago.
—Es la primera vez que escucho a alguien partir en dos la expresión Dios mío —dijo Jim—. Suena sacrílego.
—Todavía no, no puedes beber —dijo Boone a Pobrediablo—. Primero medicina. Medicina buena —se levantó, se dirigió al fuego y cogió la lata que había colocado junto a la hoguera. Dentro había agua y una buena cantidad de bilis de la vaca que Summers había sacrificado aquella mañana—. Es amarga. Es buena medicina —inclinó la lata y dejó que su nariz examinara el olor a rancio; antes de pasárselo al indio, él mismo pegó un trago—. Toma, indio. Bébetelo todo.
Pobrediablo olisqueó la hiel, como un perro olisqueando una boñiga fresca, y levantó el labio superior en una mueca que dejaba al aire el hueco entre sus dientes. Inclinó la lata y se la bebió rápidamente, moviendo la nuez a medida que engullía el líquido. Arrojó la lata lejos de él y eructó, y volvió a estirar la mano hacia el whisky. Tenía una expresión apagada, estúpida y amigable en el rostro, como la que uno esperaría ver en un chucho, si un chucho fuera capaz de sonreír. Entre los párpados rojos sus ojos parecían brumosos, como si no le proporcionaran una imagen nítida de las cosas.
De repente, Boone sintió ganas de hacer algo. Eso es lo que ocurría cuando uno bebía whisky. Caía plácida y confortablemente en el estómago durante un rato, y luego hacía que uno se levantara y actuara. En todos los rincones las hogueras estaban empezando a brillar rojizas, ahora que casi era noche cerrada. Boone podía ver a hombres moviéndose a su alrededor, o sentados, y en ocasiones algún espetón en el que giraba un cuarto trasero de búfalo en alto para evitar las cenizas. Se escuchaban conversaciones y gritos y risa y el sonsonete y repiqueteo de los jugadores. Llegaba un momento en que los hombres se dejaban ir, sintiéndose plenos y con el pecho henchido. Era la hora de hablar a voces, de hacer bromas y reír y beber y luchar, la hora de ver quién tenía el caballo más rápido y el ojo más certero y el rifle más centrado, la hora de ver quién era el mejor hombre.
—Me apetece dar una vuelta —dijo Boone, y recogió su petaca vacía.
—Ayer noche no estabas para mucha fiesta, Boone —era Jim el que hablaba—. Dick y yo mantuvimos nuestras narices alejadas del agua de fuego, sólo por si acaso.
—¡Maldita sea! ¿Vais a estar sin beber durante toda la rendezvous? No tengo miedo.
Jim no respondió, pero Summers levantó la mirada con una leve sonrisa en los labios.
—No vamos a estar sin beber todo el tiempo que nos queda de vida, Boone. Sólo lo suficiente, eso es todo.
—Entonces será mejor acabar con esto inmediatamente.
Summers se levantó, echó mano al cuchillo de su cinturón y a continuación tomó el rifle en su mano.
—Este desgraciado que te habla no iría tan lejos, hijo. No te va a servir de mucho andar buscando problemas. Cálmate; nosotros te seguimos.
—Levanta, Pobrediablo —Boone dio un puntapié a las costillas del indio—. Whisky. Un montón de whisky.
Pobrediablo, que estaba boca abajo, aupó su trasero en el aire, como una vaca poniéndose de pie, y se incorporó tambaleándose un poco.
—Amo el whisky, yo. Amo hermano blanco.
—El hermano blanco ama a Pobrediablo —dijo Jim con los ojos clavados en Boone—. Ama a Pobrediablo un montón. Debe de amarlo mucho, ¿eh, Dick? Comprándole whisky a cuatro dólares la pinta. Casi un pellejo por pinta.
Pobrediablo se puso una camisa de algodón hecha jirones que le había dado Boone antes.
—¿Y para qué sirven los castores? —preguntó Boone, abriendo la marcha hacia el mostrador—. Sólo para gastarlos, ¿no es así? En alcohol y rifles y material. ¿O es que piensas forrarte la tumba con ellos?
—Ese indio puede beber una cuba llena de whisky —fue lo único que respondió Jim.
Desde el almacén se dirigieron a una hoguera alrededor de la cual se reunía una docena de tramperos libres, contando historias y bebiendo y cortando tajadas de carne de los costados de unas costillas colocadas alrededor de las llamas.
—Abran paso a un hombre temeroso de Dios —ordenó Summers.
—Abran paso a tres más —apostilló Boone.
Desde un extremo de la hoguera se oyó una voz:
—Summers sólo bromeaba, pero el tal Caudill suena como si realmente se lo creyera.
Boone miró con los ojos entrecerrados hacia el lugar de donde procedía la voz y vio que el que lo había dicho era Foley, un hombre alto, fuerte y delgado, con el labio inferior protuberante, como si buscara pelea.
Un breve silencio se apoderó de todo el mundo. Boone se quedó inmóvil.
—No soy de los que reciben un golpe bajo y bajan la cabeza, Foley. Piensa lo que quieras.
De nuevo se hizo otro breve silencio y a continuación Foley dijo:
—Sienta tu trasero de una vez, Caudill. Te enfadas con demasiada facilidad.
Summers se sentó y puso su petaca de whisky entre las rodillas.
—How —dijo ahora al resto—. Uníos a nosotros y poneos cómodos.
Foley comenzó a hablar otra vez.
—Allen nos estaba contando que en una ocasión tuvo un arma que podía disparar desde detrás de una esquina.
—Así es —confirmó Allen—. A derecha o a izquierda, arriba o abajo, y con mayor o menor potencia según fuera necesario. Que me cuelguen si no la conservaría todavía de no ser por aquella vez que me equivoqué al apuntar y la bala recorrió un círculo completo y regresó al cañón como un pollo a su gallinero. Reventó todo y la mandó al infierno.
—Este que os habla en una ocasión disparó desde detrás de una esquina —dijo Summers—, y juro que me salvó la cabellera.
—¿Cómo fue?
Summers se encendió la pipa.
—Ocurrió hace diez años, aproximadamente, y los pawnee eran hostiles. Me atraparon solo, en el Platte, y había un montón de ellos gritando y aproximándose a mí. La primera flecha convirtió a mi caballo en pasto para los lobos, y allí estaba este que os habla, frente a una partida de indios lo suficientemente grande como para tomar un fuerte.
—Me dijeron que habías muerto en aquella ocasión, Dick —afirmó Allen—. Y que me aspen si a veces no eres como un muerto.
—Bueno, creo que no tan muerto como algunos. Fue una suerte que tuviera a Plomo Patsy conmigo —Summers dio unas palmaditas a la culata de su viejo rifle—. Ni siquiera ella sabe a qué distancia es capaz de disparar. Algunas veces me asusta, que me muera si no es cierto, pensando que la bala continúa su trayectoria y tal vez pueda alcanzar a algún amigo en California o, quizás, al gobernador del Estado de Indiana. Me llevó un tiempo acostumbrarme a ella, pero cuando aprendí a usarla podía matar a una cabra a tanta distancia como la que alcanzaba mi vista, y sólo si estaba brincando tenía que apuntar ligeramente de lado para llegar lo suficientemente lejos. Sí, señora, he disparado a algunos animales y he tenido el suficiente tiempo para volver a cargar el rifle antes de que la primera bala impactara en el animal.
—Es muy cansado viajar para conseguirse carne.
—Dices bien, Allen. Bueno, allí estaba este que os habla, y los pawnee acercándose, y justo entonces vi un búfalo a punto de rebasar una loma. Estaba tan lejos que no parecía más grande que una chinche. Hice la señal de la paz, rápida y afirmativa, y luego señalé en dirección al búfalo, y los indios pararon y miraron mientras apunté con Patsy. Por aquel entonces ya conocía mi arma a la perfección, y esperé hasta que la cola del animal se perdió de vista tras la colina, y luego, teniendo en cuenta la leve brisa que soplaba y un poco de polvo que flotaba en el aire, apreté el gatillo.
Summers tenía a todos los hombres atentos a sus palabras. Era como si su voz realizara algún tipo de encantamiento, como si su rostro arrugado y su remate de pelo canoso mantuvieran en vilo todas las miradas y acallara todas las lenguas. Dio unas caladas a su pipa, haciéndolos esperar, se sacó la pipa de la boca y bebió sólo un sorbo de su petaca de whisky.
—Los pawnee comenzaron a aullar de nuevo y a brincar, pero los detuve con la señal de la paz y los conduje hacia la ladera opuesta de la loma. Me llevó la mayor parte del día llegar allí. Pero como ya sabía este que os habla, allí estaba don Búfalo, desplomado donde la bala le había impactado. Y os aseguro una cosa, amigos, los pawnees desde ese momento se mostraron de lo más respetuosos conmigo. Uno tras otro me preguntaron si podían llevarse la carne, los cuernos y el pellejo, y supuse que lo consideraban una potente medicina, hasta que ya no quedó nada de ese toro, excepto una mancha sobre la tierra, ¡y que me aspen si algunos de los pawnee no se la comieron también! —Summers dejó que pasara una breve pausa en silencio antes de volver a hablar—. No he probado a disparar tiros a tanta distancia desde entonces.
—¿No?
—Supongo que no sirvo para eso. Apunté para alcanzar al viejo toro en el corazón, y cuando llegué al lugar allí estaba, con un burdo disparo en la tripa. Me sentí totalmente avergonzado.
Los hombres se rieron, algunos dieron palmadas a otros en la espalda y acto seguido hundieron las narices en el whisky, y sus voces resonaron en la noche mientras la oscuridad les envolvía transformando la pequeña hoguera en un diminuto sol. A la luz del fuego los hombres parecían planos, como si sólo tuvieran una dimensión. Los rostros eran como los rostros de indios, oscuros, curtidos y ahora iluminados con un brillo rojizo, y bien afeitados para parecer barbilampiños. Boone bebió de su petaca de whisky y se arrimó al fuego, sintiendo el calor que le llegaba en oleadas. Pobrediablo se acuclilló detrás de él, y parecía bastante cómodo con su taparrabos y la camisa de algodón. A su alrededor estaba la profunda noche y las hogueras ardiendo y los gritos de los hombres, gritos joviales y amigables, pero que también se perdían en la gran oscuridad, como el aullido de un lobo alzándose en la noche y muriendo hasta desaparecer.
—Pues creo que no sois los únicos que habéis disparado desde detrás de una esquina —dijo Jim.
—¿En ángulo recto o en curva?
—En ángulo totalmente recto. Un giro en «U».
—Es el agua de fuego de la Compañía lo que hace a un hombre pensar en estas cosas —dijo Allen—. Se sube tanto a la cabeza que al final uno no sabe si viene o si va.
—Ocurrió en Bayou Salade, y habíamos ido a un fuerte para pasar el invierno —Jim se había convertido en un hábil mentiroso, casi tan bueno como Summers—. Una mañana fui a echar un vistazo y a menos de un tiro de flecha vi el puma más grande que jamás haya visto ningún hombre. «¡Carne de puma!», me dije, cogí el rifle y apunté. El puma se había tumbado totalmente estirado de manera que sólo se le podía apuntar a la cabeza. Apunté a la boca, así hice, y disparé, pero no tuve en cuenta lo rápido que era aquel puma —Jim miró a su alrededor al círculo de rostros—. Era increíblemente rápido. La bala entró limpiamente por la boca y entonces la bestia giró totalmente ciento ochenta grados, más rápidamente que un rayo. Desde entonces no tengo ninguna gana de mirarle el trasero a ningún otro puma. —Jim se tocó suavemente la mejilla—. Aquella bala me pasó rozando la cara al regresar hacia mí.
Las risas y las mentiras continuaron, pero, de repente, Boone se cansó de todo ello, se cansó de estar sentado y masticando y sin hacer nada. Sintió que algo se agitaba en su interior y sintió que el whisky lo impulsaba. Era como si necesitara disparar o correr o pelearse, o de lo contrario comenzaría a desbordarse como una olla hirviendo. Vio a Summers levantar de nuevo su petaca de whisky y tomar un pequeñísimo sorbo. El whisky de Jim estaba todavía intacto a su lado. ¡Malditos sean! ¿Es que pensaban que tenían que cuidarlo como a un bebé? Ahora era un buen momento, tan bueno como cualquier otro. La idea brotó en su mente, dura y nítida, como algo que uno había decidido hacer en primer lugar. Se bebió el whisky de un trago y se levantó. Summers se volvió y lo miró y en su rostro se dibujó una pregunta.
—Voy a dar una vuelta.
Pobrediablo se puso en pie a sus espaldas. Summers dio un codazo a Jim y movió levemente la cabeza, y ambos se pusieron en pie.
Ya lejos de la hoguera Boone se giró hacia ellos.
—¡Por Dios Todopoderoso! No hace falta que me sigáis a todos lados. Estoy dispuesto a solucionar esto para que podáis tomar unos cuantos tragos. Vamos, Pobrediablo.
Acto seguido, giró sobre sus talones y continuó andando, sabiendo que Pobrediablo le seguía detrás, y que Jim y Summers también le seguían un poco más apartados, hablando en voz tan baja que no podía oírlos. Boone echó la vista hacia delante, intentando localizar a Streak, y lo vio enseguida, vio el mechón de pelo blanco brillando a la luz del fuego. Los jugadores canturreaban y golpeaban sus postes de madera, intentando confundir a los oponentes, y el equipo con la mano pasaba el hueso de un lado a otro, moviendo las manos de aquí para allá, abriéndolas y cerrándolas hasta que era casi imposible adivinar dónde estaba el hueso.
El canto y el golpeteo paraban después de que el equipo contrario adivinaba y las ganancias eran repartidas y se hacían nuevas apuestas mientras el hueso de ciruela pasaba a manos del equipo contrario.
La voz de Boone se escuchó por encima de los gritos y las maldiciones.
—Este de aquí es un indio pies negros llamado Pobrediablo, y es mi amigo.
Algunos de los jugadores levantaron la mirada, interrumpiendo las apuestas. Streak recogió sus ganancias.
Un hombre más viejo, con la boca como el orificio de una bala y un ojo que parecía haber envejecido entrecerrado mirando por el cañón de un rifle, dijo:
—Tranquilo, Caudill. ¿A quién le importa? Yo tuve en una ocasión una mofeta domesticada, y casi nunca le meaba en la cara a mis amigos, y cuando lo hacía el amigo sin duda no apestaba más, al contrario, olía más fresco.
—Sigamos con el juego —dijo Lanter.
—¿Y qué le pasó a tu amiga la mofeta? —preguntó Jim.
—Hacía ya dos inviernos que la tenía, y un día me quedé atrapado en un agujero con dos viejos cazadores, como Lanter, y una noche la vieja Mofeta Nunca-Mea simplemente se despertó y se marchó sin dar mayores explicaciones.
—Probablemente le pudo el orgullo —dijo Lanter.
—No fue eso. Lo averigüé inmediatamente. Viviendo tan cerca de dos tipos duros como tú, Lanter, su pobre nariz no pudo aguantarlo por más tiempo.
Boone esperó hasta que todas las voces se acallaron.
—No voy a dejar que nadie moleste a Pobrediablo. ¡Y si alguien tiene eso en mente, será mejor que lo suelte!
Frente a él un hombre dijo:
—¡Jesús! Mi castor está ya totalmente borracho.
Los ojos de Streak se alzaron. Su rostro era oscuro y tenía la boca apretada y recta. Uno no sabía si estaba dispuesto a luchar o no. Boone lo miró y sostuvo la mirada, y un silencio los rodeó, con ojos y rostros expectantes.
Streak se levantó y se movió perezosamente.
—El maldito pies negros no parece valer tanto, ¿no? —dijo al hombre que tenía a su lado, mientras levantaba la mirada hacia Boone—. ¿Cómo quieres que sea?
—Me da igual.
Streak dejó su rifle apoyado contra un arbusto, salió del círculo y avanzó rodeando a los jugadores. Boone entregó su arma a Jim. Summers dio un paso hacia atrás con el rifle apoyado en el pliegue del brazo. Junto a él Pobrediablo gruñó algo en lengua de pies negros que Boone no entendió.
Streak era un hombre grande, más grande de lo que les había parecido en un principio, y se movía con suavidad y rapidez como un animal en su plenitud, con rostro impasible y una expresión que dejaba claro que sólo se conformaría con una muerte.
Boone esperó sintiendo que la sangre le hervía caliente y presta, sintiendo que una sensación de furia y placer le inundaba el pecho.
Streak se echó hacia delante y se acercó a Boone rápidamente lanzándole un puño, erró el golpe, recobró el equilibrio y volvió a lanzar un puñetazo antes de que Boone pudiera enzarzarse con él. El puño de Streak golpeó como un mazo en el pómulo de Boone. Boone intentó agarrarle y el pesado puño golpeó una vez y otra más, pero Boone siguió intentando embestirle, sintiendo el dolor de los puñetazos como algo bueno y placentero, intentaba agarrarlo por las manos y una luz intensa comenzó a parpadear en su cabeza. Finalmente logró agarrar un brazo, se resbaló y cayó al suelo arrastrando a Streak sobre él. Una mano se aferró a su garganta y otra se cerró en su nuca, y ambas apretaron con fuerza como si quisieran arrancarle la cabeza. El fuego daba vueltas a su alrededor, el fuego y los jugadores y Summers de pie con el rifle, y Jim con la boca abierta y los ojos entrecerrados como si los golpes le estuvieran doliendo, y Pobrediablo agachado como si estuviera a punto de abalanzarse. Todos giraban a su alrededor, mezclados y borrosos, como si fueran una vaga imagen en su mente, mientras se revolvía contra el peso que le aplastaba. Escuchó la respiración de Streak en su oído, y su propia respiración que chirriaba al inhalar y exhalar. Agarró la cabeza de Streak entre sus manos, la bajó acercándosela y desgarró una oreja con los dientes. Streak tiró de la oreja para liberarla, pero en ese instante Boone respiró hondo y el vertiginoso mundo que le rodeaba se estabilizó.
Agarró las dos muñecas de Streak. Sintió que sus propios músculos se hinchaban en sus antebrazos cuando recuperó las fuerzas. Era como si sus manos insuflaran potencia a sus brazos. Esta potencia fue aumentando poco a poco, cada vez que tiraba de las manos que rodeaban su cuello, pero de forma constante y decidida… un poco más y luego unos segundos de espera y luego un poco más, y las manos que apretaban su garganta iban resbalándose casi imperceptiblemente con cada tirón y luego fueron aflojándose más y más hasta que consiguió alejar de su cuello las manos crispadas de Streak. Tiró del brazo izquierdo de Streak con todas sus fuerzas hasta dejarlo totalmente recto, y a continuación soltó la otra mano, lanzó su mano libre y agarró con fuerza el codo de Streak, forzando el antebrazo hacia atrás mientras dejaba caer su peso sobre la articulación.
El brazo crujió al dislocarse; Streak gritó, se alejó rodando hacia un lado y luego se abalanzó a los pies de Boone, con el rostro moreno retorcido en una mueca, y el brazo izquierdo colgando torcido. Cuando embistió de nuevo, levantó su brazo sano; Boone atisbo el oscuro parpadeo de un cuchillo y escuchó el apresurado grito de Jim advirtiéndole.
No tuvo tiempo de sacar su propio cuchillo. Cuando giró el cuerpo para esquivar el cuchillo, este descendió y atravesó la camisa, y la punzada que sintió en el brazo fue como si un fuego le abrasara la carne. Agarró la muñeca de Streak y la sujetó. Por encima del silbido que producían los pulmones de ambos hombres, escuchó la voz de Summers:
—¡Por Dios, él mismo se lo ha buscado!
Aferrándose con ambas manos, forcejeó con la muñeca de Streak, con los nudillos y los dedos cerrados alrededor del mango, hasta que atrapó el pulgar y tiró de él hacia atrás. Retorció la mano bajo su pecho y vio que se debilitaba, un dedo tras otro se abrieron como una criatura muriéndose, hasta que al fin se reveló el mango del cuchillo. El cuchillo se resbaló y cayó sobre la hierba. Boone lo cogió rápidamente mientras sujetaba a Streak con la otra mano. Una palabra salió titubeante de sus labios y la luz de la hoguera iluminó una repentina mirada de miedo en su rostro, una mirada que contenía tanto miedo que uno se sentía sucio al contemplarla. Los ojos se abrieron desorbitados, luego los párpados se agitaron y aletearon rápidamente, luego volvieron a abrirse desorbitados y acto seguido se cerraron lentamente mientras Boone sacaba el cuchillo de la carne y lo volvía a hundir de nuevo.
Boone lo empujó con la mano. Streak cayó hacia atrás y se escuchó un golpe sordo al impactar su cuerpo contra el suelo; permaneció en aquel lugar, retorciéndose con el cuchillo sobresaliendo de su pecho.
Pobrediablo dejó escapar un grito de júbilo y comenzó a dar cabriolas, y Jim se le unió y comenzó a bailar elevando las rodillas y gritando «¡Hi-ya!».
El rifle de Summers seguía apoyado en el pliegue de su brazo.
—Creo que el peligro ha pasado —dijo.
Nadie le respondió hasta que Lanter habló en alto:
—Sigamos con el juego. Ya ha acabado el espectáculo. ¿Alguno de vosotros quiere ocupar el lugar de Streak? —y, a continuación, Boone le escuchó añadir en voz baja—: Ese maldito Caudill es fuerte como un toro.
Boone entonces se giró hacia Summers.
—¿Quizás ya estáis listos para remojaros el gaznate?
—Pues sí, parece que ha llegado el momento, después de que te curemos.
—No es más que un arañazo. ¡Al infierno con él! Divirtámonos un poco.
Summers examinó el largo corte en el brazo de Boone.
—Supongo que no te morirás por ello.
Los hombres retomaron el juego de manos, dejando el cuerpo de Streak allá tirado. Apartado de la luz de la hoguera tras la hilera de jugadores, era un oscuro bulto en tierra, como un durmiente. Uno tenía que fijarse mucho para ver el cuchillo sobresaliendo del cuerpo.
Boone pasó por su lado de nuevo, ya casi al amanecer, después de haber bebido no recordaba cuánto whisky y de estar con una mujer y ganar algunos pellejos. Aún tenía el sabor del alcohol en la boca y el sabor gomoso del tabaco snake. Mantenía el brazo inmóvil en el costado, ahora que la herida había comenzado a secarse. Estaba rendido y en paz tras haber saciado todos sus apetitos, excepto el de dirigirse hacia el norte. Con el día a punto de romper en aquellas tierras, el mundo era como un estanque en un claro de bosque. Desde la distancia, desde un cerro, llegaban los agudos ladridos de los coyotes. De repente, una squaw comenzó a llorar, lamentándose probablemente por algún bannock muerto, y su voz se alzaba solitaria y débil en la media penumbra. Uno podía ver las tiendas más cercanas, que se erguían oscuras y muertas. Había rocío en la hierba y una especie de niebla oscura rodeaba el cadáver de Streak, que yacía en la misma posición que antes, aunque algún indio le había arrancado la cabellera, pensando que aquel mechón blanco podía ser un bonito premio.