Dick Summers se cubrió la cabeza con la capucha y se ciñó con más fuerza el capote. No había ningún lugar en la tierra del Señor donde el viento soplara como en el desfiladero que conducía a Jacksons Hole. Llegaba penetrante desde los extensos altiplanos nevados, una ráfaga tras otra, arrastrando a los hombres, empujándolos de un lado a otro, metiéndose por la boca y la nariz de manera que uno no podía expirar o inspirar y tenía que girar la cabeza y jadear para aliviar el dolor de los pulmones. Era un viento rencoroso y testarudo que se clavaba en la cara y mojaba los ojos y hacía que los caballos bajaran la cabeza y sacudieran las colas hacia atrás. Era un viento fiero y triste que gemía entre los riscos de una demente masa de montañas sobre las que los indios contaban muchas historias, cuentos de hechos insólitos, espíritus y medicinas potentes y extrañas. En ocasiones, a uno le invadía una peculiar sensación mientras se adentraba profundamente en aquellas oscuras colinas, pillándole de improviso y alertándole contra cosas que no sabría nombrar, a pesar de no creer en las historias indias. El viento se abalanzaba contra el viajero cuando transitaba por lugares arriesgados. Le golpeaba en el rostro al doblar una ladera. Le impedía avanzar como un muro sobre las cimas. En ocasiones en alguna elevación parecía soplar desde todas las direcciones al mismo tiempo, golpeando por detrás, por delante y por los flancos, así que uno no tenía manera de protegerse la cara girando la cabeza. Pero seguía escalando, subiendo más alto y adentrándose más en las agrestes alturas de roca, hasta que finalmente, al otro lado, aparecía la montaña Grand Teton, alzándose esbelta y recta como un pino contorto, recortándose morada contra el cielo azul, más alta de lo que uno hubiera creído que era posible, y se sentía mejor al verla, sabiendo que Jacksons Hole estaba allí, y el lago Jackson y las presas donde ya había puesto trampas y, no muy lejos, el nacimiento del Seeds-kee-dee.
Summers inclinó la cabeza contra el viento, dejando que el caballo avanzara a su propio ritmo. A paso lento, le seguía el caballo de carga, guiado por el lazo que sujetaba Summers en la mano, y detrás de su caballo de carga iban Boone, Jim, Pobrediablo y sus animales.
La cordillera Wind era territorio conocido para Summers, y los campos de nieves perpetuas y la Grand Teton que pronto aparecería ante sus ojos, era también territorio conocido y, para él ahora, territorio viejo. Podía recordar cuando todo era todavía nuevo; quien ponía pie en aquella tierra podía creer que era el primero en hacerlo, y al contemplar aquellos lugares incluso podía bautizarlos. Eran los tiempos del General Ashley y Provot y Jed Smith, el medio clérigo de sangre fría a quien los comanches asesinaron en el Cimarrón. Era como si todo fuera nuevo por aquel entonces, recién hecho y bueno, y a la espera de que un hombre llegara y lo encontrara.
Pero todo dependía de la forma en la que uno pensaba, la manera en la que un joven pensaba. Cuando la sangre era joven y el calor sofocante uno pensaba que la tierra era una recién nacida como él mismo; pero tras unos cuantos años averiguaba que esto no era así; en lo más profundo de sus huesos sabía que todo era viejo, viejo como el propio mundo, tal vez… tan viejo que se preguntaba qué pueblo habría vivido allí antes que los propios indios, subiendo río arriba y montando sus tipis en lugares que anteriormente él había pensado que eran sólo suyos y que no había compartido con gentes de épocas anteriores. Uno mismo se sentía viejo al saber que otros más jóvenes que él lo contemplarían por primera vez y creerían que el mundo era nuevo, como él mismo había creído, como Boone y Jim ahora creían, aunque ya no con tanta vehemencia.
Allí se alzaba por fin la Grand Teton, tan esbelta vista desde su posición que no parecía real. Summers se detuvo para permitir que los caballos recuperasen el aliento y sintió que el viento le atravesaba la piel y llegaba hasta sus vísceras más recónditas, con el agudo toque de los campos nevados en sus dedos. Boone le gritó algo, Summers sacudió la cabeza y Boone ahuecó las manos en la boca y volvió a gritar, pero el sonido no llegaba a atravesar el viento; se alejaba volando hacia atrás, hacia el desfiladero, y Summers se sorprendió preguntándose a qué distancia volaría hasta apagarse y fundirse con la corriente de aire. Volvió a sacudir la cabeza y Boone sonrió e hizo una señal con la mano indicándole que no importaba, y después torció la barbilla hacia un lado para recobrar el aliento.
En lo alto, a su izquierda, Summers podía ver una cabra montés observando desde unos riscos, con la alta cabeza levantada bajo el gran peso de la cornamenta. Los árboles crecían retorcidos en las grietas de las rocas, e inclinados a ras del viento, vencidos y envejecidos por la fuerza de este.
Recorrió con la mirada el camino que habían dejado atrás, y también miró a Boone y a Jim y a los caballos que aguantaban encogidos y lastimeros mientras las ráfagas de viento formaban dibujos sobre sus grupas. Eran buenos chicos, los dos, aunque diferentes, valientes y voluntariosos y sabios sobre la vida en la montaña. Eran hombres que hibernaban —invernaban—, que podían oler a un indio a tanta distancia como el que más, mantenerse serenos y pegar un tiro certero llegado el momento. Summers se preguntó, sintiéndose secretamente un tanto ridículo, si todavía quería protegerlos, como un tío o un padre o algo similar. Y era Boone a quien se sentía más inclinado a proteger, porque Boone era de mente simple y reaccionaba de forma directa y rápida. No sabía cómo esquivar los ataques, cómo salirse por la tangente o reírse para alejar el peligro de la forma que sí lo hacía Jim. Y no es que Jim se asustara; simplemente tenía cierta habilidad en esas situaciones. En caso de pelea, no se escondía. En cambio, con Boone, estaba totalmente convencido de que se enzarzaría en una pelea en la rendezvous con el tal Streak, y no sería una simple reyerta. Sólo uno de los dos quedaría en pie, de eso Summers estaba seguro, y sacudió la cabeza para apartar la pequeña nube negra que se escondía tras todo esto.
Cuando retomaron la marcha, sus reflexiones volvieron ocuparle la mente. A medida que un hombre envejecía, iba percibiendo las cosas de forma distinta en varios aspectos. Todavía le gustaban las rendezvous y contemplar las colinas y viajar por el río y todo lo demás, pero la mitad del placer se lo proporcionaban los recuerdos que atesoraba en su mente. Un lugar nunca perduraba en la mente por el hecho de haber estado allí una vez. Perduraba por los momentos que había disfrutado allí, por las cosas que había pensado, por los hombres con los que había jugado y luchado y bebido, de manera que cuando uno volvía de nuevo allí, siempre andaba preguntando qué había sido de este o aquel, y comprobando si los otros echaban de menos otros tiempos. Perduraba por él mismo de joven y sus anteriores sentimientos. Un río ya no volvía a ser el mismo una vez que se acampaba en su orilla. El árbol que veía de nuevo no era el mismo árbol, aunque sólo fuera porque había echado una meada contra su tronco. Por un lado, estaba la primera vez y el lugar solitario, y después el lugar y el tiempo y el hombre que antes había sido, todo mezclado, una cosa con otra.
Summers podía retroceder con su mente y ver la acogedora tierra del Estado de Missouri, que también era generosa, aunque diferente… generosa en nidos y ardillas y pájaros rojos en los arbustos recordados y peces pescados y aves cazadas, generosa en tierra removida y maizales que crecían por encima de la cabeza de un muchacho, sirviéndole perfectamente de escondite. Podía regresar allí y vivir y ser feliz, pensó, tan feliz como podía serlo un tipo al que ya se le apagaba el fuego y los recuerdos llegaban cada vez con más fuerza a su mente.
De todas formas, él había visto las montañas en su mejor momento. Ahora había pocos castores, las rendezvous se estaban acabando y se hablaba de que ya había granjas en la otra orilla del Columbia. ¿No sería mejor que un trampero como él también cerrara el negocio? ¿No sería mejor para él regresar a su trozo de tierra y comprarse una mula y comer pan y carne de cerdo y, cuando le apeteciera, enviar a su mente de regreso a las montañas?
¿Podría decirle adiós a todo y conservarlo sólo en su mente? ¿A las rendezvous, a la caza, a los escarceos con los indios, a los arroyos solitarios y a las altas montañas y a los enormes espacios vacíos que le hacían a uno sentirse como si estuviera solo y seguro en el comienzo puro de todas las cosas? ¿Podría acostumbrarse a vivir entre personas con las que uno no se atrevía a peerse sin mirar antes a su alrededor?
Cuando uno miraba las cosas por última vez quería grabarlas en su mente. Quería memorizar cada uno de los árboles por separado, y cada roca y cada corriente de agua y decir adiós a todos ellos y guardarse sus imágenes para que así nunca se perdieran del todo en su mente.
El lago Jackson y la bajada serpenteante hacia una planicie, los tres picos de la cordillera Teton elevándose al cielo, Los Padres de Cabeza Canosa como los llamaban los snakes, y la noche y el sueño, y de vuelta a la rendezvous, y cazar con trampas como lo hacían, añadiendo pellejos a su cargamento; cruzar la divisoria desde el Snake hasta el nacimiento del Seeds-kee-dee, y luego ver desde la distancia la lenta columna de humo de las hogueras de campamento elevándose al cielo, los hombres y el movimiento, los tipis montados alrededor, el colorido que aportaban las mantas y los caballos pastando, y escuchar a Boone y a Jim gritando y disparando sus rifles mientras galopaban delante de él, repiqueteando con sus espuelas las barrigas de sus caballos. Era todo un espectáculo verlos, con plumas al viento y lazos y con las crines y colas de sus caballos trenzadas y adornadas con plumas de águila. Un novato los tomaría por indios de pura sangre.
Y de nuevo las rendezvous, la rendezvous de 1837, pero también las rendezvous de otros años, la rendezvous del treinta y dos y del treinta y seis, y antes, las rendezvous de todos los tiempos, de hombres ahora muertos, de squaws con las que se acostó y luego abandonó y olvidó, de whisky bebido y disfrutado y tragado hasta apurarlo, de pellejos que se convirtieron en sombreros y de sombreros gastados.
El caballo de Summers comenzó a avanzar a grandes zancadas intentando mantenerse junto al resto de animales, pero Summers sostuvo su rifle cargado frente a él. Uno finalmente no se preocupaba mucho por fingir.