CAPÍTULO XXII

Cuando cazaba o viajaba, Jim Deakins examinaba el polvo en el terreno y el movimiento en las manadas de búfalos, como haría cualquier trampero. Tanto en invierno como en verano, los pies negros se desplazaban al sur desde Three Forks para atacar a los crow, y luego continuaban avanzando, lejos de su territorio, para matar a hombres blancos mientras estos colocaban trampas en los arroyos o atravesaban desfiladeros. Pero no eran señales indias lo que Jim quería ver; los hombres de Bridger tenían que aparecer desde el norte en cualquier momento de camino a la rendezvous. Quizás estuviera Allen con ellos, y Lanter y Hornsbeck y otros con los que había estado muchas veces antes.

Cazar estaba bien, y pasar el invierno con Boone y Summers como lo habían hecho, pero, al final, uno se ponía melancólico y comenzaba a apetecerle la compañía de la gente y retozar con mujeres. En ocasiones, estaba muy bien contar historias, y escucharlas, y fanfarronear y reír por cualquier cosa y hacer el tonto mientras el whisky iba haciendo efecto, y en todo momento con la agradable sensación de que cuando uno acabara de hablar, apostar, beber y pelear habría una joven india esperándole, y, después, uno se quedaba echado junto a ella escuchando a los coyotes aullar y el arroyo correr y veía las estrellas muy cerca de él y sentía la calidez del cuerpo de la mujer y toda la soledad desaparecía, como si el mismísimo mundo le hubiera hechizado.

En cambio Boone no parecía sentirse melancólico nunca, ni necesitaba ver a gente, sólo muy de vez en cuando para estar con alguna squaw y salir corriendo tan rápido como podía. Era como un animal, como un joven ternero que viajaba solo, que se saciaba únicamente con la tierra y el agua y los árboles y el cielo sobre su cabeza. Era como si él hablara a la naturaleza para tener compañía y la naturaleza le hablara a él, y que eso le bastara. Se hartaba de la gente muy rápido; se hartaba del whisky incluso más rápido, tragándolo como un indio, poniéndose a tono y borracho cuando los otros tan sólo habían empezado a calentar el gaznate. Entonces, una mañana, a mitad de la rendezvous, se despertaba y tan sólo deseaba irse a lugares donde no viera a ningún hombre blanco por mucho tiempo.

Summers era igual en cierta manera, pero también diferente; Summers parecía vivir encerrado en su cabeza la mayor parte del tiempo, como si fuera lo único que le hubiera guardado compañía a lo largo de los años. Se sentaba junto a la hoguera y fumaba o se iba junto a los caballos o a limpiar pellejos, y entonces uno sabía que estaba absorbido en sus pensamientos, viendo cosas antiguas, cosas que pasaron hace mucho tiempo, antes siquiera de que el Mandan hubiera zarpado de San Luis, tal vez viéndose a sí mismo de niño en Missouri o de joven en el Platte. Por supuesto, a Summers le gustaba la compañía y beber y retozar tanto como a cualquiera, pero de una forma reposada, como si nada de lo que pasara en el presente fuera tan importante como lo que ya había ocurrido en el pasado. Probablemente se estaba haciendo viejo; uno podía considerarse un afortunado si antes de envejecer demasiado pensaba que lo mejor que podía ocurrirle ya había pasado. Dios era bastante miserable en algunas cosas, permitiendo que un hombre llegara al punto de constante deseo de volver atrás, haciéndole saber que ya no era el hombre que fue, enfriando su cama pero conservando en su mente los tiempos en los que no había estado fría. Era como si le empujaran a uno de espaldas y cuesta abajo, viendo cómo se alejaba de él la cima día a día, pero viéndola siempre, y siempre deseando poder regresar. En ocasiones, Dios parecía un tipo bastante mezquino.

Summers estaba ahora sumido en uno de sus ensimismamientos, allí sentado, fumando y pensando, y pronunciando sólo una palabra o dos, y sólo si primero le dirigían la palabra. Boone había escavado un hoyo donde estaba la hoguera, puso una cabeza de ciervo dentro y la cubrió con brasas. En la olla había trozos pequeños de carne cocinándose con cebollas silvestres que Jim había conseguido recordando la comida de Kentucky.

—Podríamos prepararnos para partir, con el caudal del río tan alto —dijo Jim—. Será tiempo de la rendezvous antes de que vuelva a bajar.

—¿Tú crees? —preguntó Summers, como si no estuviera prestando atención.

Boone y Pobrediablo se sentaron separados de ellos. Cuando Jim miró, vio que Boone se ponía el dedo en el ojo y Pobrediablo pronunciaba la palabra india correspondiente. Boone repetía entonces la palabra y la practicaba hasta que Pobrediablo sonreía y asentía con la cabeza para indicar que la pronunciación era correcta.

Jim estaba encorvado sobre el mocasín que estaba fabricando, pasando una cuerda de piel a través de los agujeros que había hecho anteriormente con el punzón. Boone ahora pasaba mucho tiempo hablando con Pobrediablo de esa manera, aprendiendo palabras de los pies negros.

El sol bajaba de las alturas. Comerían y, tal vez, dormirían un poco, y luego habría tiempo de echar otra ojeada a las trampas. Incluso con el caudal del agua tan alto como estaba, lograron atrapar algunos castores. Tal vez pudieran salir primero y cazar algo de carne. Las vacas todavía estaban demasiado flacas. El toro era mejor, o la cabra montés. Había toda clase de cabras en las laderas de las montañas Wind: carneros y ovejas y corderos juguetones. Saltaban por las pendientes de tal manera que asustarían hasta a un pájaro, y nunca se caían ni se hacían el menor daño.

Jim levantó la vista del mocasín y dejó que sus ojos recorriesen los alrededores, y luego se puso en pie y observó con mayor atención los búfalos que corrían por el norte.

Summers también los vio, se levantó y miró también, y echó la mano para coger el rifle que había apoyado contra un árbol. Hizo una señal con la cabeza mientras Boone levantaba la vista. Se quedaron allí de pie, mirando, viendo a los búfalos moverse hacia el este, dejando una nube que se alzaba lentamente tras sus grupas.

Sin decir palabra, Summers se dirigió hacia los caballos y los demás le siguieron. Los caballos pifiaron cuando los hombres trotaron hacia ellos e intentaron esquivarlos, recularon y embistieron con las maneas, pero sin lograr escapar. Ya en el campamento, los hombres los ensillaron y los condujeron a un terreno de arbustos.

Summers entornó los ojos a través de unas ramas. La nube que habían dejado los búfalos iba disipándose y al final de esta Jim pudo ver un grupo de jinetes atravesándola.

—No sé si son indios o cazadores —dijo Summers—. No es probable que vean nuestro fuego a esta hora del día, a menos que pasen cerca.

—Cuchillos Largos —anunció Pobrediablo—. No indios.

—Ahora veremos. Parecen ser seis o diez.

A excepción de Pobrediablo, que permaneció a un lado de su caballo sin tan siquiera su arco en la mano, colocaron a sus caballos ensillados delante de ellos mientras los jinetes se acercaban, mirando por encima de las grupas de los animales y a través de las ramas con los rifles apoyados en las sillas de montar. Los ojos de Summers se deslizaron hacia Pobrediablo.

—No entiendo cómo este desgraciado aún sigue vivo.

Si no eran Cuchillos Largos, debían ser los hombres de Bridger, pensó Jim… los hombres de Bridger de camino a la rendezvous en el Seeds-kee-dee, que algunos ahora llamaban el Green River.

Summers se relajó.

—Estoy pensando que los indios no cabalgan sujetando los rifles de esa manera —y acto seguido salió del matorral.

Los caballos pararon en seco y los jinetes giraron sus rifles hacia él hasta que este les gritó y disparó al aire su propia arma. Jim entonces disparó su rifle, y a continuación escuchó el disparo de Boone junto a él, y luego se escuchó una ráfaga de tiros y voces gritando y cascos de caballo golpeando el suelo acercándose.

—Que me aspen si no son esos de ahí Allen, Shutts y Reeson. How, Elbridge. How, Robinson.

Los hombres se bajaron de los caballos y estrecharon las manos unos con otros, gritando «Hi-yi» algunos de ellos, andando afectada y pomposamente como indios, mostrando orgullosos sus prendas de ante desgastadas y negras de grasa y ya sin flecos. Sin embargo, uno de los ocho hombres se quedó montado sobre su caballo, un hombre grande y ajado, con los hombros caídos que formaban un amplio arco sobre el cuerno de la silla de montar. Volvió los ojos y los clavó en Pobrediablo, como si Pobrediablo le hubiera hecho algo. Sin apartar la mirada, se quitó el pañuelo que llevaba atado a la cabeza y Jim vio un mechón de pelo totalmente blanco por encima de una cicatriz en el nacimiento del pelo sobre la frente.

—¿No vas a descabalgar, Streak? —preguntó Lanter—. ¿O vas a esperar a que te crezca la coleta hasta tenerla como esa yegua?

Todos se giraron, hablando, contando cosas sobre el invierno y llenando el silencioso aire con sonidos, todos excepto el hombretón que todavía estaba sentado sobre su montura sin tan siquiera un atisbo de sonrisa en su rostro, ni una palabra en su boca.

—¿Dónde están Bridger y los demás? —preguntó Summers.

—Vienen detrás. Nosotros nos hemos adelantado.

—¿Qué tal han ido los castores?

—Cogimos algunos. Los malditos pies negros volvieron a causarnos problemas, muchos.

—¡Al infierno con los malditos indios! —era Streak el que hablaba, mientras miraba fijamente a Pobrediablo—. ¿Qué es ese?

Summers levantó la mirada pero no contestó inmediatamente, y Boone respondió «pies negros», aunque poco después pareció darse cuenta de que no debería haberlo dicho.

—¿Qué?

—Es más bien un Pobre Diablo —dijo Summers—. Fumemos.

Streak bajó del caballo y se quedó erguido sosteniendo su arma. Era un bonito rifle, decorado con tachuelas de latón y una filigrana de bermellón, como si lo acabara de decorar.

—Nosotros también hemos conseguido unos cuantos pellejos —estaba diciendo Summers, dirigiéndose al resto pero con el rabillo del ojo puesto en Streak—. Aunque no muchos. No se ha dado muy bien por culpa de la crecida del agua.

Boone se quedó un poco aparte, escuchando.

—¿Es un maldito pies negros?

—No hace falta que te pongas como un oso con el culo escocido, Streak.

—Este de aquí va a machacar a ese bastardo.

—Vas a conseguir que te maten —Boone se puso delante de Streak, interponiéndose entre él y Pobrediablo.

Pobrediablo se quedó allí de pie, sin entender lo que ocurría, sus ojos giraban de un lado a otro y por su boca abierta se divisaba la mandíbula rota, y su absurda camisa de piel de ciervo le colgaba cómicamente sobre el cuerpo.

—¡Por Dios! —Streak volvió la cabeza para mirar a los otros, que se quedaron en silencio uno tras otro, removiéndose en sus asientos ligeramente, esperando problemas.

—¿Habéis escuchado lo mismo que yo? Que lo dejemos en paz, dice, que lo dejemos en paz, a nosotros que hemos estado luchando contra pies negros todo el invierno. Que lo dejemos en paz, como si los pies negros no se hubieran cargado a Bodah, como si los pies negros no hubieran estado acosándonos todo el tiempo y llenándonos de plomo a algunos de nosotros —se volvió a Boone y con el dedo se señaló la cicatriz que le recorría la frente—. ¿Cómo crees que me he hecho esto? ¿Por la edad? Pies negros, por Dios, hace cuatro años. Alcanzaron a mi yegua y la derribaron, eso hicieron esos demonios, y me dieron por muerto cuando me quedé echado en el suelo, pero nos pusimos a correr, mi yegua y yo, antes de que me arrancaran la cabellera.

—No fue Pobrediablo quien lo hizo.

—Es idéntico al otro, como dos guisantes.

Jim vio a dos de los hombres de Bridger asintiendo y mostrando su acuerdo con Streak. El resto permaneció inmóvil, esperando a ver lo que pasaba a continuación, con los semblantes serios y los ojos fijos. Si empezaba una pelea, él, Boone, Summers y Pobrediablo probablemente se llevarían la peor parte, con ocho hombres en el otro bando.

Boone miraba a Streak a los ojos, lanzándole una especie de mirada salvaje y oscura, la clase de mirada que Jim le había visto en alguna ocasión justo antes de explotar. Boone era un hombre imprevisible, primero actuaba y después pensaba. Jim se sorprendió de que fuera capaz de contenerse tan bien ahora.

—Este que habla puede correr, beber, fornicar y luchar mejor que ningún hijo de perra que lucha junto a un pies negros. ¡Apártate de mi camino! Este que habla quiere arrancar una cabellera.

Jim observó que en el semblante de Boone se dibujaba una expresión que le indicó que no iba a aguantar mucho más tiempo. Vio la expresión y vio a Summers colarse entre ambos moviéndose rápida y ágilmente, como un jovenzuelo.

—Eh, un momento, vosotros dos —dijo Summers—. Queremos llevarnos bien y ser amigos. Sin duda, estamos muy contentos de veros. Pero no tenemos intención de dejar que alguien mate a Pobrediablo, nadie. Ni tú, Streak, ni ningún otro de vosotros… tú, Shutts, o tú, Reeson, o Allen o cualquiera de los que tengáis decidido apoyar a Streak. Si es sangre lo que queréis, la tendréis, pero parte de la sangre será vuestra, me temo.

Summers clavó la mirada en Streak y luego en el resto, y no se reflejaba nada en su semblante, sólo el silencio. Jim se adelantó y se puso a su lado con el rifle descargado en la mano, y allí estaban los cuatro juntos mirando a los ocho y esperando, cuatro contando a Pobrediablo, que había perdido su estúpida sonrisa. Jim se percató de cómo se movía el indio y luego se quedaba quieto, pero alerta y vivaz, como un animal esperando a que alguien se moviera.

Todo pareció quedar suspendido durante unos instantes, como una piedra oscilando sobre una pendiente, sin saber si rodar o vencerse a un lado, y entonces dijo Russell afablemente:

—Yo de ti no me enfrentaría a Dick Summers ni por la Nación de pies negros entera y la de los arapahoes de propina.

Fue como si la piedra finalmente se hubiera vencido hacia un lado.

—Ni yo tampoco —gruñó Lanter—. Estos de aquí son amigos. ¿Me oyes, Streak?

Tras un silencio Streak cedió.

—No intentaba pelearme con nadie, sólo con el pies negros. Me gustaría tener su cabellera para remendarme mis pantalones viejos. Y realmente me gustaría hacerlo.

Dejó que le dieran la vuelta y lo condujeran a la hoguera y se sentó, y poco a poco comenzó a fumar con el resto, no como hombre temeroso, sólo como un hombre esperando su oportunidad.

—No estamos bien equipados para recibir visitas —dijo Summers mientras andaba alrededor del fuego y metía troncos dentro.

—Tenemos carne —dijo Lanter—, un montón de buena carne de toro… un poco azul, tal vez, pero no tan azul como otras que he comido.

Se levantó y Robinson con él, y se acercaron a uno de los caballos de carga y regresaron con trozos de carne.

Los otros sacaron sus cuchillos, se cortaron unos filetes y los ensartaron en espetones. Lanter, que parecía tan viejo como el mundo y tan curtido como una roca, aulló cuando uno de ellos se inclinó sobre la carne.

—No vuelvas a cortar la carne contra la veta. De la otra forma se pierde menos sangre y está más jugosa. ¿Me oyes?

El hombrecillo moreno al que habló levantó la mirada y sus enormes ojos parecían flotar en su cabeza; asintió y continuó cortando con su cuchillo.

—Ese novato español tiene menos sentido común que una gallina idiota —murmulló Lanter—. Sería capaz de arruinar un ternero lechal, sin duda —observó su chuleta chisporroteando sobre el fuego—. Si la tratas bien, casi cualquier carne es buena.

—Menos la carne de serpiente —apostilló Hornsbeck—. A este que habla se le cierra totalmente la garganta con la carne de serpiente. La comí en una ocasión, después de que se hundiera mi barca de piel de búfalo y perdiera todo excepto mi cabellera, y declaro que fue una larga batalla entre mi pobre panza y aquella serpiente.

—Pues yo digo que la carne es carne —dijo Lanter mientras giraba su espetón—, de toro o vaca o serpiente o lo que sea. Menos la carne de hombre, este de aquí no cree que sea carne apropiada según mi parecer —cogió el cuchillo y cortó una tajada de su asado y siguió hablando mientras sus mandíbulas la machacaban—. Una vez pegué un mordisco a carne humana, allá abajo con los buscadores de oro, que lo hacían pasar por tasajo de cabra cuando lo vendían. Era correosa, y un tanto pálida, y se hinchaba en la boca cuando la masticabas —tragó el bocado que mascaba—. No es correcto hacerlo. No, señor. Este de aquí comió mofeta y ganso cocinado al estilo indio, con las vísceras dentro y un espetón clavado desde el pico hasta el culo, y pescado crudo y mocasines viejos cuando no había nada mejor, pero mi estómago se vuelve realmente delicado con la carne humana.

Pobrediablo estaba sentado junto a Boone, como un perro junto a su amo. Tenía la boca abierta y a través del agujero entre los dientes Jim pudo ver su lengua inerte rosa y húmeda. A medida que la carne iba dorándose, los hombres cortaban las capas superiores, dejando el interior rojo y goteando para que se asase un poco más.

Cuando se acabó la carne, Russell se levantó y se quedó de pie esperando al resto.

—Será mejor que continuemos —anunció.

—¿En qué dirección vais? —preguntó Summers.

—Hacia el Sweetwater, a la otra orilla. Venid.

Jim habría deseado decir «claro», pero la mirada de Summers se clavó en él, y luego en Boone y Streak y Pobrediablo, y finalmente dijo:

—Supongo que no, Russell. Todavía podemos atrapar algún castor más, ahora que el río comienza a decrecer. Supongo que subiremos al Wind y a Jacksons Hole y a la rendezvous de paso. Tenemos suficiente tiempo.

—Pues nos vamos, entonces.

Streak se volvió sobre su silla mientras se alejaban y miró a Boone, y luego a Pobrediablo, se aupó en la silla y luego siguió cabalgando. Jim pensó que ese gesto equivalía a decir que todavía no había acabado con ellos.

Jim sabía que Boone también lo había visto, pero Boone no dijo nada. Se limitó a observar a los hombres alejarse y poco a poco se giró hacia Pobrediablo, puso un dedo en su ojo y dijo «N-waps-spa», y Pobrediablo movió la cabeza arriba y abajo.