Todavía había nieve sobre las llanuras del río Wind, una profunda capa de nieve con una vieja costra que despellejaba las patas del caballo guía cuando la rompía. Boone, Jim y Summers se turnaban para encabezar la marcha y así repartir los daños en las patas de sus monturas. Cargados con pieles, trampas y mantas, los dos animales de carga seguían al guía, uno detrás de Boone y otro detrás de Jim, y cerraba la marcha Pobrediablo, que montaba el caballo que le habían prestado y gritaba «Hi-yi» de vez en cuando. Siempre que Boone echaba la vista atrás Pobrediablo le sonreía, mostrándole el hueco entre los dientes. En ocasiones se salía de la fila y se adelantaba junto a Boone y sonreía de nuevo y decía alguna tontería sólo para escuchar su propia voz.
—Mucho castor mucho rápido que te apuestas maldita sea.
A los pies de las colinas las llanuras parecían casi desérticas, y cálidas y tranquilas, como si estuvieran a cubierto del viento que soplaba sobre los riscos como una mano que te empujara la cara. Boone podía ver búfalos allá abajo, como una mancha líquida sobre la hierba dorada, y bosquecillos, y berrendos que se movían ligeros y tan ágilmente como pájaros. La luz del sol se posaba sobre todos ellos y parecía que allá abajo acumulaba un calor que se perdía en los lugares altos. Al otro lado de las llanuras, hacia el oeste, las montañas del río Wind culminaban en picos cubiertos de nieve.
Boone se dijo que encontrarían piel, viajando pocos y en silencio. Las partidas grandes, como la de Jim Bridger, asustaban tanto a los castores que estos no salían de sus madrigueras, o no acudían al cebo de medicina si lo hacían. Incluso cuando las grandes partidas de tramperos decidían dividirse en grupos pequeños, el ruido que armaba un hombre con rifle y otro colocando trampas y ambos chapoteando y, tal vez, charlando, hacía que se escaparan más castores de los que atrapaban. Uno se arriesgaba al cazar en pequeños grupos; los indios podían echárseles encima en cualquier momento. Pero si lograba conservar la cabellera conseguía pieles. Y el riesgo no era tan grande teniendo a Summers a su lado… un hombre que, observando los ojos y las orejas de un caballo o la colocación de un búfalo, adivinaba si había algo merodeando alrededor. Boone pensó que él y Jim ya eran lo bastante buenos detectando el olor de indios; no conservarían sus cabelleras si no fuera así. Había visto hombres en las rendezvous que no sabrían distinguir un grito de guerra si lo oyeran. Algunos de ellos ahora estaban muertos y otros lo estarían pronto si no mejoraban sus habilidades, o si no abandonaban las montañas. Algunos lo hacían, y junto a estos también algunos tramperos de verdad. Sin embargo, ya habían arruinado la caza, avanzando pulgada a pulgada río arriba hasta que ya no quedó ni un solo rincón que uno pudiera afirmar que fuera territorio virgen.
Sentía una leve punzada cuando pensaba en ellos, en los devoradores de cerdo procedentes de Canadá, y los destripaterrones a orillas del Missouri, y los comerciantes yanquis, y los hombres de Kentucky y Tennessee que se trasladaban allí, viajando en riadas y a través de desfiladeros que uno sentía que eran de su propiedad; y también sentía una punzada cuando pensaba en el año anterior y recordaba a las mujeres blancas que un par de predicadores locos habían llevado a la rendezvous en Horse Creek de camino al río Columbia. ¡Se empeñaban en ir sobre ruedas, esos predicadores y sus mujeres! Más tarde supo que lograron avanzar con carro hasta el puesto británico del Boise. ¡Mujeres blancas! ¡Y ruedas! Era más que suficiente para arruinar una tierra, aunque las mujeres probablemente se marchasen o muriesen. Si se le preguntaba a cualquier cazador que hubiera luchado contra los indios y hubiera pasado días y días con el estómago vacío y hubiera estado a punto de morir congelado, diría que no era un lugar para mujeres, ni para predicadores tampoco, ni granjeros. Ni tampoco lugar para carros o carretas, a excepción de los que llegaban con mercancías a las rendezvous. Las rocas los hacían añicos, los ríos los arrastraban y el sol resecaba y astillaba las ruedas. Igualmente, sentía un pellizco de tristeza al recordar en alguna ocasión su pasado en Kentucky, cuando se adentraba en los bosques y se sentía bien al estar solo, sintiendo que todo le pertenecía, y entonces atisbaba a alguien y toda la magia se rompía, como si la tierra ya no le perteneciera, ni los bosques ni la tranquilidad.
Delante de él, el cabello de Jim caía por debajo de su sombrero como una lengua de fuego. Jim llevaba el pelo largo y suelto, como Summers. En cuanto a él, Boone prefería sujetárselo en dos trenzas, como lo llevaban los indios, atadas en los extremos con tela roja. Pronto se compraría unos nuevos lazos, en cuanto llegara a la rendezvous, y una nueva camisa y pantalones de caza, con algunos cascabeles e hilos de colores para los flecos. El ante envejecía y se llenaba de grasa en un año y la camisa perdía todos los flecos, uno a uno, a medida que iba necesitándolos para reemplazar los cordones rotos de sus mocasines. Además se compraría un rifle nuevo, un Hawken de percusión, de unas treinta y dos balas por libra; la gente empezaba a convencerse de que el sistema de percusión era mejor que el de pedernal, como él siempre había dicho. También echaría algún juego de manos y bebería un poco de whisky y se conseguiría una squaw, y luego estaría listo para marchar. No tenía sentido que uno se quedara cuando ya se había gastado todos los pellejos de castor.
Summers se detuvo, pasó la pierna por encima de su montura y se quedó mirando hacia abajo, a las llanuras, que parecían cercanas pero que todavía tardarían un buen rato en alcanzar al ritmo que llevaban. Aunque la primavera se empezaba a notar ya, Summers todavía llevaba encima su viejo capote con la capucha en punta que le cubría la cabeza. Rebuscó con la mano, sacó un trozo de hígado asado y comenzó a mordisquearlo mientras sus ojos viajaban hacia el norte y hacia el sur para luego regresar. Jim también desmontó, y luego Boone, y desde atrás Pobrediablo llegó al galope y saltó al suelo de su caballo, pavoneándose, y se desplomó sobre la nieve. Summers le pasó un trozo de hígado cuando se levantó. Pobrediablo sonrió y lo mordió, se limpió el hueco entre sus dientes con la lengua y le pegó otro mordisco.
—Este desgraciado que os habla ya ha encendido suficientes hogueras con rastrojos de artemisa y dormido en campamentos fríos. Esa madera de ahí parece buena.
—Es como si a alguien se le hubiera olvidado poner algún árbol entre el Powder y el Popo Agie —dijo Jim—. Qué ganas de arrimar los pies a un buen fuego y cocinar carne sobre temblorosas brasas y dormir y dormir y comer y comer. Le deja a uno molido el cuerpo andar recogiendo ramas para mantener el fuego.
—¡Oh, maldita sea! —exclamó Pobrediablo sin motivo alguno, y se rió.
—Uno nunca sabe lo que se le pasa por la cabeza a ese desgraciado —los ojos grises de Summers observaban al indio.
—Sólo habla para oír su propia voz, como un niño disparando con un rifle nuevo a cualquier sitio.
—En todo caso —dijo Boone—, resulta gracioso. No me preocuparía por él más que por un osezno.
Pobrediablo vio que estaban hablando de él y se sintió importante por ello. Se golpeó el pecho.
—Hi-yi. Ama whisky, yo.
—Confórmate con tu medicina, loco bastardo —dijo Summers—. Vamos a matar un toro y hacer una hoguera —y antes de montar, añadió—: Nos acercaremos al Popo Agie y al Wind y tal vez lleguemos hasta el Horn, ya veremos. Con los pellejos que ya atrapamos en otoño y los que atrapemos allí tendremos suficientes castores, creo.
Jim volvió el rostro hacia el norte.
—¿No será mejor si remontamos?
—¿Con todos los hombres de Bridger apiñados como lobos alrededor de una vaca herida? —dijo Boone—. La rendezvous será pronto, Jim. Los verás a todos ellos en Clark’s Fork.
—Nuestro viejo amigo pelirrojo es un tipo sociable.
Los caballos se rezagaban en la nieve, con ojos tristes y sin vida, y las costillas se marcaban a través del largo pelaje de invierno de los animales.
—Lideraré yo la marcha un rato —dijo Boone; luego se inclinó, examinó las rodillas del caballo y le susurró—: En cuanto lleguemos a Tar Springs, te curaré, Blackie.
Blackie era un buen caballo, a pesar de que ahora estaba hecho una ruina. Ya podían los indios meterse los ponis búfalo blancos y moteados donde les cupieran, él prefería uno totalmente negro.
El toro que Boone cazó era joven y lo suficientemente gordo, más gordo que una vaca mal alimentada con un ternero pateando en su vientre. Un par de lobos saltaron de no se sabe dónde al sonar el disparo y en un cielo sin aves aparecieron tres grajos aleteando. Tras posarse a cierta distancia, se acercaban y alejaban mientras mantenían sus penetrantes ojos en el descuartizamiento. Los lobos descendieron con las colas entre las patas traseras a esperar, las lenguas fuera goteando saliva y la mirada siguiendo el solomillo, la lengua, el hígado y los huesos rebosantes de tuétano que Boone y Summers empaquetaron en los caballos. Estos habían sobrevivido el paso por la nieve y no paraban de pastar, comiéndose la hierba concienzudamente hasta dejar limpio el terreno.
Había un buen lugar para acampar, con un pequeño prado casi totalmente rodeado de árboles, cerca de donde el Wind y el Popo Agie se juntaban para formar el Horn. Los cuatro hombres desensillaron sus caballos, los manearon con correas de cuero y los dejaron sueltos para que pastaran. Summers primero examinó detenidamente los alrededores, diciendo lo que casi siempre decía: «Es mucho mejor contar costillas que huellas», refiriéndose a que era mejor tener un caballo atado y hambriento que soltarlo y dejar que los indios lo robaran.
Pobrediablo recogió madera y Summers la colocó y encendió una hoguera. Poco después todos ellos tenían delante unos espetones inclinados sobre las llamas con trozos de hígado en los extremos. Jim además había colocado un puchero en el fuego en el que había echado trozos de carne de toro.
«Ojalá tuviéramos café», decía Summers. Y Jim añadía: «Me muero por un poco de sal», pero sólo la carne y el agua del río ya eran suficientes para sentirse bien. Mantenían a uno con fuerzas y nunca le ponían enfermo, por mucho que comiera, y además mejoraba la sangre. Un trampero nunca tenía heridas infectadas o un dolor de muelas, ni pillaba fiebres… o casi nunca, en todo caso. Después de un tiempo Boone perdió el gusto por la sal y el pan y las verduras, y ese tipo de cosas.
Hacía más calor en el valle y allí ya no había nieve, excepto donde los árboles se hacían frondosos e impedían que el viento y el sol tocasen el suelo. El sol ahora brillaba en las alturas, apenas se notaba su calor cuando se posaba en el dorso de la mano. Ya iba descendiendo por las montañas del río Wind que se alzaban al cielo, blancas por la nieve y azules por la roca desnuda. Soplaba el viento desde el oeste.
Después de llenarse la tripa, Boone se estiró, arrimó los pies al fuego y, tras apoyar la cabeza en su silla de montar, se quedó dormido. Cuando despertó, el sol ya estaba cerca de las montañas, a punto de perderse de vista.
—Jim ha ido río abajo, él y Pobrediablo —le informó Summers mientras extendía unas pieles sobre algunas ramas para construir un techado.
—Yo subiré río arriba, en cuanto saque mi equipo —dijo Boone.
Se quitó los pantalones y se puso otros que tenían las perneras cortadas a la altura de las rodillas y remendadas con tela de manta. No había nada que incomodara más a un trampero que el ante secándose sobre las piernas, a excepción de unos mocasines poco ahumados, que se ceñían con tanta fuerza a los pies al secarse que uno tenía que arrastrarse fuera de la cama en medio de la noche para remojarlos de nuevo en el agua. Los mocasines del propio Boone estaban hechos con la piel de una vieja tienda india ya medio ahumada.
Efectivamente, todavía quedaban castores. Boone vio ramas cortadas por el arroyo y un trecho más adelante llegó a una presa y echó una ojeada. La superficie del lago estaba en calma al principio, pero entonces unos círculos concéntricos aparecieron cerca de la orilla y el centro fue aproximándose a él hasta transformarse en una cabeza; esta giró, avanzó en sentido contrario y se hundió en el agua sin hacer ningún ruido, dejando tan sólo los círculos en la superficie a la deriva y un susurro en la orilla.
Boone avanzó con sigilo pisando suavemente sobre la nieve antigua y dura que había bajo los árboles, y se mantuvo alejado del hielo al borde del lago donde el agua era poco profunda. Cuando encontró un buen sitio, lo bordeó, avanzó un trecho y colocó las trampas. Apoyó el rifle contra un arbusto, cortó y afiló un palo largo y reseco y amartilló una trampa, y entonces, portando el rifle, un palo y una trampa, se dirigió al lugar que había elegido. Apoyó el rifle en la orilla, pisó con cuidado probando el borde del hielo, dio un paso y luego unos cuantos más entrando en el río.
El agua estaba fría… tan fría que la carne se quedaba aterida, tan fría que le hacía a uno desear que el río llevara un caudal mayor y así poder usar una piragua y remar silenciosamente por las orillas, totalmente seco. Sacó un pie del agua, gruñendo levemente por un calambre que le había dado, lo volvió a apoyar y sacó el otro pie del agua. Después de eso ya no le volvieron a doler, entumecidos y como dos trozos de madera dentro de sus mocasines. Sentía el barro duro y espeso bajo las suelas, vio burbujas que se formaban alrededor de los tobillos y olió el hedor a azufre que desprendían.
Se inclinó, colocó la trampa amartillada en el agua, de manera que la superficie del agua quedara un palmo por encima del resorte, y alejó la cadena de la orilla hacia aguas más profundas. Luego pasó el palito a través del aro en el extremo de la cadena y lo clavó en el barro dejando caer todo su peso sobre él. Después lo remachó con el hacha para asegurarse de que estaba lo suficientemente sujeto. De regreso a la orilla cortó una rama de sauce y la peló, y del cinturón sacó la punta de cuerno de berrendo donde guardaba su medicina de castor. La medicina se coló por su nariz cuando le quitó el tapón, fuerte y con un penetrante olor a castor. Hundió el palito en la medicina, volvió a tapar la botella y la guardó de nuevo, volvió a agacharse y clavó el extremo seco de la ramita en el barro entre las fauces de la trampa, de manera que el extremo con el cebo sobresalía unas cuatro pulgadas por encima de la superficie del agua. Tenía la impresión de que no pasaría mucho tiempo para que un castor fuera atraído por la medicina. Retrocedió, limpió con las puntas de los pies las huellas que habían dejado sus mocasines. Con las manos agitó el agua de la orilla para esparcir el aroma. Alargó el brazo, cogió el rifle y avanzó lentamente por el borde del estanque. Cuando llegó a la orilla opuesta de las trampas, salió del agua.
Para cuando Boone hubo terminado de colocar cuatro trampas ya había anochecido demasiado para colocar las otras dos. Regresó al campamento con ellas y allí encontró a Summers, Jim y Pobrediablo comiendo toro estofado sobre cuencos hechos con corteza de árbol, como acostumbraban a hacer los indios snake. Boone buscó un trozo de corteza para él y se echó unas cucharadas de carne, se sacó el cuchillo del cinturón y comió. El cucharón, la cacerola, una lata y los cuchillos que llevaban era todo lo que tenían para cocinar y comer desde que los crow pasaron a hacerles una visita en otoño.
—Hay castores por la zona —dijo Jim, Boone asintió y continuó masticando.
Summers escudriñaba la noche cerrada. Se levantó unos minutos después, tenso, y cogió su rifle.
—Buen tiempo para viajar. Creo que vamos a ver indios en cualquier momento. Será mejor que traigamos aquí a los caballos y los atemos cerca.
—Todos los perros medicina marchados.
—No lo des por hecho antes de que ocurra —respondió Boone—. Quieres decir que todos los perros medicina se marcharán.
—Todos marchados. Maldita sea —el indio siguió a Summers para ayudarle a traer los caballos.
Más tarde se sentaron todos alrededor del fuego durante un rato, fumando y reflexionando sobre ello sin decir mucho. Cuando se le secaron los pies, Boone se marchó al refugio y se tumbó. Escuchó a los otros levantarse y bostezar y patear el suelo antes de ir a dormir, y luego ya no los oyó más, porque el viento soplaba junto a sus sueños, fluyendo hacia territorios del norte, agitando la hierba, susurrando alrededor de chozas que nunca antes había visto.
Los días pasaban rápido cuando uno dormía tanto como quería y se levantaba perezosamente y comía algo de carne y volvía a tumbarse, satisfecho por estar caliente y con el estómago lleno, y a pesar del hielo que dejaba a los castores fuera de su alcance. Todavía no había amanecido cuando Boone se despertó al escuchar un agudo trino de algún tipo de ave invernal al que la primavera le devolvía la voz.
Los otros estaban dormidos, a excepción de Summers, que permanecía sentado haciendo guardia y temblando ligeramente. Pobrediablo roncaba con una especie de silbido, como si el agujero entre sus dientes produjese un sonido peculiar. Cada vez que el pájaro trinaba, dejaba de roncar y unos segundos después comenzaba otra vez, tal vez mezclando el trino con sus sueños. La cabeza de Jim estaba cubierta con una manta. Allá en los asentamientos, uno podía llegar a pensar que alguien estaba muerto cuando lo veía dormir totalmente inmóvil y con la manta cubriéndole desde los dedos de los pies hasta la coronilla.
Todavía quedaban algunos rescoldos en la hoguera y algo de carne en la olla. Temblando bajo su ropa de ante, Boone echó un puñado de hierba seca a las brasas y clavó algunos palitos sobre ella. Prendió una llama que le hizo sentir más calor simplemente mirándola. El borde del sol ya asomaba tras las colinas del este y los primeros rayos alcanzaban las montañas del río Wind, haciendo que los bancos de nieve lucieran más blancos que cualquier nube. Nada se movía hasta donde Boone alcanzaba a ver, y no sonaba ruido alguno, a excepción del ronquido-silbido de Pobrediablo y el crepitar del fuego entre los palitos. Incluso el pájaro había callado. Hasta el viento ahora guardaba silencio; había estado soplando desde el este y luego amainó, y cualquiera que hubiera prestado atención tan sólo habría podido escuchar sus propios oídos aguzándose.
Boone colocó la olla junto al fuego y se acercó a los caballos, que esperaban en pie pacientemente y con expresión de aburrimiento; les puso las maneas en las patas y ató estas a las sogas de amarre. Blackie rozaba y hociqueaba el hombro de Boone mientras Boone se inclinaba sobre el nudo.
Cuando los caballos hubieron bebido, volvió a atarlos. Ya tendrían tiempo de pastar más tarde, cuando acabase la cacería de la mañana.
—Estupenda mañana —dijo Summers cuando Boone regresó—. Aunque también ha caído bastante rocío del deshielo, o lluvia, y probablemente el caudal de los arroyos crezca demasiado para cazar —mientras hablaba miraba hacia el oeste, hacia los bancos de nieve en las montañas que parecían recién lavados.
Partieron después de comer: Jim y Pobrediablo río abajo, Boone río arriba y Summers campo a través hacia el cauce del Wind.
La superficie del estanque estaba tan calmada como una plancha de hielo. No se oía ningún ruido allí ni en los bosques, a excepción del débil borboteo del agua abriéndose camino por el estrecho paso del dique. Mientras Boone miraba, un pez agitó la superficie; el agua se revolvió ligeramente y luego volvió a calmarse. Desde el dique observó que el palito que había clavado con todas sus fuerzas en el barro y que sujetaba la trampa había desaparecido. En ocasiones uno trabajaba con tanto sigilo que metía la pata. Con casi toda probabilidad el castor yacía muerto en aguas profundas, lo cual le obligaría a meterse en el río y, tal vez, nadar para rescatar el pellejo y la trampa de doce dólares que lo transportaba. No era habitual que se escaparan los castores de sus trampas, por lo profundo que clavaba los palos. Se acercó al lugar donde había colocado la trampa, buscando con los ojos el palo flotando y el aro de la cadena a su alrededor. Un poco después logró encontrar la boya, que flotaba suelta junto al borde del hielo, pero el aro se había soltado. No se podía saber dónde estaba un castor a menos que este se ahogase rápidamente en el agua, cerca del lugar donde se había colocado la trampa. Boone anadeó hacia la orilla y examinó el agua, siguiéndola con la mirada hasta donde se hacía más profunda y oscura y el fondo se perdía de vista.
Se irguió y se cambió el rifle a la otra mano, retrocedió hacia la orilla para calmar el dolor que sentía en las piernas y luego escuchó a sus espaldas un leve sonido en un bosquecillo de sauces, un tenue susurro en las ramas. Miró a su alrededor y vio el final de la cadena, sin reconocer lo que era al principio. Se agachó, la cogió y tiró del animal que estaba agazapado tras los arbustos, una joven hembra en su plenitud. El animal se acurrucó cuando Boone tiró de ella hacia el claro, pero no intentó correr; sólo se acurrucó y lo miró mientras su hocico se movía rápidamente y un temblor recorría su cuerpo.
—Te tengo —dijo Boone, y rebuscó con la mano en el suelo y recogió un palito seco lo suficientemente grande para poder matar al castor con él.
Se percató en ese momento de que el animal se había estado mordisqueando la pata. Unos segundos más y hubiera logrado liberarse por completo, tan sólo unos tendones y un trozo desgarrado de piel unían la pata al cuerpo. El hueso roto sobresalía de las fauces de la trampa, blanco y limpio como una raíz pelada. Alrededor de su boca pudo ver sangre.
La hembra de castor lo miró, aún inmóvil y levemente temblorosa, con unos ojos oscuros líquidos y temerosos, unos ojos enormes que parecían anegados de agua, unos ojos como los de un pájaro herido. Aquellos ojos le hicieron sentir levemente incómodo al agitarse algo más allá de su memoria que era incapaz de recordar.
El animal dejó escapar un suave gemido cuando Boone levantó el palito, y luego el palito descendió y el ojo con el que le había estado mirando se salió de la cuenca disparatadamente, sin mirar a nada, ya no era algo vivo y líquido, ni algo que hablara, sino sólo un ojo sanguinolento desgajado de su cuenca. No había sido nada más que el ojo de un castor durante todo el tiempo.
Lo despellejó, cortó la cola y con el cuchillo cercenó y anudó las glándulas para que no gotearan, las enrolló en el pellejo, volvió a preparar la trampa y siguió avanzando. Consiguió atrapar dos castores más. La cuarta trampa estaba intacta. Había sido una mañana bastante buena.
De regreso al campamento pensó en la rendezvous… y en los días que vendrían después. Jim quería cazar por el río Bear o el Sick y dirigirse al sur en invierno, a Taos, o Fernandez, como lo llamaban algunos. Boone no sabía lo que Summers quería hacer, tal vez ni siquiera el propio Summers lo sabía. Boone se preguntó si Pobrediablo querría regresar con los pies negros. De repente, al pensar en el territorio del norte, supo lo que los ojos del castor le habían recordado.