CAPÍTULO XX

El viento que soplaba desde las montañas era cálido y caprichoso. En ocasiones sonaba a aullido agudo e invernal entre las ramas de los árboles, y a continuación amainaba y no era más que un susurro que el oído no captaba a menos que prestara atención. Cuando amainaba, Boone podía oír el agua goteando en la oscuridad de las ramas congeladas y de la pared de roca que se alzaba justo detrás del campamento. El viento soplaba la mayor parte del tiempo en este territorio, saliendo a presión de los cañones o deslizándose por las altas planicies, hasta que uno se acostumbraba a él y apenas le prestaba atención, excepto en ciertas ocasiones de noche, cuando se despertaba y escuchaba su salvaje y triste canción y se hundía aún más bajo las sábanas y la manta de piel de búfalo, sintiéndose de alguna manera seguro y bien. Poco a poco el sueño volvía a apoderarse de él y el viento se transformaba en un río que fluía y corría junto a sus sueños.

Fuera del círculo del campamento, con su vórtice de fuego, la tierra nevada parecía desvanecerse en la oscuridad que manaba del suelo, o caía del cielo, o se expandía, dependiendo de cómo se mirase. Al oeste las montañas dibujaban una línea irregular en el cielo nocturno.

Summers alargó el brazo, sacó una rama del fuego y encendió la pipa; su rostro curtido brilló rojizo cuando inhaló de la boquilla. Se había quitado la gorra y el reflejo del fuego danzaba en su cabello destacando las canas que lo cubrían. Jim roía un hueso.

—Ya se va acercando el momento de ponerse a la faena —farfulló Jim por la comisura de los labios.

Summers removió su trasero sobre la calavera de carnero en la que estaba sentado y apoyó los codos en los cuernos que se arqueaban hacia arriba por ambos lados, como si fueran los brazos de un sillón. Parecía que su cabello iba encaneciendo día a día, o tal vez, simplemente, las canas destacaban más ahora que llevaba el pelo hasta los hombros.

—Todavía no es primavera, creo. Aún nos pegará un zarpazo más el invierno —y fumó lentamente de su pipa, observando el fuego.

—Nunca brilla demasiado pronto la hierba para mí —dijo Boone, mientras rebanaba con su cuchillo a lo largo la rama de álamo que sostenía entre las rodillas. La corteza se desprendió formando una larga y flexible viruta. Cortó la viruta transversalmente en trozos más pequeños y los lanzó sobre una pequeña pila para alimentar a los caballos por la mañana—. Los caballos comen tanta corteza que sólo uno de ellos bastaría para hacer funcionar un barco de vapor.

—Tenemos que llegar antes que el resto —dijo Jim.

—Llegaremos —respondió Summers—. Si no es al río Wind o al Grey Bull o al Popo Agie, será a otro lugar.

—Podrían acabar con la caza.

—Encontraremos castores. Siempre los encontramos.

Si uno apartaba los ojos del fuego y los dirigía al cielo, las estrellas parecían aproximarse y brillar con más intensidad y de forma constante. El Carro destacaba en el cielo, y su cola señalaba hacia la Estrella Polar, que era pequeña pero despedía un brillo más estable que el resto, sin titilar como las otras. Boone bajó la mirada y retomó su tarea. Recogió otro palo y comenzó a pelarlo. Uno debía mantener a sus monturas en forma. Había visto caballos que pasaban tanta hambre que se habían llegado a comer la cola de otro caballo hasta dejarla hecha un muñón. Justo en ese momento, si prestaba atención, podía oír a sus propios caballos golpeando con los cascos la capa de hielo en la oscuridad, intentando atravesarla para llegar hasta la hierba.

—Supongo que el pellejo de castor no se pagará más alto —dijo Jim—, ni tampoco será más abundante.

—No veremos ningún pellejo de doce dólares, creo —dijo Summers al tiempo que se ponía de pie—, como lo que se pagaba en otro tiempo en Fort Clark. Una ganga como esa no podía durar mucho.

—La maldita Compañía nos tiene bien cogidos por nuestras partes, desde que Fitzpatrick y Bridger se les unieron. No hay nadie que pueda hacerles sombra. Eso es lo que está acabando con los castores.

—Eso —dijo Summers, asintiendo—, y que los londinenses se hayan puesto a fabricar sombreros de seda, si los rumores son ciertos.

—Volverán a usar los sombreros de castor —replicó Boone; llevaba oyendo ese tipo de comentarios desde hacía dos inviernos o más—. No está todo acabado. Ya veréis.

—Tengo un terrenito en Independence, en el Estado de Missouri, si es que aún sigue allí —comentó Summers como si no estuviera hablando con ellos, sino pensándolo para sus adentros.

—No me importan tanto los castores. Al menos, a mí no —dijo Boone—. Sólo necesito los suficientes pellejos para poder conseguir tabaco, pólvora, municiones y, en ocasiones, whisky.

—Lo único que desea Boone es un trozo de panceta y una hoguera, y estar alejado de la gente.

Sonaba bastante bien, pensó Boone. ¿Qué otra cosa podía desear un hombre además de huesos rebosando tuétano y costillas y una hoguera para mantenerse caliente y una tierra libre para moverse? Hacía falta mucho para poder superar un lugar en el que se podía cazar un búfalo cada día casi sin buscarlo, y llevarse sólo las mejores partes y dejar el resto a los lobos. ¿Qué otra cosa podía uno desear, aparte de una buena squaw que se ocupase del campamento y se acostase con él de noche?

—A uno le invade cierta sensación cuando van acumulándose los años sobre su espalda —continuó Summers, todavía como si estuviera hablando consigo mismo—. A veces, ya no está tan fresco por la mañana, y por la noche tiene que estar constantemente rodando sobre un costado para soltar alguna meada, y le duelen los huesos, y cada vez es más consciente de que, si continúa, perderá la cabellera.

—Llevas con esa monserga Dios sabe cuánto tiempo ya, Dick —se quejó Boone; Summers no respondió y Boone continuó—: Si regresas allí, no van a tener suficientes cuerdas para atarte y que te quedes. Todavía sigues teniendo la misma vitalidad que un cachorrillo setter, apuntando con el hocico a cualquier cosa que menee la cola.

La mención a Dios hizo que Jim se animara, como siempre ocurría. Pasó las manos por detrás de la cabeza y se apoyó contra un tronco.

—Supongo que a Dios no le gusta que uno aspire a llegar demasiado alto. En cuanto uno se excede en sus aspiraciones, Dios le envía algún castigo. Supongo que Él piensa que nadie tiene el derecho a sentirse grande, aparte de Él Mismo. Sólo hay espacio en el charco para una rana grande. Tal vez por eso nosotros tres todavía estamos vivos y coleando; no tenemos ninguna aspiración, sólo conservar nuestras cabelleras en su sitio y nuestras barrigas llenas, y poder ir a alguna rendezvous o tal vez a Taos. Nada de eso puede molestar a Dios.

Summers no parecía escucharlo. Se limitaba a mirar el fuego con los ojos entrecerrados como hacía con bastante frecuencia últimamente. Boone comenzó a pelar otra vara de álamo.

—Por ejemplo, como Jourdonnais —arguyó Jim—. Se pensaba que iba a poder ser un gran nabab. Eso pensaba, hasta que Dios le cortó las alas.

—A McKenzie no le fue tan mal.

—Sólo durante un tiempo, Boone. Luego el gobierno descubrió que estaba fabricando whisky en Union, y ya no se ha vuelto a oír hablar de McKenzie. Supongo que fue la mano de Dios actuando a través del gobierno.

—Además, era un licor de lo más decente —dijo Summers, removiéndose en su asiento—. Muchísimo mejor que muchos otros. Pero parece poco probable que Dios tuviera algo que ver con ello; aún no está metido en el negocio de licores. Este de aquí desearía con toda su alma tener una petaca de licor ahora mismo.

—No falta tanto para la rendezvous —Jim se pasó la lengua por los labios—. Eso es para lo que vivo, para la rendezvous. Whisky y juegos de mano, y las bonitas jóvenes indias, tuyas por tan sólo un trozo de tela, o un cascabel o un cuchillo del Green River para su hombre. ¡Jesús!

—Las cosas no parece que vayan a ir tan bien —respondió Summers—. No ahora que Bonneville regresó al ejército y Wyeth a Boston. Habrá un montón de indios, pero no mucha mercancía ni tanto dinero. Ni tantos tramperos, tampoco, después de todos los que lo han abandonado.

—¿Recuerdas cómo los indios snake miraban asombrados la cabeza calva de Bonneville, preguntándose si se había rasurado el pelo a propósito para que no pudieran arrancarle la cabellera? —Jim se rio.

—Conseguimos suficientes castores —le respondió Boone a Summers.

—Viajando solos. Arriesgándonos. Con pequeñas trampas y en silencio, aún se puede atrapar algún castor, si uno no pierde la cabellera antes.

—Pero se pierde algo de diversión —dijo Jim con la mirada fija en Boone—. No nos habría perjudicado en absoluto si hubiéramos pasado el invierno en la rendezvous con los hombres de Bridger en el Yellowstone.

—Estoy bien aquí —respondió Boone.

Y estaba bien allí desde hacía mucho tiempo, viviendo junto a los arroyos y en las colinas… tanto tiempo que le parecía haber estado allí desde siempre. Jim perdía los nervios constantemente y siempre quería partir hacia San Luis o Taos o a cualquier lugar donde hubiera gente. Taos estaba bien las veces que Boone estuvo allí; siguió a Jim y a Summers en una o dos ocasiones. Y tal vez San Luis también estaba bien si uno sólo se quedaba allí el suficiente tiempo para remojarse el gaznate y no se metía en problemas con la ley; pero en una ocasión, cuando ya había decidido ir con Jim y Summers, regresó a los asentamientos al sentirse extraño e incómodo y enjaulado.

Esa vida le sentaba bien desde hacía mucho tiempo, a excepción de las semanas que pasó caminando y esquivando a los pies negros después de que Jourdonnais y la tripulación cayeran. De vez en cuando aquellos días regresaban a su mente, tan reales como si acabaran de pasar, y escuchaba entonces el trino del zarapito que llegaba desde la otra orilla del río y que tuvo miedo de responder, y se veía a sí mismo arrastrando las piernas río arriba por el margen del río hasta encontrar un tronco para subirse en él y empujarse hacia la otra orilla. Summers y Jim lo habían visto acercarse, lo pescaron del río, lo alejaron de allí un trecho y pararon un poco después tras unos matorrales donde Summers pudo echar una ojeada a la herida que tenía en el cuello.

Escuchó a lo lejos la voz de Summers, grave y amistosa, y con un tono un tanto jocoso.

—Un balín de mosquete no va a matarte, amigo. Esto no es nada. He visto agujeros así causados por simples espinos.

Los ojos de Summers sonreían. Boone miró sus pupilas grises y por encima de la cabeza inclinada de Summers vio el cielo apagándose en la noche. Pensó que debía sonreír ante el comentario, pero no tenía fuerzas para hacerlo.

Cuando echaba la vista atrás, los días se mezclaban unos con otros de manera que lo que recordaba no llevaba un orden y distribución cronológicos en la que una cosa ocurría tal día y otra cosa tal otro. Lo que recordaba era el miedo que le pesaba como una losa, el largo tiempo que pasó en escondites, sus piernas avanzando cuando ya estaban más ágiles y el aliento seco y entrecortado en su garganta, el dolor constante de la herida, y a Jim y a Summers ayudándole, y a Jim poniéndose nervioso cuando pensó que Boone no podía ver. Caminaron un día tras otro, manteniéndose siempre que podían entre la maleza o las quebradas que el agua horadaba, pero siempre caminaban, paso a paso… siempre andando, y con cada paso poniendo un poco más de tierra de por medio mientras contemplaban las llanuras que se extendían hasta el infinito. En algunos lugares el paisaje estaba tan desnudo que ni siquiera un conejo podría encontrar un buen escondrijo, y uno tenía la sensación de que los pies negros estaban colgados en las alturas a su alrededor, observándolos desde donde las llanuras tocaban el cielo. Sus mocasines se desgastaron y el cuero del búfalo que Summers había derribado resultaba demasiado rígido y basto para los pies, y paso a paso continuaron avanzando. Las espinas de los cactus se les clavaban en la piel y sus estómagos se hundían pegándose a las costillas. El sabor de las bayas de rosas silvestres y los nabos de pradera crudos calmaban su apetito, porque no era frecuente que Summers se arriesgara a encender una hoguera o a cazar carne. El sol atravesaba el cielo más rápidamente y descendía pronto, y entonces un intenso frío se derramaba sobre la tierra, de manera que temblaban bajo sus ropas de ante y dormían arrimados para mantener el calor de los cuerpos, se levantaban temprano cuando la noche era más fría y continuaban avanzando hacia el este y el sur, hacia el Yellowstone y al otro lado, hacia territorio más seguro, atravesando el interminable mar de llanuras y echándose a tierra en una ocasión entre la hierba cuando apareció una partida de indios, que pasó y terminó en nada. Continuaron caminando, animados con bromas y chanzas y empujados por Summers, y entonces, un día a primera hora de la mañana, se encontraron con seis cazadores de la Compañía Peletera de las Rocosas y fueron con ellos a la rendezvous de invierno en el Powder.

Aquella rendezvous no se encontraba demasiado lejos de donde estaban acampados ahora… no a muchas millas, en todo caso. Pero les pareció una enorme distancia.

Summers arrimó los troncos a la hoguera que había construido a la manera india, con los extremos de los troncos en lugar de los centros arrimados a la llama. Se alzó una tenue lluvia de chispas, hasta que el viento se levantó y se las llevó volando. Las llamas lamían los troncos y luego se alzaban al cielo en una sola lengua, iluminando el campamento. A través de las anchas bocas de las tiendas de piel, apiñadas junto a un recodo de la roca, Boone podía ver los vestidos y mantas y sus pequeños zurrones de medicinas. El tablón de cortar carne estaba a sus espaldas, con una piel de ciervo medio desollada. Cerca del tablón había un poste enganchado a unas horquetas de las que colgaba la carne. Sólo había un trozo o dos de carne fresca ahora, y la carne que habían secado durante el invierno se había acabado; mañana matarían una vaca, y él, Summers y Jim se darían un banquete con el joven ternero que llevaba la vaca dentro. Más allá, pudo ver los troncos blancos de los chopos temblones reflejando los parpadeos del fuego. Un caballo pifió oculto en la oscuridad y, a más distancia, subido a alguna colina, un lobo aulló. Boone tembló bajó su camisa de cazador, sintiéndose solo y a gusto en la oscuridad que se cerraba a su alrededor, con aquel punto de fuego que la mantenía a raya y el viento susurrando tristemente entre los árboles.

Dirigió la mirada a Summers y vio que se tensaba ligeramente y se callaba, como si todo el poder de sus ojos y oídos estuviera concentrado en un punto. Así se comportaba Dick. Parecía que estaba amodorrado y entonces se escuchaba algún ruido en algún lugar o un movimiento y se le veía alerta y rápido en todo momento, más rápido y más alerta que cualquier otra persona, como si sus sentidos le advirtieran de cualquier cosa incluso mientras dormía. Estiró el brazo, agarró el rifle y lo levantó de lado sobre sus rodillas.

Jim comenzó a decir algo, pero se calló cuando Summers siseó.

Boone también lo oyó ahora; era el sonido de unos pies acercándose al fuego, avanzando descuidadamente y haciendo ruido, crujiendo sobre la nieve, como si el hombre que caminaba no temiera nada en este mundo. Llevaba su propio rifle en las manos. El cañón del arma de Summers giró hacia la derecha y apuntó.

En el círculo de la hoguera una figura de pecho corpulento se movía hasta que reconocieron la silueta de un indio que transportaba sobre la espalda un berrendo. Lanzó el animal muerto junto al fuego, se enderezó y echó un vistazo a su alrededor, primero a Summers, luego a Jim y luego a Boone. Su rostro feo y anguloso se contrajo en una repentina sonrisa que reveló que le faltaban dos dientes de delante. Tenía una nariz aguileña que casi le llegaba hasta el labio superior y parecía a punto de engancharse en el hueco de los dos dientes que le faltaban.

How —dijo, y se echó a reír, una risa que comenzó profunda en su interior y luego salió burbujeante, de manera que cualquiera a su lado sentía ganas de reír también, tan verdadera y estúpida era.

How —respondió Summers.

El indio se apartó una maraña de pelo de los ojos, se descolgó el arco y el carcaj del hombro y los dejó caer. Su camisa de caza era un viejo pellejo de ciervo que había sido doblado y luego cortado en círculo por el centro para meter la cabeza. Lo llevaba atado con correas de cuero bajo los brazos.

—Habla inglés, yo —anunció—. Montón de bueno. Mucho bueno.

—¿En serio?

El indio se golpeó con la palma de la mano en el pecho.

—Bueno.

—Háblalo entonces, amigo.

—Come. Bebe. Mea. Maldita sea.

Jim lo miró con expresión sorprendida y luego se puso a aullar.

Una leve sonrisa se dibujó en la boca de Summers.

—Que me aspen si ese tipo no ha completado todo el círculo —dijo mirando a Boone y a Jim.

—Hijo una perra —añadió el indio como si se le acabase de ocurrir.

—No hay duda de que te manejas bien con la jerga de los tramperos. Vaya que sí. ¿Quién eres, indio?

El indio se acuclilló junto a la hoguera y Boone advirtió que sus pantalones estaban viejos y desgastados con apenas un fleco colgando. La camisa de tela que llevaba bajo el pellejo de ciervo probablemente fuera roja tiempo atrás.

—Pies negros, yo —continuó hablando en lengua india. Summers le escuchó atentamente, asintiendo para mostrar que le entendía.

Cuando hubo acabado, Summers dijo:

—Este es un desgraciado sin nación. Dice que es un blood, pero tuvo un ajuste de cuentas con ellos por algún motivo, y tuvo que huir. Vivió con los kootenai durante un tiempo, y los flathead y los shoshone. Tiene toda la pinta de ser un pobre diablo indio, sin pistola y casi con el culo al aire, pero actúa como si no fuera así.

El indio volvió a sonreír. El fuego reveló su lengua moviéndose tras el hueco entre los dientes.

—Ama Cuchillos Largos, yo. Ama whisky. Ama whisky un montón —miró a su alrededor con una sonrisa infantil bajo su larga nariz aguileña, como si esperase que alguno de ellos le ofreciera una petaca de alcohol—. Bebe montón de whisky, yo.

—Creo que es un leal a los pies negros —y dirigiéndose al indio dijo—: No tenemos whisky. No hay agua medicina. Acabada. ¿Comes? —le invitó, y señaló un trozo de carne todavía ensartado en un palo apoyado sobre el fuego.

El indio tiró de un trozo de carne del espetón y hundió los dientes en él, sacó una navaja de la cintura y la pasó por delante de su nariz, cortando un trozo de la tajada. Se lo tragó y rio con una risa fuerte y burbujeante de nuevo, sin motivo alguno, sólo porque se sentía bien.

—Pregúntale si conoce a Gran Nutria —dijo Boone a Summers.

La voz de Summers sonó ronca y cortante. El indio dejó de masticar, puso una mueca y se pasó la mano grasienta por el pelo. A continuación dijo:

—Maldita sea —y continuó masticando.

Jim lo miraba con el semblante surcado por una sonrisa sorprendida, como si nunca antes hubiera visto a alguien semejante.

—¿Podemos quedárnoslo, papá? —preguntó con el tono de voz que hubiera usado un niño al preguntarlo.

Cuando el indio terminó con la carne, volvió a pasarse los dedos por el pelo y les miró complacido y amigable. Entonces bostezó y de repente se dejó caer, arrellanándose boca arriba sobre las ramas de pino que Summers había extendido sobre la última capa de nieve.

—Duerme —anunció, y cerró los ojos.

Summers miró a Boone y a Jim.

—Tenemos un nuevo socio, si es que lo queremos.

El viento arreciaba de nuevo y aullaba a través de los árboles. Por debajo de los aullidos, Boone podía escuchar el sonido del arroyo que comenzaba a correr de nuevo con el deshielo.

—No podemos echar a un hombre que trae carne al campamento —dijo Jim, moviéndose hacia el berrendo—. Además, me hace sentir muy bien.

—Finge estar ya dormido —dijo Boone—, como un bebé o un cachorro o algo así. A pesar de ser tan malditamente feo, le hace a uno reírse.

Summers no dijo nada más, pero se levantó, se metió en su refugio y regresó con una capa vieja.

—Esto es como alimentar a un perro extraviado —advirtió—. Me temo que no vamos a sacar nada de él.

Cuando Jim y Boone no contestaron, Summers dejó caer la capa sobre el indio. Entonces miró a la oscuridad, la escudriñó y aguzó el oído mientras pensaba: «Parece que sopla viento de primavera, sin duda. Este de aquí cree que si es necesario podríamos cruzar hacia el Bear o por el Lewis Fork y bajar un trecho el Snake».

Boone se levantó del suelo, se estiró y levantó la mirada de nuevo al Carro y la Estrella Polar, hacia la que aquel apuntaba, la Estrella Polar que brillaba con una luz nítida y que se posaba sobre la tierra de los pies negros, sobre los huesos de Jourdonnais, que probablemente ya se habían podrido y desaparecido, sobre los tipis de los piegan, y Ojos de Cerceta tal vez dentro de una de ellas. Ya había pasado un tiempo desde que la tripulación del Mandan desapareció. Hizo un cálculo hacia atrás. Siete estaciones. Siete estaciones desde que vio por última vez a la joven india con ojos como los de una cerceta aliazul. Ya habría crecido, y probablemente ya tuviera un hombre. Boone se preguntó qué era lo que le había hecho ponerse a pensar en ella con tanto entusiasmo. No podía deberse simplemente a la aparición de aquel absurdo pies negros fugado de larga nariz y un hueco entre los dientes… o, al menos, no sólo a eso. Desde muy arriba le llegó el débil graznido de una bandada de gansos dirigiéndose al norte en busca de tierras donde anidar.